EL CONDE ALQUIMISTA Y CAZADOR
Un terrible suceso marcó la
vida del Conde. Cuando apenas tenía nueve años, en una actividad de cacería en
el monte, vio desangrarse a su padre, quien, no acostumbrado a llevar como
compañía a perros de caza, fue mortalmente atacado por una enorme bestia, parecida
a un jabalí, que le clavó los colmillos en el pecho y le arrancó a mordiscos el
corazón.
Mientras
el padre se desangraba entre estertores de agonía, el niño, luego de espantar a
la bestia arrojándole piedras y emanando lacerantes gritos, se le acercó a paso
ligero, se postró de rodillas y vio como agonizaba su padre, cubriéndose con
las manos el hueco que quedó en su pecho.
El niño
nada pudo hacer por él, salvo expresarle palabras de dolor y consuelo,
repitiéndole que lo quería mucho y prometiéndole que algún día vengaría su
muerte, atrapando a la bestia y dándole una muerte como jamás se vio en una
faena de cacería.
Cuando
su padre cerró los ojos por última vez, el niño se mordió los labios y una lluvia
reprimida de lágrimas brotó por sus ojos y llegó a sollozar amargamente ante el
cadáver, sintiendo que todo había acabado ese día, que la vida sin su padre no
tenía ningún sentido, que no querría dormir ni comer. Todo había terminado ese
funesto día, ¡todo!
No
había duda, la visión del brotamiento de sangre, más la impactante escena de la
muerte de su progenitor, lo persiguió al Conde a lo largo de su vida, como el
mayor trauma originado en su infancia. Además, mientras más transcurría el
tiempo, mayor era el odio que sentía contra las bestias salvajes y mayor su
obsesión por ver brotar la sangre de un cuerpo y de un palpitante corazón.
Durante
su adolescencia y juventud, con la misma escopeta, calibre 12, y la misma daga de
caza, con hoja de acero y mango de cuero, que solía usar su padre, había dado
muerte a varios animales salvajes. Su obsesión por la sangre no desapareció de
su mente, ni cuando conoció a la mujer que conquistó sus sentimientos en una
fiesta de gala, donde él asistió sentado en una carroza tirada por cuatro
caballos.
Ella
quedó maravillada por la atractiva elegancia y sorprendente belleza del Conde,
vestido a la usanza de los hombres de la aristocracia de otros tiempos. Su
bastón con cabezal marmolado, su sombrero de copa y su capa de tres cuartos,
hacían juego con su negra barba de azulados reflejos, dándole una singular
presencia ante su atenta mirada de mujer acostumbrada al garbo y la gallardía
de los hombres capaces de penetrar en el corazón y el pensamiento de una mujer
de gustos extremos respecto a las características que debía poseer un hombre.
Esa
misma noche, después de entablar una conversación amena e iniciar una relación
de atracción mutua en la pista de baile, se montaron en la carroza que los estaba
esperando fuera del local y se fueron en dirección a la mansión del Conde,
ubicada en las afueras de un pueblo de reminiscencias medievales. Ella estaba
impresionada por el poder económico que ostentaba su reciente conquista, quien
era siempre bien recibido por la servidumbre, a cualquier hora del día o de la
noche.
Cuando
contrajeron matrimonio, ella comprendió que una de sus ocupaciones de su esposo
era salir de caza al monte y carnear a los animales untándose con sangre el
cuerpo entero, pero lo que nunca llegó a saber es que este hombre de aspecto
elegante y conducta desmesuradamente reservada, era un extraño místico etílico, que se entregó a la
alquimia en un intento por encontrar el modo de fabricar oro, mediante
experimentos que empezaban en su laboratorio, ubicado en los sótanos de la
mansión, y terminaba en la bodega, donde bebía cinco litros diarios de un añejo
vino de 22 grados.
No
pocas veces, para alcanzar su objetivo y sin apenas dormir, se rodeó de brujos,
nigromantes, videntes y adoradores del diablo, que no eran otra cosa que un
grupo de embaucadores que le hacían creer que por prácticas de esoterismo y
magia negra, más que por sus experimentos de alquimia, lograría llenar sus
arcas con el preciado metal, que carecía de olor pero que tenía el color
parecido al excremento.
Al cabo
de cierto tiempo, se dio cuenta que su sueño de fabricar oro no se hacía
realidad; por el contrario, los embaucadores le costaban una fortuna que lo
iban arruinando más y más, hasta que, desengañado y desvariado por su excesivo
consumo de alcohol, despidió a la gran mayoría de quienes se consideraban sus
leales y sabios colaboradores.
Los
pocos que quedaron a su mando, sobre todo los brujos y adoradores de las
fuerzas malignas, no tardaron en persuadirlo que solo con la ayuda del Diablo
podía conseguir el oro que anhelaba. Él no estaba del todo convencido, pero
optó por seguir sus consejos, con la esperanza de que un buen día el dorado
metal se le apareciera a manos llenas.
Una
noche, mientras dormía en la bodega y luego de haber caído en un tremendo
delirium tremens, escuchó voces de ultratumba y tuvo alucinaciones de que se le
apareció el Diablo ante sus ojos, como un halo de fuego desvaneciéndose con la
misma ilusión fantástica con la que se le apareció en medio de la habitación
bañada por la pálida luz de los candelabros.
Él no
supo qué hacer. Se mantuvo quieto como una roca y con la respiración contenida.
Después se levantó del camastro, abrió la puerta y salió de la bodega como un
demente, sosteniéndose apenas sobre los pies. Llamó a uno de los adoradores del
Diablo, casi muerto de pánico, y le solicitó que redoblasen los ensalmos y las
conjuras para que no se le volviese a aparecer el maligno, sin antes anunciar
su presencia, pues las inesperadas visitas no eran de su agrado. Su colaborador
le prometió que así lo haría y se retiró de la bodega, que emanaba un
inconfundible aroma a madera de roble y uva moscatel, macerado durante meses o
años en ese lugar de temperatura templada y oscura, donde las antorchas se
encendías solo cuando el Conde se encontraba en su interior, bebiendo hasta
caer rendido sobre el camastro y quedarse dormido hasta el amanecer.
Todos
los días que el Conde se pasaba bebiendo en la bodega, su mujer se pasaba
metida en la alcoba, pero no sola, sino en compañía de otro cazador, que era el
amigo y compañero de caza de su marido; una relación de infidelidad del que no
se enteró el Conde, quien parecía estar feliz en la bodega, donde se le
aparecía el Diablo, pero no el oro. De modo que, más arruinado que antes,
despidió a todos sus colaboradores y volvió a dedicarse a una de las grandes
pasiones de su vida: la caza.
Al
Conde le encantaba matar y carnear al animal en el mismo lugar donde había sido
abatido; una acción que le proporcionaba una enorme satisfacción. Es decir, el
simple hecho de ver brotar la sangre a borbotones, le causaba un insondable
placer, entretanto su presa se retorcía en el suelo, los ojos en blanco y las
patas estiradas en el aire.
Así se
mantuvo por mucho tiempo, hasta el día en que, ni bien el sol declinaba hacia
el ocaso, él mismo sería cazado por otro cazador más veloz y más diestro en
manipular y disparar las armas de fuego.
Estaba
en medio del monte, un día cualquiera de caza, cuando el Conde escuchó unas
pisadas acercándose hacía él. No sabía quién era porque el tupido follaje de
unos árboles no le permitía distinguir con nitidez a su perseguidor, quien no
tardó en mostrarse de cuerpo entero, con la escopeta en las manos y una extraña
expresión en el rostro.
Cuando
el Conde lo vio de cerca, le clavó la mirada y, sin entender el porqué de la
persecución, exclamó:
-¡Tú!
¿Qué haces aquí?
El
amante de su esposa no dijo nada. Se plantó con las piernas abiertas, le apuntó
con la escopeta de cañón estriado, presionó el gatillo y le disparó contra el
pecho, desplomándolo de espaldas y los brazos en forma de cruz. La bala le
penetró por el pecho y le salió estallándole el pulmón derecho. La sangre saltó
a chorros y su corazón dejó de latir poco después.
El
amante de su esposa miró por todos lados, para asegurarse que no había testigos
del crimen, se dio la vuelta y se alejó por el mismo sendero por donde había
llegado.
No se
trataba de cualquier cazador, sino del amante de su esposa, quien, cada vez que
él se marchaba de caza, internándose en el monte de sol a sol, lo engañaba
acostándose con el amante en la misma alcoba y en la misma cama, donde él
dormía como un tronco después de haberse vaciado dos botellas de añejo vino en
la bodega, que era el sitio donde se refugiaba cada vez que le atacaba una
fuerte depresión por el trauma que le causó la muerte de su padre, un hombre
acaudalado, viudo y sin más herederos que el hijo que ahora yacía muerto en
entre los matorrales, lejos de su mansión y de su esposa, como una carroña
arrojada a los animales salvajes, que no tardarían en devorárselo entero, sin
dejar rastros alguno de su existencia.
Así es
como el cazador terminó siendo capturado por otro cazador que, además, se casó
con su hermosa esposa y se convirtió en el nuevo heredero de los bienes que
atesoraba en la mansión, donde nadie se preocupó por su ausencia. Y si algún
vecino o forastero preguntaba dónde estaba el Conde, la viuda se encargaba de
responder que el él hizo un pacto con el Diablo y que éste se lo cargó al
infierno, sin dar explicaciones ni dejar huellas de este hombre que se dedicó a
la alquimia y a cazar animales salvajes, sin advertir que un día lo perdería
todo por la traición de una mujer que un día le entregó su amor y que otro día se
lo quitó por el amor de otro cazador.