miércoles, 28 de diciembre de 2022

CATAVI EN LA MEMORIA

El escritor Víctor Montoya, con motivo de recordar los 80 años de la masacre minera ejecutada en los Campos de María Barzola, el 21 de diciembre de 1942, publicó el folleto Catavi en la memoria, a partir de sus recuerdos de infancia y adolescencia, y a la luz de los datos históricos que incriminan a los directos responsables de ese crimen de lesa humanidad, quienes actuaron obedeciendo las órdenes de los jerarcas de la Empresa Patiño Mines y las Fuerzas Armadas al servicio de la oligarquía minero-feudal.

La población de Catavi, centro administrativo de la empresa minera de Simón I. Patiño en el pasado siglo y submunicipio del Gobierno Autónomo Municipal de Llallagua en la actualidad, tiene su propia historia desde que se introdujo en estas tierras la más avanzada tecnología para la prospección, explotación e industrialización minera.

Esta crónica, narrada desde la perspectiva del autor, es una suerte de reconstrucción del pasado a partir de los recuerdos aferrados en la memoria, con todas sus luces y sus sombras, pero enfocado siempre en contemplar los recovecos de una población que, durante la época conocida como la Era del Estaño, tuvo sus enormes resonancias económicas, políticas, sociales y culturales a nivel mundial.

Catavi en la memoria es un texto destinado a los lectores interesados en conocer algo más sobre el legado patrimonial de una población tradicionalmente minera, cuyas grandezas y miserias, lejos de permitir que se pierdan entre los polvos del olvido, deben ser rescatadas en su verdadera dimensión, con el propósito de perpetuarlas en los anales de la historia nacional.

 

lunes, 12 de diciembre de 2022

DOS HISTORIAS DE AMOR EN TATUAJE MAYOR

La novela juvenil de Gaby Vallejo Canedo, Tatuaje mayor, le permite al lector reconocerse en sus páginas, cuya temática se mueve sobre dos andamios que narran las historias de vida y de amor, por una parte, de la difunta abuela y, por otra, de la nieta de diecisiete años de edad, que se yuxtaponen a lo largo de la novela, aunque las historias están contextualizadas en tiempos y espacios diferentes.

Toda la novela comienza el día en que Ylonka entra en el cuarto de su abuela, donde encuentra una caja que contenía un fajo de papeles escritos a pulso, con pluma y tinta morada, metidos en un extraño álbum de cuero. Los papeles son una suerte de diario que su abuela escribió en su adolescencia, registrando la relación romántica, recatada e inocente que sostuvo con Antonio Eguez, un muchacho de familia humilde, a quien ella llamó Lucero misterioso. Se trata de una relación amorosa distinta a la que mantiene su nieta Ylonka con Andrés, quien prefiere mantener en secreto sus señas de identidad y los antecedentes de su vida familiar.

Según la confesión que dejó la abuela, es fácil deducir que el romance entre un hombre y una mujer era más sentimental y recatada a mediados del siglo XX, en la que un beso era un acto premeditado y hasta una demostración de amor envuelto en un halo de misticismo y hasta de cierto temor. En cambio, la relación amorosa de las muchachas del presente, donde las relaciones humanas y los conflictos sociales son algo distintos, es más espontánea, relajada y directa, con menos temores y prejuicios que en la pasada centuria.

Ambas historias tienen sus propias particularidades, marcadas por el contexto sociocultural, la época y las costumbres que caracterizan a dos mentalidades y comportamientos diferentes, pero son similares cuando se trata de desnudar los sentimientos universales como el amor y el desamor. En este contexto, los sentimientos de la abuela y de la nieta son similares, porque corresponden a instintos naturales que son universales. Por lo tanto, la autora nos da a entender que el amor no conoce límites ni está determinado por condiciones socioeconómicas o, dicho de otro modo, cuando llega el amor, llega sin avisar y mientras menos se lo espera.

La nieta lee los papeles de la abuela, página tras página, y se comunica imaginariamente con ella, como si todavía estuviese viva, como si sus almas, experiencias y vidas formaran parte de un mismo puente. Ylonka está empeñada en descubrir las emociones de alegría y las dificultades que le planteaba su relación con un muchacho de una condición social modesta, sin muchas oportunidades de estudio ni prosperidad, hasta el día en que el Lucero misterioso realiza un viaje a Santa Cruz para no retornar más, haciendo que la distancia y el olvido conviertan el apasionado amor en un dulce engaño, con promesas e ilusiones rotas por el destino.

Desde un principio se advierte que la relación amorosa de la nieta es distinta a la que mantuvo la abuela, porque en una sociedad moderna y globalizada, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, aparecen fenómenos sociales, como son las tribus urbanas, que determinan el pensamiento y la conducta de los jóvenes y adolescentes.

Esta novela juvenil demuestra que su autora, conocida por sus novelas destinadas a los lectores adultos, es capaz de sorprendernos con obras infantiles y juveniles, que están elaboradas a partir de un amplio conocimiento pedagógico, cuyos instrumentos educativos sirven para transmitir enseñanzas de vida a los jóvenes lectores que necesitan de escritores/as que cuenten historias que les toquen las fibras más íntimas y los convoquen a una reflexión individual y colectiva.

Gaby Vallejo Canedo nos entrega, con la misma entereza y convicción de siempre, una obra que vale la pena ser leída por su temática y su fuerza literaria, pero también por el mensaje aleccionador de humanismo, luchas y esperanzas. A los lectores solo les queda disfrutar de su escritura que, sin didactismos ni moralejas, permite aprender de su experiencia personal y su manera de contar historias dignas de ser promovidas dentro del sistema educativo, como si estas formaran parte de nuestras propias vidas, ya que los relatos amorosos tanto de la abuela como de la nieta reflejan los sentimientos más profundos que experimentan las personas en su adolescencia, cuando asoma por primera vez el amor, con sus luces y sus sombras, dejando sus tatuajes en la mente y el corazón.

El libro tiene varias facetas que pueden ser aprovechadas por los educadores para entablar discusiones sobre temas que conciernen a los alumnos de educación media. No pocos de ellos se identificarán con las emociones, los secretos y la problemática de los protagonistas, que son seres arrancados de una realidad social conocida por quienes viven en urbanizaciones cosmopolitas como Cochabamba, donde las pandillas, cuya presencia no pasa desapercibida en las calles céntricas de la ciudad, buscan distinguirse del orden social dominante y desafiar los códigos culturales como un mecanismo de descontento y rebelión.

El libro, a través del relato de la nieta, que conversa con su abuela, ya fallecida, a partir de un diario que ella escribió en su adolescencia, retrata los amores entre adolescentes , que se inicia de manera ingenua e incondicional, pero también la historia de una familia de clase media y socialmente disfuncional de la que proviene el enamorado de la nieta, Andrés Pereira Cuba, con una madre alcohólica y un padre ausente en su vida; una existencia con vacíos emocionales que lo empujan a buscar refugio, respeto y reconocimiento en una pandilla dedicada a actividades ilícitas en el underground (subterráneo), donde no interesan los apellidos familiares ni las condiciones sociales, salvo que el nuevo miembro esté interesado en integrarse a la pandilla, porque cuando un adolescente se une a un grupo es porque, de manera consciente o inconsciente, se identifica tanto con el pensamiento de sus miembros como con sus símbolos.

Al lector le queda claro que el enamorado de Ylonka, un muchacho que se dedica a tatuar signos e imágenes en la piel de los clientes, como a ella le tatuó en una zona sensible de su cuerpo, es miembro de una agrupación marginal, cuyos integrantes se resisten a las normativas de la sociedad tradicional, pero que, al mismo tiempo, emprenden un modelo de subcultura, propia del capitalismo en su fase de crisis y descomposición, donde no faltan los seres insensatos involucrados en el acoso sexual, la violación grupal y el tráfico de órganos humanos.

Las tribus urbanas son, en esencia, agrupaciones de adolescentes en la sociedad contemporánea, organizadas en pandillas o bandas citadinas que comparten un universo de intereses comunes contrarios a los valores socioculturales de la sociedad normalizada, mediante códigos y conductas subyacente a la cultura oficial o hegemónica, con identidades compartidas de manera grupal y expresadas a través de ciertos hábitos y comportamientos que los diferencia del resto por su estilo de vida, que se exteriorizan por medio de la ropa, gusto musical, lenguaje, maquillaje, danza y símbolos tatuados en la piel, incluidos el consumo de drogas y alcohol.

La lectura de Tatuaje mayor, con toda la carga psicosocial implícita en el modus vivendi de los personajes, ayuda no solo a desentrañar el complejo mundo de ciertas familias que, a veces, está oculto entre las cuatro paredes del hogar, sino también a comprender mejor el oscuro mundo de los pandilleros.

A pesar del desenlace trágico del enamorado de Ylonka, quien es asesinado en una reyerta de pandillas, la autora nos deja el mensaje de que la vida sigue su curso y que las esperanzas no se pierden jamás. Aquí es donde la voz de la abuela, que Ylonka parece escuchar como cada vez que estaba triste, le dice: Resiste. Los sufrimientos solo sirven cuando van a construir algo. De modo que al final, a la protagonista principal de la novela no le queda otra alternativa que abrazarse a su guitarra, como si fuese un instrumento que ayuda a superar las penas y la pérdida de los seres queridos, para acceder a canciones poéticas interpretadas por voces privilegiadas como la de Andrea Bocelli.

Este libro es un buen ejemplo de que la literatura juvenil puede cumplir una función terapéutica para los adolescentes que buscan una luz de esperanza en un túnel oscuro que se presentan en algún momento de sus vidas. Las historias narradas, con sus ilusiones, dificultades, dramatismos y esperanzas, son elementos que ayudan a respirar aires que, después de las desilusiones y la muerte, recuerdan que la vida sigue su marcha y que uno no tiene el porqué desmayar ante las vicisitudes que, una y otra vez, se manifiestan como tatuajes plasmados en la mente, la piel y el corazón.

 

lunes, 5 de diciembre de 2022

EL MONUMENTO AL MINERO TIENE NOMBRE Y APELLIDO

El planteamiento de erigir un monumento en homenaje a los mineros y colocarlo en la Plaza del Minero, se aprobó de manera unánime en 1953, en la gestión del dirigente Gabriel Porcel, quien, por decisión de una apoteósica asamblea, fue elegido como Secretario General, y se terminó el proyecto del monumento durante la gestión de Irineo Pimentel, quien ocupó la secretaria general del Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX en 1954, remplazando a Gabriel Porcel, que ese año pasó a cumplir funciones en calidad de Control Obrero en la Empresa Minera Catavi.

La obra le fue encomendada al escultor orureño Bracamonte y los trámites para su concretización fueron gestionados por el sindicato. El escultor se fijó en la recia personalidad del obrero Félix Trujillo Omonte, lo miró de arriba abajo y decidió que este perforista de interior mina, por su contextura física y su rostro de k’achamozo (joven hermoso), era el modelo perfecto para plasmar el Monumento al Minero.

¿Quién era, en realidad, el modelo? En su expediente personal se establecen los siguientes datos: Félix Trujillo Omonte nació en Quillacollo, Cochabamba, el 27 de febrero de 1925. Era concubino de Angélica Torrez Daga, natural de Poopó y nacida el 31 de mayo de 1930, con quien tuvo seis hijos: Carlos, Germán, Delfina, Victoria, Félix y Nora. Ingresó a trabajar en la empresa Patiño Mines, el 27 de febrero de 1942, el mismo año que se produjo la masacre minera en las pampas de Catavi. Le designaron la Ficha No. 5008 y el Archivo No. 50879, tras aceptar en el Departamento de Empleos, imprimiendo el sello de sus huellas digitales, las siguientes condiciones impuestas por el Contrato de Trabajo:

Conste que yo, Félix Trujillo Omonte, convengo en trabajar con la PATIÑO MINES & ENTERPRISES CONSOLIDATED (Inc.), en calidad de Jornalero, en las condiciones siguientes:

1°- Me comprometo a cumplir y respetar los reglamentos de la Empresa.

2°- Ejecutaré los trabajos que se me encomienden, con puntualidad, corrección y honorabilidad, acatando las órdenes e instrucciones de mis superiores.

3°- Conservaré mi ficha de identidad para presentarla en cualquier momento, no pudiendo, bajo ningún pretexto cambiarla; y, en caso de extraviarla, abonaré, en calidad de multa, la suma de DIEZ BOLIVIANOS, descontables por planilla.

4°- Declaro estar conforme con el examen médico hecho en mi persona, y haber recibido un ejemplar del certificado médico de ingreso.

5°- Las inasistencias a mi trabajo, sin licencia podrán ser multadas discrecionalmente por la Gerencia de la Empresa, con una suma que no excederá de cinco bolivianos, así como también, en igual forma podrán ser multadas las faltas que yo cometiera contra las disposiciones del Reglamento Interno de la Patiño Mines & Enterprises Consolidated Incorporated.

6°- La Empresa me pagará un jornal de bolivianos, 32.70…… salvo de darme trabajo a contrato en cuyo evento me reconocerá únicamente el avío de pulpería establecido por ella.

7°- Este contrato es válido por treinta días. Si no hay manifestación de contrario, quedará tácitamente renovado de treinta en treinta días. Cesará de hecho sin lugar a indemnización alguna, en cualquier de los casos siguientes: a) por reducción de trabajo; b) por notificación de retiro con 15 días da aviso; c) por infracción de los Reglamentos de la Empresa; y d) por un simple aviso dado por parte del obrero, manifestando su deseo de retirarse de los trabajos de la Empresa.

8°- El obrero deberá presentarse al trabajo, inmediatamente o en el término máximo de tres días, a partir de la fecha; caso contrario quedará nulo este contrato.

9°- El que suscribe Jefe de la Oficina de Empleos, como encargado de la PATIÑO MINES & ENTERPRISES CONSOLIDATED (Inc.), para recibir trabajadores, acepta el presente contrato en las condiciones antedichas.

ACEPTO

Patiño Mines Enterprises Consolidated (lnc.)

V° B°

G. Barrón

PREFECTO DEL DEPARTAMENTO.

En la Empresa, desde el día en que aceptó las condiciones del Contrato de Trabajo, prestó sus servicios como jornalero, enmaderador, carrero y cabecilla perforista, en las secciones La Blanca, La Salvadora y Laguna.

El dirigente Gabriel Porcel aceptó la sugerencia del escultor y determinó que a Félix Trujillo Omonte se le pagaran sus jornales por quince días hábiles, mientras estuviese posando como modelo delante del escultor, quien no demoró en indicarle las poses que debía asumir para que la escultura resultara tal cual tenía pensado desde que le propusieron realizar un monumento para colocarlo en la Plaza del Minero, como una prueba de que los campamentos y las poblaciones, que nacieron y crecieron al pie de una gibosa montaña, merecían tener un monumento que representara al trabajador minero y fuese una suerte de emblema digno de ser admirado y respetado por propios y extraños.

El modelaje y diseño de la maqueta se llevaron a cabo en una de las viviendas del campamento Gualberto Villarroel, ante las miradas de algunos curiosos que se agolpaban en la puerta de la vivienda donde posaba Félix Trujillo Omonte, con la frente altiva y la mirada tendida en el horizonte, como anunciando el nacimiento de una sociedad sin explotados ni explotadores.

La curiosidad de los vecinos se prolongó por vario días, hasta que la maqueta del minero, de 70 cm, estaba lista para ser presentada al Secretario General del Sindicato, don Irineo Pimentel Rojas, quien fijó la mirada en la maqueta, extraordinariamente trabajada por el artista orureño, y dio su visto bueno para luego ser procesado en los hornos de la fundición de Catavi, donde la maqueta cobraría otras dimensiones, esta vez vaciada en bronce, con una altura de 2.50 metros, el fusil con una medida de 1.30 mts. y la chicharra (perforadora) de 1.50 mts.; una maravilla que sería del pasmo de los obreros de la fundición, quienes, orgullosos del resultado de su trabajo, que se materializó pieza por pieza para luego soldar las partes de la cabeza, el tronco y las extremidades, se tomaron una fotografía delante del magnífico monumento, que lucía espectacular no solo por sus imponentes proporciones, sino también por el enorme significado que tendría para los mineros y sus familias que, por primera vez en sus vidas, verían un monumento en homenaje a los seres que vendían su fuerza de trabajo a cambio de un mísero salario, a los trabajadores que dejaban sus pulmones en los tenebrosos socavones para extraer el mineral y hacer ricos a unos pocos, mientras ellos vivían hacinados en los campamentos, con una escalera de hijos y a cuatro mil metros sobre el nivel de la pobreza.

El pedestal del monumento

Según testimonios de los trabajadores más antiguos, se sabe que, mientras se realizaba el vaciado en bronce en los hornos de la fundición, empezó a construirse, en los predios de la Plaza del Minero, una estructura de piedra y argamasa que serviría como pedestal para colocar el monumento, con una altura de cinco metros y en forma de cúpula, con aberturas en las partes laterales representando el socavón y algunas escenas mineras; en la parte frontal se puso un carro metalero, empujado por un minero carrero, quien, con la lámpara eléctrica enganchada en la parte frontal del guardatojo, el rostro jaspeado por el polvo y ataviado con sacón, botas de goma y mameluco salpicados por la copajira, era el que mejor personalizaba el trabajo de explotación del estaño extraído desde el vientre de la Pachamama.


Se dice que el diseño del pedestal fue realizado por los ingenieros de la empresa y la obra fina por el personal del departamento de construcciones, hasta que, por fin, una vez que todo estaba listo, el monumento fue descubierto el 21 de diciembre de 1954, en homenaje al Día del Minero Boliviano. Así es como esta obra de arte pasó a formar parte del sindicalismo revolucionario y de la historia del movimiento obrero de Siglo XX, Llallagua y Catavi.

Tiempo después, en el pedestal de la enorme figura de bronce, de más de dos metros de alto, se vio la necesidad de colocar en la parte frontal, detrás de una estructura de vidrio y metal, la estatuilla del Tío de la mina, el ser que representa lo profano y lo sagrado en la cosmovisión andina, el personaje central en la mitología minera, a quien le rinden pleitesía ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y botellas de aguardiente. 

Félix Trujillo Omonte falleció en el Hospital Obrero de la Empresa Minera Catavi, el 15 de julio de 1963, a los escasos 38 años de edad, sin volver a ver su tierra valluna, donde trabajó como labrador en su infancia y adolescencia. Según el certificado médico extendido por el Departamento Médico de la Empresa, firmado por Dr. Carlos Torricos T., se constata que el deceso se debió a: colecistitis crónica, colecistectomía, apendicetomía, enfisema sub-cutáneo, colapso periférico; en palabras más sencillas, la causa de la muerte fue por fibrosis nodular (silicosis o mal de mina, conocida también como enfermedad profesional).

El modelo Félix Trujillo Omonte, como todos los mineros, acabó sus días con los pulmones destrozados por la silicosis, dejando a una numerosa familia en la orfandad. Su viuda se conformó con un miserable pago por desahucio e indemnización por varios años de servicios en la Empresa, mientras los jerarcas de la COMIBOL vivían a cuerpo de rey y percibían altos salarios a costa de quienes fallecían al borde de la infinita miseria, dejando a una viuda sin consuelo y una escalera de huérfanos que no tenían más remedio que buscarse otra vida lejos de los campamentos mineros, lejos de los socavones dispuestos a tragarse a quienes se internaban en el laberinto de sus galerías. ¡Qué desgracia más grande para un minero que, además de haber sido el modelo de un escultor, se convirtió en la imagen más visible y fotografiada en la Plaza del Minero de Siglo XX!

Félix Trujillo Omonte fue el perforista que, sin saber la importancia que tendría en la Plaza del Minero, se convirtió en un monumento que, aparte de formar parte del patrimonio histórico del movimiento obrero, se conservará para siempre en la mente y el corazón de los habitantes de los distritos mineros, que escribieron a sangre y fuego las páginas más memorables de la historia boliviana.

El Monumento al Minero como patrimonio histórico

Este memorable monumento, que se yergue en plena Plaza del Minero de Siglo XX, cual gigante de bronce acostumbrado a batirse como un titán contra las rocas, como tantas veces se batió contra los enemigos declarados de la clase obrera, es uno de los mejores que existen en los centros mineros del país.


Ya se sabe que el modelo tenía un físico debidamente proporcionado, puesto que el monumento, una combinación de arena, argamasa, bronce y roca, lo muestra con el torso desnudo, los músculos de hombre acostumbrado al trabajo duro y rudo. Así era Félix Trujillo Omonte, quien, con el pie derecho por delante y asentado la bota sobre las rocas del pedestal, el pantalón arrugado y el cinturón de correa gruesa y hebilla impresionante, que sujeta en la parte posterior la batería de su lámpara engancha al guardatojo, convierte al minero en el héroe de las luchas sociales, portando el fusil en una mano y la perforadora en la otra, como si estuviese decidido a ponerse siempre a la vanguardia de la nación oprimida y conquistar mejores condiciones de vida y de trabajo. Por eso mismo, merece permanecer como patrimonio histórico de la clase obrera, que desde siempre soportó los látigos de la opresión imperialista; se trata, pues, de un monumento que sirve para dejar constancia de que los mineros fueron quienes forjaron la patria con la fuerza de sus brazos y su indiscutible conciencia de clase.

El Monumento al Minero es una esfinge que evoca a los obreros combativos, que algunas veces sufrieron amargas derrotas en las contiendas que costaron baños de sangre, a los que estaban dispuestos a ofrendar su vida a la causa de la revolución proletaria, a los que fueron víctimas de las masacres perpetradas por las fuerzas represivas al servicio de las oligarquía minero-feudal y las tropas del ejército que actuaron al mando de las dictaduras militares.

El Monumento al Minero es también un reconocimiento al trabajo de esos esforzados hombres de los socavones que, escupiendo sangre por la tuberculosis y silicosis, lo dieron todo por el progreso del país a través de una actividad que durante el siglo XX fue el pilar fundamental de la economía nacional. El Monumento al Minero es, asimismo, un reconocimiento a la labor ardua y arriesgada de los trabajadores del subsuelo, sobre todo, cuando la seguridad industrial nunca ha sido una prioridad para los dueños de la empresa, salvo la explotación despiadada para acumular ganancias millonarias a costa de la miseria y el desmerecido sacrificio de los obreros.

El Monumento al Minero es la figura más emblemática de la Plaza del Minero de Siglo XX, cumple la función de conservar la memoria histórica de un proletariado que, durante la exploración de los recursos mineralógicos, fue revolucionario por excelencia. No cabe duda que representa a la clase social antagónica de la burguesía en un sistema de producción capitalista, que tuvo la injerencia de consorcios transnacionales, interesados en la explotación extractivista de los recursos naturales en una nación con enormes desigualdades sociales.

 

lunes, 28 de noviembre de 2022

LA HISTÓRICA PLAZA DEL MINERO

Pasar y repasar por la histórica y gloriosa Plaza del Minero de la población de Siglo XX, sea de día o sea de noche, evoca mucha nostalgia y recuerda un pasado que dignificó las luchas de los mineros nortepotosinos, quienes, con el verbo encendido y su afilada conciencia política, estaban dispuestos a transformar las tareas democráticas burguesas en socialistas, acaudillando a la nación oprimida por el imperialismo y sus sirvientes nativos.

Hablar de la Plaza del Minero es hablar del sindicalismo revolucionario, de ese sindicato que se creó en 1941 y luego construyó su sede con piedra labrada sobre las ruinas de otro edificio que tenía las paredes de adobes y el techo de paja.

En la Plaza del Minero, en momentos en que el ardor de las luchas obreras alcanzaba su mayor esplendor, se realizaban las apoteósicas asambleas, donde no faltaban los discursos que anunciaban el fin del sistema capitalista y el nacimiento de una sociedad con libertades democráticas y justicia social. Los discursos, beligerantes e incendiarios, se pronunciaban al son del ulular de la sirena del sindicato, que servía para convocar a los obreros al trabajo, pero también para convocarlos a las asambleas cuando urgía tomar decisiones en épocas de convulsiones políticas y sociales.

La Plaza del Minero fue el escenario donde se libraron intensas batallas ente los guardianes de la oligarquía minero-feudal, las dictaduras militares y los gobiernos neoliberales. No pocas veces, los obreros, armados con cachorros de dinamitas y fusiles en mano, se enfrentaron a las tropas castrenses y los agentes de la policía, como leones azuzados por sus cazadores, sin perder las perspectivas libertarias ni las esperanzas de coronar una victoria en el campo de batalla.

Cuando el país se encontraba al borde de una guerra civil, durante el gobierno rosquero de Enrique Hertzog, la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia declaró una huelga general. El gobierno ordenó el apresamiento de Juan Lechín y Mario Torrez y envió dos avionetas que ametrallaron los campamentos de Siglo XX, provocando un muerto y varios heridos. Las valerosas amas de casa y los mineros, enardecidos por los violentos hechos, sitiaron la Superintendencia de Siglo XX y tomaron como rehenes a varios técnicos norteamericanos de la Patiño Mines, exigiendo la libertad de sus dirigentes el 29 de mayo de 1949. Horas después, en la segunda planta de la sede sindical, donde se encontraban los rehenes, se suscitó, en circunstancias no del todo esclarecidas, la muerte de John O’Connor, Albert Kreffting y el jefe del campamento de Siglo XX.

En la misma segunda planta, donde estaba –y sigue estando la combativa y varias veces intervenida militarmente– Radio La Voz del Minero, fue victimado a tiros Rosendo García Maisman, dirigente minero y militante del Partido Comunista, en la madrugada del 24 de junio de 1967; es decir, el mismo día que se produjo la horrenda masacre de San Juan.

Las paredes de la sede sindical, con impactos de bala en el frontis, son testigos mudos de las intervenciones militares, las protestas de los obreros y las masacres perpetradas por los regímenes dictatoriales. En el mismo frontis luce el histórico balcón de la segunda planta, donde descollaron las figuras de los dirigentes mineros, amas de casa y estudiantes de secundaria, dispuestos a pronunciar sus arengas contra los enemigos de la clase obrera y el pueblo boliviano.

En la histórica plaza de la población de Siglo XX, además del Monumento al Minero, que no solo es una obra escultórica elaborada con un alto criterio estético, sino también un atractivo turístico de esta tierra minera, se encuentran la estatua de Federico Escobar, la Palliri y Filemón Escóbar, pero también los bustos de Irineo Pimental y César Lora, cuyo pedestal, que parece un sólido bloque de hormigón armado, está lleno de plaquetas conmemorativas y altorrelieves, como la imagen del desaparecido Isaac Camacho y el perfil del líder trotskista Guillerno Lora, incluyendo las inscripciones colocadas en un lugar significativo del busto tallado en mole de granito por el artista Indio Víctor Zapana.

El busto de César Lora fue inaugurado a finales de julio de 1975, en un acto sencillo pero significativo. La inauguración contó con numeroso público que se agrupó alrededor de una fogata que desprendía chispas bajo el cielo cuajado de estrellas. En las plaquetas pueden leerse diversas inscripciones; por ejemplo, en la que está en la parte superior, dice: Homenaje a los mártires obreros asesinados por el gorilismo: César Lora, 29 de julio de 1965. Isaac Camacho, julio de 1967; Julio C. Aguilar, julio de 1965. C.R. del P.O.R. Siglo XX, 29 de julio de 1975. En la plaqueta empotrada en el centro se lee: Los trabajadores de Siglo XX-Catavi a César Lora e Isaac Camacho. Mártires de la revolución proletaria. Siglo XX-Catavi, 29 julio 1975 y en la plaqueta empotrada en la parte inferior, con fondo rojo y letras en alto relieve, se lee: A Guillermo Lora, el redactor de la ‘Tesis de Pulacayo’, Siglo XX, mayo 2009.

El Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX se mantuvo vigente por más de medio siglo, desde el 10 de enero de 1941, fecha de su fundación, hasta 1987, año en que entornó sus puertas, tras el cierre de las minas nacionalizadas dependiente de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL) y la famosa Marcha por la Vida, en agosto de 1986. Desde entonces, el sindicato más combativo del país pasó a la historia con sus luces y sus sombras, como cuando llega el ocaso de un día que despertó con una deslumbrante alborada.

Ahora que la sede sindical está vacía y la Plaza del Minero está siendo avasallada por comerciantes minoristas, es obligación de las autoridades ediles conservarla para la posteridad, para que las generaciones del presente y el futuro sepan que en este distrito minero, que parece haber quedado en el olvido tras la relocalización, nacieron, vivieron y se formaron los dirigentes sindicales más combativos del movimiento obrero boliviano.

La Plaza del Minero es uno de los sitios más preciados de esta tierra minera, bañada de mineral, lágrimas, sudor y sangre; es más, los bustos y monumentos conmemorativos son las piezas más visuales y visitadas del paisaje de la población de Siglo XX, en vista de que preservan la esencia misma de un centro minero que tiene un pasado, presente y futuro. La Plaza del Minero, por su valor político, social, cultural e histórico, es el símbolo del heroísmo de una clase social que forjó el destino de la patria profunda y, por eso mismo, el lugar más emblemático y turístico del norte de Potosí. No en vano, el Concejo Municipal de Llallagua, a solicitud de la Asociación de Rentistas Mineros Regional Llallagua y conforme establece la Ley No. 131/2017 del 23 de junio de 2017, Declara a la Plaza del Minero Monumento Histórico de Grandes Revolucionarios y Líderes Sindicales.

 

sábado, 12 de noviembre de 2022

LA ESCRITURA VERSÁTIL DE GLADYS DÁVALOS ARZE

Alguna vez en su vida, ella misma, refiriéndose en tercera persona, se describió así: Escritora y poetisa boliviana nacida en las entrañas del Cerro de Itos, al son de revolucionarios dinamitazos de mineros orureños corajudos y valientes. Es ahí donde aprende a no tenerle miedo al miedo. Crece con la silicosis rozándole la piel y los gritos de miseria y pobreza en los socavones horadando su corazón.          

La escritora orureña, en los tiempos felices de su infancia, paseó con otros niños por los Cerros San Felipe y Pie de Gallo, cazando lagartijas y buscando alacranes. No podía resistirse a las aventuras de caminar por los arenales, donde los niños perdían sus calzados, mientras ella se imaginaba que las pequeñas dunas que rodean a su ciudad natal eran el Sahara y ella era la Odalisca de Las mil y una noches.

En la adolescencia se torna difícil no ver ‘de verdad’ lo que estaba sucediendo a su alrededor, y su mundo ‘de mentiritas’ se viene abajo. Ni ‘Los tres mosqueteros’, ni ‘Ivanhoe’, ni ‘Don Quijote’, ni ‘La vuelta al mundo en 80 días’ la convencen de que las penurias de los mineros no existen, ni tampoco que la pobreza es simple espartanismo.

En la universidad cree más en la utopía que en la poesía y, entre libros y más libros, piensa cambiar el mundo, mientras se entregaba al estudio de la lingüística, como quien cree que la gramática es igual de fascinante que las matemáticas.

Se casó con el ingeniero industrial, lingüista y matemático Iván Guzmán de Rojas, hijo del malogrado pintor potosino Cecilio Guzmán de Rojas y creador del sistema de traducción multilingüe Atamiri-MT System, con quien tuvo a dos preciosas musas: Gabriela y Cecilia.

Su incursión en la literatura

Me imagino que un día cualquiera, impulsada por la fuerza creativa de su mente y su corazón latiendo al ritmo del corazón de los niños y niñas, decidió escribir cuentos, poemas y novelas infantojuveniles, valiéndose de los recursos propios de la ficción y la realidad. Entonces las palabras comenzaron a brotarle como cascada rabiosa, una cascada que, poco a poco, se fue tornando más apacible hasta convertirse en irreverentes poemas y fantásticos cuentos para niños. Así se convirtió en una exquisita autora de literatura infantil, donde exploraba un mundo imaginario, con temas salpicados de la flora y fauna nacionales, la sabiduría de las culturas ancestrales y los aportes de la cultura occidental, que a los lectores les permitiera conocer otras culturas e incursionar en la geografía de otras latitudes.

Sus textos, tanto en verso como en prosa, están escritos con un estilo depurado y una sintaxis sencilla y coherente, propia de una lingüista y políglota como era ella. Sus obras literarias, dedicadas a los pequeños pero grandes lectores, se siguen leyendo en escuelas y colegios, debido a que están llenas de fantasías, aventuras y reflexiones que penetran en el alma de la infancia boliviana. No cabe duda de que su filosofía literaria consistía en entretener a los niños, quienes, durante el proceso de la lectura, debían tener la sensación de estar viendo una buena película, divertida, entretenida y colorida, y lejos de los temas moralizantes, las explicaciones didácticas y las enseñanzas pedagógicas.

Para Gladys Dávalos Arze estaba claro que la literatura infantil y juvenil no era lo mismo que los libros de texto, y que las novelas, cuentos y poesías debían ofrecer un espacio para la imaginación y estimular la fantasía de los niños y niñas, quienes, siempre que participan en las horas cívicas u otras actividades escolares, no dejan de recitar sus poesías como la Cholita, Niño viejo o Mi perrito, junto a otros poemas en los que usa interferencias de los idiomas nativos, como en sus novelas juveniles usó palabras del coba (jerga del hampa boliviano); una cualidad lexical que le permitía reivindicar la identidad más pura y profunda de la cultura nacional. 

Por otro lado, debe considerarse que la poetisa y narradora orureña, con solvencia y amor por la literatura, supo moverse con fluidez en la creación de obras destinadas a los lectores de todas las edades, sin olvidarse que había una frontera que separaba a la literatura infantil, llena de magia y fantasía, de la literatura destinada a los jóvenes o a los lectores adultos, como los cuentos de carácter erótico que escribió en los espacios más íntimos y sensuales de su quehacer literario.

Su escritura era versátil, no solo por los temas que abordaba con soltura y sabiduría, sino también por el manejo de una estructura diversa e innovadora en los distintos géneros literarios, tanto así que sus obras, nacidas desde el fondo de su alma, son apreciadas por los lectores de todas las condiciones sociales, culturales, sexuales y religiosas.

Una relación epistolar

Durante el mes de octubre de 2001, antes de conocerla en persona diez años después en la ciudad de La Paz, mantuve una relación epistolar con ella, con motivo de la preparación de una antología del cuento minero boliviano que tenía en marcha. La contacté por correo electrónico y, sabiendo que era orureña, le pregunté si tenía algún cuento de ambiente minero. Ella me contestó que tenía uno, pero que no estaba segura si, desde el punto de vista lingüístico, estaban bien algunos vocablos que insertó en el texto y que provenían del quechua, aymara y del lenguaje minero, como, por ejemplo, akullico (masticación de hojas de coca), k’uyunas (cigarrillos de envoltura rústica), palliri (mujer que, a golpes de martillo, tritura y escoge los trozos de roca mineralizada en los desmontes), quemapecho (aguardiente con alto grado de alcohol), Tío (deidad. Diablo y dios tutelar que habita en el interior de la mina. Los mineros le temen y le brindan ofrendas).

Su mayor duda fue cuando escribió, en principio, el término pipilo para referirse al pene del Tío de la mina. De modo que, para despejar su duda, me envió un mensaje electrónico preguntándome, quizás con cierto rubor, ¿cuál era la palabra que los mineros usaban para referirse al órgano genital masculino?

Yo leí su mensaje con desbordante sonrisa, sin malicias ni prejuicios, y no demoré en contestarle lo siguiente: La palabra coloquial en el lenguaje minero, equivalente a verga, pene, pico, pájaro, pipilo y otros, es ‘ullu’ (vocablo quechua); es más, los mineros, cuando se refieren al Tío, le dicen: ‘yana ullu’ (verga negra).

Tiempo después, recibí su cuento El velorio, que recrea las impresiones de una joven palliri, quien asiste, junto a su marido, al velorio de tres de sus compañeros que murieron aplastados por un derrumbe de rocas en el interior de la mina. De repente, en el lúgubre recinto del velorio, se le aparece, parado detrás de uno de los tres ataúdes y cerca de las viudas que lloraban sin consuelo, la impactante imagen del Tío, con todos sus atributos de deidad fálica, mitad dios y mitad demonio. La palliri queda petrificada entre la maravilla y el espanto, sobre todo, cuando el soberano de los oscuros socavones, guardián de las riquezas minerales y amo de los mineros, le enseña su robusto miembro, que bien grande siempre era, induciéndola a la infidelidad para ahuyentar los peligros y poner a salvo la vida de su marido.

No cabe duda de que la realidad minera estuvo metida en sus venas y que algunos de sus cuentos y poemas tuvieran como eje temático la trágica realidad de las familias mineras; contexto en el cual nació su cuento El velorio, que incluí en la antología La narrativa minera peruano-boliviana, donde su nombre resplandece entre las pocas escritoras que dedicaron su talento a escribir sobre el mundo mágico de los socavones de estaño.

La antología, cuya elaboración inicié a principios del siglo XXI, se publicó recién el año 2021; de modo que ella no llegó a conocer el libro ni a leer, pero en la que participa, con inconfundible destreza escritural y legítimo derecho, con su fabuloso cuento inspirado en el Tío, personaje central de la mitología minera y la cosmovisión andina.

Gladys Dávalos Arze, a diez años de su partida, es una luz que no se apaga y sus destellos siguen iluminando los senderos de la literatura infantil y juvenil boliviana, en tanto sus obras dirigidas a los lectores adultos, entre las que se encuentra El velorio, son una suerte de joyas metidas en un cofre literario, a la espera de ser descubiertas por un publicó cada vez más amplio y exigente, como todas las buenas obras que deben ser exhibidas y no escondidas bajo las sombras de la mojigatería y la doble moral.

Datos sobre la autora

Gladys Dávalos Arze (Oruro, 1950 – La Paz, 2012). Escritora, pedagoga y lingüista. Licenciada en anglística y germanística. Fue co-editora del Boletín de la Asociación Boliviana para el Avance de la Ciencia. Su obra mereció distinciones nacionales e internacionales. Ejerció la docencia universitaria, fue miembro de la Academia Boliviana de la Lengua, Presidenta del P.E.N.-Club en La Paz y Vicepresidenta de la Asociación Boliviana de Traductores. Ha publicado: Corazones de arroz (1989), Helado de chocolate (1990), La muela del diablo (1990), Piel de Bruma (1996), Los pozos del lobo (s.f.), Ururi y los sin chapa (1998), El rincón del tigre azul (2003), El paraíso de los Qala Pago (2003) y Qatari y Asiru (2003). Tiene cuentos traducidos y publicados en antologías. Fue pionera en el campo de la Ingeniería del Lenguaje (lingüística informática) en Bolivia, habiendo colaborado en el desarrollo de un traductor automático multilingüe que usa el aymara como metalenguaje.

 

viernes, 4 de noviembre de 2022

EL MONUMENTO DE PIEDRA DE DON ANTONIO PAREDES CANDIA

Un buen día, de paseo por El Mirador de ciudad satélite en El Alto, me quedé sorprendido al ver el gigantesco monumento del escritor Antonio Paredes Candia, cuya figura se alzaba como un coloso contra el infinito sideral, entre las vertiginosas pendientes de Llojeta, los edificios de ladrillos y un parque precipitándose hacia la hoyada de La Paz.

¡Qué carachos!, me dije, mientras lo seguía mirando bajo el sol que reverberaba en el manto añil del cielo. Me acerqué para verlo de cerca, muy de cerca; así fue como lo contemplé desde el pétreo pedestal, con la humildad y curiosidad de creador palabrero, para confirmar su grandiosidad como escritor del pueblo.

Grande fue mi sorpresa al constatar que el artista encargado de tallar fue, nada más ni nada menos, que el mismísimo escultor corocoreño Gonzalo Jacinto Condarco Carpio, quien, cincel y martillo en mano, esculpió el monumento del escritor en piedra basalto, una magnífica obra que fue instalada en la Avenida Panorámica, justo en el tramo de ingreso hacia la zona sur de la ciudad de La Paz, en febrero de 2007.

Desde entonces es una de los bloques de piedra que, representando una efigie humana con una fuerte expresión artística, los peatones miran desde diferentes ángulos, mientras los conductores, que circulan de ida y venida por la carretera de doble vía, no dejan de observar el monumento que parece avanzar a pasos agigantados, como si el escritor –con la mirada puesta en el horizonte, las patillas y los mostachos característicos, la cabellera y la chaqueta tendidas al viento, el paraguas como bastón en la mano izquierda y un libro abierto en la mano derecha– marchara hacia un territorio libre de analfabetismo y sembrando libros en la ciudad de El Alto, la urbe que amó con todas las fuerzas de su corazón.

El autor del monumento, que fue alumno de ese otro gran escultor que fue el Indio Víctor Zapana, respira arte por todos los poros de la piel, como si tuviera carne y huesos de piedra, un espíritu de piedra, un gran ímpetu para realizar tallados y esculturas en un elemento sólido, asido a la sensación de que la piedra le permite expresarse con mayor libertad y autenticidad artística. Está claro que Gonzalo Jacinto Condarco Carpio, a la hora de tallar el monumento de don Antonio Paredes Candia, se inspiró en la singular personalidad del escritor, quien daba sus paseos por las calles y plazas de la ciudad, casi siempre llevando un libro en una mano y un paraguas en forma de bastón en la otra.

Ahora bien, sin considerar a quién le guste o no le guste, el monumento está plantado donde debe estar y, lo más importante, es un objeto que despierta sentimientos de celo profesional en aquellos que todavía creen que se merecen un monumento por ser los mejores, aun cuando los lectores les vuelven las espaldas y no los reconoce como a sus verdaderos autores, convencidos de que los doctores de la literatura pueden fallar allá donde jamás fallan los lectores.

Don Antonio Paredes Candia, como en esta estatua de piedra, se levanta con toda dignidad y con todas las de la ley, permitiéndole ser un paradigma de las letras populares de la nación boliviana, un digno representante de los que vienen desde abajo para cantarles sus verdades a los de arriba.

El escritor vivía como uno de los personajes que él mismo rescató de la tradición oral y tenía una genuina pasión por los libros, tanto así que creó su propia casa editorial para publicar sus libros y los libros de otros autores, que acudían a su amable personalidad para formar parte de Ediciones Isla, un sello conocido tanto dentro como fuera del territorio nacional.

Este monumento erigido en homenaje al escritor, editor y librero paceño, es una prueba de que los seres queridos y admirados, quienes contribuyeron con honestidad a la cultura de un pueblo, con lo que mejor sabían hacer, no mueren nunca porque sobreviven al tiempo y a las adversidades, al menos en la memoria de una colectividad que alimentó sus conocimientos y su fantasía con las obras de quienes supieron entregarse con abnegación a su quehacer cultural y literario. Don Antonio Paredes Candia correspondía a esa categoría de escritores, no en vano bautizaron con su nombre un museo en la ciudad de El Alto, varias unidades educativas y ferias de libros impulsadas por editores y escritores independientes del país.

Tampoco es poca cosa que los lectores lo conozcan y reconozcan como a uno de los escritores más requeridos por sus obras dedicadas a las tradiciones folklóricas bolivianas, incluidas las leyendas, fábulas, mitos y narraciones de la tradición oral, que don Antonio Paredes Candia supo atesorar como un indiscutible investigador de lo más profundo de la identidad nacional, haciendo siempre su trabajo bien sin mirar a quien.

Este escritor, editor y difusor de libros, era una biblioteca viva y una institución andante. Escribió con tesón en varios géneros literarios, y cuya producción supera el centenar de obras que son leídas por niños, jóvenes y adultos. Algunos lo recuerdan caminando por las calles y plazas de las ciudades y provincias, donde lo veían cargando libros como un k’epiri (cargador), con el único propósito de llevar los conocimientos hasta los hogares más humildes de su infortunada patria.

No conozco a un solo escritor boliviano cuya imagen haya sido inmortalizada en varios monumentos como en el caso de don Antonio Paredes Candia. Cuando esto ocurre, es lógico pensar que los lectores lo tienen como a uno de sus escritores favoritos, pues, a diferencia de los otros escritores que se sienten importantes, imprescindibles y laureados, don Antonio Paredes Candia fue un escritor popular, así sus obras no hayan sido consideradas en antologías literarias ni en la colección del bicentenario, elaborada por los especialistas contratados por la Vicepresidencia del Estado Plurinacional.

Este monumento de piedra basalto, que contemplé en la Avenida Panorámica de la ciudad de El Alto, me llevó a pensar que los escritores amados por su pueblo no siempre son los escritores elegidos por los críticos literarios, como si el pueblo tuviese sus propios escritores, leídos y estudiados en escuelas y colegios, escritores que son rescatados y perpetuados en las pinturas y esculturas de los artistas plásticos, como se constata en este monumento de piedra, donde el escritor paceño luce con todo el fulgor de su divulgada y excéntrica personalidad.

Don Antonio Paredes Candia asumía su grandiosidad como escritor popular, como aquel que no necesita los reconocimientos oficiales de los de arriba, consciente de que contaba con la venia y el respaldo de los de abajo, que son la inmensa mayoría en un país donde algunos suelen idolatrar a los letrados de las academias y no a los verdaderos narradores que tienen mucho que contar desde sus ancestros, desde su entrañable necesidad de expresarse en absoluta libertad de pensamiento y creación, aunque sus obras, alimentadas con el aliento de una nación que es dueña de una larga tradición folklórica y cultural, sean ninguneadas por quienes se dedican, desde el punto de vista científico, a estudiar solo las obras de relevancia literaria y no a leer libros de los escribanos populares, así estos tengan mucho que aportar al acervo cultural de un país multilingüe y plurinacional.

Reflexiones más, reflexiones menos, lo único cierto es que el pueblo es tan competente que sabe a qué escritores se deben rescatar para la posteridad, independientemente de los juicios valorativos que ostentan los doctores de la literatura, quienes creen que los escritores que valen la pena ser leídos no son los mismos que prefiere el pueblo, aun sabiendo que los únicos jueces que determinan el destino que tendrá una obra literaria son los ciudadanos de a pie, los lectores que deciden quién se queda y quién no se queda en la memoria y el corazón del pueblo que, después de todo, es el único sabio entre los sabios.


 

domingo, 18 de septiembre de 2022

PRESENTACIÓN DE LA NARRATIVA MINERA DE PERÚ Y BOLIVIA

El Archivo Histórico de la Minería Nacional de la Comibol/Regional Catavi y la Dirección General de Extensión de la Universidad Nacional Siglo XX, en el marco de la Feria Nacional del Libro del Municipio de Llallagua, a desarrollarse del 20 al 23 de septiembre, invitan a la presentación de la antología:

LA NARRATIVA MINERA PERUANO-BOLIVIANA

De los escritores Víctor Montoya y Roberto Rosario V.

El evento se realizará el 21 de septiembre, a Hrs.15:00, en el Salón de Eventos Académicos de la Universidad Nacional Siglo XX, ubicado en la Plaza 6 de Agosto de la ciudad de Llallagua.

La presentación y los comentarios estarán a cargo de:

Lourdes Peñaranda Morante, responsable del Archivo Histórico Minero de Catavi.

Félix Tórrez Miranda, director de Radio Pio XII de Siglo XX.

Víctor Montoya, coautor de la antología.

Los organizadores agradecen de antemano por su gentil asistencia.

 

viernes, 2 de septiembre de 2022

UNA REFLEXIÓN NECESARIA

Desde que sentí la discriminación racial en carne propia y dejé de creer en la historia oficial de los vencedores, me resistí a compartir el racismo existente en el país, donde la mayoría de los indios y negros no compartían la mesa del patrón ni formaban parte de las esferas del gobierno.

Para un negro, durante la colonia y según me enseñaron en la escuela, encontrarse con un hombre blanco era lo mismo que encontrarse con la muerte, puesto que los cazaron como a fieras salvajes y, luego de marcarles el cuerpo con hierros candentes y echarles cadenas a los pies y las manos, los transportaron hacia puertos extraños, donde los vendieron como esclavos en los mercados del comercio humano.

Los afrobolivianos, por mucho que no sepan precisar si sus antepasados fueron traídos de Senegal, Ghana, Nigeria, Mozambique, Angola, Congo, Sudán, Uganda o de otras regiones del oeste y centro de África, siguieron conservando la tradición de coronar a su rey en la comunidad de Mururata, donde se venera todavía a los descendientes de Bonifacio Pinedo, quien, encadenado de pies y manos, murió durante la dominación colonial. El último descendiente de esa casta de sangre real fue Julio Pinedo, rey afroboliviano que, al cumplirse más de 500 Años de Resistencia Indígena, Negra y Popular, en octubre de 1992, fue coronado en una ceremonia especial, donde estuvieron presentes los negros, indios aymaras, mulatos y zambos.Sin embargo, lo patético de esta realidad es que, mientras los afrobolivianos vienen coronando a sus reyes desde 1932, la mayoría de los niños bolivianos, que aprendimos a conocer África a través de las historietas de Tarzán, no veíamos en las calles a más negros que a los mestizos, de caras pintadas con betún y disfrazados con vistosos atuendos, bailando de tundiquis y negritos en el Carnaval.

Cuando los niños veíamos en la calle a un negro de verdad, nos pellizcábamos el brazo y gritábamos al unísono: ¡Suerte para mí! ¡Suerte para mí!... En cambio algunos, que confundían el exotismo con el racismo y veían un negro en sus sueños, se despertaban espantados y, restregándose los ojos, exclamaban: ¡Enfermedad! ¡Enfermedad!...

La ignorancia sobre la historia y situación de los afrobolivianos dio lugar a la creación de mitos y supersticiones en torno a sus supuestos poderes mágicos; cuando en realidad, los negros no cargaban suerte alguna ni daban suerte a nadie, ni siquiera a ellos mismos, que habían soportado tanta infamia y discriminación desde que sus antepasados fueron atrapados en sus tierras de origen y vendidos por los negreros, para la realización de diversos trabajos de manera forzada, a los dueños de minas y plantaciones del llamado Nuevo Mundo, donde los niños criollos y mestizos reproducíamos en nuestros juegos las historietas de Tarzán y las películas de cowboys; en el que nadie quería hacer el rol de negro ni de indio, porque encarnar a estos personajes implicaba morir desollado o con un tiro entre los ojos, a diferencia de Tarzán y del cowboy que siempre resultaban ser los héroes en la batalla, como si sus vidas estuvieran protegidas por mandato divino.

Aún recuerdo que mi madre me ponía una gorrita con visera para que el sol no me quemara la piel, pues un niño negro no era lo mismo que un niño blanco, sea por nacimiento o por estar bronceado a causa del sol. Lo negro era sinónimo de feo e inferior y lo blanco era sinónimo de bello y superior. Desde luego que yo, como la mayoría de los niños con padres racialmente acomplejados, me calaba la gorra hasta las orejas y rechazaba el apelativo de negro, hasta que me hice consciente de que esta conducta formaba parte de la pirámide social, cuya base era negra o indígena y cuya cúspide era blanca o mestiza. Asimismo, me hice consciente de que el tono de piel, desde que los conquistadores españoles impusieron la supremacía del hombre blanco, era tan importante como el apellido que se lucía como carta de presentación, ya que ambos factores determinaban el estatus social y económico del individuo.

A medida que fui creciendo, comprendí que el negro no solo simbolizaba la suerte, sino también la mala suerte y la enfermedad. De modo que, en una conversación coloquial, no era extraño que alguien dijera: pasarlas negra o tener la suerte negra, en lugar de decir: me encuentro en una situación difícil o tengo mala suerte. Pero la frase que más me golpeó, como convocándome a una reflexión necesaria, fue la que escuché en boca de una de mis profesoras de escuela, quien, a tiempo de enseñarnos la fotografía de un negro, dijo: Este hombre tiene el color de sufrido. Desde entonces, no he dejado de pensar en que estas expresiones de desprecio, que los criollos y mestizos utilizaban para referirse despectivamente a una persona de tez negra y origen africano, traslucían una clara discriminación racial.

Ahora entiendo mejor el porqué mi tía, una señora presumida y acomplejada de su ascendencia mestiza, me aplicaba las cremas protectoras en la cara y me ponía un gorro de visera ancha. Claro que no era para cubrirme la piel del abrasante sol de la meseta andina, sino para evitar que los vecinos me confundieran con los niños de color sufrido. Por suerte, a mi tía no se le ocurrió la idea de blanquearme la piel a la fuerza, como a ese negrito del cuento que murió de pulmonía de tanto que su ama, de raza blanca, lo refregó en una batea de leche fría.

Con el transcurso del tiempo, y gracias a los sermones de un cura tercermundista, mi tía se fue liberando de sus prejuicios raciales y empezó a entender que el hombre negro no era un castigo divino, ni un ser llegado de las catacumbas del infierno, sino un individuo como cualquier otro, con los mismos derechos y las mismas responsabilidades. Aprendió también a rescatar los valores culturales de ese continente que tanto aportó a la cultura universal; empezó a gustar del jazz, esa música que tiene su origen en los ritmos africanos, y empezó a leer las poesías de Nicolás Guillén y las novelas de Nadime Gordimer, cuyos textos están inspirados en los mitos, leyendas y relatos que los africanos conservaron en la memoria colectiva y la tradición oral. Mi tía cambió tanto que, además de llamarme Negrito, con cariño, acabó reconociendo que la madre del género humano era negra y vivió en África, allí donde se encuentran las raíces del árbol genealógico de la humanidad.

Mi tía aprendió también que la variedad de razas se debía a un largo proceso evolutivo de la especie humana -y no porque Dios creó a un Adán negro y a otro blanco- y que el color de la piel, además de estar determinado por factores medioambientales, geográficos y climatológicos, se debía a la melanina, ese pigmento presente en la epidermis que, dependiendo de la cantidad, determinaba la variación del color de la piel, pelo y ojos en los grupos étnicos extendidos alrededor del mundo; por cuanto no es casual que los primeros Homo Sapiens, con mayor cantidad de melanina en la epidermis, tenían la piel oscura como la muestra la gente originaria de África.

Si bien es cierto que mi tía se liberó de sus prejuicios y los afrobolivianos gozan de mayores derechos y libertad que durante la colonia, es también cierto que algunos sectores de la sociedad, constituidos por los estamentos más conservadores de la clase dominante, continúan manifestando conceptos peyorativos contra el negro; por ejemplo, no pocas veces escuché decir: El mejor negro es el esclavo negro o pareces indio y hueles a negro.

El hecho de agitar las banderas de la biología racial y el socialdarwinismo, y plantear la tesis reaccionaria de que los blancos, genéticamente, son superiores a los negros, y que debido a su inteligencia ocupan los puestos de preferencia en la cúspide de la pirámide social, es una forma de afirmar que los negros son brutos y pobres por herencia genética; una mentira universal que rechazo enérgicamente, ya que ni la pobreza, ni la discriminación racial, ni la división de la sociedad en clases, corresponden a un orden natural de las cosas, sino a factores históricos y económicos que determinaron que lo blanco esté arriba y lo negro esté abajo.

En América Latina, desde la época de la colonia, los negros e indios se han sentido socialmente marginados por los criollos, quienes siempre gozaron de ventajas sociales y económicas. Ellos acapararon gran parte de la propiedad de las tierras y constituyeron la clase dominante, alegando que el tono de piel no solo era importante como el nombre y el apellido, sino que también determinaba el estatus social y económico de un individuo de raza superior.

En lo que a mí respecta, una vez más, me resisto a compartir la opinión de quienes creen todavía en la supremacía del hombre blanco, sobre todo, cuando sé que Europa y América tienen una enorme deuda con África, con esa cultura que tanto aportó al patrimonio espiritual y material de la humanidad, aunque sé, asimismo, que el racismo contra las personas afrodescendientes sigue latente en el subconsciente colectivo de los pueblos que soportaron los prejuicios raciales en los últimos cinco siglos.

martes, 30 de agosto de 2022

APUNTES SOBRE LITERATURA INDIGENISTA

Durante la época colonial no se conoció una literatura con temática indigenista y mucho menos con personajes de las naciones y pueblos indígena-originarios; empero, se encuentran descripciones sobre la realidad de los indios, de un modo general, en las obras de los cronistas del siglo XVI, como fray Bartolomé de las Casas, conocido como el primer protector de los indios, quien escribió la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), un alegato a favor de los indígenas, ya que en sus páginas denunció las atrocidades cometidas por los conquistadores contra las civilizaciones del llamado Nuevo Mundo, intentando convencer a la corona española de que adoptara una política más humana de colonización y que no se los tratara a los indios como esclavos.

Otro tanto hizo el cronista amerindio de ascendencia incaica Felipe Guamán Poma de Ayala en su Primer nueva corónica y buen gobierno, que presuntamente escribió entre 1600 y 1615. Se trata de una ampulosa obra en la que el autor describe las injusticias del régimen colonial y las condiciones infrahumanas en las cuales vivían los indígenas del mundo andino en el Virreinato del Perú.

No faltan obras que abordan temáticas relacionadas a las luchas de resistencia de los indígenas contra los conquistadores ibéricos, como la escrita en versos por el poeta y soldado español Alonso de Ercilla y Zúñiga, quien escribió sobre la conquista de Chile, la sublevación de los araucanos contra los conquistadores y la muerte de Caupolicán en su célebre poema épico La Araucana (1569-89). Episodios similares se encuentran narrados en las crónicas del Inca Garcilaso de la Vega y las obras del ecuatoriano Juan León Mera, la cubana Gertrudis Gómez de Abellanada, el venezolano José Ramón Yepes y el dominicano Manuel de Jesús Galván.

La literatura indigenista, particularmente en el género de la narrativa, tiene distintas tendencias desde su aparición. Según algunas investigaciones de carácter etnológico y antropológico, la literatura indígena del siglo XIX honda sus raíces en historias orales, mitos y leyendas de las culturas ancestrales, con una fuerte dosis de romantización e idealización de las civilizaciones precolombinas.

Aunque la corriente indigenista del siglo XX cuenta con precedentes y buenos exponentes, es necesario precisar que esta literatura, en la que se retrata la realidad del indio y se lo defiende ante las discriminaciones sociales y raciales, tiene su punto de arranque en la novela Aves sin nido (1889) de la peruana Clorinda Matto de Turner; una novela controversial para su época, debido a que en sus páginas se revela la injusticia, opresión y maltrato contra la población indígena andina por parte de la Iglesia.

Como es natural, la realidad de un continente colonizado inspiró algunas de las obras más emblemáticas, como Raza de bronce (1919) del boliviano Alcides Arguedas, pues desde que irrumpió en el ámbito de la literatura hispanoamericana, fue considerado como uno de los principales representantes de la literatura indigenista; por lo tanto, no es casual que este autor sea uno de los escritores bolivianos más conocidos y reconocidos en la constelación de la literatura continental.

La obra de Alcides Arguedas es una suerte de apología del indio y de su civilización, no solo porque describe a la sociedad boliviana con todas sus luces y sombras, sino también porque de manera consciente asumió una postura crítica contra el imperante sistema semi-feudal y semi-colonial, que sometió a los indígenas al poder de sus patrones blancos y mestizos.

Raza de bronce es una novela que gira en torno a la realidad social de una comunidad aymara próxima al Lago Titica, donde los indígenas sufren atropellos por parte de los patrones blancoides, por el simple hecho de ser indígenas, sometidos a trabajos de esclavitud y condenados a vivir en condiciones deplorables.

Cabe aclarar que Raza de bronce es una versión más elaborada de su primera novela, Wata-Wara (1904), que no tuvo la misma resonancia cuando se publicó, aunque es una novela que contempla las relaciones socioeconómicas entre criollos, indígenas y mestizos, cuyas características conforman las tres piezas básicas de un mismo mosaico, donde cada uno de ellas ponen de manifiesto sus peculiaridades sociales, culturales, lingüísticas y religiosas, como en cualquier territorio multilingüe y pluricultural.

Alcides Arguedas se caracterizó por su voluntad realista de describir la situación de los indígenas dominados por los grandes terratenientes y gamonales, quienes, valiéndose de su condición de amos de los sistemas de poder, se apropiaron de tierras ajenas desde el establecimiento del régimen colonial. No en vano el latifundismo ha sido uno de los temas fundamentales de la narrativa indigenista, toda vez que los autores se ocuparon de denunciar no solo las leyes puestas al servicio de los poderosos, sino también la explotación y servidumbre de los indígenas convertidos en peones o pongos, sobre los cuales los señores tenían el derecho de propiedad como si fuesen objetos o animales domésticos.

El discurso narrativo de la literatura indigenista establece una tesis sociopolítica sobre el indígena y su relación con el mundo urbano, donde están las instituciones del Estado, que resuelven la suerte y el destino de los habitantes del campo, cuyas opiniones no son tomadas en cuenta por los poderes de dominación, conformado por una selecta estructura social criolla y mestiza, las cuales manejaban los preceptos de inferioridad racial del indio, que era sometido a la autoridad y supremacía del hombre blanco, y una política que tendía a perpetuar la exclusión de las mayorías indígenas de la vida económica, social y cultural; dicho en pocas palabras, los indios debían tener obligaciones, pero no derechos.

José Carlos Mariátegui, en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), planteó que el indigenismo era un movimiento de reivindicación y de lucha contra la discriminación social, política, económica y cultural por parte de las clases dominantes en los diferentes países latinoamericanos. Sus escritos permitieron que el problema de los indígenas se relacionara con la posesión de la tierra y sirvieron como fuentes de inspiración para varios autores que escribieron obras relacionadas a la temática de la usurpación de las tierras indígenas por empresas nacionales y extranjeras, como ocurre en la novela Huasipungo (1934) del ecuatoriano Jorge Icaza, cuya temática alude a la industria maderera y la explotación de las masas indias por una aristocracia brutal que, a su vez, estaba dominada por consorcios transnacionales.

El indigenismo, como movimiento literario y artístico, se intensificó entre los años 1930 y 1960. Uno de sus mayores exponentes es el peruano José María Arguedas, quien, en Los ríos profundos (1958), retrata la problemática del indio desde su propia experiencia vivencial. En esta novela, considerada por la crítica especializada la mejor de su producción literaria, narra el proceso de maduración de Ernesto, un muchacho de 14 años, enfrentado a las injusticias del mundo adulto, pero también a las injusticias sociales y raciales, sobre todo, contra los comuneros o indígenas del mundo andino, donde impera la violencia racial, social y sexual, y una suerte de división del país entre dos mundos que conviven a pesar de sus diferencias: la indígena y la occidental, el de los hacendados explotadores y el de los indios sojuzgados por un sistema despiadado, discriminador y patriarcal.

La protesta indigenista alcanza su cúspide en El mundo es ancho y ajeno (1941) del también peruano Ciro Alegría. Esta obra voluminosa y densa se ocupa de la lucha tenaz, obstinada y valiente de la comunidad india de Rumi en contra de los avasallamientos de un hacendado vecino, quien, amparado por jueces corruptos y testigos falsos, quiere arrebatarles sus tierras para expandir su ya inmensa propiedad y convertir a los comuneros en peones de sus minas y cocales. La dureza de las escenas, con indios levantados en armas y la brutal represión por parte de la guardia civil, se compaginan con un análisis de las estructuras políticas que hacen de los personajes, por su condición social y extracción racial, elementos integrados en clases sociales antagónicas, nada menos que en un país donde los blancos y mestizos son los patrones, a diferencia de los indios que constituyen la vasta capa de peones y pongos.

Los autores de la corriente indigenista abogan a favor de los indios, asumiendo una posición política que los identifica con las naciones indígena-originarias. Algunos resaltan los temas sobre la explotación, marginación, pobreza y el choque entre la cultura hispana y la indígena. En el caso de los autores bolivianos, el eje argumental de sus obras gira en torno a la servidumbre de los indígenas a través del pongueaje, como en Surumi (1943) o Yanakuna (1952) del cochabambino Jesús Lara, quien tiene a los campesinos vallegrandinos como protagonistas centrales de sus novelas que, tanto por el contenido como por el tratamiento del tema, son obras de protesta y denuncia social.

Su novela Yanakuna, vinculada a la problemática social del indígena, pone de manifiesto el sufrimiento de los indios que son discriminados, tratados como esclavos y abusados sexualmente por los patrones. Asimismo, expresa las ansias de liberación del campesino quechua que buscan defender sus derechos y su dignidad humanas, frente a los terratenientes que se aprovechaban de la fuerza de trabajo para la producción agrícola, trabajando en tierras que les fueron arrebatadas a lo largo de la historia; una temática recurrente en varios autores nacionales, sobre todo, si se considera que en Bolivia, hasta mediados de siglo XX, se contaba con un sistema agrario latifundista caracterizado por una desigual tenencia de la tierra y condiciones de trabajo de tipo semi-feudal. Aproximadamente el 4% de la población era propietaria del 70% de la tierra productiva. Los indios no tenían más que una pequeña parcela, asignada por el hacendado, para el cultivo y la supervivencia, a cambio de una diaria prestación laboral en la hacienda, donde debían ofrecer servicios personales remanentes de la época colonial a la familia del hacendado.

De otro lado, cabe señalar que los autores de la corriente indigenista no pertenecían a las culturas originarias, aunque actuaban como portavoces de las culturas oprimidas que no podían levantar la voz, salvo José María Arguedas, quien, a pesar de haber sido mestizo de nacimiento, convivió con los sirvientes indios de la hacienda, donde modeló su personalidad y asimiló el quechua como su lengua materna; factores que le permitieron penetrar en el alma de los indígenas, expresando de manera poética la realidad, folklore, tradición y cosmovisión del mundo andino.

La literatura en lenguas indígenas-originarias apareció recién en las últimas décadas. Los escritores han accedido a la escritura en sus lenguas autóctonas y han producido diversos textos tanto en verso como en prosa. Esta literatura, sin lugar a dudas, refleja no solo el pensamiento y sentimiento de cada creador, sino que está impregnada de la sabiduría de las culturas originarias, de la tradición oral, la filosofía de los ancianos y el imaginario ancestral hecho con la armonía y la belleza que posee cada cultura. Sin embargo, se espera que en el presente y el futuro surjan nuevas voces, desde el seno mismo de las culturas originarias, para narrar con elementos estilísticos y patrones culturales de las naciones y pueblos indígena-originarios.