CON EL MIEDO EN LAS MUELAS
Una mañana, al regresar de una fiesta, me enfrenté a una
noticia inesperada, que parecía hecha a la medida de esa expresión popular que
dice: Después del gusto, viene el susto,
pues me enteré que tenía hora con la dentista. Se me erizaron los pelos y se me
heló la sangre. De modo que, acosado por el temor que me infundían los
odontólogos, médicos y hospitales, pasé la noche sin poder conciliar el sueño,
cavilando en esa tortura anunciada que la dentista, tras una llamada telefónica,
le dejó como recado a mi madre.
Si la fobia a los dentistas no es un fenómeno innato ni
hereditario, sino un choque emocional provocado en algún momento de la vida,
entonces el mío se hizo realidad el día en que la doctora de mi pueblo, una
mujer regordeta y ajena a toda consideración psicológica y sensibilidad humana,
tuvo el coraje de operarme sin anestesia la falange del dedo anular, mientras
yo berreaba y pataleaba en los brazos de mi madre, a quien, a pesar de estar a
mi lado, sujetándome la mano con todo el furor de sus fuerzas, la sentí como
ausente, porque no dijo una sola palabra y dejó que la doctora -esa bestia del tamaño de un buque- me
suturara la herida como si fuese la rotura de una tela.
Desde entonces me resistía al consultorio de médicos y
odontólogos, pues de sólo verlos enfundados en mandiles blancos y el
estetoscopio colgándoles del cuello, me invadían los recuerdos más
desagradables del pasado, sobre todo, ese trauma que arrastraba desde la
infancia y que me perseguía hasta en los laberintos de la pesadilla.
Cada encuentro con la dentista era como un encuentro con
la mismísima muerte, pues cuando la tenía cerca, muy cerca, me daba la
sensación de que hasta sus ojos color cielo y su barbijo cubriéndole sus labios
de granate formaban parte de ese instrumental que se usaba para arrancar las
muelas del juicio o limpiar las picaduras; esa suerte de tortura que, casi
siempre, me dejaba con la piel de gallina y el cuerpo empapado en sudor.
A la hora prevista, y después de haber caminado un montón
de cuadras debido a un bloqueo de caminos, me presenté en la clínica
maldiciendo a los treinta y dos huesecillos que tenía engastados en las
mandíbulas, sin poder concebir cómo una mujer tan bella podía tener las manos
tan torpes y los nervios templados como el acero.
En fin, resignado de saber que los dientes no sólo sirven
para lucir una sonrisa o sufrir un dolor indecible, entré en el gabinete de
blancas paredes y relucientes instrumentales, con el miedo metido en las
muelas. La dentista, a poco de saludarme con indiferencia, se sentó en la silla
giratoria y me acercó la pantalla como si me fuese a descubrirme el alma en el
fondo de la boca. Me recliné sobre el sillón, mientras miraba los instrumentos
pendientes sobre mi cabeza, listos para ser introducidos en mi boca abierta de
ceja a oreja.
Aunque la lámpara reflectora me daba a los ojos, no
dejaba de mirar el aspirador de saliva, la jeringuilla de agua y aire, la
escupidera y el plato de instrumentos, donde estaban las pinzas y tenazas, desafiantes
como garras de metal. Cuando la dentista me introdujo la lámpara endoscópica y
me escarbó los dientes de muela a muela, sentí la primera violación
odontológica, después vino todo lo demás: la radiografía y los ganchos que, una
vez sujetos en los carrillos, me mantuvieron igual que al pez cogido por el
anzuelo. La fresa chirriante chocó contra la pulpa de mi muela comida por la
caries, y yo, al límite de perder la razón, me salí de mí mismo, hasta que
sentí que la dentista me aplicó una amalgama que más parecía una masa de
dinamita en el agujero de una roca abierta por el taladro.
Al cabo de media hora, cuando me levanté de la silla,
enjugándome el sudor que me brotó en la frente, la dentista se acercó al
escritorio y me extendió un papelito junto al cual debía cancelar por la
consulta. Yo aparté la mirada intentando esconder las lágrimas y, sin poder
mover la mandíbula, me alejé por el pasillo, cabizbajo y pensando en que nada
es gratis en este mundo, ni la tortura del dentista ni el maldito dolor de
muelas.
Al fin y al cabo, retorné a mi rutina diaria, pero sin
dejar de recordar las palabras de mi madre, quien, alguna vez que me vio
mirándome las muelas en el espejo, suspiró a mis espaldas, como soplándome en
la nuca, y dijo: los dientes son como los colmillos de los animales salvajes,
duelen cuando salen y cuando se pierden, pero sirven para comer.
No hay comentarios :
Publicar un comentario