viernes, 22 de febrero de 2013


BREVE ENSAYO SOBRE LA GUERRILLA DEL CHE

El número 22 de la Revista FUENTES, editada bimestralmente por la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional, ofrece a los lectores una serie de temas de interés general.

Ya se dijo, en reiteradas oportunidades, que la Revista FUENTES es una suerte de caleidoscopio donde se muestran los trabajos en torno a la archivística, el arte, la antropología, la bibliografía literaria y la historia, que la convierten en una valiosa fuente de información en la cual confluye lo mejor del pensamiento boliviano.

El editor responsable, Lic. Luis Oporto Ordóñez, no escatima esfuerzos en que cada uno de los números tenga la calidad suficiente tanto en el diseño como en la presentación; factores imprescindibles en cualquier publicación que está destinada, en primer lugar, a los profesionales e investigadores del país, Latinoamérica y el mundo.

En este número de la Revista FUENTES, que se presentó en el salón de Video Conferencia de la Vicepresidencia, el pasado jueves 21 de febrero, destacan los artículos: Ramiro Condarco Morales: Ensayo bio-bibliográfico, de Ramiro Duchén Condarco y Gonzalo Molina Echeverría; Los diccionarios biográficos del movimiento obrero: Análisis comparado de un género científico, de Bruno Groppo; La bibliografía sobre la campaña de Ñanzahuazú, de Luis Oporto Ordóñez, entre otros.

El breve ensayo Pasajes y personajes de la guerrilla de Ñancahuazú, que lleva la firma del escritor Víctor Montoya, recoge los episodios más trascendentales de la guerrilla del Che en Bolivia. El autor, acogiéndose a una rigurosa documentación, afirma que el fracaso de la gesta de 1967 obedeció a factores internos y externos del foco guerrillero. No obstante, sostiene que la imagen de Ernesto Guevara de la Serna es una suerte de efigie enclavada en la mente y el corazón de los luchadores sociales de América Latina y el mundo.

En el resumen de este breve ensayo, ilustrado con las fotografías de los principales protagonistas, se lee: El legendario guerrillero Ernesto Guevara de la Serna, más conocido como el ‘Che’, es uno de los personajes más emblemáticos de las luchas libertarias en América Latina. Su lucidez ideológica, su ejemplo en los campos de batalla y su trayectoria internacionalista lo convierten en un referente de la revolución socialista. A partir de su experiencia revolucionaria en Cuba, donde desempeñó diversos cargos administrativos, vio la necesidad de extender la lucha armada en los países del llamado Tercer Mundo, impulsando la creación de ‘focos’ guerrilleros, capaces de enfrentarse militarmente a las tropas mercenarias del imperialismo norteamericano, pues, según sus concepciones, en un país donde  existen  ‘condiciones objetivas’ para una revolución, es suficiente organizar un pequeño ‘foco’ guerrillero para crear las ‘condiciones subjetivas’ y desencadenar una insurrección  popular. La figura del Che, desde su asesinato, despertó controversias y grandes pasiones entre las multitudes. Para sus seguidores, como la argentina-alemana Tamara Bunke (Tania) y el boliviano Inti Peredo Leigue, representó la lucha contra las injusticias sociales, pero la extendida identificación con el Che se debe, en gran medida, a las ideas que planteó sobre el ‘hombre nuevo socialista’. Desde que ingresó clandestino a Bolivia, a finales de 1966, soñó en que este país, ubicado en el corazón de Sudamérica, ofrecía condiciones para extender la guerra de guerrillas a todo el continente. El desarrollo de la guerrilla de Ñancahuazú, entre escaramuzas y combates sangrientos, se prolongó hasta el día en que fue capturado en la Quebrada del Yuro (Churo) y ejecutado en la escuelita de La Higuera, por órdenes expresas del alto mando militar boliviano, asesorado por la CIA, el 9 de octubre de 1967.

El número 22 de la Revista FUENTES, como los anteriores que circularon ampliamente en Bolivia y otros países, dignifica la labor que viene realizando, con disciplina y profesionalismo, la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional, en aras de fomentar el intercambio de información entre las distintas áreas del conocimiento humano, sobre todo, ahora que los cambios sociales exigen mayor efectividad de parte de los ciudadanos involucrados en la promoción cultural y la investigación científica.

lunes, 18 de febrero de 2013


EL GIGANTE DE PARURO

El gigante de Paruro, que posee toda la fuerza y dignidad de una estatua monumental, es una imagen captada por el fotógrafo peruano Martín Chambi, quien, en sus largos recorridos por los Andes y llevando a lomo de mula su cámara de placa de vidrio, supo fijar en un instante preciso, como todo buen poeta de la luz y la sombra, imágenes que provocaban un cierto vértigo entre nuestra realidad y la suya, entre la creación y la contemplación. Además, el artista que dibuja con la luz los objetos y las formas, está consciente de que todo lo que recoja su sensibilidad visual no es otra cosa que el reflejo de su mundo interior.
 
Martín Chambi hizo posar al gigante de Paruro al lado del mestizo de traje y gomina, para luego retratarlo tal cual estaba. Miró a través de los lentes y presionó el obturador. Y, tras el clic de la máquina, la fotografía se compuso en un instante mágico. Más tarde, en la fría penumbra del laboratorio y sus alquimias, la imagen del gigante de Paruro quedó fija sobre el papel, con todo su poder de sugerencia.
 
El impacto de la fotografía, que sintetiza la realidad contradictoria del continente latinoamericano, me devolvió a épocas remotas y a esos temibles mitos relacionados con la existencia de seres gigantescos, que los piratas de alta mar contaban en los puertos del Viejo Mundo. De ahí que el cronista italiano Antonio Pigafetta, quien navegó por las costas del Atlántico junto a las huestes de Fernando de Magallanes, escribió que los expedicionarios se encontraron con indios gigantes en la región meridional del continente sudamericano, con personajes que hablaban con voz de toro y tenían el cuerpo y la cara pintados de rojo, a quienes, por su impresionante estatura, los llamaron los patagones, pues se decía que eran tan altos y fornidos, que ni el más alto podía llegarles a la altura de los ojos sino montado sobre el caballo.
 
El gigante de Paruro tiene la cara alargada, los pómulos prominentes y quemados por el sol y el frío, los ojos irradiando los cinco siglos de opresión y menosprecio al indio, la nariz firme y aguileña, los labios carnosos, entreabiertos, y el mentón más amplio que la frente; lleva el poncho plegado y la chompa como un andrajo; tiene una mano nudosa apoyada sobre el hombro del mestizo, quien lo mira desde abajo, y la otra mano, donde las venas parecen lazos enraizados en su piel, sujetando el infaltable lluch’u*, que seguramente se lo calaba hasta más abajo de las orejas para protegerse del frígido soplo del altiplano; sus abarcas, cuyas delgadas suelas parecen aplastadas por el peso de su cuerpo, no tienen hebillas sino tiras que cruzan por entre los dedos y se amarran a la altura del tobillo. Sus pantalones de bayeta, en realidad, no existen, puesto que de tanto remiendo parecen un solo remiendo.
 
Con todo, así como están, me recuerdan al aparapita y a Jaime Sáenz (el viejo comealmas), el poeta surrealista boliviano que, en sus noches de bohemio, frecuentó el submundo de los aparapitas, intentando beber como ellos, con ellos, dos litros de alcohol por día, puesto que estos personajes enigmáticos, acostumbrados a comer la sopa de perejil con la cara contra la pared y lejos de las miradas indiscretas de la gente, no sólo le fascinaban porque viven en íntima relación con los toneles de aguardiente, sino también por su modo de vestir, pues el saco del aparapita, como los pantalones del gigante de Paruro, es una verdadera confección del tiempo y no del sastre.  Aunque la prenda existió en algún momento, fue desapareciendo poco a poco, según los remiendos iban cundiendo hasta aumentarle el peso con relación a su espesor. De modo que los pantalones del gigante de Paruro son una suerte de hilo sobre hilo y tela sobre tela.
 
Sin embargo, lo que deja perplejo de esta imagen no es tanto la vestimenta del indio como el impacto irresistible de su estatura, que a él sabría causarle un complejo de elefante, mientras a sus admiradores una curiosidad insondable, pues ver a un indio gigante, retratado gracias a los misterios de la luz, es siempre un golpe certero contra la percepción de la vista y un modo de  constatar que, a veces, los personajes creados por las aventuras de la imaginación son superados por la realidad contundente.
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Aparapita: Indígena aymará que trabaja como cargador en las ciudades.
Lluch'u: Gorro de lana. Prenda de abrigo para la cabeza.

jueves, 7 de febrero de 2013


EL TÍO DE LA MINA EN EL CARNAVAL DE ORURO

Cuando le informé al Tío que muchos de los que bailan en Oruro, sin saber lo que bailan, desconocían el verdadero origen del Carnaval, hizo chisporrotear la lumbre de sus ojos y se quedó calladito en siete idiomas. Acto seguido, mientras encendía su cigarrillo, asistió con un tono de furia en la voz:

–Ya ves, ya ves... Es lamentable que la gente no sepa que fui yo, y nadie más que yo, el promotor del Carnaval de Oruro, de esa festividad fastuosa que ahora llaman Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad... Y si no me lo crees o dudas de mi palabra, pregúntales a los antropólogos, etnólogos e historiadores, quienes de seguro confirmarán que, efectivamente, conmigo se inició el Carnaval en la tierra de los Urus.

–Eso quiere decir que a ti te debemos la grandiosidad de esa fiesta que año tras año sacude los cimientos de nuestro acervo cultural –le dije, en un intento por amainar su furia.

–Así es, pues –repuso–. La tradición oral relata que todo se inició en 1879, tras el descubrimiento de la imagen milagrosa de la Virgen de la Candelaria, quien apareció pintada en la guarida del Chiru Chiru, un ladrón romántico y justiciero que asaltaba a los ricos para luego distribuir el botín entre los pobres. Los mineros, asombrados por tan extraña aparición de la Virgen, la reconocieron como su protectora y la hicieron su Patrona. Después se dieron a la tarea de organizar una fiesta de tres días en su honor, se disfrazaron con el traje de luces de los diablos para bailarle su diablada en la primera celebración del Carnaval que, según los investigadores y especuladores, se remonta hasta la época de la colonia.

–Entonces, ¿tú fuiste el inspirador del Carnaval de Oruro?

–Claro, pues –contestó y aspiró el humo del cigarrillo–. Los curas construyeron la capilla de la Candelaria en las faldas del cerro Pie de Gallo, en el mismo lugarcito donde estaba ubicada la guarida del Chiru Chiru. En tanto los mineros, reunidos en mi paraje a la hora del pijcheo, decidieron por unanimidad disfrazarse de Tíos y bailar con devoción para la Virgen. La fiesta, entre ch’allas, q’oas y k’arakus, debía durar desde el convite hasta la kacharpaya. Así empezó todo... Por eso mismo, y por todo lo que te cuento, no es casual que en Oruro, ciudad minera que antiguamente fue bautizada con el nombre de real Villa de San Felipe de Austria, tengo un estatua impresionante cerquita de las faldas del cerro Pie de Gallo, debajo del monumento al minero y delante del santuario de la Virgen del SocavónPor eso mismo, debía ser el primer invitado a la tradicional Entrada del Carnaval y no el primero en ser echado al olvido...

Me limité a servirle una copa de quemapecho. El Tío hizo girar sus ojos como radares caldeados al rojo vivo y añadió:

–¡Pucha, caray! ¡Qué bella es la danza de la diablada! Aunque es de profunda inspiración religiosa, está revestida con mis atributos profanos de Supay o diablo benefactor de la mitología andina. Si los mineros se disfrazan de Tíos es para no provocarme enojo alguno ni olvidarse de las tradiciones ancestrales.

–¿Así que la deslumbrante danza de la diablada representa valores religiosos, ancestrales y mitológicos?

–Nada más, ni nada menos –replicó el Tío–. Por si no lo sabías, escribano del diablo, te cuento que el Carnaval orureño nace también de la simbiosis esencial de tres culturas: la indígena, la afro-boliviana y la española. Sin embargo, su mayor significado está en el sincretismo religioso, en el cual conviven y se complementan la religión católica y el paganismo ancestral, pues junto al Dios importado por los conquistadores, sobreviven los dioses ancestrales de las culturas precolombinas, y una de esas deidades milenarias soy yo, celoso protector de las riquezas minerales y amo indiscutible de los mineros.

Cuando le comenté que los organizadores tienían la intención de darle realce al Carnaval orureño con la presencia de autoridades del gobierno, el Tío lanzó una risita irónica y, echando bocanadas de humo y empinando la copa, asistió:

–Para qué autoridades gubernamentales, si la única autoridad en el Carnaval soy yo, ataviado con mi traje de Lucifer, capa ornamentada con las cuatro plagas, máscara feroz, botas charoladas y látigo en mano.

Por un instante, me quedé pensando en que el Carnaval de Oruro, cuyos usos y costumbres tienen su origen en las creencias de los mineros de antaño, no sólo servía para exaltar las bondades de las Virgen milagrosa, sino también para realizar rituales ancestrales y conservar la tradición del Tío de la mina, un personaje que le da mayor realce y colorido a esta fiesta pagano-religiosa, donde los diablos, una vez que recorren por las avenidas de la capital folklórica, representando en un acto teatral la disputa dramática entre el Bien y el Mal, entre el arcángel San Miguel y el Lucifer, finalizan su fervorosa promesa ingresando de rodillas al santuario sagrado donde los recibe la Virgen del Socavón, a quien le dedican su baile con devoción y le piden protección por el resto de sus días. 

Y justo cuando estaba perdido en mis cavilaciones, cruzó mi mujer en dirección al dormitorio. El Tío la miró de punta a punta, bajó la voz a un tono inaudible y, acercándose hacia mí, resopló en mi oído:

–Tu mujer sería la chinasupay más  seductora del Carnaval y tú el cornudo más perfecto que pisa la tierra.

–¡No jodas, Tío! –le dije retirándome con violencia–. Está bien que seas el generador del Carnaval de Oruro, pero no un degenerado que se aprovecha de la mujer del amigo.  

El Tío, como si desoyera mis palabras, aplastó la colilla del cigarrillo, sorbió las últimas gotas de la copa y, acariciándose la perilla, estalló en una sonora carcajada.

–¡¿Qué pasa!? –grito mi mujer desde el dormitorio, ya recostada en la cama.

–¡Nada! –contesté, a tiempo de que escuchaba, a mis espaldas, la grave voz del Tío:

–Es hora de que atiendas a tu mujer –dijo–. Otro día te contaré más detalles sobre el origen del Carnaval de Oruro, donde la tradicional Entrada es, cada vez más, un derroche de fastuosidad, gallardía, variedad cultural, colorido y belleza.