lunes, 5 de febrero de 2024
viernes, 21 de abril de 2023
UNA CRÓNICA SOBRE EL MULTIFACÉTICO JAIME MENDOZA
Ya se encuentra en circulación un nuevo folleto del
escritor Víctor Montoya, quien aborda, desde una perspectiva muy personal, las
curiosas facetas del autor chuquisaqueño, que durante varios años vivió en la
población de Uncía, donde trabajó como médico y escribió algunas de las obras
más importantes de su producción literaria.
Jaime Mendoza Gonzáles (Sucre, 1874 – 1939). Médico,
escritor, docente y político. Ejerció su profesión en los hospitales de Uncía y
Llallagua, al norte del departamento de Potosí, donde conoció de cerca la
dramática realidad de los trabajadores mineros, quienes son los protagonistas
de su primera novela, En las tierras del Potosí (1911),
cuyas páginas reflejan los antagonismos sociales y las paupérrimas condiciones
de vida de los indígenas y mestizos proletarizados.
El folleto, intitulado La
casa de Jaime Mendoza en Uncía, lleva el sello de Ediciones la Cueva del Tío, que desde el 2022 viene publicando
textos relacionados con el rescate de la memoria histórica de los centros
mineros del norte de Potosí. Los responsables de la selección de materiales,
tanto en verso como en prosa, han manifestado que tienen planificado seguir editando
las crónicas y los ensayos del escritor Víctor Montoya, conocido cultor de
cuentos y novelas de ambiente minero.
miércoles, 18 de enero de 2023
CANCAÑIRI
VUELVE A NOSOTROS EN CORAZÓN DE ESTAÑO
Hace
un tiempo atrás, por esas raras coincidencias de la vida, tuve la oportunidad
de conocer a Jorge Moya Oporto en la Feria Nacional del Libro organizada en la
población minera de Llallagua, donde me dedicó su primer libro Cancañiri, una obra escrita con amor y
nostalgia en torno a los campamentos mineros ubicados en las laderas del Cerro
Azul, donde se encuentra una de las bocaminas emblemáticas de la minería
boliviana, que a principios de la pasada centuria pertenecía a la Compañía Estañífera Llallagua, propiedad
de un consorcio chileno, y posteriormente al magnate Simón I. Patiño, quien
amasó una inconmensurable fortuna a cambio de la miserable vida de los
trabajadores, quienes, una vez organizados en sindicatos combativos, impulsaron
la nacionalización de la minas tras el triunfo de la revolución nacionalista de
1952.
Tiempo
después, el profesor Jorge Moya me sorprendió con la edición de Corazón de estaño, que, a manera de continuación
de su primer libro, sigue narrando la historia de los campamentos mineros de Cancañiri,
como quien persiste en contar las aventuras y desventuras de una colectividad
que tuve su importancia durante el auge de la industria minera dedicada a la exploración,
explotación y comercialización del estaño boliviano. En este contexto, el libro
Corazón de estaño aporta al rescate
de la memoria colectiva y al rescate de una historia que, de otro modo, corre
el riesgo de perderse bajo los mantos del olvido.
Ahora
bien, sin memoria no puede haber historia; sin imaginación, la historia se
convierte en un libro cerrado. Corazón de
estaño, del profesor Jorge Moya Oporto, emerge de la necesidad de narrar
las realidades y fantasías de su terruño natal. Sus hombres y mujeres –también
sus niños– emergen de los campamentos mineros que estuvieron ubicados en los
alrededores del oscuro socavón de Canacañiri y la indescriptible luz solar que
ilumina las faldas de los cerros del altiplano, donde la belleza agreste e
inquietante es acariciada por calurosos días en verano y por penetrantes fríos
en invierno.
Las consecuencias
de la relocalización
Después
de la llamada relocalización, que se
inició en 1986, tras el cierre de la minería nacionalizada y la Marcha por la Vida de los trabajadores
de la Comibol, de cancañiri, donde había teatro-cine, escuela, pulpería,
compresora, maestranza, sede del Club
Miners, cancha de básquet, iglesia, botica, estación de trenes y varios
campamentos mineros, no ha quedado casi nada, y lo poco que ha quedado,
refugiándose entre los pliegues de los cerros escapados y el recuerdo de sus
antiguos habitantes, es la desolación, el olvido y la nostalgia. Por lo tanto,
desde el Decreto Supremo 21060 de 1985, el cierre de las minas y la forzosa relocalización de sus habitantes,
Cancañiri se ha convertido en la región minera más pobre de la pobre capital
departamental que es Potosí; una ciudad colonial que, a pesar de su pasado
esplendoroso y sus ingentes riquezas naturales, está considerada como una de
las más pobres de un país enclaustrado que, a su vez, es una de las más pobres
del continente americano.
La
febril actividad comercial y cívica que se desarrollaban frente a la bocamina,
maestranza y pulpería, en la actualidad no son más que recuerdos anclados en la
memoria, así como se testimonia en Corazón
de estaño, un libro en el cual se rescata la memoria colectiva de los
cancañireños que todavía están en vida, con el único afán de rememorar los
acontecimientos históricos y los
ajetreos de la vida cotidiana de lo que alguna vez fue Cancañiri; un importante
enclave de la producción minera, un conjunto de campamentos donde vivían
familias hacinadas en cuartuchos que fueron derruidos por la desidia y el
tiempo, como si un implacable ventarrón hubiese arrasado con todo lo que
encontró a su paso.
El
autor, a través de cuatro turistas franceses interesados en conocer las tierras
mineras, tiene la intención de explicar, de manera didáctica, los antecedentes
y las consecuencias de la explotación mineralógica del norte de Potosí, para
luego declinar hacia el llamado vehemente de los pobladores, quienes deben
acudir al llamado de la conciencia para que, unidos en una sola organización
social, puedan emprender nuevos proyectos con el propósito de preservar lo
mucho o lo poco que queda de Cancañiri, donde hace falta el concurso de todos
para evitar que desaparezca del mapa. No en vano, el mismo autor apunta en la dedicatoria del libro: Los años me permitieron volver a verte,
luego de haber transcurrido casi tres décadas de ausencia, desde el día en que
salí de tu regazo y… te encontré desmantelada y destruida por las inclemencias
del tiempo y principalmente por la explotación desmedida del estaño, tanto así
que me brotaron lágrimas de dolor, sin que ninguno de nosotros, los
cancañireños, oportunamente, hayamos hecho algo por evitar ese deterioro y destrucción,
como ahora, cuando solamente nos importa la circunstancia presente, sin pensar
en hacer planteamientos serios o proyectos de envergadura y emprendimiento,
para que en el futuro podamos decir: ¡Soy ‘llamacancheñ’ (del canchón de
llamas) con mucho orgullo!
Se
trata de una obra que, de manera sucinta y cronológica, aborda un abanico de
temas, desde la época del incario hasta el encuentro anual de los cancañirenos,
pasando por el fastuoso Carnaval de Oruro y el nacimiento de la industria
minera impulsada por los tres Barones del
Estaño (Patiño, Hochschild y Aramayo). Aunque el autor, consciente o
inconscientemente, hace hincapié en el destino de los hijos de esta tierra
minera, que todavía viven dispersos en las diferentes ciudades de un país que
fue bautizado como Bolivia en honor al Libertador de cinco naciones.
El libro contempla una parte de la historia nacional, desde el primer capítulo que, a través de la curiosidad de los turistas franceses, nos introduce en los mitos de creación y las estructuras socioeconómicas de las culturas precolombinas de Bolivia, hasta el último capítulo que, a partir de una experiencia personal, nos narra los encuentros de los cancañireños, que actualmente viven en la diáspora, desperdigados a lo largo y ancho del territorio nacional, abrigando la memoria reflejada en las fotografías de antaño, en esas cartulinas con tonalidad sepia provenientes de diversos álbumes personales, incluidas al final del libro, donde se dibujan los rostros de quienes, en la centuria pasada, dieron vida al centro minero de Cancañiri.
Iniciativas
personales y encuentro de cancañireños
El
esfuerzo personal de Jorge Moya, por registrar y conservar la memoria histórica
de un centro minero, que fue pequeño en demografía y grande en producción
estañífera, es encomiable desde todo punto de vista, no solo porque se
constituye en un valioso aporte para la historiografía del país, sino porque es
un material de consulta para cualquier ciudadano interesado en desentrañar los
recovecos de la vida social, política, cultural, deportiva y tradicional de una
colectividad compuesta por personas de procedencia diversa, que se dieron cita
en las laderas del cerro pedregoso y polvoriento, una vez que se abrió el
socavón y la Compañía Estanífera
Llallagua requirió de mano de obra barata para explotar, en tres turnos, el
yacimiento de estaño, que hizo ricos a los empresarios y pobres a quienes
vendieron sus pulmones a cambio de míseros salarios.
En
el mes de septiembre de cada año, los cancañireños, que suelen profesar su fe
hacia el Cristo de la Exaltación, se reúnen en encuentros a los que asisten
para rememorar su pasado hecho de vivencias personales y anécdotas llenas de
aventuras, desventuras, alegrías y tristezas, pero también con las esperanzas de
que estos encuentros sean un punto de arranque para perpetuar la historia de
este distrito a través, por ejemplo, de la creación de un Museo Minero. No en
vano el autor, al inicio del libro, cuestiona a sus coterráneos: De pronto surge una interrogante: ¿Qué hemos
hecho los cancañireños para evitar su destrucción hasta el grado en que ahora
lo vemos o qué hacemos para devolverle, al menos en parte, esos sus Años Mozos?
(…) Muy cierto que, los encuentros de carácter nacional de los Residentes
Mineros de Cancañiri, 14 de Septiembre, La Revuelta, La Salvadora y Vizcachani,
al igual que los reencuentros de cancañireños en Cancañiri, sirven para reunir
a los amigos y vecinos de entonces, para evocar los recuerdos, pero… solo hasta
ahí llegamos… Creo firmemente que, debemos propiciar otro tipo de encuentros,
tener una instancia organizativa que nos aglutine a todos, para planificar y
obrar respecto de un futuro mejor para esa tierra minera que nos vio nacer, con
el propósito de no dejar que perezca para siempre (…) Las generaciones jóvenes
y las que vendrán, deben conocer la realidad de esos Años Mozos de Cancañiri,
para mantener viva su memoria y la de nuestros mayores, quienes dieron sus
pulmones, horadando los obscuros socavones, en procura de encontrar el preciado
mineral: el estaño.
Aunque
las partes que corresponden a la labor estrictamente minera y las vivencias de
las familias en los campamentos están puestas en boca de una mujer de avanzada
edad, como es el caso de la ya difunta Doña Yolita, la heredera de la tradición
oral de una cultura en proceso de extinción, no deja de ser más que una
estrategia del narrador que quiere contarnos, con desgarradoras palabras y
angustiosas frases, el drama de las familias mineras y la marginación social de
una colectividad, donde las contradicciones socioeconómicas determinaron la
escala que le correspondía a cada cual, dependiendo de las leyes impuestas por
el capitalismo salvaje, que amasó fortunas a costa del sacrificio de los más
pobres entre los pobres.
Este
libro, desde un principio, está narrado con la pasión de quien es capaz de
reconstruir el pasado con los retazos de la memoria, un recurso válido en el
proceso de creación de una obra que, además de tener un trasfondo histórico,
contiene datos de primera mano y un rico mosaico de hechos y personajes, que
convierten el testimonio personal y colectivo en un fascinante caleidoscopio,
donde los lectores podrán apreciar las acertadas pinceladas de la realidad y la
ficción, que el autor explaya en los diez capítulos de este libro que, escrito
con sencillez y honestidad, es ya un valioso aporte a la historiografía de un centro
minero cuyo destino, desde el Decreto Supremo 21060, promulgado por el gobierno
de Víctor Paz Estenssoro, perdió su gloria y esplendor, debido al cierre de las
minas nacionalizadas y la relocalización
de los trabajadores, quienes se vieron forzados a abandonar los campamentos en
busca de nuevos horizontes de vida.
lunes, 12 de diciembre de 2022
DOS
HISTORIAS DE AMOR EN TATUAJE MAYOR
La
novela juvenil de Gaby Vallejo Canedo, Tatuaje
mayor, le permite al lector reconocerse en sus páginas, cuya temática se
mueve sobre dos andamios que narran las historias de vida y de amor, por una
parte, de la difunta abuela y, por otra, de la nieta de diecisiete años de
edad, que se yuxtaponen a lo largo de la novela, aunque las historias están
contextualizadas en tiempos y espacios diferentes.
Toda
la novela comienza el día en que Ylonka entra en el cuarto de su abuela, donde
encuentra una caja que contenía un fajo de papeles escritos a pulso, con pluma
y tinta morada, metidos en un extraño álbum de cuero. Los papeles son una
suerte de diario que su abuela escribió en su adolescencia, registrando la
relación romántica, recatada e inocente que sostuvo con Antonio Eguez, un
muchacho de familia humilde, a quien ella llamó Lucero misterioso. Se trata de una relación amorosa distinta a la
que mantiene su nieta Ylonka con Andrés, quien prefiere mantener en secreto sus
señas de identidad y los antecedentes de su vida familiar.
Según
la confesión que dejó la abuela, es fácil deducir que el romance entre un
hombre y una mujer era más sentimental y recatada a mediados del siglo XX, en
la que un beso era un acto premeditado y hasta una demostración de amor
envuelto en un halo de misticismo y hasta de cierto temor. En cambio, la
relación amorosa de las muchachas del presente, donde las relaciones humanas y
los conflictos sociales son algo distintos, es más espontánea, relajada y
directa, con menos temores y prejuicios que en la pasada centuria.
Ambas
historias tienen sus propias particularidades, marcadas por el contexto
sociocultural, la época y las costumbres que caracterizan a dos mentalidades y
comportamientos diferentes, pero son similares cuando se trata de desnudar los
sentimientos universales como el amor y el desamor. En este contexto, los
sentimientos de la abuela y de la nieta son similares, porque corresponden a
instintos naturales que son universales. Por lo tanto, la autora nos da a
entender que el amor no conoce límites ni está determinado por condiciones
socioeconómicas o, dicho de otro modo, cuando llega el amor, llega sin avisar y
mientras menos se lo espera.
La
nieta lee los papeles de la abuela, página tras página, y se comunica
imaginariamente con ella, como si todavía estuviese viva, como si sus almas,
experiencias y vidas formaran parte de un mismo puente. Ylonka está empeñada en
descubrir las emociones de alegría y las dificultades que le planteaba su
relación con un muchacho de una condición social modesta, sin muchas oportunidades
de estudio ni prosperidad, hasta el día en que el Lucero misterioso realiza un viaje a Santa Cruz para no retornar
más, haciendo que la distancia y el olvido conviertan el apasionado amor en un dulce engaño, con promesas e ilusiones
rotas por el destino.
Desde
un principio se advierte que la relación amorosa de la nieta es distinta a la
que mantuvo la abuela, porque en una sociedad moderna y globalizada, a
diferencia de lo que ocurría en el pasado, aparecen fenómenos sociales, como
son las tribus urbanas, que
determinan el pensamiento y la conducta de los jóvenes y adolescentes.
Esta
novela juvenil demuestra que su autora, conocida por sus novelas destinadas a
los lectores adultos, es capaz de sorprendernos con obras infantiles y
juveniles, que están elaboradas a partir de un amplio conocimiento pedagógico,
cuyos instrumentos educativos sirven para transmitir enseñanzas de vida a los
jóvenes lectores que necesitan de escritores/as que cuenten historias que les
toquen las fibras más íntimas y los convoquen a una reflexión individual y
colectiva.
Gaby
Vallejo Canedo nos entrega, con la misma entereza y convicción de siempre, una
obra que vale la pena ser leída por su temática y su fuerza literaria, pero
también por el mensaje aleccionador de humanismo, luchas y esperanzas. A los
lectores solo les queda disfrutar de su escritura que, sin didactismos ni
moralejas, permite aprender de su experiencia personal y su manera de contar
historias dignas de ser promovidas dentro del sistema educativo, como si estas
formaran parte de nuestras propias vidas, ya que los relatos amorosos tanto de
la abuela como de la nieta reflejan los sentimientos más profundos que
experimentan las personas en su adolescencia, cuando asoma por primera vez el
amor, con sus luces y sus sombras, dejando sus tatuajes en la mente y el
corazón.
El libro tiene varias facetas que pueden ser aprovechadas por los educadores para entablar discusiones sobre temas que conciernen a los alumnos de educación media. No pocos de ellos se identificarán con las emociones, los secretos y la problemática de los protagonistas, que son seres arrancados de una realidad social conocida por quienes viven en urbanizaciones cosmopolitas como Cochabamba, donde las pandillas, cuya presencia no pasa desapercibida en las calles céntricas de la ciudad, buscan distinguirse del orden social dominante y desafiar los códigos culturales como un mecanismo de descontento y rebelión.
El
libro, a través del relato de la nieta, que conversa con su abuela, ya
fallecida, a partir de un diario que ella escribió en su adolescencia, retrata
los amores entre adolescentes , que se inicia de manera ingenua e
incondicional, pero también la historia de una familia de clase media y
socialmente disfuncional de la que proviene el enamorado de la nieta, Andrés
Pereira Cuba, con una madre alcohólica y un padre ausente en su vida; una
existencia con vacíos emocionales que lo empujan a buscar refugio, respeto y
reconocimiento en una pandilla dedicada a actividades ilícitas en el underground (subterráneo), donde no interesan los apellidos
familiares ni las condiciones sociales, salvo que el nuevo miembro esté
interesado en integrarse a la pandilla, porque cuando un adolescente se une a
un grupo es porque, de manera consciente o inconsciente, se identifica tanto
con el pensamiento de sus miembros como con sus símbolos.
Al
lector le queda claro que el enamorado de Ylonka, un muchacho que se dedica a
tatuar signos e imágenes en la piel de los clientes, como a ella le tatuó en
una zona sensible de su cuerpo, es miembro de una agrupación marginal, cuyos
integrantes se resisten a las normativas de la sociedad tradicional, pero que,
al mismo tiempo, emprenden un modelo de subcultura, propia del capitalismo en
su fase de crisis y descomposición, donde no faltan los seres insensatos
involucrados en el acoso sexual, la violación grupal y el tráfico de órganos
humanos.
Las
tribus urbanas son, en esencia,
agrupaciones de adolescentes en la sociedad contemporánea, organizadas en
pandillas o bandas citadinas que comparten un universo de intereses comunes
contrarios a los valores socioculturales de la sociedad normalizada, mediante
códigos y conductas subyacente a la cultura oficial o hegemónica, con
identidades compartidas de manera grupal y expresadas a través de ciertos hábitos
y comportamientos que los diferencia del resto por su estilo de vida, que se
exteriorizan por medio de la ropa, gusto musical, lenguaje, maquillaje, danza y
símbolos tatuados en la piel, incluidos el consumo de drogas y alcohol.
La
lectura de Tatuaje mayor, con toda la
carga psicosocial implícita en el modus vivendi de los personajes, ayuda no
solo a desentrañar el complejo mundo de ciertas familias que, a veces, está
oculto entre las cuatro paredes del hogar, sino también a comprender mejor el oscuro
mundo de los pandilleros.
A
pesar del desenlace trágico del enamorado de Ylonka, quien es asesinado en una
reyerta de pandillas, la autora nos deja el mensaje de que la vida sigue su
curso y que las esperanzas no se pierden jamás. Aquí es donde la voz de la
abuela, que Ylonka parece escuchar como cada vez que estaba triste, le dice: Resiste. Los sufrimientos solo sirven cuando
van a construir algo. De modo que al final, a la protagonista principal de
la novela no le queda otra alternativa que abrazarse a su guitarra, como si
fuese un instrumento que ayuda a superar las penas y la pérdida de los seres
queridos, para acceder a canciones poéticas interpretadas por voces
privilegiadas como la de Andrea Bocelli.
Este
libro es un buen ejemplo de que la literatura juvenil puede cumplir una función
terapéutica para los adolescentes que buscan una luz de esperanza en un túnel
oscuro que se presentan en algún momento de sus vidas. Las historias narradas,
con sus ilusiones, dificultades, dramatismos y esperanzas, son elementos que
ayudan a respirar aires que, después de las desilusiones y la muerte, recuerdan
que la vida sigue su marcha y que uno no tiene el porqué desmayar ante las
vicisitudes que, una y otra vez, se manifiestan como tatuajes plasmados en la mente,
la piel y el corazón.
sábado, 12 de noviembre de 2022
LA
ESCRITURA VERSÁTIL DE GLADYS DÁVALOS ARZE
Alguna
vez en su vida, ella misma, refiriéndose en tercera persona, se describió así: Escritora y poetisa boliviana nacida en las
entrañas del Cerro de Itos, al son de revolucionarios dinamitazos de mineros orureños
corajudos y valientes. Es ahí donde aprende a no tenerle miedo al miedo. Crece
con la silicosis rozándole la piel y los gritos de miseria y pobreza en los
socavones horadando su corazón.
La
escritora orureña, en los tiempos felices de su infancia, paseó con otros niños
por los Cerros San Felipe y Pie de Gallo, cazando lagartijas y buscando
alacranes. No podía resistirse a las aventuras de caminar por los arenales,
donde los niños perdían sus calzados, mientras ella se imaginaba que las
pequeñas dunas que rodean a su ciudad natal eran el Sahara y ella era la Odalisca
de Las mil y una noches.
En la adolescencia
se torna difícil no ver ‘de verdad’ lo que estaba sucediendo a su alrededor, y
su mundo ‘de mentiritas’ se viene abajo. Ni ‘Los tres mosqueteros’, ni
‘Ivanhoe’, ni ‘Don Quijote’, ni ‘La vuelta al mundo en 80 días’ la convencen de
que las penurias de los mineros no existen, ni tampoco que la pobreza es simple
espartanismo.
En
la universidad cree más en la utopía que en la poesía y, entre libros y más
libros, piensa cambiar el mundo, mientras se entregaba al estudio de la
lingüística, como quien cree que la gramática es igual de fascinante que las
matemáticas.
Se
casó con el ingeniero industrial, lingüista y matemático Iván Guzmán de Rojas,
hijo del malogrado pintor potosino Cecilio Guzmán de Rojas y creador del sistema
de traducción multilingüe Atamiri-MT
System, con quien tuvo a dos preciosas musas: Gabriela y Cecilia.
Su incursión en la
literatura
Me
imagino que un día cualquiera, impulsada por la fuerza creativa de su mente y
su corazón latiendo al ritmo del corazón de los niños y niñas, decidió escribir
cuentos, poemas y novelas infantojuveniles, valiéndose de los recursos propios
de la ficción y la realidad. Entonces las palabras comenzaron a brotarle como
cascada rabiosa, una cascada que, poco a poco, se fue tornando más apacible
hasta convertirse en irreverentes poemas y fantásticos cuentos para niños. Así
se convirtió en una exquisita autora de literatura infantil, donde exploraba un
mundo imaginario, con temas salpicados de la flora y fauna nacionales, la
sabiduría de las culturas ancestrales y los aportes de la cultura occidental,
que a los lectores les permitiera conocer otras culturas e incursionar en la
geografía de otras latitudes.
Sus textos, tanto en verso como en prosa, están escritos con un estilo depurado y una sintaxis sencilla y coherente, propia de una lingüista y políglota como era ella. Sus obras literarias, dedicadas a los pequeños pero grandes lectores, se siguen leyendo en escuelas y colegios, debido a que están llenas de fantasías, aventuras y reflexiones que penetran en el alma de la infancia boliviana. No cabe duda de que su filosofía literaria consistía en entretener a los niños, quienes, durante el proceso de la lectura, debían tener la sensación de estar viendo una buena película, divertida, entretenida y colorida, y lejos de los temas moralizantes, las explicaciones didácticas y las enseñanzas pedagógicas.
Para
Gladys Dávalos Arze estaba claro que la literatura infantil y juvenil no era lo
mismo que los libros de texto, y que las novelas, cuentos y poesías debían
ofrecer un espacio para la imaginación y estimular la fantasía de los niños y
niñas, quienes, siempre que participan en las horas cívicas u otras actividades
escolares, no dejan de recitar sus poesías como la Cholita, Niño viejo o Mi
perrito, junto a otros poemas en los que usa interferencias de los idiomas
nativos, como en sus novelas juveniles usó palabras del coba (jerga del hampa boliviano); una cualidad lexical que le
permitía reivindicar la identidad más pura y profunda de la cultura
nacional.
Por
otro lado, debe considerarse que la poetisa y narradora orureña, con solvencia
y amor por la literatura, supo moverse con fluidez en la creación de obras
destinadas a los lectores de todas las edades, sin olvidarse que había una
frontera que separaba a la literatura infantil, llena de magia y fantasía, de
la literatura destinada a los jóvenes o a los lectores adultos, como los
cuentos de carácter erótico que escribió en los espacios más íntimos y
sensuales de su quehacer literario.
Su escritura era versátil, no solo por los temas que abordaba con soltura y sabiduría, sino también por el manejo de una estructura diversa e innovadora en los distintos géneros literarios, tanto así que sus obras, nacidas desde el fondo de su alma, son apreciadas por los lectores de todas las condiciones sociales, culturales, sexuales y religiosas.
Una relación
epistolar
Durante
el mes de octubre de 2001, antes de conocerla en persona diez años después en
la ciudad de La Paz, mantuve una relación epistolar con ella, con motivo de la
preparación de una antología del cuento minero boliviano que tenía en marcha.
La contacté por correo electrónico y, sabiendo que era orureña, le pregunté si
tenía algún cuento de ambiente minero. Ella me contestó que tenía uno, pero que
no estaba segura si, desde el punto de vista lingüístico, estaban bien algunos
vocablos que insertó en el texto y que provenían del quechua, aymara y del
lenguaje minero, como, por ejemplo, akullico
(masticación de hojas de coca), k’uyunas
(cigarrillos de envoltura rústica), palliri
(mujer que, a golpes de martillo, tritura y escoge los trozos de roca
mineralizada en los desmontes), quemapecho (aguardiente con alto grado
de alcohol), Tío (deidad. Diablo y
dios tutelar que habita en el interior de la mina. Los mineros le temen y le
brindan ofrendas).
Su
mayor duda fue cuando escribió, en principio, el término pipilo para referirse al pene del Tío de la mina. De modo que, para
despejar su duda, me envió un mensaje electrónico preguntándome, quizás con
cierto rubor, ¿cuál era la palabra que los mineros usaban para referirse al
órgano genital masculino?
Yo leí su mensaje con desbordante sonrisa, sin malicias ni prejuicios, y no demoré en contestarle lo siguiente: La palabra coloquial en el lenguaje minero, equivalente a verga, pene, pico, pájaro, pipilo y otros, es ‘ullu’ (vocablo quechua); es más, los mineros, cuando se refieren al Tío, le dicen: ‘yana ullu’ (verga negra).
Tiempo después, recibí su cuento El velorio, que recrea las impresiones de una joven palliri, quien asiste, junto a su
marido, al velorio de tres de sus compañeros que murieron aplastados por un
derrumbe de rocas en el interior de la mina. De repente, en el lúgubre recinto
del velorio, se le aparece, parado detrás de uno de los tres ataúdes y cerca de
las viudas que lloraban sin consuelo, la impactante imagen del Tío, con todos
sus atributos de deidad fálica, mitad dios y mitad demonio. La palliri queda petrificada entre la
maravilla y el espanto, sobre todo, cuando el soberano de los oscuros socavones,
guardián de las riquezas minerales y amo de los mineros, le enseña su robusto
miembro, que bien grande siempre era,
induciéndola a la infidelidad para ahuyentar los peligros y poner a salvo la
vida de su marido.
No
cabe duda de que la realidad minera estuvo metida en sus venas y que algunos de
sus cuentos y poemas tuvieran como eje temático la trágica realidad de las
familias mineras; contexto en el cual nació su cuento El velorio, que incluí en la antología La narrativa minera peruano-boliviana, donde su nombre resplandece
entre las pocas escritoras que dedicaron su talento a escribir sobre el mundo
mágico de los socavones de estaño.
La
antología, cuya elaboración inicié a principios del siglo XXI, se publicó
recién el año 2021; de modo que ella no llegó a conocer el libro ni a leer,
pero en la que participa, con inconfundible destreza escritural y legítimo
derecho, con su fabuloso cuento inspirado en el Tío, personaje central de la
mitología minera y la cosmovisión andina.
Gladys
Dávalos Arze, a diez años de su partida, es una luz que no se apaga y sus
destellos siguen iluminando los senderos de la literatura infantil y juvenil
boliviana, en tanto sus obras dirigidas a los lectores adultos, entre las que
se encuentra El velorio, son una
suerte de joyas metidas en un cofre literario, a la espera de ser descubiertas
por un publicó cada vez más amplio y exigente, como todas las buenas obras que
deben ser exhibidas y no escondidas bajo las sombras de la mojigatería y la
doble moral.
Datos sobre la autora
Gladys
Dávalos Arze (Oruro, 1950 – La Paz, 2012). Escritora, pedagoga y lingüista.
Licenciada en anglística y germanística. Fue co-editora del Boletín de la
Asociación Boliviana para el Avance de la Ciencia. Su obra mereció distinciones
nacionales e internacionales. Ejerció la docencia universitaria, fue miembro de
la Academia Boliviana de la Lengua, Presidenta del P.E.N.-Club en La Paz y
Vicepresidenta de la Asociación Boliviana de Traductores. Ha publicado: Corazones de arroz (1989), Helado de chocolate (1990), La muela del diablo (1990), Piel de Bruma (1996), Los pozos del lobo (s.f.), Ururi y los sin chapa (1998), El rincón del tigre azul (2003), El paraíso de los Qala Pago (2003) y Qatari y Asiru (2003). Tiene cuentos
traducidos y publicados en antologías. Fue pionera en el campo de la Ingeniería
del Lenguaje (lingüística informática) en Bolivia, habiendo colaborado en el
desarrollo de un traductor automático multilingüe que usa el aymara como metalenguaje.
viernes, 4 de noviembre de 2022
EL
MONUMENTO DE PIEDRA DE DON ANTONIO PAREDES CANDIA
Un
buen día, de paseo por El Mirador de ciudad satélite en El Alto, me quedé
sorprendido al ver el gigantesco monumento del escritor Antonio Paredes Candia,
cuya figura se alzaba como un coloso contra el infinito sideral, entre las
vertiginosas pendientes de Llojeta, los edificios de ladrillos y un parque
precipitándose hacia la hoyada de La Paz.
¡Qué
carachos!, me dije, mientras lo seguía mirando bajo el sol que reverberaba en
el manto añil del cielo. Me acerqué para verlo de cerca, muy de cerca; así fue
como lo contemplé desde el pétreo pedestal, con la humildad y curiosidad de
creador palabrero, para confirmar su grandiosidad como escritor del pueblo.
Grande
fue mi sorpresa al constatar que el artista encargado de tallar fue, nada más
ni nada menos, que el mismísimo escultor corocoreño Gonzalo Jacinto Condarco
Carpio, quien, cincel y martillo en mano, esculpió el monumento del escritor en
piedra basalto, una magnífica obra que fue instalada en la Avenida Panorámica,
justo en el tramo de ingreso hacia la zona sur de la ciudad de La Paz, en
febrero de 2007.
Desde
entonces es una de los bloques de piedra que, representando una efigie humana
con una fuerte expresión artística, los peatones miran desde diferentes
ángulos, mientras los conductores, que circulan de ida y venida por la
carretera de doble vía, no dejan de observar el monumento que parece avanzar a
pasos agigantados, como si el escritor –con la mirada puesta en el horizonte,
las patillas y los mostachos característicos, la cabellera y la chaqueta
tendidas al viento, el paraguas como bastón en la mano izquierda y un libro
abierto en la mano derecha– marchara hacia un territorio libre de analfabetismo
y sembrando libros en la ciudad de El Alto, la urbe que amó con todas las
fuerzas de su corazón.
El
autor del monumento, que fue alumno de ese otro gran escultor que fue el Indio Víctor Zapana, respira arte por
todos los poros de la piel, como si tuviera carne y huesos de piedra, un
espíritu de piedra, un gran ímpetu para realizar tallados y esculturas en un
elemento sólido, asido a la sensación de que la piedra le permite expresarse
con mayor libertad y autenticidad artística. Está claro que Gonzalo Jacinto
Condarco Carpio, a la hora de tallar el monumento de don Antonio Paredes
Candia, se inspiró en la singular personalidad del escritor, quien daba sus
paseos por las calles y plazas de la ciudad, casi siempre llevando un libro en
una mano y un paraguas en forma de bastón en la otra.
Ahora
bien, sin considerar a quién le guste o no le guste, el monumento está plantado
donde debe estar y, lo más importante, es un objeto que despierta sentimientos
de celo profesional en aquellos que todavía creen que se merecen un monumento
por ser los mejores, aun cuando los lectores les vuelven las espaldas y no los
reconoce como a sus verdaderos autores, convencidos de que los doctores de la
literatura pueden fallar allá donde jamás fallan los lectores.
Don
Antonio Paredes Candia, como en esta estatua de piedra, se levanta con toda
dignidad y con todas las de la ley, permitiéndole ser un paradigma de las
letras populares de la nación boliviana, un digno representante de los que
vienen desde abajo para cantarles sus verdades a los de arriba.
El escritor vivía como uno de los personajes que él mismo rescató de la tradición oral y tenía una genuina pasión por los libros, tanto así que creó su propia casa editorial para publicar sus libros y los libros de otros autores, que acudían a su amable personalidad para formar parte de Ediciones Isla, un sello conocido tanto dentro como fuera del territorio nacional.
Este
monumento erigido en homenaje al escritor, editor y librero paceño, es una
prueba de que los seres queridos y admirados, quienes contribuyeron con
honestidad a la cultura de un pueblo, con lo que mejor sabían hacer, no mueren
nunca porque sobreviven al tiempo y a las adversidades, al menos en la memoria de
una colectividad que alimentó sus conocimientos y su fantasía con las obras de
quienes supieron entregarse con abnegación a su quehacer cultural y literario. Don
Antonio Paredes Candia correspondía a esa categoría de escritores, no en vano
bautizaron con su nombre un museo en la ciudad de El Alto, varias unidades
educativas y ferias de libros impulsadas por editores y escritores
independientes del país.
Tampoco
es poca cosa que los lectores lo conozcan y reconozcan como a uno de los
escritores más requeridos por sus obras dedicadas a las tradiciones folklóricas
bolivianas, incluidas las leyendas, fábulas, mitos y narraciones de la
tradición oral, que don Antonio Paredes Candia supo atesorar como un indiscutible
investigador de lo más profundo de la identidad nacional, haciendo siempre su
trabajo bien sin mirar a quien.
Este
escritor, editor y difusor de libros, era una biblioteca viva y una institución
andante. Escribió con tesón en varios géneros literarios, y cuya producción
supera el centenar de obras que son leídas por niños, jóvenes y adultos.
Algunos lo recuerdan caminando por las calles y plazas de las ciudades y
provincias, donde lo veían cargando libros como un k’epiri (cargador), con el único propósito de llevar los conocimientos
hasta los hogares más humildes de su infortunada
patria.
No conozco a un solo escritor boliviano cuya imagen haya sido inmortalizada en varios monumentos como en el caso de don Antonio Paredes Candia. Cuando esto ocurre, es lógico pensar que los lectores lo tienen como a uno de sus escritores favoritos, pues, a diferencia de los otros escritores que se sienten importantes, imprescindibles y laureados, don Antonio Paredes Candia fue un escritor popular, así sus obras no hayan sido consideradas en antologías literarias ni en la colección del bicentenario, elaborada por los especialistas contratados por la Vicepresidencia del Estado Plurinacional.
Este
monumento de piedra basalto, que contemplé en la Avenida Panorámica de la
ciudad de El Alto, me llevó a pensar que los escritores amados por su pueblo no
siempre son los escritores elegidos por los críticos literarios, como si el
pueblo tuviese sus propios escritores, leídos y estudiados en escuelas y
colegios, escritores que son rescatados y perpetuados en las pinturas y
esculturas de los artistas plásticos, como se constata en este monumento de
piedra, donde el escritor paceño luce con todo el fulgor de su divulgada y
excéntrica personalidad.
Don
Antonio Paredes Candia asumía su grandiosidad como escritor popular, como aquel
que no necesita los reconocimientos oficiales de los de arriba, consciente de
que contaba con la venia y el respaldo de los de abajo, que son la inmensa
mayoría en un país donde algunos suelen idolatrar a los letrados de las
academias y no a los verdaderos narradores que tienen mucho que contar desde
sus ancestros, desde su entrañable necesidad de expresarse en absoluta libertad
de pensamiento y creación, aunque sus obras, alimentadas con el aliento de una
nación que es dueña de una larga tradición folklórica y cultural, sean ninguneadas por quienes se dedican,
desde el punto de vista científico, a
estudiar solo las obras de relevancia
literaria y no a leer libros de los escribanos populares, así estos tengan mucho
que aportar al acervo cultural de un país multilingüe y plurinacional.
Reflexiones
más, reflexiones menos, lo único cierto es que el pueblo es tan competente que
sabe a qué escritores se deben rescatar para la posteridad, independientemente
de los juicios valorativos que ostentan los doctores de la literatura, quienes
creen que los escritores que valen la pena ser leídos no son los mismos que
prefiere el pueblo, aun sabiendo que los únicos jueces que determinan el destino
que tendrá una obra literaria son los ciudadanos de a pie, los lectores que
deciden quién se queda y quién no se queda en la memoria y el corazón del
pueblo que, después de todo, es el único sabio entre los sabios.
martes, 30 de agosto de 2022
APUNTES SOBRE LITERATURA INDIGENISTA
Durante la época colonial no se conoció una literatura
con temática indigenista y mucho menos con personajes de las naciones y pueblos
indígena-originarios; empero, se encuentran descripciones sobre la realidad de
los indios, de un modo general, en las obras de los cronistas del siglo XVI,
como fray Bartolomé de las Casas, conocido como el primer protector de los indios, quien escribió la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), un
alegato a favor de los indígenas, ya que en sus páginas denunció las
atrocidades cometidas por los conquistadores contra las civilizaciones del
llamado Nuevo Mundo, intentando
convencer a la corona española de que adoptara una política más humana de
colonización y que no se los tratara a los indios como esclavos.
Otro tanto hizo el cronista amerindio de ascendencia
incaica Felipe Guamán Poma de Ayala en su Primer
nueva corónica y buen gobierno, que presuntamente escribió entre 1600 y
1615. Se trata de una ampulosa obra en la que el autor describe las injusticias
del régimen colonial y las condiciones infrahumanas en las cuales vivían los
indígenas del mundo andino en el Virreinato del Perú.
No faltan obras que abordan temáticas relacionadas a las luchas de resistencia de los indígenas contra los conquistadores ibéricos, como la escrita en versos por el poeta y soldado español Alonso de Ercilla y Zúñiga, quien escribió sobre la conquista de Chile, la sublevación de los araucanos contra los conquistadores y la muerte de Caupolicán en su célebre poema épico La Araucana (1569-89). Episodios similares se encuentran narrados en las crónicas del Inca Garcilaso de la Vega y las obras del ecuatoriano Juan León Mera, la cubana Gertrudis Gómez de Abellanada, el venezolano José Ramón Yepes y el dominicano Manuel de Jesús Galván.
La literatura indigenista, particularmente en el
género de la narrativa, tiene distintas tendencias desde su aparición. Según
algunas investigaciones de carácter etnológico y antropológico, la literatura
indígena del siglo XIX honda sus raíces en historias orales, mitos y leyendas
de las culturas ancestrales, con una fuerte dosis de romantización e
idealización de las civilizaciones precolombinas.
Aunque la corriente indigenista del siglo XX cuenta
con precedentes y buenos exponentes, es necesario precisar que esta literatura,
en la que se retrata la realidad del indio y se lo defiende ante las
discriminaciones sociales y raciales, tiene su punto de arranque en la novela Aves sin nido (1889) de la peruana
Clorinda Matto de Turner; una novela controversial para su época, debido a que
en sus páginas se revela la injusticia, opresión y maltrato contra la población
indígena andina por parte de la Iglesia.
La obra de Alcides Arguedas es una suerte de apología
del indio y de su civilización, no solo porque describe a la sociedad boliviana
con todas sus luces y sombras, sino también porque de manera consciente asumió
una postura crítica contra el imperante sistema semi-feudal y semi-colonial,
que sometió a los indígenas al poder de sus patrones
blancos y mestizos.
Raza de bronce es
una novela que gira en torno a la realidad social de una comunidad aymara
próxima al Lago Titica, donde los indígenas sufren atropellos por parte de los patrones blancoides, por el simple hecho
de ser indígenas, sometidos a trabajos de esclavitud y condenados a vivir en
condiciones deplorables.
Cabe aclarar que Raza
de bronce es una versión más elaborada de su primera novela, Wata-Wara (1904), que no tuvo la misma
resonancia cuando se publicó, aunque es una novela que contempla las relaciones
socioeconómicas entre criollos, indígenas y mestizos, cuyas características
conforman las tres piezas básicas de un mismo mosaico, donde cada uno de ellas
ponen de manifiesto sus peculiaridades sociales, culturales, lingüísticas y
religiosas, como en cualquier territorio multilingüe y pluricultural.
Alcides Arguedas se caracterizó por su voluntad
realista de describir la situación de los indígenas dominados por los grandes
terratenientes y gamonales, quienes, valiéndose de su condición de amos de los
sistemas de poder, se apropiaron de tierras ajenas desde el establecimiento del
régimen colonial. No en vano el latifundismo ha sido uno de los temas
fundamentales de la narrativa indigenista, toda vez que los autores se ocuparon
de denunciar no solo las leyes puestas al servicio de los poderosos, sino también la explotación y servidumbre de los indígenas
convertidos en peones o pongos, sobre los cuales los señores tenían el derecho de propiedad como si fuesen objetos o
animales domésticos.
El discurso narrativo de la literatura indigenista
establece una tesis sociopolítica sobre el indígena y su relación con el mundo
urbano, donde están las instituciones del Estado, que resuelven la suerte y el
destino de los habitantes del campo, cuyas opiniones no son tomadas en cuenta
por los poderes de dominación, conformado por una selecta estructura social
criolla y mestiza, las cuales manejaban los preceptos de inferioridad racial
del indio, que era sometido a la autoridad y supremacía del hombre blanco, y una política que tendía a perpetuar
la exclusión de las mayorías indígenas de la vida económica, social y cultural;
dicho en pocas palabras, los indios debían tener obligaciones, pero no
derechos.
José Carlos Mariátegui, en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928),
planteó que el indigenismo era un movimiento de reivindicación y de lucha
contra la discriminación social, política, económica y cultural por parte de
las clases dominantes en los diferentes países latinoamericanos. Sus escritos
permitieron que el problema de los indígenas se relacionara con la posesión de
la tierra y sirvieron como fuentes de inspiración para varios autores que
escribieron obras relacionadas a la temática de la usurpación de las tierras
indígenas por empresas nacionales y extranjeras, como ocurre en la novela Huasipungo (1934) del ecuatoriano Jorge
Icaza, cuya temática alude a la industria maderera y la explotación de las
masas indias por una aristocracia brutal que, a su vez, estaba dominada por
consorcios transnacionales.
El indigenismo, como movimiento literario y artístico,
se intensificó entre los años 1930 y 1960. Uno de sus mayores exponentes es el
peruano José María Arguedas, quien, en Los
ríos profundos (1958), retrata la problemática del indio desde su propia
experiencia vivencial. En esta novela, considerada por la crítica especializada
la mejor de su producción literaria, narra el proceso de maduración de Ernesto,
un muchacho de 14 años, enfrentado a las injusticias del mundo adulto, pero
también a las injusticias sociales y raciales, sobre todo, contra los comuneros
o indígenas del mundo andino, donde impera la violencia racial, social y
sexual, y una suerte de división del país entre dos mundos que conviven a pesar
de sus diferencias: la indígena y la occidental, el de los hacendados
explotadores y el de los indios sojuzgados por un sistema despiadado,
discriminador y patriarcal.
La protesta indigenista alcanza su cúspide en El mundo es ancho y ajeno (1941) del también peruano Ciro Alegría. Esta obra voluminosa y densa se ocupa de la lucha tenaz, obstinada y valiente de la comunidad india de Rumi en contra de los avasallamientos de un hacendado vecino, quien, amparado por jueces corruptos y testigos falsos, quiere arrebatarles sus tierras para expandir su ya inmensa propiedad y convertir a los comuneros en peones de sus minas y cocales. La dureza de las escenas, con indios levantados en armas y la brutal represión por parte de la guardia civil, se compaginan con un análisis de las estructuras políticas que hacen de los personajes, por su condición social y extracción racial, elementos integrados en clases sociales antagónicas, nada menos que en un país donde los blancos y mestizos son los patrones, a diferencia de los indios que constituyen la vasta capa de peones y pongos.
Los autores de la corriente indigenista abogan a favor
de los indios, asumiendo una posición política que los identifica con las
naciones indígena-originarias. Algunos resaltan los temas sobre la explotación,
marginación, pobreza y el choque entre la cultura hispana y la indígena. En el
caso de los autores bolivianos, el eje argumental de sus obras gira en torno a
la servidumbre de los indígenas a través del pongueaje, como en Surumi (1943) o Yanakuna (1952) del cochabambino Jesús Lara, quien tiene a los campesinos
vallegrandinos como protagonistas centrales de sus novelas que, tanto por el
contenido como por el tratamiento del tema, son obras de protesta y denuncia
social.
Su novela Yanakuna,
vinculada a la problemática social del indígena, pone de manifiesto el
sufrimiento de los indios que son discriminados, tratados como esclavos y
abusados sexualmente por los patrones. Asimismo, expresa las ansias de
liberación del campesino quechua que buscan defender sus derechos y su dignidad
humanas, frente a los terratenientes que se aprovechaban de la fuerza de
trabajo para la producción agrícola, trabajando en tierras que les fueron
arrebatadas a lo largo de la historia; una temática recurrente en varios
autores nacionales, sobre todo, si se considera que en Bolivia, hasta mediados
de siglo XX, se contaba con un sistema agrario latifundista caracterizado por
una desigual tenencia de la tierra y condiciones de trabajo de tipo
semi-feudal. Aproximadamente el 4% de la población era propietaria del 70% de
la tierra productiva. Los indios no tenían más que una pequeña parcela,
asignada por el hacendado, para el cultivo y la supervivencia, a cambio de una
diaria prestación laboral en la hacienda, donde debían ofrecer servicios
personales remanentes de la época colonial a la familia del hacendado.
De otro lado, cabe señalar que los autores de la corriente
indigenista no pertenecían a las culturas originarias, aunque actuaban como
portavoces de las culturas oprimidas que no podían levantar la voz, salvo José
María Arguedas, quien, a pesar de haber sido mestizo de nacimiento, convivió
con los sirvientes indios de la hacienda, donde modeló su personalidad y
asimiló el quechua como su lengua materna; factores que le permitieron penetrar
en el alma de los indígenas, expresando de manera poética la realidad,
folklore, tradición y cosmovisión del mundo andino.
domingo, 6 de marzo de 2022
A VÍCTOR MONTOYA
Grover Cabrera García (*)
Mientras
el Tata Inti, dios andino, festejaba su solsticio de invierno,
el
Tío de la Mina, desde los socavones mineralizados de su averno,
esperaba
el nacimiento de su fiel servidor y escribano,
de
su devoto narrador, elegido por el taciturno arcano.
Así
fue. Un veintiuno de junio de hace más de cinco décadas
nació
Víctor, bendecido por el Illimani y sus astas nevadas,
que
en perpetua relación rocosa fue presentado
a la
montaña Llallagua, como su mimado.
Desde
niño fue atrapado por los postulados de la dialéctica
marxista,
por el dolor del pueblo y por la magia ecléctica
del
Tío de la Mina, que le permitieron pensar diferente
y
desarrollar el arte de escribir a favor de su gente.
La
opresión y represión de sus cancerberos, los militares,
que
con su Plan Cóndor, le permitieron volar por los altares
majestuosos
de la creatividad y de la imaginación,
revelando la caída del capitalismo y su degeneración.
LA SEGUNDITA PARA VÍCTOR
Fue
acunado por el níveo poncho del Illimani,
revestido
por el ropaje
del
dolor, sangre y luto del pueblo trabajador.
Adoctrinado
por las páginas
revolucionarias
del socialismo marxista.
Fue
encarcelado por las hordas represivas
del
capitalismo criollo.
Donde
los barrotes de acero, si bien apresaron
su
cuerpo físico,
jamás
laceraron su mente, ni su corazón.
Entre
cuentos, novelas y relatos vivenciales
denunció
a los cuatro vientos
el
dolor y sufrimiento del pueblo trabajador
que
jamás se sintió rendido
ante
la vil arremetida de los lacayos del imperio.
Con
el grito de liberación nacional,
encajado
en su pluma creativa
y
con el Tío de la Mina a cuestas, Víctor pasea
por
el mundo nuestra cultura
milenaria, ancestral y plurinacional.
(Llallagua, 27/9/2016)
*Poeta y narrador llallagueño.
viernes, 28 de enero de 2022
HÉCTOR BORDA LEAÑO, EL
POETA SOCIAL DE BOLIVIA
Héctor Borda Leaño,
autor de los libros premiados El sapo y la
serpiente (1965), La Challa (1967) y Con
rabiosa alegría (1970),
era un indiscutible defensor de la justicia social y los recursos naturales, y,
aunque en su juventud militó en la Falange Socialista Boliviana (FSB) de Óscar Únzaga
de la Vega, en su edad madura asumió como suyos los ideales del socialismo
marxista. No en vano, después de haber sufrido varias veces la persecución y el
exilio, pasó a militar en las filas del Partido Socialista Uno (PS-1), fundado
por Marcelo Quiroga Santa Cruz en mayo de 1971.
La poesía social
boliviana
Su larga trayectoria como
político y poeta está avalada por quienes lo conocieron desde sus años mozos en
Oruro, la ciudad donde nació y se proyectó como una de las figuras señeras de la poesía social de
Bolivia, junto a Alcira Cardona Torrico, Alberto Guerra Gutiérrez y Jorge
Calvimontes y Calvimontes. A mediados de los años 1940,
se integró a la segunda generación del movimiento literario Gesta Bárbara, constituido por
escritores e intelectuales inspirados por el simbolismo brutal y el compromiso
social en el ámbito literario.
Amistad con Marcelo Quiroga Santa Cruz
Nunca olvidó su estrecha
relación con el líder socialista, a quien admiraba y respetaba como a nadie en
el panorama latinoamericano, no sólo porque lo impresionó, desde la primera vez
que lo conoció, con su aguda inteligencia y su impecable retórica, sino también
porque le impactó, en una casual tertulia de amigos, con sus versados conocimientos
en poesía nacional e internacional. Todo esto me lo contó el mismo Borda Leaño,
mirándome a través de sus lentes con el brillo de sus enormes ojos, apenas
abordamos la vida política y el quehacer literario de Marcelo Quiroga Santa
Cruz, quien fuera una de las figuras emblemáticas en la recuperación de la
democracia secuestrada por las dictaduras militares y una de las mentes más
brillante de la intelectualidad boliviana.
Durante el periodo de
la recuperación de la democracia y cuando el Partido Socialista Uno (PS-1) perdió
a su histórico líder, quien fue asesinado y desaparecido en el golpe militar
del 17 de julio de 1980, Héctor Borda Leaño, que por entonces se encontraba en
Suecia, acudió a la convocatoria del PS-1 para ejercer como Senador de la
república entre 1982 y 1985, aunque ya una década antes se había desempeñado
como Diputado en la cámara baja del parlamento.
Encuentro de escritores en Estocolmo
Lo traté de cerca
durante la realización del Primer Encuentro de Poetas y Narradores Bolivianos
en Suecia, que se realizó en Estocolmo, a mediados de septiembre de 1991; ocasión
que permitió conocernos mejor, conversar sobre temas de interés común y, sobre
todo, ahondar en una entrañable amistad, que mantuvimos desde entonces por
correo y llamadas telefónicas.
Recuerdo que la tarde que visitamos las instalaciones de la Sociedad de Escritores Suecos, nos detuvimos en el patio de la entrada y, decididos a aprovechar el sol que caía con todo su esplendor, nos acomodamos en un sitio para beber unas cervezas enlatadas y conversar a mandíbula suelta. Héctor Borda Leaño y Alberto Guerra Gutiérrez, que fueron contertulios desde la juventud, recordaron las veces en que, durante los gobierno de Víctor Paz Estenssoro y René Barrientos Ortuño, leían poesías subversivas en locales clandestinos, donde algunos mineros, con fusiles al hombro, hacían de centinelas en la puerta.
La poesía como arma de rebelión
Héctor Borda Leaño,
alisándose los mostachos y arreglándose la visera de su gorra, afirmaba que las
poesías no conocen barrotes que la encierren ni balas que la maten, porque son
como las aves que vuelan más mientras más se las quiere atrapar. Alberto Guerra
Gutiérrez, a tiempo de encender un Astoria que se llevó en una cigarrera desde
Oruro, asentía con la cabeza, como coincidiendo con las palabras de su dilecto
amigo y, mientras echaba bocanadas de humo, añadía que la poesía servía también
como arma de rebelión en tiempos de dictadura; una definición que ponía de
manifiesto el compromiso social asumido por estos dos poetas identificados con
las luchas y aspiraciones de su pueblo.
Su retorno a Bolivia
Después supe que él,
tras la muerte de su esposa, acaecida en la ciudad sureña de Malmoe, retornó a
Bolivia, con las cenizas de su eterna y amada compañera, quien, desde el día en
que decidieron formar una familia, lo acompañó en las buenas y en las malas, en
los periplos del exilio y hasta en los momentos en que juntaban sus almas enamoradas
al son de la música y las palabras, porque mientras Héctor Borda Leaño leía sus
versos, luciéndose con su templada voz de presentador radial, su esposa le acompañaba
con una música de fondo, arrancándole a la zampoña sus mejores melodías.
Este importante vate de
la poesía social boliviana, que escribió hermosos versos dedicados a los
mineros, los mitos, las leyendas y las tradiciones ancestrales, no dejó de
cultivar una poesía sentimental y romántica, como la que plasmó en Poemas
para una mujer de noviembre que, sin
lugar a dudas, revela las virtudes, el amor y coraje de su señora esposa, quien
no alcanzó a conocer la edición de esta obra, que fue publicada recién en 2013.
La prensa nacional, leída casi siempre en su versión digital y a través de la Red de Internet, me dio una grata noticia el día en que el Estado boliviano, en reconocimiento a su larga y meritoria trayectoria, le otorgó la Medalla al Mérito Cultural Marina Núñez del Prado en 2010, junto al escritor Jesús Urzagasti y el poeta Antonio Terán Cabero, puesto que se trataba de una distinción merecida para cualquier trabajador de la cultura, sea éste cultor de las artes, la música o las letras.
La publicación de sus
obras
Mayor fue mi alegría cuando
supe que sus creaciones, reunidas en Poemas desbandados (1997)
y Las claves del comandante (1998),
fueron publicadas en Bolivia; dos poemarios que, en su gran mayoría, fueron escritos
durante su estadía en Argentina y
Suecia; dos poemarios que, como todos sus libros, demoraron en elaborarse en su
mente, en salir de su tintero y en llegar a manos de los lectores, puesto que Héctor
Borda Leaño correspondía a esa categoría de autores que escriben con paciencia,
dedicación y gran sentido autocrítico, convencidos de que escribir buenos
versos no es lo mismo que fabricar chorizos; por cuanto el poeta, sobre todo el
verdadero poeta, hecho de hipersensibilidades e intuiciones lingüísticas, es
capaz de trabajar con el lenguaje coloquial, pero también con el lenguaje que
juega con las metáforas, las figuras de dicción y la prosodia
de las palabras; recursos propios del género más exigente de la
literatura, donde la belleza del poema depende de la sensibilidad y experiencia
escritural del artista de la palabra escrita.
Otra vez rumbo a Suecia
Tiempo antes de que yo
retornara a Bolivia, Héctor Borda Leaño hizo maletas y, apoyándose en el bastón
que adquirió en La Paz, abordó un avión con destino a Suecia, probablemente
porque este país escandinavo, que lo recibió con los brazos abiertos y solidarios
cuando se asiló en 1977, y donde disfrutaba del cariño de amigos y conocidos,
lo atrajo otra vez con sus encantos, su buena atención médica, su seguridad
social y, claro está, porque en esas tierras de Odín, a cuyas sagas mitológicas
Ricardo Jaimes Freyre le dedicó todo un libro en versos libres, residían sus
hijos y nietos, junto a quienes exhaló el último suspiro de su vida; una vida
que Héctor Borda Leaño la vivió con la pasión, la sabiduría y la intensidad
propia de los grandes poetas.
Una entrevista
inconclusa
Cierto día recibí una
llamada telefónica del desaparecido político y poeta boliviano Héctor Borda
Leaño (Oruro, 1927 – Malmoe, Suecia 2022); quien, luego de haber leído en Presencia
Literaria una entrevista que le hice al poeta Pedro Shimose, en septiembre
de 1991, me pidió entrevistarlo porque -según me manifestó con voz firme y
lucidez intelectual-, tenía muchas cosas que decir respecto a la Celebración de
los 500 años del llamado descubrimiento de América y, sobre todo, en torno a
las verdades y mentiras de la literaria boliviana.
Yo accedí al pedido y,
sin darle más vueltas al asunto, preparé un glosario de preguntas, no sé si
buenas o malas, y se las envié por correo, puesto que yo no disponía de tiempo
para visitarlo en su casa, ubicada en la sureña ciudad de Malmoe, y menos para
entrevistarlo en directo. De modo que, desde entonces, me quedé esperando sus
respuestas, con la ilusión de que sus ideas y sus experiencias echaran algunas
luces sobre las tinieblas de la literatura boliviana.
Ahora que la prensa me
trajo la escueta pero infausta noticia de su receso, acaecida en ese país portátil, poético e imaginario,
que él cargaba en el bolsillo por donde iba, no tengo otro consuelo que quedarme
con una entrevista inconclusa, cuyas preguntas eran las siguientes:
Los orígenes
1. ¿Dónde y en qué
circunstancias transcurrió su infancia y su juventud?
2. ¿Cómo recuerda sus
años de estudiante?
3. ¿Qué experiencias
positivas puede rescatar del trabajo que desempeñó en los centros mineros,
donde trabajó en el interior mina y, a la vez, como locutor de radio?
Actividad política y
exilio
4. ¿Cómo explica su
incursión en las filas de Falange Socialista Boliviana y su posterior
transición hacia al Partido Socialista Uno, organización de la que fue uno de
los co-fundadores junto a Marcelo Quiroga Santa Cruz?
5. ¿Cuántas veces y en
qué países vivió exiliado?
6. ¿Qué nos puede
contar de sus años como Senador de la República de Bolivia?
7. ¿Cuál es la opinión
que le merece la personalidad política y literaria de Marcelo Quiroga?
Itinerario poético
8. ¿Cuáles son las
causas que le motivaron a cultivar la poesía?
9. ¿Considera que es
correcto decir que Ud. es uno de los poetas sociales más visibles en Bolivia,
después de Alcira Cardona? De no ser así, ¿qué opinión le merece esta
afirmación?
10. ¿Cree que es
necesario que el escritor esté comprometido con los acontecimientos
socio-políticos de su tiempo. Es decir, que el escritor sea un portavoz de una
corriente política determinada?
11. ¿Es correcto que
la crítica literaria en Bolivia lo ubique dentro de la segunda generación de Gesta Bárbara? En cualquier caso, ¿qué
opina de los poetas de dicha generación?
12. ¿Es justo decir en su caso que el político
mató al poeta; por una parte, debido a que la actividad política le resto
tiempo en la escritura y, por otra, debido a que son ya varios años que no ha
vuelto a publicar una nueva obra?
13. ¿Qué proyectos
tiene en materia literaria para el futuro. Sé que tiene inédito un diccionario
quechua-inglés y varios poemarios?
14. Por último,
¿Cuáles son sus tres tesis fundamentales respecto a la celebración del llamado V Centenario del Descubrimiento de América?
Imágenes:
1. Héctor Borda Leaño.
2. Movimiento Cultural
Prisma. Héctor Borda Leaño (sentado, der.).
3. Encuentro de
escritores bolivianos en Estocolmo, 1991. Héctor Borda de pie, derecha.
4. Víctor Montoya,
Héctor Borda Leaño y Alberto Guerra.
5. Héctor Borda Leaño,
uno de los poetas sociales de Bolivia.
6- La challa, uno de
los primeros poemarios de Héctor Borda Leaño.