domingo, 28 de septiembre de 2014


 GUILLERMO LORA,
IDEÓLOGO DEL PROLETARIADO BOLIVIANO

No lo conocí en mi infancia, a pesar del vínculo familiar que nos une. Sin embargo, por los elogiosos comentarios que escuché sobre su vida y obra, siempre lo imaginé como a un hombre excepcional, quizás porque inspiraba un profundo respeto entre los suyos o, quizás, porque entonces era ya un personaje que formaba parte de la historia nacional y universal; destacó como una de las mentes más lúcidas de la intelectualidad latinoamericana y como el líder indiscutible de una de las organizaciones políticas más influyentes en el seno del movimiento obrero del siglo XX.

A mediados de 1975, tras la escisión del Partido Obrero Revolucionario (P.O.R.) y en vísperas de la realización del XXIII Congreso en la ciudad de La Paz, me enfrenté por primera vez a ese personaje legendario, cuyo nombre me pesaba en la mente y que de sólo mirarlo a los ojos me provocó una sensación de inferioridad, a tal extremo que, ante su mirada fija y penetrante, se me desordenaron las ideas y las palabras. Estaba sugestionado por su personalidad que se imponía de manera natural y no salía de mi asombro luego de haberle estrechado la mano y habernos fundido en un abrazo silencioso pero afectivo.

Clausurado el Congreso, aquella frígida mañana de junio, aguardamos el alba para ganar la calle y desaparecer de la vigilancia policial. Todos tomaron su rumbo y yo el rumbo que tomó Guillermo. Mientras recorrimos por las calles empinadas de la ciudad, hacia la casa donde estaba clandestino, no volví a mirarle a los ojos, me limité a escuchar su voz que desprendía vahos al salir de su boca. No recuerdo con exactitud lo que me dijo, pero sí el instante en que un peso descomunal se me instaló en el cuerpo y descendió vertiginosamente hacia mis pies, como si por primera vez estuviese experimentando la ley de la gravedad.

Desde ese momento, que para mí se hizo eterno, caminé con pies de plomo, no por el cansancio ni el desvelo, sino porque estaba al lado de un hombre en el que uno podía hallar toda la seguridad del mundo; esa seguridad que viene acompañada por las convicciones ideológicas, los avatares de la vida y la experiencia de quien aprendió a foguearse en los períodos más álgidos de los regímenes dictatoriales y la represión política.

Cuando llegamos a la casa, luego de trepar por una calle angosta desde donde se podía dominar una parte de la ciudad, ascendimos por unas gradas hacia un patio en el que había un cuartucho del tamaño de una celda, y por cuya puerta, de algo más de un metro de alto, se deslizó Guillermo agachando la cabeza. En el interior no había más que lo indispensable: una cama, una máquina de escribir y una caja sobre la cual estaba la estufa para cocinar. No podían faltar los libros, folletos, periódicos y, debajo de la cama, un orificio donde se escondía el mimeógrafo cubierto por un cartón camuflado con una capa de tierra escarbada del mismo piso. 

En ese cuartucho donde apenas cabíamos los dos, pero que en mi imaginación se tornaba en un maravilloso castillo de sólo pensar que estaba al lado de una biblioteca viva y un analista político de primera línea, aprendí a conocer el mundo fascinante del panfletista. Allí pasé varios días como en estado de levitación y dormí varias noches acurrucado a los pies de Guillermo, observando de soslayo todo lo que hacía y escuchando con atención todo lo que decía. Tanto sus acciones como sus palabras dignificaban una vida dedicada a la investigación, la polémica y la crítica implacable contra los gobiernos oligárquicos, nacionalistas, dictatoriales, neoliberales y pro-imperialistas. 

No es exagerado afirmar que su persona, desde la alborada hasta el ocaso, encarnaba una disciplina admirable y era un ejemplo del revolucionario que no escatima esfuerzos en el cumplimiento de su deber, a pesar de las privaciones impuestas por la dura vida clandestina. Escribía desde las primeras horas de la mañana y leía hasta muy entrada la noche, casi siempre con un bolígrafo al alcance de la mano.

De aquello días que pasé con ese hombre que hizo de la pasión revolucionaria el eje de su vida y obra, recuerdo dos anécdotas: la primera, la tarde en que olvidé comprárselo el periódico, sin sospechar que para él era como el pan de cada día y, la segunda, aquella mañana en que, sentado en el borde de la cama y con la máquina de escribir sobre las rodillas, redactaba un artículo directamente en el esténcil mientras conversaba conmigo.

A tiempo de despedirnos, me prometí a mí mismo que, de repetirse la experiencia de pasar unos días junto al máximo exponente del marxismo boliviano, se lo compraría el periódico sin falta y no volvería a incurrir en el error de discutirle con argumentos propios de la estupidez humana.

Dos años más tarde, a principios de junio de 1977, cuando ya me encontraba en el exilio, nos vimos en una conferencia organizada por el CORCI en París, donde asistí con la firme decisión de plantearle mi retorno a Bolivia; más todavía, quería retornar junto con él, quien tenía pensado ingresar clandestinamente por la frontera del Perú. Mi sueño no se concretizó; por el contrario, un cruce de palabras y un malentendido nos distanció de una manera por demás extraña.

Desde entonces no volví a conversar a solas con Guillermo, pero su imagen, de hombre pulcro e inteligente, permaneció viva e intacta en mi memoria. Cuando me llegó la fatal noticia de su deceso, sentí que se nos fue el mejor bolchevique boliviano. No obstante, así sus enemigos batan palmas y se regocijen por su partida, tengo la certeza de que su obra, reunida en casi setenta volúmenes, le sobrevivirá en el tiempo y el espacio, debido a que constituye un invalorable legado en manos de los revolucionarios y estudiosos de la historia del movimiento obrero boliviano. 

A mí me tocará leer y releer sus escritos relacionados con el arte y la literatura; una temática que conocía a fondo y a la cual dedicó buena parte de su talento y energía, consciente de que la realidad social se refleja en las distintas facetas de la creación humana; una tesis que no dudó en sostener a lo largo de su vida, desde cuando fue cautivado en su juventud por el libro “Literatura y revolución”, de León Trotsky.

No sé si algún día, siguiendo al pie de la letra sus consejos, me anime a escribir eso que él denominaba la gran novela minera, pero de una cosa sí estoy seguro: jamás aprenderé a escribir mientras converso, porque esa destreza natural de hablar y escribir al mismo tiempo, era un don que sólo tenía Guillermo, un hombre que definió su conciencia y vocación revolucionaria desde el día en que su padre, que ocasionalmente se encontraba en Oruro, le enseñó una fotografía en el taller de peluquería de Gumercindo Rivera, sobreviviente de la masacre de Uncía.

Allí -recuerda Guillermo-, su padre, don Enrique Lora, puso la fotografía ante sus ojos azorados y preguntó: ¿Dónde estoy? Ahí, casi al centro, estaba Enrique Lora, lleno de carnes, de mediana estatura, en plena juventud y ostentando espesos bigotes y sombrero embarquillado; es más, en la fotografía “se veía el suelo cubierto de toscas frazadas tejidas por manos indias, que cubrían varios cadáveres, rodeados por un grupo de personas de aire desafiante, aunque melancólico y que sostenían un estandarte que llevaba la inscripción de 'Federación Obrera.' La escena trasudaba tragedia.

Las palabras citadas, que forman parte del prólogo de La historia del movimiento obrero, su obra cumbre recogida en varios tomos, nos dan la pauta para entender mejor el porqué Guillermo Lora se hizo revolucionario profesional y dedicó su vida a la causa de la dirección política del proletariado; una causa sustentada por sólidos principios ideológicos que no abandonó hasta la hora de su muerte, acaecida en la ciudad de La Paz, el 17 de mayo de 2009.

miércoles, 24 de septiembre de 2014


EL FANTASMA DE LA CHINA MORENA

Se dice que cuando la China Morena se dirigía hacia el prostíbulo donde trabajaba, satisfaciendo los deseos sexuales de sus clientes, un hombre de contextura robusta y rostro desconocido la interceptó en la oscuridad de la calle, la intimidó con un puñal y la arrastró hacia el pasadizo angosto de unas viviendas, donde le sustrajo el dinero que llevaba en la cartera.

No conforme con esto, le cortó las orejas y la cosió a puñaladas, antes de abandonarla desangrándose en el suelo y sin que nadie se percatara del horrendo crimen que, por la crueldad con que actuó el asesino, conmocionó a la población entera apenas la prensa publicó la noticia junto a una fotografía que la mostraba ataviada con traje de China Morena en la apoteósica entrada de la Virgen del Carmen.

Bastaba ver la fotografía, para imaginarse que se trataba de una mujer de facciones finas y proporciones perfectas; pechos abultados y caderas amplias que suspendían las polleras a la altura de los muslos, sus trenzas largas y gruesas, tendidas hacia adelante, se le precipitaban hasta su escultural cintura, donde llevaba una ch’uspa sujeta al cinto, aparentemente llena de monedas de plata, de ésas que se acuñaban en la Casa Imperial de la Moneda en Potosí.

Desde el día en que empezó a ejercer el oficio de meretriz, recién cumplidos los veinte años de edad, nadie sabía dónde vivía, ni quiénes eran sus progenitores, salvo que entre sus compañeras y clientes asiduos era conocida como Consuelo, un nombre de pila que se lo ganó a pulso, no sólo porque era capaz de consolar al semental más insaciable, sino también porque los clientes más desdichados en el amor encontraban un verdadero consuelo entre sus brazos.

Llamaba la atención por su trato amable, su sonrisa sensual y su imponente figura, aunque en el fondo de su alma escondía las vejaciones a las que a veces era sometida por algunos de los borrachos inescrupulosos que solicitaban sus servicios. Con todo, según las mismas trabajadoras sexuales, era la única que complacía los caprichos más exigentes de los jóvenes clientes y la única que, con la destreza en su oficio y el ardor de su cuerpo, les devolvía la virilidad perdida a los más viejos.

Desde la noche en que le segaron la vida y fue enterrada como difunta NN en una fosa común, tras una autopsia que le practicaron los peritos en la morgue, el fantasma de la China Morena se aparecía en la Ceja de El Alto, vestida con polleras de color púrpura y escarlata, con joyas de oro y piedras preciosas en las orejas, los dedos y el cuello; unos botines de cabritilla, una manta chalón sujeta al hombro derecho con topo de plata, un sombrero borsalino coronado con una alhaja en el lado derecho y una blusa escotada que dejaba entrever el naciente de sus senos parecidos a dos melones maduros, suaves y jugosos.

No había hombre que resistiera la tentación de sus carnes ni mujer que envidiara los encantos de su belleza; era una hembra que atrapaba la mirada de todos y provocaba revuelos allí donde se aparecía contoneando las caderas en su garbo caminar; es más, quienes se cruzaron en su camino, afirmaban que la China Morena llevaba una lata de cerveza en una mano y una matraca de quirquincho en la otra.

Los parroquianos, a poco de salir de su borrachera, comentaban haber visto el fantasma de la China Morena en los predios de la Alcaldía Quemada, como si aguardara la llegada de alguno de sus clientes, o bien la veían paseando por la Plaza del Lustrabotas, donde se aparecía para lamentar su dolorosa muerte y vengarse de los hombres que le causaron daños y traumas en su vida.

Su fama de prostituta profesional se perpetuó en la mente de sus clientes y sus historias de terror andaban en todas las bocas. No había una sola persona que no conociera algo sobre las maldades que encarnaba el fantasma de la China Morena. Y, aunque presentaba un aspecto de mujer inofensiva, era cruel con los borrachos, adúlteros y aficionados a los juegos de azar.

Para las prostitutas, que fueron sus leales compañeras, incluso para quienes le retiraron la palabra y la mirada por envidia y celo profesional, no cabía la menor duda de que el fantasma de la China Morena aparecía en la ciudad para cobrarse de muerta lo que le negaron en vida, para propinarles un castigo ejemplar a los hombres de mala fe y mala conciencia; pero ante todo, para reencontrarse cara a cara con su asesino, a quien le prometió, antes de desplomarse ensangrentada y moribunda, volver un día para arrancarle los testículos y dárselos a los perros.

No pocos dicen que poseía poderes sobrenaturales y que, de un momento a otro, hipnotizaba a los hombres que salían de los antros y, desorientados por los efectos del alcohol, deambulaban solos en las zonas periféricas de la ciudad, para luego llevárselos a rastras hasta los muladares, donde los abandonaba al nacer el día,  luego de bajarles los pantalones y aplacar sus impulsos sexuales.

Sus víctimas, al despertar desconcertados y tiritando de frío, se cubrían las vergüenzas y se retiraban a sus casas, con la certeza de que fueron poseídos por el fantasma de la China Morena, la misma que, en actitud de venganza y a modo de sentar el precedente de que son las mujeres quienes mandan sobre los varones domados, les dejaba, como advertencia y testimonio de su presencia entre los vivos, un chupón en el cuello y una cruz tatuada en el pecho.

Esta leyenda urbana, que se cuenta de boca en boca y en todos los ámbitos de la ciudad de El Alto, se ha extendido con el transcurso de los años, a tal extremo que no hay un solo cliente de los prostíbulos de la Zona 12 de Octubre, que no haya oído hablar algo sobre las destrezas sexuales de la China Morena ni nadie que haya quedado indiferente ante el atraco que le causó la muerte, nada menos que una arma blanca que le abrió el vientre y le destrozó las vísceras.

Algunos aseveran que no se irá tranquila de la ciudad y que su fantasma seguirá  rondando por las inmediaciones de la Ceja, mientras no dé con el paradero del hombre que le asestó las puñaladas aquella noche en que cerró los ojos por última vez, pero con la promesa de retornar otro día desde el más allá, dispuesta a vengarse de los hombres infieles y maltratadores, que no comprenden que una meretriz, por mucho de que se gane el sustento de la vida entregando su cuerpo como un objeto de placer, tiene también dignidad y merece todo el respeto de todos.

viernes, 19 de septiembre de 2014


EL TEATRO EN ROSA FERNÁNDEZ DE CARRASCO

Rosa Fernández de Carrasco nació en Cochabamba el 30 de agosto de 1918 y falleció el 20 de julio del 2000. Profesora, poeta y autora de literatura infantil. Estudió la primaria en el Instituto Americano y la secundaria en el Liceo Adela Zamudio de Cochabamba. Posteriormente prosiguió estudios en el magisterio de La Paz, donde egresó como educadora del parvulario, trabajo que ejerció a lo largo de treinta años.

Cuentan que desde niña se destacó por su talento para la literatura y el teatro, por eso mismo participó en las horas cívicas de la escuela y el liceo declamando poemas y protagonizando obras de teatro infantil. Se cuenta también que escribió su primera poesía a los ocho años de edad y que en la secundaria ganó el Primer Premio de Poesía en un certamen convocado en homenaje al Día de la Madre.

Contrajo matrimonio con el profesor Carlos Carrasco Ávila, junto a quien se fue a vivir en la ciudad de La Paz, donde ingresó al magisterio con el propósito de titularse como educadora del ciclo pre-escolar. Ejerció la docencia durante 30 años, 24 años como maestra y seis años como directora.

Rosa Fernández de Carrasco, en su condición de pionera de la literatura infantil y juvenil boliviana, tuvo una intensa actividad cultural. Fundó el Departamento de Teatro Infantil del Ministerio de Educación, que durante veintiocho años realizó presentaciones en las escuelas del país. Fue miembro del Comité Nacional de Literatura Infantil, de la Unión de Escritores de Bolivia, del grupo Fuego de la Poesía, del Ateneo Femenino y de otras instituciones socio-culturales. Está reconocida como una de las fundadoras del Comité Central de Literatura Infantil y Juvenil.

En reconocimiento a su exitosa labor en el ámbito de la poesía, el cuento y el teatro dedicado a los niños, fue galardonada en varias ocasiones. Obtuvo el Primer Premio para Autores Nóveles con su libro Teatro Infantil, en 1956. Asimismo, ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil convocado por el Ministerio de Educación, con una colección de cinco libros, en 1963. Recibió merecidamente la Gran Orden Boliviana de la Educación, en el grado de Oficial, en 1976.

Aparte de sus libros de cuentos para niños Ticotín, Caracol y Malvalushka, escribió, con gran sentido del humor y fina ironía, una serie de piezas de teatro que revelan a una autora que supo acercarse a los niños con talento artístico y sensibilidad de educadora interesada en transmitir sus conocimientos y experiencias en el mundo teatral.  Por lo tanto, no cabe duda de que Rosa Fernández de Carrasco, cuyos libros transmiten valores de paz, solidad y comprensión, fue toda su vida como una niña que quería jugar con los personajes de su imaginación y consigo misma.

Toda su energía estaba avocada a crear, tanto en verso como en prosa, un abanico de obras teatrales que despertaran la atención y el interés de los niños; de modo que con esta intención, por ejemplo, escribió El ratón Pérez se cayó en la olla, una comedia en verso y dividida en tres actos, basada en el cuento clásico La ratita presumida, que invita a los más pequeños a iniciarse en el campo de las artes escénicas.


No está por demás subrayar que sus piezas de teatro logran reflejar un mundo real e imaginario, compuesto por animales y humanos, para ser representados en el escenario de los teatros escolares y, por qué no, en los tablados de los teatros donde se dan cita los grandes dramaturgos, esperanzados en representar sus obras y ganarse el corazón y los aplausos de un público emocionado por la magia del teatro, que empieza y termina detrás de los telones.

Apuntes bibliográficos

Poesía: Celajes de alba y crepúsculo (1981). Cuento: Ticotín (1983); Malvalushka (1983); Caracol (1991). Teatro: Teatro infantil (2 v., 1958-1963); Teatro infantil (comedias en prosa y verso, 1987); Teatro infantil TIN (1992); El ratón Pérez se cayó en la olla (2007).

miércoles, 10 de septiembre de 2014


LOS SECUACES DEL NAZISMO


La máquina de la xenofobia y el racismo que hoy ruge en Europa no es más que el pálido reflejo de una ideología que se mantuvo latente en el subconsciente colectivo y en el seno de quienes se consideran todavía los herederos legítimos de una raza superior, destinada a dominar sobre las razas inferiores, olvidándose que no existen razas puras sobre la faz de la Tierra, debido a que todas -o casi todas- son el resultado de una mezcla compleja que se generó a lo largo de la evolución y la historia.

Para los neonazis, que propugnan la supremacía de la raza blanca, la amenaza interior está representada por los deficientes mentales, discapacitados, asociales y todos quienes no se adaptan a las exigencias del sistema imperante. Se los considera económicamente improductivos y, por consiguiente, se los trata como a una carga para los ciudadanos sanos y productivos.

Los neonazis, que en su mayoría crecieron junto al crimen y la droga, son elementos de escasa formación intelectual y sienten un odio visceral contra el extranjero. Son fanáticos y están dispuestos a imponer, por medio de la violencia, la supremacía del hombre blanco. Es fácil identificarlos tanto por sus diatribas como por sus fechorías; tienen la cabeza rapada,  adornan sus ropas con cruces célticas y cruces de hierro -símbolos prusianos-, usan botas de paracaidistas con la puntera reforzada con acero, cazadora de piloto americano, pantalón vaquero ajustado y en el cinturón una hebilla del tamaño de un puño, por si haga falta golpear al adversario.

Los neonazis, enseñando el saludo hitleriano y gritando: ¡Sieg Heil!, atacan sistemáticamente a los inmigrantes o cabezas negras, a quienes son diferentes y suponen que piensan de manera extraña. Son jóvenes cuyos actos delictivos chocan con los derechos a la vida y los más elementales sentidos de respeto y solidaridad con quienes viven el drama de la inmigración.

Aunque la defensa de los derechos humanos está por encima de toda consideración social, racial, cultural y religiosa, los grupos neonazis, secundados por los partidos de extrema derecha, atentan cada vez que pueden contra estos principios elementales, arguyendo que la conquista del poder blanco pasa por una carnicería humana.

De nada sirvió que la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) haya declarado el decenio de lucha contra el racismo y discriminación social entre 1973 y 1983, pues todo parece indicar que la movilización internacional contra la segregación social y racial no tuvo efectos duraderos. Ahí tenemos el fantasma del nazismo, que lejos de sucumbir en sus propias cenizas, vuelve a campear a lo largo y ancho de Europa, con un ímpetu cada vez mayor y con la firme decisión de hacer prevalecer sus principios políticos por encima de los principios de la democracia.

Es cierto que no constituyen un movimiento de masas, pero es cierto también que son un peligro para la democracia y la convivencia social. Están decididos a proseguir su lucha de manera legal o clandestina, conforme cumplan con el propósito de establecer una política racista sobre la base de una concepción que pregona la supremacía de la raza aria. Ellos representan a las fuerzas oscuras de la sociedad en crisis y ellos son los portavoces de una ideología retorcida que no tolera las diferencias raciales.


Algunos piensan que los neonazis de hoy, a diferencia de lo que se experimentó en la Alemania de Hitler, carecen de legitimidad política y fuerza organizativa, y que, por lo tanto, no representan un peligro para la sociedad. ¡Nada más ingenuo! El hecho de que estos grupúsculos no tengan la misma fuerza que tuvo el nazismo durante los años treinta y cuarenta, y merezcan el repudio masivo de los ciudadanos sensatos, no los convierte en menos peligrosos ni sus actos son menos impactantes; por el contrario, su insignificancia organizativa los lleva a asumir métodos violentos para concitar la atención de los medios de comunicación y ganar la adhesión de los sectores más jóvenes.

La discriminación contra los inmigrantes, que se ha agudizado en los últimos años, es un fenómeno que, a su vez, ha generado una revuelta y ha despertado voces encendidas de protesta. Mientras los representantes de los partidos tradicionales cierran los ojos ante los atropellos que los neonazis cometen a mano armada, los sectores afectados asumen la lucha por cuenta propia y se movilizan en procura de frenar la espiral de violencia y resguardar la seguridad ciudadana.

La prueba está en la rebeldía y el desacato civil que se manifiestan en las marchas de protesta contra el racismo en las ciudades de la Unión Europa. Los jóvenes inmigrantes, conscientes de que las instituciones responsables de garantizar la democracia y la seguridad ciudadana no son ya capaces de controlar la embestida del neonazismo, asumen la conducta de ganar las calles, levantar barricadas y resistir contra las fuerzas que golpean desde la extrema derecha, con una actitud civil digna de ser aplaudida y defendida.

Los inmigrantes, que no se dejan intimidar por las bravatas ni fechorías de esta pandilla de resentidos sociales, cierran filas en torno a las organizaciones que no están dispuestas a tolerar el racismo, la exaltación del poder blanco ni la propaganda neonazi que, de cuando en cuando, se distribuye abiertamente a nombre de la libertad de expresión, aun sabiendo que el totalitarismo fascista, que reconoce al individuo sólo en la medida en que sus intereses coinciden con las del Estado absoluto, no tiene lugar en un sistema político pluralista, basado en el respeto a la diversidad y la tolerancia.

Aunque la historia del nazismo está esclarecida gracias a documentos, películas, series televisivas y libros que se han publicado en los últimos años, los herederos del nazismo niegan haber regado con sangre las páginas de la historia. Así, un grupo de historiadores, representados por el británico David Irving, calificado de revisionista, ofrece una visión diferente de lo ocurrido en la Segunda Guerra Mundial, al afirmar que Adolf Hitler era un incomprendido y que el holocausto jamás existió, o dicho de otro modo, los revisionistas pretenden eludir las responsabilidades de esa misa negra de la historia contemporánea europea, en la que hubo millones de judíos muertos en las cámaras de gas y cremados en los hornos que levantó el III Reich. 

Es evidente que estos atropellos de lesa humanidad no se pueden negar ni olvidar, y menos aún, cuando existen todavía sobrevivientes de los campos de concentración que, enseñando las marcas indelebles y el número que les fueron impresos a fuego en los brazos durante su cautiverio, recuerdan los detalles dantescos de esa horrible pesadilla ocasionada por el nazismo en el corazón de Europa, en una nación humillada por su derrota en la Primera Guerra Mundial que, en actitud de revancha, optó por conceder el poder absoluto a un dictador deseoso de imponer su voluntad con el discurso de una ideología racial y el lenguaje de las armas.

Ante los nuevos brotes de la violencia neonazi, el compromiso de los ciudadanos de ideas democráticas no debe ser ajeno a las propuestas que rescatan los crímenes de lesa humanidad cometidos dos por el fascismo en el siglo XX, porque el rescate de la memoria histórica  constituye un serio intento por mantener vigente los desastres y testimonios personales del holocausto nazi, con el propósito de que esta historia sombría no vuelva a repetirse en la Europa contemporánea, ahora que resurgen los nacionalismos de todo pelaje y los neonazis vuelven a ganar las calles enarbolando las bandera de la ideología racial.