martes, 1 de abril de 2025


lunes, 15 de julio de 2024
ESCANCIAR LA SIDRA ES TODO UN ARTE
Estando en la ciudad de Gijón, ubicada en el centro de
la costa cantábrica del Principado de Asturias, España, unos amigos me
invitaron a una sidrería que tenía botellas verdes por doquier y las paredes
decoradas con recreaciones de lugares emblemáticos, toneles de sidra y prensas
para sacar el zumo de las manzanas.
En esta parte del continente europeo, la sidra no está
considerada como una bebida más del montón, sino como una parte intrínseca de
la cultura y el folklore. En Gijón, por ejemplo, existen varias fiestas
tradicionales, especialmente en primavera y verano, dedicadas a los descorches de la sidra, conocidos como espichas, donde se promueve también la
gastronomía típica de la región.
La sidra, cuyo grado alcohólico oscila entre cuatro y
seis, alegra romerías y reuniones, tanto públicas como familiares, ya que esta
bebida, desde hace siglos, se ha integrado totalmente en la vida social de los
asturianos. Y las espichas son
motivos para celebrar, reír, gozar y darle una fiesta al paladar.
–En realidad, ¿de dónde proviene la palabra espicha? –pregunté con cierto rubor en
la cara y poniendo al descubierto mi ignorancia en la materia.
La respuesta no se dejó esperar, porque uno de los
amigos se dio la molestia de explicarme de manera clara y concisa:
–Espicha es
el nombre que se le da al trocito de madera, con forma cónica, que se utiliza a
modo de tapón de los toneles, donde se almacena la sidra.
El último fin
de semana de agosto tiene lugar en Gijón la Fiesta de la Sidra Natural,
declarada un evento de interés turístico regional, en el que todos los años se
bate el récord mundial de escanciado simultáneo. Otra de las fiestas más
importantes dedicada a esta bebida, que se realiza el segundo fin de semana de
julio, es el Festival de la Sidra, que se lleva a cabo en la villa de Nava, donde
está el Museo de la Sidra, una verdadera atracción turística que permite ver
todo el proceso de elaboración de esta bebida, desde el cultivo de la manzana hasta el
embotellado, pasando por el prensado y el fermentado.
Uno de los amigos, que tenía hartas ganas de hacerme
conocer el arte de escanciar la sidra, pidió una botella descorchada, la agitó
brevemente, la tomó por el culín,
levantó el brazo por encima de la cabeza y vertió el líquido en el vaso de
cristal sujeto en la mano izquierda, a la altura de la pierna y a una distancia
de más de un metro desde el cuello de la botella, haciendo que el chorro castaño
cayera contra el lateral del vaso, de manera que, al impactar contra el mismo,
se oxigenara haciendo espuma como una gaseosa cualquiera, o, más bien, como la
cerveza servida en una límpida copa de cristal.
De estos amigos asturianos aprendí que para la degustación de la sidra se debe escanciar (tirar el líquido desde lo alto para que rompa al caer en el vaso), y bebérsela de una sola vez, pero no todo el contenido del vaso, sino dejando un poco en el fondo para limpiar la parte que han tocado los labios, ya que todos los amigos comparten del mismo vaso; es más, uno de ellos me sorprendió echando al piso la sidra que quedó en el culín, arguyendo que era una forma de devolverle a la tierra lo que ella nos da.
–A esta acción se llama ch’allar –les dije–. En mi tierra se tiene la costumbre de ch’allar o rociar el suelo con la
cerveza o el alcohol, antes de beber del vaso, como un agradecimiento a la Pachamama,
que alimenta a sus criaturas terrenales con los frutos de su vientre.
Ellos me miraron y no pararon de hacer circular el
vaso de mano en mano, mientras picaban las exquisiteces que contenía una
bandeja: chorizo a la sidra, tablas de quesos, huevos cocidos, tortillas y una
serie de embutidos de jabalí y cerdo asturiano.
–En el país de ustedes, más conocido en el exterior
por sus buenos vinos, quesos y jamones, beber sidra es todo un arte –les dije dispuesto
a celebrar nuestra amistad.
–Sí –corroboró uno de ellos, con aplomo y buen humor–,
sobre todo, si se considera que escanciar es todo un arte.
–Además –acotó otro–, se debe tomar con medida. Si uno
está pasado de copas, no podría llenar el vaso, porque todo lo echaría al
suelo.
Me quedé mirándolos con cierto asombro y un soplo de
desaliento, como quien está acostumbrado a servir las bebidas espirituosas
apoyando el gollete de la botella en el borde de la copa y no como los expertos
escanciadores que tienen el pulso firme y la experiencia de tirar la sidra de
un metro de altura entre la botella y el vaso.
Con mis amigos asturianos aprendí, como en todo en la
vida, que la sidra es una bebida alcohólica de baja graduación, fabricada con
el zumo fermentado de la manzana, una delicia más espumosa que embriagadora,
con bastante aguja y ácida, que sabe algo diferente a las sidras gasificadas
que solía consumir en Suecia, toda vez que había celebraciones especiales o en
las fiestas de fin año.
En Gijón aprendí también que la diferencia entre el
vino y la sida está en que el primero se elabora de uvas y el segundo de
manzanas, las cuales se clasifican en tres tipos en función de su sabor:
dulces, imprescindibles para transformar el azúcar en alcohol; ácidas, para
mantener el color natural del mosto y la limpieza de la misma; y amargas o
salvajes, que aportan el tanino en la bebida.
En síntesis, antes de terminar, quiero contarles que aprendí las siguientes lecciones: la primera, que escanciar es todo un arte; la segunda, que la sidra natural no se filtra ni clarifica como el resto de las bebidas espirituosas; la tercera, que el vaso se debe vaciar de un solo trago, sin perder tiempo ni respirar; y la cuarta, quizás la más importante, que el descorche de la botella de sidra es un modo de compartir con los amigos que, haciendo honor al adagio popular que reza: entre enfermos no hay contagio, usan el mismo vaso para sellar una amistad que nace y permanece toda la vida.


jueves, 18 de enero de 2024
LAS BRUJAS
Mi abuela contaba que algunas brujas tenían pies palmeados
como los de un pato, cola de pez, pechos descomunales y que eran feas con
ganas, pero que podían cambiar de apariencia por medio de consumir pócimas
mágicas, convirtiéndose en mujeres jóvenes y bellas, con largas cabelleras que
peinaban con peinetas de oro y cuerpos esculturales que lucían lujosas prendas
hechas con telas exclusivas y joyas llenas de piedras preciosas.
Las brujas podían transformarse, después de salir del
encantamiento, en mujeres acaudaladas que poseían grandes riquezas y eran
dueñas de suntuosas mansiones. Sus palabras, que emergían de su boca azotadas
por una lengua larga como el látigo, poseían poderes sobrehumanos y su mente la
capacidad de adivinar el futuro de cualquiera, con solo mirarle a los ojos y
tocarle la palma de la mano. Además, podían comunicarse con los espíritus del
mal y con los difuntos. Preparaban ponzoñosos ungüentos, en base a fórmulas
secretas, para untarse en el cuerpo, desde los cabellos hasta la punta de los
pies, para ser invencibles e invisibles. Bebían brebajes afrodisíacos e
infusiones que tenían efectos especiales como alucinaciones y orgasmos, y que
atraían a los hombres como a las moscas a la miel.
Las brujas eran más activas de noche que de día. Se
parecían a Satanás, que tenían el atributo de disfrazarse de un sinnúmero de
animales domésticos y salvajes. Se desplazaban por los aires montadas a
horcajadas en el palo de una escoba, volaban rápidamente gracias a los poderes
concedidos por el diablo y se transportaban, de un lado a otro, empujadas por
una violenta ráfaga de viento. A veces, se parecían a una criatura mitad humano
mitad carnero, con cuernos en la cabeza, patas de cabra desde las caderas hasta
las pezuñas, orejas puntiagudas, abundante cabellera, nariz chata, cola de
caballo, dentadura con colmillos y ojos de fuego. Caminaban como los humanos,
pero se comportaban como los demonios;
gustaban de las bebidas espirituosas, eran amantes de los hombres jóvenes y
disfrutaban de los placeres físicos y la
promiscuidad sexual. No había luz de la divinidad que las intimide ni
ley humana que las dañe. Ellas eran dueñas absolutas de su cuerpo, como eran
juezas supremas de sus dichos y hechos.
Cuando le preguntaba a mi abuela si realmente existían esas
mujeres, que eran más poderosas que todos los santos juntos, ella, sin
sonrojarse ni sentir una pisca de pudor, me contestaba que sí, que incluso
algunos parroquianos, bajo los efectos del alcohol y el delirio, las veían, en
las noches lóbregas y sin estrellas, bajar desde la punta de los cerros en
carrozas de fuego, tiradas por briosos corceles de seis patas, llevando al
mismísimo diablo, con aspecto de macho cabrío, nada menos que sentado en sus
faldas y mamándoles los senos.
Las brujas que conoció o imaginaba mi abuela no eran de
este mundo, sino de otro que no fue creado por Dios sino por Satanás. Se comían
vivos a los niños recién nacidos y volaban por las noches como thaparankus (mariposas nocturnas de gran
tamaño), buscando posarse en el cuello de un hombre para chuparle la sangre
hasta dejarlo sin fuerzas ni conocimiento. Solo cuando sus víctimas caían
desmayados al suelo, emprendían vuelo en plenilunio y desaparecían bajo el
argentado reflejo de la luna y entre los mortecinos mantos de medianoche.
Si alguna vez le preguntaba cómo podía hacer para conocer a
una de esas brujas, mi abuela se limitaba a mirarme con ternura, como cuando
era niño, y no decía nada. Pero si yo insistía en buscar una respuesta a mi
pregunta, ella volvía a mirarme y, convirtiendo su voz en un extraño siseo, me
contestaba que las brujas estaban en todas partes, pero que solo se dejaban ver
con los hombres y las mujeres que creían en ellas, como cuando uno cree en el
Creador, aunque nunca se lo haya visto en ninguna parte, porque cuando uno
experimenta un trance de profunda fe, puede ver lo que no existe y oír voces en
medio del silencio.
Yo me quedaba pensativo, pero con la piel erizada de miedo y el corazón latiéndome con fuerza, como si un sapo se me hubiese metido en el pecho. Al fin y al cabo, comprendía que las historias de brujas eran como todas las historias que nacían de la imaginación de los humanos, quienes, si fueron capaces de crear a seres divinos, cómo no podían ser capaces de crear a seres demoniacos y malignos, ya que tanto el bien como el mal son como la luz y la sombra metidas en el corazón y la mente de los simples mortales.
Las brujas que conoció mi abuela, como ya mencioné, no
existían más que en su imaginación, aunque a decir verdad, ella era una de las
mujeres que bien hubiese querido ser una de ellas, para metamorfosearse en lo
que quisiera y burlarse de los sentimientos de mi abuelo, que no soportaba a
las mujeres que tenían poderes mágicos, sociales, políticos, culturales o
económicos. Lo que mi abuelo prefería, de todo corazón, era tener una mujer
sumisa y doméstica, que le sirviera en la mesa y en la cama sin desobedecer los
mandados ni quejarse de su condición de mujer domada.
Las brujas de las que hablaba mi abuela, con tanto
entusiasmo, formaba parte de su pensamiento secreto, de su deseo de rebelarse
contra el patriarcado y tumbar las costumbres atávicas de las mujeres que
soñaban con ser brujas, al menos, una vez al año y con todos los atributos que
poseían ellas, que salían volando de la ingeniosa fantasía de mi abuela,
mientras mi abuelo le miraba despreciándola, sin muchas palabras, pero
consciente de que las mujeres que se rebelaban contra la palabra divina eran
como las brujas, capaces de meterse en el cuerpo y la mente de cualquiera que
decidía romper con uno de los sagrados mandamientos del Todopoderoso y repetir
el mismo pecado que cometió Eva en el Jardín del Edén.
Alguna vez, le escuché decir a mi abuelo que las mujeres
libertinas, que tenían la capacidad de infiltrarse en la vida urbana y hasta
mezclarse con las ceremonias de la religión católica, eran una lacra social y
una amenaza para las buenas costumbres cristianas, ya que la mujer, desde el
día de su matrimonio, debía prometer sumisión, pero no al demonio sino al
marido. En cambio mi abuela las consideraba mujeres emancipadas,
revolucionarias y víctimas de las persecuciones desatadas por los padres de la
Iglesia. Decía que las brujas fueron las primeras feministas ejecutadas por
sospechas de herejía en la época oscurantista de la Inquisición.
Al final, cuando fallecieron mi abuela y mi abuelo, ella
debido a una enfermedad desconocida y él a causa de su vejez, comprendí que las
brujas de mi abuela eran personajes que simbolizaban su deseo de liberarse de
las ataduras que le impuso una sociedad
que no respetaba los derechos de la mujer. Asimismo, comprendí que los
reproches que salían de la boca de mi abuelo, como dardos envenenados por la
desilusión y el odio, representaban a un sistema machista, donde el hombre
debía someter a la mujer por haber sido creada de una de las costillas del
hombre, no porque esta situación lo hubiese decidido mi abuelo, sino porque así
lo quiso el Altísimo desde el origen de los tiempos.
En cualquier caso, las brujas imaginadas por mi abuela no eran tan malas como las describían los inquisidores, sino, simple y llanamente, mujeres que transgredían las leyes divinas y criticaban las costumbres morales que las ataban de pies y manos, y las hacían creer que lo que Dios unió, como en el acto del matrimonio religioso, no lo podía separar nadie, aunque en la vida real eran más las parejas que vivían en pecado que en santidad, salvo quienes estaban dispuestos a soportarse hasta el fin de sus días, atados por los lazos del verdadero amor, sin necesidad de imaginar más brujas en la mente ni dar espacio a las fuerzas malignas en los laberintos del corazón.


domingo, 7 de mayo de 2023
EL
VÁTER DE KING KONG
Estando
de visita en la ciudad de Gijón, la costa del Principado de Asturias, no perdí
la ocasión de ir a conocer, en compañía de mi amigo Baristo Lorenzo, la
escultura de Eduardo Chillida, cuya majestuosa obra de hormigón, de diez metros
de alto y quinientas toneladas de peso, está emplazada en el Cerro de Santa
Catalina, cerca del barrio marinero de Cimadevilla.
Así
fue como una tarde de julio de 2005, de cielo despejado y brisas cálidas,
subimos por los senderos trazados en el césped hasta llegar a lo alto del Cerro
de Santa Catalina, para contemplar la escultura Elogio del Horizonte, del artista Eduardo Chillida, que se levanta
en un montículo de cara al mar, como un cuerpo con los brazos abiertos que
abarca el horizonte, y que los lugareños conocen también como El Váter de King Kong, debido a que su
estructura tiene un parecido al inodoro de un retrete, donde podría posarse sin
dificultades el gigantesco trasero de ese animal monstruoso y sentimental, que
llegó primero a la literatura y después al celuloide del séptimo arte.
Contemplarla
en toda su dimensión escultórica, ya sea a la distancia o de cerca, da la
sensación de que uno se encuentra en medio de un entorno surrealista, donde el Elogio del Horizonte, integrado en el
paisaje, se yergue como un monumento marmóreo entre la intensidad azul del
Cantábrico y el inmenso azul del cielo, ocupando un considerable espacio en una
verdosa colina que evoca los versos del poeta Pedro Garfias, quien, en uno de
sus poemas, dice: Asturias, verde de
montes y negra de minerales.
Mientras
mi amigo Baristo Lorenzo, director de la editorial Ediciones del Norte, se ocupaba de captar imágenes costeras con su
poderosa cámara fotográfica, yo no me cansaba de escuchar el rumor del mar
cantábrico, cuyas mansas olas se golpeaban contra los acantilados y cuyas
azulinas aguas se perdían en el lejano horizonte, en cuya línea horizontal se
mecían algunas naves como balsas de totora.
El
artista Eduardo Chillida, exjugador de fútbol y autor de magníficas obras tanto
en hormigón como en hierro y acero, no sé en qué estaba pensando a la hora de
crear esta majestuosa escultura, pero tengo la sospecha de que él no imaginó
que su obra denominada Elogio del
Horizonte, sería más conocida como El
Váter de King Kong; todo un elogio para una temible y peluda bestia de las
ficticias selvas de Isla Calavera, que tenía el corazón del tamaño del cuerpo y
la capacidad de enamorarse de la belleza de una mujer del tamaño de su mano;
una relación imposible que podía advertirse desde un principio, como en las
clásicas historia de amor donde el enamoramiento entre la Bella y la Bestia
podía tener un desenlace feliz o fatal, como ocurre con King Kong en la
película clásica de 1933, que inmortalizó a su director Merian C. Cooper,
expiloto de guerra y creador de uno de los personajes más emblemáticos del cine
de ficción y monstruos.
La
escultura de considerables dimensiones es un abrazo entre la tierra y el mar, donde
predomina el juego de volúmenes y formas abstractas, junto a las líneas horizontales,
verticales y curvas; una sinfonía de hormigón que forma parte de la naturaleza
y la historia artística de Gijón desde que se inauguró el 9 de junio de 1990,
ante la presencia de artistas, vecinos y autoridades locales.
Esta
escultura del vasco Eduardo Chillida, que llama la atención tanto de los
nativos como de los turistas extranjeros, es una de esas obras de arte que debe
visitarse alguna vez en la vida, para así saberse que uno estuvo en la ciudad
marítima más poblada de Asturias, pues quien no haya subido al Cerro Santa
Catalina ni haya visto El Váter de King
Kong, no puede ufanarse de haber estado en Gijón, la tierra de los
astilleros, las garúas pasajeras, las cuencas de carbón, la buena sidra y las
históricas luchas de los mineros acostumbrados a los vahos del diablo.
Breves datos del
artista
Eduardo
Chillida Juantegui (San Sebastián, 1924 –
2002). Fue uno de los más importantes escultores españoles del siglo XX. Hijo
de un militar y una ama de casa aficionada al canto. Estudió arquitectura en
Madrid, aunque nunca culminó sus estudios, dedicándose a cultivar el arte del
dibujo y la escultura desde 1947. En su adolescencia y juventud adquirió una
buena reputación como portero de fútbol, llegando incluso a ser titular de la
Real Sociedad, hasta que sufrió una infortunada lesión, que lo obligó a
alejarse del deporte que más amó en su vida.
Tiempo
después, buscando un ambiente creativo más propicio al que se vivía en la
España franquista, se trasladó a París. Allí entabló amistad con el pintor
Pablo Palazuelo y conoció de primera mano la obra de artistas como Pablo
Picasso, Julio González y Constantin Brancusi.
Sin
embargo, agotado y frustrado, abandonó la capital francesa para volver a su
tierra natal en 1951. Se instaló en el País Vasco, donde comenzó a trabajar en
la fragua de Manuel Illarramendi, quien le enseñó los seculares secretos del
arte de la forja de los metales, así aprendió a realizar esculturas en hierro,
con deslumbrante capacidad creativa y manual. Forjó piezas como Elogio del aire, Música callada, Rumor de
límites y El peine del viento.
Esta última fue trabajada, en sus distintas versiones, durante más de quince
años y es una de las obras más conocidas del artista.
En
su búsqueda de nuevos materiales y soportes para crear más obras, a la luz de
los grandes escultores de la Grecia clásica y el Renacimiento, realizó
esculturas en madera y acero, uno de los materiales en los que trabajaba más a
gusto, permitiéndole concretizar varias de sus relevantes esculturas de los
años ochenta y noventa. Expuso en galerías y museos de diversas ciudades de
Europa y Estados Unidos.


domingo, 5 de febrero de 2023
A
mediados de julio de 2005, viajé a la ciudad asturiana de Gijón, invitado a la Semana Negra, que anualmente reúne a
escritores de novelas policíacas. En realidad, yo estaba en el festival para
presentar mi libro Cuentos de la mina,
que acababa de ser publicada en Asturias por la Editora del Norte. Se entiende que no estaba como autor de novelas
policíacas, sino de una literatura más negra que las novelas negras. Así que,
antes y después de cumplir con mis actividades programadas en las minas de
carbón de Cangas del Narcea y Cuenca del Nalón, los escritores nos reuníamos para
almorzar y cenar en el restaurante de un hotel céntrico de la ciudad.
Uno
de esos días, sin pensarlo ni proponérmelo, me encontré con el escritor y
activista sindical Francisco Ignacio Taibo Mahojo, más conocido como Paco
Ignacio Taibo II, quien era el responsable del evento cultural de la Semana Negra. No lo conocía más que por
referencia y algunos artículos que leí sobre su vida y su obra en la prensa. Me
llamaba la atención más por haber escrito la biografía del comandante
guerrillero más famoso de América Latina -Ernesto
Guevara, también conocido como el Che, basada en una extensa y rigurosa
bibliografía-, que por sus novelas policíacas, las mismas que tuvieron una
amplia difusión en más de una veintena de países.
De
Paco Ignacio Taibo II no sabía nada más hasta entonces, salvo que fue merecedor
de premios internacionales y que publicó su primer libro a los 22 años de edad,
que estudió sociología y literatura en la Universidad Nacional Autónoma de
México, que fundó y dirigió varias publicaciones de carácter sociocultural y
que, como parte de su larga trayectoria como periodista y gestor cultural,
fundó Para Leer en Libertad AC,
proyecto de fomento a la lectura y de divulgación de la historia de México.
Nos
saludamos en el hall del hotel y, a la hora del almuerzo, compartimos la misma
mesa en el restaurante que daba a la calle. Me llamó la atención su aspecto de
hombre desprolijo, vestido con un bluyín ajado y una playera ajustada a su
abombado vientre.
Nos
miramos a los ojos y, sin mayores preámbulos, hablamos sobre la realidad
política de México, sobre su visita a Bolivia, su recorrido por Valle Grande y
Ñancahuzú, para ubicarse mejor en el contexto topográfico de la zona geográfica
donde se desarrolló la guerrilla del Che.
El
día estaba soleado y hacía un calor como para vaciarse varios vasos de cerveza
fría. En el restaurante exterior del mismo hotel, donde estuvimos hospedados
los escritores provenientes de diferentes países, los comensales empezaron a
leer el menú y a ordenar su plato preferido. Yo pedí lo mismo que ordenó Taibo:
una fabada, el platillo bandera y tradicional de la cocina asturiana y, por antonomasia,
de la gastronomía española.
Al
cabo de un tiempo, mientras contemplaba de sesgo la gordura de Paco Ignacio
Taibo II, me sirvieron la fabada en un hondo plato de barro, tenía aroma a
laurel y el caldo lucía un color anaranjado debido al azafrán. En la cazuela,
todavía humeante, podía distinguirse judías blancas, chorizos, morcillas, lacón
y tocino. Me llevé la primera cucharada a la boca y sentí una textura mantecosa
en el paladar, junto al sabor de la cebolla, el ajo y el perejil. Este platillo
rico en calorías y grasa, cuya porción fue excesiva para mí, me produjo, al
cabo de la ingesta, unos reflujos gastroesofágicos, cuyo malestar tuve que
aliviar con una copa de aguardiente o, como dirían los comensales bolivianos,
con un traguito para bajar el chanchito.
Sin embargo, a pesar de los ligeros malestares, me sentí satisfecho de haber
probado por primera vez en mi vida la fabada, un potaje divino capaz de
despertar hasta a los muertos.
Cuando
Paco Ignacio Taibo II terminó de engullir la fabada, como un gourmet
acostumbrado a degustar los platillos de su preferencia, encendió un cigarrillo
y, como si se tratara de un apetecido postre, se tragó el humo que luego lo
lanzó por entre sus mostachos teñidos por la nicotina. No tomó mucho tiempo
para advertir que estaba delante de un hombre que, por experiencia y sabiduría,
sabía paladear las comidas y bebidas que ayudan a sobrellevar los sinsabores de
la vida.
Ese
mismo día, de aires cálidos y cielo despejado, me refirió algo sobre la
biografía de Pancho Villa, lista para ser publicada a nivel internacional, y
sobre un proyecto que tenía en marcha sobre la revolución mexicana, incluida la
biografía de Emiliano Zapata. Ahí nomás, estando imbuidos en una charla en
torno a un tema apasionante por su magnitud, mitos y leyendas, se presentó su
anciano padre, quien estaba en su tierra natal para visitar a los familiares y
los viejos amigos, y no para participar en la Semana Negra.
Así
que, en esa misma ocasión y en el mismo restaurante del hotel, tuve la oportunidad
de tratar con don Ignacio Taibo I, quien, además de haber vivido de cerca la
Guerra Civil Española, escribió un libro sobre la gastronomía asturiana,
intitulada Breviario de la Fabada. Ya
entonces se lo veía algo deteriorado de salud, hasta que, dos años después, me
enteré que falleció víctima de neumonía.
Su
hijo, el escritor asturimexicano, Paco Ignacio Taibo II, se mostró con su lado
más humano y me dejó la impresión de que se trataba de un tipo bonachón,
amable, simpático y hasta jovial, porque tuvimos instantes en los que bromeamos
y nos reímos como dos viejos amigos, quienes tienen las mismas travesuras y los
mismos ideales de libertad y justicia.
Aquel
mediodía que compartimos en el restaurante, donde intercambiamos impresiones
sobre los fantasmas de la política y la literatura, se quedó fijada entre mis
recuerdos, como un haz de luz que se mete en la memoria y no se apaga. Por lo
demás, mientras hablábamos amenamente, él fumaba y no dejaba de fumar, hasta
que llegó el instante en que, convocados por las actividades que debíamos
cumplir por la tarde y la noche, nos despedimos con un abrazo y un fuerte
apretón de manos, pero con la promesa de volvernos a reencontrar en algún punto
de este mundo cada vez más injusto y contaminado.


jueves, 7 de julio de 2022
ELEGÍA A RENÉ PATZI, EL CANTAUTOR DEL PUEBLO
René Patzi, el leal amigo y compañero de innumerables
hazañas, aunque murió en Oruro, siempre será recordado como el eximio músico y
cantautor llallagueño, porque en esta tierra, de valerosos mineros e indomables
amas de casa, trascurrió su infancia y adolescencia. Así en vida haya
transitado por lejanas tierras, jamás dejó de cobijar en su fuero interno el
sincero deseo de enterrarse en el cementerio de Llallagua, en este jirón patrio
donde aprendió a templar no solo su guitarra y su voz, sino también sus ideales
que se forjaron al lado izquierdo donde palpitaba su corazón. Supo atesorar los
mejores pensamientos y sentimientos de los desposeídos y supo ser un verdadero
amigo de los amigos.
Lo conocí desde la escuela primaria, fuimos compañeros de
banco y de aventuras infantiles en la Escuela Jaime Mendoza. Después seguimos nuestros estudios en el Colegio 1ro de Mayo, donde organizamos células
de estudiantes revolucionarios, quienes no cesaban de agitar contra la
dictadura militar de los años ‘70, siempre en sincronía con el movimiento
sindical minero y el comité de amas de casa. Algunas veces, cubiertos con
pasamontañas para no ser identificados, nos dedicábamos a distribuir volantes y
panfletos subversivos en Catavi,
Siglo XX y Llallagua.
Mientras realizábamos esta actividad clandestina, casi
siempre burlando la vigilancia policial, él no paraba de comprar instrumentos
musicales del folklore nacional ni dejaba de agrupar a un conjunto de muchachos
para que lo acompañaran, con bombos, quenas y charangos, en las horas cívicas
del colegio, donde sus presentaciones eran las más solicitadas por los y las
estudiantes mayenses. Un día de esos, me propuso tocar el bombo en su conjunto.
Yo le dije que cada cual tenía una misión en la vida, que su oficio era hacer
música, pero música protesta, y que
el mío era organizar células para hacer la revolución de obreros y campesinos.
René Patzi era un ser que no dejaba de tener ocurrencias ni
dejaba de sorprenderse con las curiosidades y especulaciones esotéricas propias
de las seudociencias populares. Por ejemplo, un día después de clases, me
ensenó una revista, con ilustraciones a todo color, dedicada a la teoría de la
Atlántida, la isla que, según el relato del filósofo griego Platón, sucumbió
bajo las tormentosas olas del mar y fue cubierta por grandes masas de lodo. Lo
que no se sabía, a ciencia cierta, era en qué lugar y cuándo sucedió
exactamente el diluvio, salvo que la Atlántida estaba habitada por seres
gigantes, algunos con un solo ojo en la frente y otros con los pies grandes
como las patas de dinosaurio; una leyenda de la tradición oral que, como a todo
adolescente curioso y de espíritu sensible, le llamaba poderosamente la
atención, hasta el extremo de que creía que la Atlántida estaba ubicada en las
costas del Océano Atlántico, en el extremo sur del continente americano, más
exactamente en la Patagonia argentina o en la Zona Austral de Chile. Al final
de nuestra conversación sobre la desaparecida Atlántida, me preguntó: ¿Y tú
crees que haya existido esa antigua civilización? No lo sé, le contesté.
Mientras no haya pruebas concretas, no sé en qué creer, pero como bien dice el
proverbio: Ver para creer.
Más de una vez se nos ocurrió la idea de realizar
excursiones hacia los escarpados cerros y las áridas pampas del norte de
Potosí, con la finalidad de hacer prácticas guerrilleras, inspirados por las
experiencias foquistas que estallaron en las montañas de Ñancahuazú y Teoponte.
Recuerdo, asimismo, que en uno de esos entrenamientos de tres días, nos quedamos
sin víveres antes de tiempo, así que René Patzi, recordando los platos de
comida y los panes menospreciados en la casa de su señora madre, se puso a
llorar de hambre, como evidenciando que la vida del guerrillero era más
sacrificada que la idea romántica que nosotros teníamos de ellos.
En otra ocasión, cuando volvimos al campo para recolectar
insectos y luego armar nuestros insectarios en la clase de Ciencias Naturales,
René Patzi tuvo la ocurrencia de llevarse dos conservas de sardinas con tomate,
que su señora madre, dedicada a la venta de coca, alcohol, cigarrillos y otras
mercaderías, le entregó sacando de uno de los estantes que tenía en la tienda.
Él las tomó como si se trataran de verdaderos majares. Estando ya en las
cercanías del pueblito Nueva Granada, y al cabo de haber buscado, debajo de las
piedras y arbustos, arañas, alacranes y otras alimañas, nos las zampamos entre
los seis muchachos que formaban parte de la aventura. Minutos más tarde,
empezamos a sentir dolores en el estómago, nos pusimos blancos como el papel y
acabamos lanzando lo ingerido a orillas de un riachuelo. Solo entonces caímos
en la cuenta de que las sardinas tenían la fecha de vencimiento caducada desde
hacía más de dos años. De modo que, entre retorcijones de estómago y dolores de
cabeza, todos acabamos tendidos y desparramados como soldados derrotados en una
batalla que nunca se libró; una experiencia que, sin embargo, nos enseñó la
lección de que mejor era morirse de hambre que morirse intoxicados por
conservas de sardinas pasadas de tiempo.
Como la música era la mayor pasión de su vida, no dejó de entrenar su voz ni tocar sus instrumentos todas las tardes, apenas terminábamos las clases y él llegaba a su casa, con el afán de conformar su primer grupo musical. Fue entonces, en tiempos en que las dictaduras militares imperaban en América Latina, que aprendió a interpretar la música protesta de los chilenos Quilapayún, Inti-Illimani, Víctor Jara y Violeta Parra, un ramillete de canciones que formaban parte de su extenso repertorio donde no faltaban las composiciones de Benjo Cruz y Nilo Soruco. No está por demás decir que era también un apasionado de las sambas argentinas y las cuecas del folklore nacional.
René Patzi, obedeciendo a los dictados de su conciencia,
siguió cultivando la música protesta, la
nueva canción latinoamericana, que
era el repertorio que se escuchaba entre los jóvenes revolucionarios que teníamos
el pensamiento puesto en la revolución obrera y la construcción de una sociedad
más justa y equitativa.
Al fragor de las luchas emprendidas por el proletariado
minero, que tenían su epicentro en las poblaciones de Catavi y Siglo XX,
surgieron sus primeras composiciones musicales, mientras entrenaba su potente
voz y perfeccionaba su destreza en la ejecución de la guitarra, un instrumento
que lo acompañaría a lo largo de su vida, ya que René Patzi, a diferencia de
los guerrilleros, decidió empuñar la guitarra y no el fusil, convencido de que
un instrumento de cuerdas era también un arma poderosa para denunciar las
injusticias sociales y las discriminaciones raciales en un país que buscaba
romper con las cadenas de la opresión imperialista.
Recuerdo también que otra de las facetas de su personalidad
creativa era la pintura y el dibujo. No en vano era uno de los alumnos más
apreciados y hasta premiados por la profesora de artes plásticas. Destacó con
sus obras realizadas con lápices, pinceles y acuarelas, que llamaban la
atención de los compañeros del curso y despertaban el elogio entre los
profesores del colegio. No sé si después del bachillerato siguió cultivando el
arte pictórico, pero sí sé que tenía todo el potencial para trocarse en un
artista plástico de alto vuelo, ya que sus creaciones estaban esbozadas a
partir de sus observaciones del entorno social y, como es natural, estaban
matizadas con los colores de la vida.
Años más tarde, cuando yo me encontraba todavía exiliado en
Suecia, me enteré, por comentarios de los amigos, que René Patzi se marchó a la
Argentina, donde dignificó el folklore boliviano y fue invitado a tomar parte
en los conciertos junto a artistas de renombre internacional como Jorge
Cafrune, Horacio Guaraní y Mercedes Sosa. Asimismo, me contaron que participó
en los festivales de Cosquín y que realizó viajes a Europa, África y Asia,
cargando en bandolera su guitarra y ampliando su horizonte en el ámbito
musical, consciente de que la música era el único lenguaje universal que no
conocía fronteras.
Ya de retorno a Bolivia, volvimos a reunirnos en
Cochabamba, en un encuentro de amigos y compañeros del Colegio 1ro de Mayo, que se llevó a cabo en
julio de 2011; una excelente ocasión que nos permitió retomar nuestra amistad
con el afecto y el cariño que nació en la infancia y que perduraría para
siempre.
No volvimos a perder el contacto; es más, volvimos a
reunirnos en ocasión del reconocimiento que le concedió el Gobierno Autónomo
Municipal de Llallagua el 21 de enero de 2020. Él agradeció públicamente mi
presencia en el Salón Rojo y yo le
dediqué unas palabras de elogio y aproveché para regalarle algunos de mis
libros, que los envolví, como una suerte de presente
sorpresa, en un papel rojo que llevaba un rozón del mismo color. Después me
contaron sus hermanos, quienes conformaban el grupo musical Natividad, que René Patzi lo guardó
celosamente el paquete en el cuarto del hotel y que no quiso abrirlo ni
enseñarlo, sino hasta que retornó a Cochabamba.
En el festejo que le preparó la subalcaldía del distrito central
de Llallagua, en coordinación con Manfred Espada, le escuché cantar, a viva
voz, las composiciones de su autoría y, aprovechando uno de esos instantes,
entre trago y trago, le dije que tenía que re-producir sus temas y, de una vez
por todas, lanzarlos en las diversas plataformas de Internet, para el deleite
de sus admiradores y para que se conozcan sus canciones a nivel nacional e
internacional. Ahí mismo le propuse que reuniera sus textos para publicarlos
como una suerte de poemario. Él pensó un instante y aceptó mi propuesta,
considerando que era una idea que lo motivaría a dejar el precedente de que el
músico era también un poeta de sobrados quilates.
Desde luego que, debido a su deceso tras un fortuito
accidente, acaecido en la ciudad de Oruro en la madruga del 10 de abril de
2022, muchos de estos proyectos quedaron truncos, como cuando un viajero se
queda plantado a medio camino. Así que sus familiares, amigos, compañeros y
conocidos, nos quedamos con la tarea de concluir con sus anhelados sueños
hechos de cadencias musicales y versos encendidos al rojo vivo.
En marzo de 2022, cuando estaba a punto de lanzar en
YouTube y Facebook otra de sus formidables composiciones, con la compañía musical
de sus hermanos Néstor y Eddy, me llamó desde Cochabamba, solicitándome que
escribiera una breve introducción para destacar el tema histórico que abordaba
en su canción compuesta con infinita convicción y pasión a finales de los años
‘70. Yo le contesté que, en consonancia a nuestra vieja amistad de amigos y
compañeros de lucha, estaba dispuesto a echarle unas líneas para contextualizar
que el Abrazo de Charaña, entre los
dictadores militares de Bolivia y Chile, no fue otra cosa que una farsa diplomática
y un canje territorial que, debido a
varias razones geopolíticas, no se concretó como si las aguas del Pacífico se
hubiesen escurrido entre los dedos de las manos. Desde luego, accediendo a la
solicitud del cantautor y sin pensar dos veces, escribí el breve texto que
usted, atento lector, puede leer a continuación:
René Patzi, el músico
de siempre, desde siempre, nos refresca la memoria a través de su composición
referida al Abrazo de Charaña, en 1975, entre Augusto Pinochet y Hugo Banzer
Suárez, dos abominables dictadores que asolaron a sus países con crímenes de
lesa humanidad. El artista nos canta del cambalache territorial que, ante la
atónita mirada de los pueblos hermanos, se congeló como los gélidos soplos del
viento en la estación ferroviaria de Charaña, donde el fervoroso abrazo de los
dictadores, ataviados con calatravas y charreteras de general, fue el símbolo
de la patrioterismo vocinglero que no tuvo más testigos que sus testaferros
dedicados a bañar en sangre a los habitantes de dos pueblos hermanos, donde los
gritos de tortura se multiplicaban en ecos como las partituras de la música
hecha de pura conciencia y denuncia popular….
René Patzi era el cantor del pueblo, el que sumó a su voz,
templada como el acero, la voz de los obreros, estudiantes y campesinos, en un
franco compromiso social que lo situó como al intérprete del pueblo en la
constelación musical donde suenan las composiciones de Benjo Cruz y Nilo
Soruco, quienes fueron sus principales referentes, al menos en los comienzos de
su largo itinerario como cantante y trovador.
Como todo enamorado de la música folklórica, no dejaba de
escuchar a otros artistas como los hermanos Hermosa, Junaro, Yuri Ortuño y
Gerardo Arias, quien cautivaba a multitudes con canciones como El minero, que René Patzi escuchaba una
y otra vez, como quien sabía que las canciones nacidas del fondo del alma eran
las únicas que llegaban al corazón del pueblo.
Todos quienes lo tratamos de cerca, no teníamos la menor
duda de que René Patzi había nacido para ser el músico del pueblo, el trovador
que manejaba la guitarra como bandera de libertad, cantándole al pueblo lo que
el pueblo quería escuchar de sus labios, que eran los genuinos instrumentos que
le permitían articular los versos que él mismo escribía con originalidad,
propiedad y sentido común. Ahí están sus composiciones dedicadas a la masacre
de San Juan de 1967, a la guerrillera nicaragüense del Frente Sandinista de
Libración Nacional y sus diversas canciones destinadas a los trabajadores de la
nación oprimida por el imperialismo y sus sirvientes nativos.
Era costumbre escucharlo cantar, hora en el escenario, hora
en el ruedo de amigos, las músicas románticas del recuerdo, las baladas de los
años ‘70 y las sambas argentinas que conformaban su amplio y selecto
repertorio. Aunque su música era un amplio abanico de ritmos que él sabía
interpretar con todo el furor de sus pulmones, lo más probable es que quienes
lo conocimos en persona y seguimos su trayectoria de cerca y de lejos, no siempre
reconocida mediáticamente en el ámbito nacional e internacional, no dejaremos
de escuchar ni de cantar sus composiciones dedicadas a Llallagua, a esta tierra
que lo vio crecer y fue una de sus fuentes de inspiración. No en vano la música
y letra de su cueca: Soy de Llallagua,
nortepotosimanta, es la viva expresión de lo mejor de sus pensamientos y
sentimientos que, apenas vertidas en cadenciosas melodías, se convirtió –y se
convertirá– en una suerte de himno dedicado al terruño donde transcurrió su infancia
y juventud.
Él mismo, como lo expresó en los versos de Soy de Llallagua, nortepotosimanta, tuvo
el hondo deseo de morirse y enterrarse en su pueblo minero, de cuyas profundas
entrañas brotó el estaño y el coraje de los mineros. René Patzi estaba consciente
de que Llallagua fue el semillero de grandes dirigentes sindicales, la cuna de
indomables amas de casa y la escuela revolucionaria de jóvenes que no dejaron
de luchar contra los gobiernos dictatoriales.
El 8 de abril de 2021, en los funerales de nuestro común
amigo y compañero Víctor Martínez, quien falleció de una manera inesperada e
insólita, nos re-encontramos en una funeraria de la Llajta y nos fundimos en un
apretado abrazo, sin mediar palabras pero comunicándonos con las miradas
empañadas por la congoja de saber que uno de los nuestros se nos iba en plena
pandemia. Esa tarde, de insondable pesadumbre y sofocante calor, mientras me
conducía hacia el cementerio, en su auto recién adquirido y en compañía de sus
hermanos, se me ocurrió comentarle que cuando estaba en Caracas, un amigo
venezolano, dedicado al teatro de títeres, me invitó una cerveza fría nada
menos que un día en que el calor penetraba por los húmedos poros de la piel. No hay mejor clima ni mejor momento que una
tarde inundada de sol para saborear una cervecita fría, le dije. René Patzi
detuvo el auto a la vera del camino, se bajó con parsimonia, se acercó a una
tienda y compró una lata de cerveza. Volvió al auto, encendió el motor y,
mirándome de reojo, me la entregó para que la saboreara a mi regalado gusto,
mientras proseguimos rumbo al cementerio. Esa fue, quizás, su mejor
demostración de cariño, un sincero gesto de amistad que no tiene precio ni
parangón. Ahí mismo, en el portón de salida del camposanto, nos despedimos
efusivamente, sin saber que esa sería la última vez que se comunicaban nuestras
voces y miradas, en medio de un cortejo fúnebre en estado de llanto.
Ahora que ya no está con nosotros, entre nosotros, debe
recordarse que René Patzi formaba parte de los cantautores que vivieron
íntegramente para cultivar el arte musical, de esa pléyade de artistas que
pensaron y sintieron como su pueblo; más todavía, ahora que sus restos
descansan, como él lo deseó sin vacilar un solo instante, en el cementerio
general de su querida y añorada Llallagua, es natural que su tumba se convierta
en una más de las atracciones turísticas para los visitantes nacionales y
extranjeros, quienes desean conocer a los personajes notables de esta tierra
minera, a esos hombres y mujeres que dieron renombre a las poblaciones del
norte de Potosí con su lucha y su coraje, que vale tanto como todo el estaño
que se produjo para alimentar al mundo entero.
Los familiares, amigos, compañeros y conocidos, que lo
vimos partir hacia el parnaso donde moran los grandes artistas del verbo y la
melodía, estamos en la obligación ética y moral de conservar su legado musical
como un patrimonio inmaterial del pueblo, ya que sus poesías, escritas con
límpida conciencia y corazón en la boca, reflejan las tragedias humanas de los
más desposeídos, convirtiéndose en himnos de protesta contra los poderes de
dominación.
No todo se acabó con la muerte de René Patzi, todavía
estamos a la espera de que vuelva a escucharse su voz, como ecos nacidos en las
quebradas de las montañas, así sea en las voces de otros artistas que conservan
su legado musical, ese canto de protesta y denuncia social que a René Patzi le
brotó del corazón como la mejor expresión de su alma, más parecida a una cajita
de resonancias que producía partituras que él transformaba en música con las
cuerdas de su guitarra y su melodiosa voz que penetraba en los oídos y
corazones de quienes lo considerábamos un músico de oficio y vocación, un
músico que aprendió a vibrar junto a la pasión de un pueblo que jamás olvidará
su pasó por la vida y la historia.
Los cantautores como René Patzi no mueren, tienen vida eterna y sus canciones se multiplican en otras voces y en otros instrumentos que lo traen hacia nosotros una y otra vez, porque sus canciones, que corren como los soplos del viento, se inmortalizarán en la memoria colectiva, como llamas encendidas en los corazones de los amantes de la música protesta, que es también un arte entre las artes, con mensajes destinados a los enamorados de la libertad y la justicia.


sábado, 4 de septiembre de 2021
EL
ALMAKHAWA Y YARAWIKU WILLY FLORES
Si
uno observa con detenimiento esta fotografía, captada en un espacio sin espacio
y en un tiempo sin tiempo, observará que el Almakhawa no es una creación
divina, sino la expresión auténtica del imaginario aymara, donde los seres
fabulosos se mueven más en un nivel cosmológico que científico, lejos de todo
razonamiento lógico y esquemático.
El Almakhawa tiene dos pequeños cuernos,
seis ojos sobrepuestos, la piel labrada en el rostro y una boca abierta,
dejando ver la hilera superior de sus brillantes y apretados dientes, que le
ayudan a articular palabras cargadas de sabiduría, como si los pensamientos y
sentimientos le brotaran en cascadas desde el fondo del alma. Está ataviado con
un traje rico en brocados, capucha en el camisón y falda cubriéndole hasta más
abajo de las rodillas; lleva un pequeño q’epi (bulto) en la parte
inferior de la espalda, casi a la altura de la cintura, donde luce una faja
ancha con diseños horizontales; lleva también guantes y medias tejidas con lana
de alpaca para protegerse de los gélidos vientos del altiplano. Pero lo que más
llama la atención es el muñeco que el Almakhawa carga en bandolera y en la
parte delantera; el muñeco, más que representar a una criatura humana, parece el
aborto de la naturaleza, carece de extremidades, aunque tiene un lluch’u
(gorro) en la cabeza, como si de veras fuese un niño parido por las tragedias
humanas convertidas en gritos de horror.
El
autor de esta fotografía es José García Choque, uno de los actores del elenco ALBOR,
a quien Willy Flores le explicó, con la paciencia y didáctica de un consumado
maestro, que cuando uno está detrás de la filmadora o cámara fotográfica, debe
parecerse al Alamakhawa, cuyo principal atributo es ver las luces y sombras que
otros no pueden o no saben ver. Cuando alguien le pregunta a este joven de
cuerpo fornido y melena larga, ¿dónde y cuándo aprendió el arte de la
fotografía?, contesta que aprendió a captar buenos retratos y paisajes de
manera autodidacta y gracias a los acertados consejos de su maestro Willy
Flores; y, como en todo oficio hecho de intuición y sensibilidad estética, se
aprende a domar el oficio dándole duro a la cámara fotográfica, que exige de la
destreza del artista para captar imágenes que cuenten historias sin
intermediarios ni voces prestadas.
El
Almakhawa, sin ni siquiera ponerse legañas de perro negro en los ojos, posee el
don de penetrar en el ajayu (alma) de los vivos y muertos, y ver a
través de sus ojos lo que ellos no pueden ver por sí mismos. Este personaje,
capaz de leer los pensamientos en la frente y ver la luz entre las tinieblas, como
el Tío ve con el fuego de sus ojos entre las penumbras de los socavones, es el
sabio entre los sabios, el yatiri dotado de facultades divinas para mantener
contacto con los vivos y muertos, con los dioses y las dimensiones desconocidas
del cosmos, donde él traspasa tiempos y espacios como todo ser extraordinario
creado más por la imaginación que por la realidad concreta.
Ahora
bien, todos estarán preguntándose quién se esconde detrás de este magnífico
atuendo del Almakhawa. La respuesta es simple y directa: el actor que está
dentro de este personaje, que parece arrancado de los recovecos más recónditos
de la mitología andina, es el mismísimo Willy Flores, fundador y director del Centro
de Arte y Cultura ALBOR, uno de los movimientos culturales más influyentes en
la urbe alteña desde 1997. Y, por supuesto, muchos estarán preguntándose quién
es –o era– Willy Flores Quispe. ¿Qué hacía y qué pensaba? Desde luego que no es
fácil sintetizar la vida y obra de un multifacético artista, quien vivía para
entregar a su pueblo lo mejor que tenía: su capacidad creativa y su
inteligencia a toda prueba.
Willy Flores nació el 19 de agosto de 1979 en la pequeña comunidad de Ilabaya, perteneciente al municipio de Sorata de la provincia Larecaja del departamento de La Paz; era hijo de la milenaria cultura aymara, cuyas tradiciones ancestrales las conservaba, difundía y defendía con orgullo. Hasta sus seis años fue un aymarista cerrado y aprendió el castellano recién cuando ingresó a la escuela. Estudió la primaria y secundaria en la combativa ciudad de El Alto, donde destacó entre los muchachos de su generación por su liderazgo y cautivante personalidad.
Cuando
la muerte lo alcanzó el 19 de julio de 2020, llevaba ya más de dos décadas como
actor, declamador y poeta; en realidad, desde los 14 años de edad, desde que
una de sus maestras de colegio le impulsó a cultivarse en el campo de la
declamación, consciente de que Willy poseía cualidades naturales para la
interpretación de las poesías que caían en sus manos y que él las destilaba en
su corazón sensible al amor y el dolor humanos. Así fue como se consagró como
el ganador del Festival Pluma de Plata en 1998; un premio que lo impulsó a
entregarse con desmedida pasión al arte poético y actoral.
Como
todo hombre zarandeado por las injusticias sociales y raciales, no demoró en
tomar conciencia de la realidad nacional, que lo hizo recalar en un arte de
compromiso revolucionario, en el que fue uno de los dramaturgos y poetas más
obstinados del país, debido a su ascendencia aymara y su conciencia política
que, inevitablemente, lo empujaron a asumir una responsabilidad con los
sectores más desposeídos del campo y las ciudades. No en vano, desde los años
turbulentos de su adolescencia, se empeñó en usar el teatro y la palabra escrita
como instrumentos de denuncia y protesta contra el sistema capitalista y
patriarcal de la sociedad boliviana.
A
sus 22 años de edad fue sorprendido por las jornadas sangrientas de 2003, ese octubre
negro que dejó un reguero de muertos y heridos en las calles de la ciudad
de El Alto; un luctuoso acontecimiento que lo impactó e inspiró a escribir la
pieza teatral Bolivia Diez sobre la historia clandestina de los de abajo
y el despiadado saqueó imperialista de los recursos naturales.
El
dramaturgo Willy Flores concibió desde un principio que, para ser puesta en
escena Bolivia Diez, era ineludible la presencia del Almakhawa, quien,
con todo su poder de sabiduría y seducción, debía narrar los acontecimientos
más trágicos de la nación boliviana, en un afán por revelar la historia velada
de los vencidos, pero sin dejar de mencionar los mitos y leyendas de las
culturas ancestrales, que dan vida a la cosmogonía andina, poblada de deidades
que dominan el alaxpacha (espacio celestial), el kaypacha
(espacio terrenal) y el ukhupacha (espacio subterráneo), con personajes
maravillosos y fascinantes arrancados de la más pura tradición oral; registros
escenográficos que identifican al grupo de teatro ALBOR, integrado por un grupo
de jóvenes que deslumbran con su entusiasmo y profesionalismo, aunque no
siempre cuentan con los recursos materiales suficientes para escenificar las
obras contestatarias de autores nacionales y extranjeros en plazas, escuelas,
coliseos y teatros.
El
Almakhawa, moviéndose en medio del escenario o sentándose sobre un cajón de
maderas, no cesa de relatar los acontecimientos históricos que él, en su
condición de ser mágico y fantástico, parece haber grabado en el crisol de su
memoria, como quien cincela cada episodio en roca dura, para que nadie lo borre
ni desaparezca, y para que la memoria colectiva y la sabiduría popular permanezcan
por siempre y para siempre.
En
la dramatización de Bolivia Diez, el Almakhawa, apenas se encienden los
reflectores y se abren los telones, irrumpe en el escenario con su aspecto
sobrenatural, moviéndose a paso lento y rememorando con voz queda los trágicos acontecimientos
de un país desmembrado por intereses foráneos desde su pasado colonial, pasando
por la Guerra del Chaco (1932-35), las masacres de las dictaduras militares, el
entreguismo de los gobiernos neoliberales y rematando con la Guerra del Gas en
la ciudad de El Alto (2003).
Las
historias están contempladas desde la perspectiva radical de la izquierda
contemporánea y los episodios más trascendentales se representan, de manera
dinámica y didáctica, en varios actos en los cuales los actores y actrices
hacen gala de su capacidad histriónica, ganándose toda la atención de los
espectadores que, al final de cada escena y al cerrarse los telones, estallan
en una salva de aplausos y el corazón todavía latiéndoles con la velocidad de
un caballo al galope, mientras los actores y actrices se despiden del público
entre los estribillos que nacieron de la furia popular en octubre de 2003: ¡El
Alto de pie, nunca de rodillas!... ¡El Alto de pie,…!
El jach’a yarawiku (gran poeta) Willy Flores, capaz de meterse debajo de la piel de cualquier personaje que interpretaba en el escenario, era la encarnación del mismo Almakhawa, de ese ser clarividente que representaba su otro yo, ese que podía penetrar en el alma de las personas para descifrar mejor lo que les deparaba el destino, convencido de que el destino no estaba en manos de los dioses, sino de los humanos dedicados a luchar por la libertad y la justicia.
El
yarawiku y Almakhawa Willy Flores, en su largo recorrido por los caminos de la
poesía y el teatro revolucionario, no dejó de deslumbrarnos con sus dichos y
hechos propios de un artista tejedor de sueños e ilusiones, y aunque la muerte
nos privó de su presencia física a los escasos 40 años de edad, estamos seguros
de que él estará siempre con nosotros, entre nosotros, porque los seres que
nacen para ser estrellas no se apagan, ni se mueren ni desaparecen así nomás,
cuando con su talento iluminaron la mente y el corazón de los enamorados del
arte forjado a partir de las aspiraciones del pueblo boliviano.


domingo, 24 de noviembre de 2019
jueves, 25 de abril de 2019

