martes, 24 de octubre de 2017


EL SAPO PETRIFICADO DE LOS URUS

Cuenta una vieja leyenda de los urus, oriundos de las orillas del lago Poopó, que el dios Wari, creador de los habitantes del lugar y protector de los camélidos, envió por el norte de lo que sería la Villa Imperial de San Felipe de Austria, un gigante y ventrudo sapo, con la misión de engullirse a los habitantes que le dieron las espaldas para adorar al dios Inti del Imperio Incaico.

El sapo avanzó a saltos hacia la población asentada en la meseta andina. Los urus, al sentir que la tierra temblaba como sacudida por un terremoto, salieron de sus viviendas y, al dirigir la mirada hacia la zona norte, vieron al monstruoso batracio que, capaz de espantar al héroe más intrépido de la tierra, parecía haber emergido de las profundidades del lago Poopó, nada menos que por mandato del dios Wari, quien ya antes había enviado otras plagas sobre los habitantes que él moldeó en barro, a su imagen y semejanza, durante el periodo de la creación de la civilización de los urus.

Los habitantes de la meseta andina, ante semejante monstruo de cuatro patas, cabeza ancha y aplanada, ojos saltones, cuerpo rechoncho y con grandes pliegues de piel que le colgaban del abdomen, piernas, panza y cuello, se tragaron el mayor susto de sus vidas y empezaron a correr despavoridos por todos lados, hasta que en el azulado aguayo del cielo, cual una luminosa estrella, apareció la misteriosa ñusta Intiwara, quien, blandiendo una honda en el aire, disparó un guijarro que se le incrustó en las fauces del sapo. Luego lo hirió mortalmente con el rayo nacido de su flamígera espada, petrificándolo como a una mole de granito, con los ojos mirando al infinito y las piernas flexionadas, como a punto de dar un salto en el vacío.

Con el paso del tiempo, el anfibio petrificado en la actual zona de San Pedro, al norte de la ciudad de Oruro y sobre la Av. Tomás Barrón, se convirtió en un tótem de adoración, culto y superstición, debido a que los lugareños empezaron a atribuirle poderes mágicos y sobrenaturales, como a todas las esculturas totémicas que personifican a los protagonistas ancestrales de las leyendas del pueblo de los urus.

Así es como el sapo, de haber sido un monstruo destinado a engullirse a diez personas de un solo bocado, pasó a convertirse en una deidad benefactora, capaz de conceder salud, fecundidad, prosperidad y fortuna a quien le prodigara tanta fe como a la mismísima ñusta Intiwara, identificada con la Virgen María por la religión católica y con la Virgen del Socavón por los trabajadores de los yacimientos de plata y estaño en los cerros de la antigua Villa de San Felipe de Austria.

Cuando los urus fueron encandilados por los primeros milagros realizados por el sapo a favor de una familia que criaba hijos con diversas deformaciones físicas, empezaron a rendirle culto y pleitesía, como si se tratara del mismísimo dios Wari. Desde entonces, los devotos de este anfibio milagroso no dejaron de encenderle q’oas ni ch’allarle con bebidas espirituosas a manera de ofrendas, cubriéndole el rechoncho cuerpo con mixturas, serpentinas y confetis, mientras las chispas de fuego de los braseros revoloteaban como estrellitas luminosas alrededor del sapo.


Los devotos, desde antes de mostrarse el sol, se dan cita en el lugar porque a esas horas del día, según los usos y costumbres, pueden pedirle dinero, amor y salud. Algunos, para ver sus deseos cumplidos, le hacen fumar cigarrillos y rompen botellas de aguardiente en la boca del sapo, pero si éste no fuma o las botellas no se rompen, significa que los ofrendantes no se le acercaron con cariño y que, por lo tanto, no tendrían un año de suerte  ni prosperidad. No falta quienes arrancan piedrecitas de la estructura del batracio, con el compromiso de devolvérselas dentro de un año, una vez transcurrido el Carnaval y agradeciéndole por los favores concedidos como respuesta a su fe y lealtad.

Los peregrinos que viven aquejados por alguna enfermedad letal, como los que viven al borde de la muerte, se arriman contra el sapo, acariciándole con los labios y las manos. Si el sapo se mueve como si respirara, entonces el enfermo empieza a transpirar como si sintiera en su interior la confirmación de que será curado de sus males. Los familiares que lo acompañan, comprendiendo que el sapo le dará fuerzas para sanarse y sobreponerse a la muerte, lo abrazan entre regocijos y lágrimas, obligándole a beber en honor a la deidad que, más que ser una simple roca con aspecto morfológico, es un ser que respira y palpita, que palpita y respira.

Los antiguos habitantes de esta tierra poblada de leyendas y mitos nacidos del imaginario popular, cuentan que el sapo petrificado por la ñusta Intiwara tenía un espacio abierto entre sus cuatro patas, por donde las personas, arrastrándose, atravesaban de un lado a otro, deseosas por saber cuándo les tocaría el tacto de la muerte. Las que se atascaban, atrapadas bajo el vientre del sapo, se suponía que tenían a la muerte pisándoles los talones; en cambio aquellas que lograban deslizarse sin dificultades, como reptando con la agilidad de un réptil, tenían asegurada una vida llena de bendiciones y felicidad.

Las libaciones de bebidas espirituosas en honor al batracio, considerado un ser poderoso y milagroso, se hizo una costumbre cada vez más arraigada en la tradición de los orureños, hasta que, en los años 60 del siglo XX, apareció en la ciudad un militar camba, quien, sin comprender las milenarias creencias de los pueblos andinos y aburrido de ver que los supersticiosos le rendían culto al supuesto dios pétreo, acariciándole con respeto y hablándole como si de veras estuviese vivo, decidió hacerlo desaparecer de una vez y para siempre.

El incrédulo militar, a cargo del cuartel Camacho, ubicado por entonces cerca del cerro San Pedro y en la llanura donde estaba el sapo, ordenó a sus subalternos destrozar la roca con una explosión de dinamitas, para evitar el desarrollo de un ritual pagano arraigado en la idolatría y libación de bebidas alcohólicas.

Los soldados, cumpliendo con su deber de subordinación y constancia ante el poder autoritario de su superior, depositaron varios cartuchos de dinamita alrededor de la sagrada roca, de dimensiones respetables, chispearon la pólvora de las guías y se retiraron del lugar a la espera de que una poderosa explosión la hiciera volar por los aires.  


Los testigos del agravio, que se produjo una frígida noche de invierno, vieron cómo los pedazos del anfibio se esparcieron en el cielo como casquijos de fuego, mientras  los pobladores, apenas se enteraron del atentado contra su preciada Waca, sintieron un fuerte dolor en el alma y una profunda indignación contra el militar, quien, burlándose de los devotos y sin medir las consecuencias, tuvo la osadía de llevar a cabo su siniestro plan, proclamando que, por fin, había acabado con un sitio de borrachera y superstición. 


Lo que el militar desconocía era que el sapo poseía el atributo de reencarnarse y volver a la vida para vengarse con furia de quienes le prodigaban ofensas. No en vano se decía que al primero que escupía contra el sapo, sea por desprecio o por soberbia, estaba condenado a soportar sarnas, ronchas y llagas con supuración de fétida pus en el cuerpo, como si se tratara de una re-salivación o venganza del prodigioso batracio.

Desde la destrucción del sapito milagroso, el militar tuvo que pagar caro por su osadía y por haber increpado al dios pétreo, ya que empezó a beber como si su cuerpo necesitara del alcohol como el sapo necesitaba del agua. Su aspecto, de militar entrenado en rudos ejercicios físicos, se transformó en la de un anciano de piel rugosa, espalda encorvada y piernas arqueadas. Sin lugar a dudas, era un típico caso de metamorfosis o de transferencia del espíritu del batracio en el cuerpo del militar que, a poco de sufrir extraños cambios en su comportamiento y personalidad, fue abandonado por su familia.

Todas las noches soñaba con el sapo tragándoselo como a un mísero tallarín y todas las mañanas despertaba con la sensación de que le relamió el cuerpo con saliva viscosa y espumosa. Con el paso del tiempo, le brotaron manchas verdinegras en el rostro y el cuerpo, similares a las que presentaba el sapo en la espalda. Y, aunque consultó a varios dermatólogos, nadie supo diagnosticar su enfermedad cutánea por tratarse de un caso desconocido por las ciencias médicas. Lo peor es que las manchas no tardaron en transformarse en llagas y su alcoholismo en una enfermedad crónica que lo empujó al filo de la tumba. De modo que, sin poder detener la enfermedad que lo aquejaba, ingresó en una crisis existencial y perdió el juicio sobre todo cuanto lo rodeaba.

En el eclipse de sus días, según comentaron los vecinos y testigos, el militar terminó viviendo como un demente, golpeándose la cabeza contra las paredes y agarrándose el abultado vientre, como si el sapo, en actitud de venganza, se le hubiese metido dentro de él, pero muy adentro, induciéndole a concebir la idea de quitarse la vida con una carga de dinamitas.

Cuando la dramática situación del militar llegó a su límite, no tuvo más remedio que aceptar su fatal destino y obedecer las órdenes de una misteriosa voz que le susurraba en los oídos lo que debía hacer minuto a minuto y segundo a segundo, hasta que por fin un día, luego de proveerse de una carga de dinamitas similar a la que él había ordenado para destrozar al dios pétreo, se amarró los cartuchos alrededor del cuerpo y, tras chispear la guía de los fulminantes, saltó por los aires convertido en nada, como si el mismísimo sapo, remontado en cólera y venganza, hubiese acabado con su miserable vida.

El alcalde de la ciudad, enterado del trágico desenlace en la vida del militar y para evitar que los lugareños caigan en desgracia, mandó reconstruir la efigie del batracio que fue pulverizado, aun sabiendo que esta vez no sería del mismo tamaño ni tendría el mismo aspecto que el original.

Cuando la imagen del sapo fue moldeado por un artista popular, se lo puso al lado de los restos quemados del antiguo pedrejón, donde sus devotos podían contemplarlo, así no estuviera esculpido en mole de granito, sino hecho en cemento desde el pedestal hasta las orejas. Sin embargo, en estas circunstancias, lo importante no era que fuese idéntico al primero y genuino, sino un sapo que tuviera la mirada tendida en el horizonte, donde todas las mañanas despunta el alba, haciendo que los primeros rayos del sol aureolaran el cerro Pie de Gallo y los cerros de la zona norte, desde cuyas faldas se descolgaban las casas con paredes de ladrillo y techos de calamina


En agosto del mismo año de su reconstrucción, un grupo de yatiris, reunidos alrededor del dios pétreo y su similar que estaba a la diestra, le ch’allaron en un acto ritual, con un q’araku de medianoche, ofrendándole coca, cigarrillos y bebidas espirituosas. Desde entonces se multiplicaron los creyentes que asisten al lugar desde la primeras horas del día para echarle mixturas, envolverle con serpentinas y rociarle con botellas de aguardiente, mientras repiten frases en quechua: Sumaj jamp’atito kanki. Uyariway, jamp’atitu, q’olqe q’oriway jamp’atitu, sunquy uk’uqniymanta parlasayki. ¡Jay! Niway, uyariway (Buen sapito eres. Escúchame, sapito; dame dinero, sapito; desde el fondo de mi corazón te estoy hablando. ¡Jay! Dime, escúchame).

Asimismo, en la pequeña plazuela donde están los dos sapos, el original y la copia, los vecinos pintaron las fachadas de sus casas y los obreros de la municipalidad mejoraron remodelaron el lugar, colocando jardineras alrededor y cordones de cemento que servirían como una suerte de asientos para los visitantes. Al frente del monumento al sapo y en la fachada de un domicilio particular se pintó la imagen de la Virgen del Socavón para convertir el sitio en un lugar sagrado y que ese espacio sea para el Bien y no para el Mal, al igual que el sapo, que durante el día, desde el amanecer hasta el anochecer, parece cambiar de pigmentación e hincar el buche con un aire de orgullo y supremacía.

En los días del Carnaval, no faltan los vecinos que instalan puestos de venta de q’oas, cohetillos, mixtura, serpentina y bebidas espirituosas. Algunos incluso se animan a levantar carpas para el expendio de chicha y comida, hasta el día de la kacharpaya o despedida del Carnaval, en la que los peregrinos y devotos del sapo, bailando y cantando al ritmo de los instrumentos musicales, retornan a su vida cotidiana, pero con el pensamiento de retornar otro día para participar en la ceremonia de culto al sapo petrificado de los urus.

domingo, 15 de octubre de 2017


EL DEGOLLADITO DEL PUENTE COLGANTE

En un recodo del camino entre el cementerio general de Llallagua y los balnearios de Catavi, donde las cumbres de los cerros parecen senos de mujer y las rugosas pendientes polleras de chola potosina, divisé en el flanco derecho de una quebrada, a pocos metros más arriba del amarillento y ancho río, una solitaria tumba que algunos vecinos mandaron a construir en el mismo lugar donde alguien perdió la vida de un modo cruel.

Cuando descendí al río por un accidentado sendero, me encontré con un trabajador de los veneros, quien, pala en mano y las botas de goma metidas en el agua, lavaba un montón de tierra plomiza, con la esperanza de rescatar algunas libras de mineral.

–¿De quién es esa tumba? –le pregunté, señalándole con la mirada y el dedo índice.

–Es de Amadeu –contestó, evasivo–, pero te sugiero que no subas.

–¿Por qué no?

–Porque a los que se acercan a esa tumba, a invocar a espíritus malignos o a practicar cultos paganos, se les aparece Satán –dijo con voz cansina, mientras enderezaba la espalda y enterraba la punta de la pala cerca de sus botas.

–¿Y quién es Satán?

–¡Es Satanás! –exclamó. Seguidamente, con la mejilla abombada por la bola de coca, prosiguió–: Le piden favores y Satán les concede…

–¿Entonces Amadeu representa a Satanás?

–Para unos sí, en cambio para otros es alma bendita y hace más milagros que nuestra Señora de la Asunción. Por ejemplo, un anciano le pidió que lo ayudara a curarse de su mal de mina y Amadeu le concedió su deseo. El anciano se sanó y hasta volvió a casarse tres veces. No faltan personas que vienen a pedirle favores. Le atribuyen poderes sobrenaturales, le rinden culto y hasta le venden su alma a cambio de que les haga un milagro; pero si no cumplen con él, los castiga con la muerte y pone en riesgo la vida de toda su familia.

–¿Y tú crees, en verdad, que Amadeu es un alma milagrosa? –le pregunté para ver cómo iba a reaccionar. Luego, mirándole a los ojos, añadí–: Si a una persona difunta se le atribuyen milagros, ésta puede llegar a ser beatificada y hasta canonizada por el Vaticano.

El trabajador de los veneros no supo que contestar. Se limpió el sudor de la frente con la manga de la chompa y sorbió el hilo de saliva verde por la coca que le escapaba por la comisura de los labios. 

–No sé cuál será la verdad –repuso al poco rato–, pero yo veo a personas que pasan por este lugar persignándose y rezando el Padrenuestro….

–¿Y esa tumba estuvo siempre ahí? ¿En ese lugar poco accesible?

–No –contestó seguro de sí mismo–. Antes estuvo aquí abajo, en la orilla del río, al lado de una cueva habitada por un loco andrajoso, quien se apareció de la nada, diciendo que era el guardián de la tumba del Degolladito…

El guardián del alma del Degolladito

El loco deambulaba por las calles asustando a los niños, mendigando casa por casa y reuniendo los huesos que algunos vecinos le daban, enterados de que el pobre desgraciado los apilaba en la entrada de la cueva, como si los huesos fueran amuletos o talismanes para protegerse de los demonios y cuidar el alma del Degolladito, quien cumplía los deseos de sus devotos y deshacía los maleficios de las personas que fueron trabajadas por la magia negra de un layqa (hechicero).

Así vivió el loco por mucho tiempo, hasta que encontró la muerte el año en que llovió varios días y varias noches. El caudal del río creció tanto que, además de arrastrar piedras, perros y gatos por debajo del puente colgante, se llevó la tumba del Degolladito y se comió la cueva del loco, quien, por estar borracho y dormido, no se dio cuenta de que el río acabaría con su vida. Días más tarde, encontraron su cadáver enterrado bajo la lama plomiza y el remanso del agua de copajira, más o menos a la altura de Andavilque, donde los vecinos constataron que tenía el cuerpo desnudo y plegado como un acordeón, los huesos rotos y el cráneo partido en pedazos.

Ni bien pasó el temporal y el río volvió a su cauce, las personas más supersticiosas, que tenían devoción por el Degolladito, mandaron a construir una tumba en la pendiente del cerro, más arriba del río, para evitar que el caudal se lo llevara otra vez…

Mi curiosidad por ver de cerca la tumba, a pesar de las advertencias del trabajador de los veneros, creció dentro de mí como si me persuadiera una voz interior. De modo que me despedí del venerista y subí hasta la tumba, trepándome por la escarpada ladera del cerro. Ya en el lugar, sentí que estaba sugestionado, como si me rodeara una energía sobrenatural, introduciéndome en una suerte de acto ritual, que oscila entre la realidad y la fantasía, entre la luz y las tinieblas, entre lo cierto y lo enigmático, entre lo profano y lo divino, entre la vida y la muerte.

En la tumba del Degolladito

En las esquinas de la tumba había floreros de cristal y en la parte frontal una inscripción que decía: Amadeu Martínez Q.E.P.D.; un detalle que me dejó perplejo, causándome una confusión entre la historia del comerciante libanés, que conocía desde siempre, y el apellido Martínez que, por ser de origen español, no podía corresponder a un ciudadano de Oriente Próximo. De todos modos, la tumba, con nombre o sin él,  no podía ser de otro difunto que del comerciante libanés, quien, hace ya muchas décadas atrás, fue degollado en el puente colgante entre Llallagua y Catavi.


Me puse de cuclillas y sentí un fuerte olor a k’oa (incienso), que emergió del interior de la tumba a través de una rejilla metálica. Miré hacia adentro y, como en cualquier sitio donde reina una energía sagrada, divisé hojas de coca, botellitas de plástico con alcohol, cigarrillos de diversas marcas, velas blancas y negras derretidas, y, entre las ofrendas y restos de koa, encontré la fotografía de un hombre que tenía dos alfileres atravesados de lado a lado, una en el rostro y otra en los genitales. En otras fotografías, envueltas con lanas de colores, estaba adherida una hoja de papel manchada con sangre. En uno de los mensajes, escrito a pulso y con letra de imprenta, una mujer le pedía a Amadeu que castigue a la amante de su marido, y que, si es posible, lo haga volver a su hogar por la felicidad de ella y de sus hijos. En otro mensaje se podía leer el deseo de otra mujer: Querido Amadeu. Nunca vine a pedirte nada. Es la primera vez. Por favor hazme el milagro de que mi amado me entregue su cuerpo y su corazón. Te prometo que te daré una misa cuando cumplas con mi pedido. Te agradeceré mucho y nunca olvidaré.

La chicharronera tramó la decapitación

Cuando terminé de leer los mensajes, cerré la rejilla metálica de cuya argolla pendía un candado oxidado y me retiré de la tumba de Amadeu Martínez, aunque seguía pensando en que éste era la misma tumba del comerciante libanés, que antes estaba ubicado en el borde del río. Aún recuerdo esa tumba del que yo, cuando era niño y cada vez que iba a los balnearios de Catavi, me robaba las monedas que los supersticiosos depositaban en una suerte de alcancía de hojalata, para comprarme con ese dinero los refrescos y las salteñas al salir del Baño Obrero. Sin embargo, debo reconocer que cuando era niño no sabía el porqué la gente dejaba monedas en la tumba, que más parecía un sitio de romería, lleno de ramos de flores y vasijas con agua.


La macabra historia del comerciante libanés, que vendía joyas de fantasía en los centros mineros, comenzó el mismo día en que la gente, al verlo pulcramente vestido y llevando a cuestas una caja llena de mercancías de orfebrería, concibió la idea de que el forastero tenía el cuerpo forrado de joyas y dinero. Se sabía también que este personaje llegado de allende los mares, con los mostachos espesos y los ojos color ámbar, cada vez que estaba en Llallagua, iba a servirse el mentado chicharrón en la tienda de un callejón, que comunicaba a la calle Linares con la Bolívar, donde se zampaba un plato lleno de motes, huevos cocidos, queso, charque de llama y una sabrosa porción de llajwa, que le recordaba a las picantes salsas del kibbeh que solía comer en su lejana tierra.

Cuando el comerciante libanés terminaba de servirse el chicharrón, chupándose los dedos y relamiéndose los labios, solía servirse, lo que él llamaba en su extraño acento español un vaso de asentativo, que la dueña de casa preparaba a base de singani, soda y limón.

La chicharronera, una mujer regordeta, petisa y jovial, que parecía haber nacido para llenarse de dinero a cambio de ofrecer a los clientes su sonrisa de oreja a oreja y sus habilidades en la cocina, puso en marcha el plan que tenía pensado desde hace tiempo: acabar con la vida del comerciante libanés. Así es que, interesada en sustraerle sus joyas y dinero, se le acercó fingiendo tenerlo en gran estima y lo invitó a quedarse un ratito más, mientras ponía sobre la mesa una jarra de chuflay.

–Es la amabilidad de la casa –le dijo. Luego giró sobre los talones y, batiendo la pollera con su abultado trasero, desapareció con vertiginosa rapidez en la cocina.

El comerciante libanés no alcanzó a agradecerle por el gesto, pero se sintió alagado como todo hombre consentido por una mujer. Y, sin sospechar las malas intenciones de la dueña de casa, empezó a libar la bebida alcohólica hasta quedar completamente ebrio.

Fue entonces que la chicharronera se convenció de que la trampa que le tendió al comerciante libanés iba a funcionar a la perfección, y que, sabiendo que no tenía familiares ni residencia fija en Bolivia, sería muy fácil acabar con él para luego apoderarse de los bienes que cargaba en el cuerpo, la cartera y la caja.

Entrada ya la noche, la chicharronera se acercó a su cliente por enésima vez y, retirando de la mesas el vaso y la jarra de chuflay, le dijo que ya era hora de cerrar la tienda.

El comerciante libanés, abrazándose a su caja de joyas como por instinto, procuró levantarse de la silla, pero no pudo por mucho que lo intentó.

–Déjalo nomas tu caja, yo te lo cuidaré –le dijo la chicharronera–. Si la llevas contigo, puedes perderla en el camino.

El comerciante libanés, que estaba más borracho que nunca, la miró por debajo del ala de su sombrero y no dijo nada, hasta que ella, aprovechándose de su estado etílico, lo convenció diciéndole:

–Mañana puedes pasar a recoger tu caja. Aquí nunca se pierde nada…

El peón de la chicharronera

En ese momento se apareció en la tienda el peón que la ayudaba en la cocina. Era un campesino oriundo de un ayllu del norte de Potosí, que llegó a Llallagua con la pretensión de trabajar como cargador en la pulpería de Siglo XX. La chicharronera, que era una mujer soltera y sin hijos, lo acogió en su casa, convirtiéndolo en su peón y confidente, desde el primer día que se cruzaron sus caminos en la puerta de una carnicería donde ella solía comprar las presas de cerdo para preparar el chicharrón.

El peón de la chicharronera, que era un indígena de estatura alta y fornido cuerpo, tenía el rostro anguloso, los ojos hundidos, la nariz picuda y la piel tostada por las inclemencias del altiplano. No estaba acostumbrado a hablar y mucho menos a hacer preguntas; no obstante, con la misma actitud sumisa de los indígenas que trabajaban como pongos en la hacienda de los patrones, estaba acostumbrado a cumplir con los mandados sin cuestionar ni rechazar.  

La chicharronera, hablándole al peón en quechua, un idioma que no entendía el comerciante libanés, le entregó un fajo de billetes por adelantado. El peón, con los ojos encendidos por la ambición, recibió los billetes y se los guardó en la chuspa que colgaba de su cuello.

–El resto, como ya acordamos, te lo completaré después –le dijo la mujer, mientras le entregaba el arma con el cual debía cometer el crimen. Se trataba de un enorme cuchillo que ella usaba para trocear los huesos de los cerdos, de doce pulgadas de ancho, con mango de madera y una hoja más afilada que una navaja.

El peón no tardó en esconder el cuchillo debajo de su poncho, mientras lo miraba de rato en rato a su futura víctima, quien roncaba con la cabeza apoyada sobre la mesa.

La chicharronera se apresuró en levantar la caja de joyas y, con la cara rebosante de felicidad, despareció en la cocina.  

El peón se acercó al comerciante libanés, lo cogió por los brazos, lo ayudó a ponerse de pie y lo sacó por la angosta puerta de la tienda. Ya en la calle y bajo el amparo de la noche, ambos recorrieron por las calles de Llallagua. El peón lo conducía sujetándolo del brazo, mientras el borracho caminaba arrastrando los pies y tambaleándose como un velamen mecido por el viento. Bajaron por la carretera rumbo a Catavi, cruzaron por los rieles del tren metalero, por la puerta del cementerio general y tomaron el sendero que llevaba hacia la quebrada del río, donde estaba el puente colgante que había que atravesar para llegar a la Pampa María Barzola y luego a los campamentos de la Empresa Minera Catavi. 

Un crimen atroz en el puente colgante

El peón, antes de que cruzaran por el puente colgante, se apartó del comerciante libanés, simulando que tenía ganas de orinar. Después se le acercó sigilosamente por la espalda, lo sujetó por los hombros con sus enormes manos y, cargándose de una energía brutal,  lo tiró hacia atrás tumbándolo de espaldas contra el suelo pedregoso y polvoriento. Acto seguido, se montó a horcajadas sobre el pecho, lo inmovilizó con la mano izquierda, mientras con la derecha sacó el enorme cuchillo de su poncho, hizo brillar el afilado metal ante el reflejo glacial de la luna y, ¡zas!, le cercenó la cabeza de un solo tajo.

La sangre saltó a chorros y el peón de la chicharronera, aturdido por el crimen que acababa de cometer con premeditación y alevosía, se dio prisa en arrojar la cabeza, con los ojos abiertos y los dientes apretados, a la corriente del río que, a esas alturas del año, corría con bastante caudal por debajo del puente colgante, encajonándose quebrada abajo entre juncos y piedras.


El peón hizo lo que le instruyó la chicharronera; metió el cuerpo del comerciante libanés en una bolsa de plástico y ésta en un gangocho que servía para transportar papas. Seguidamente, tapó los vestigios de sangre con la misma tierra del lugar, cargó el bulto sobre sus hombros y abandonó el escenario del crimen a paso ligero y apretado, sin volver la mirada atrás y sin otro pensamiento que recibir el resto del dinero que le prometió la chicharronera.

Cuando llegó a la tienda, empujó la puerta entreabierta y tiró el cuerpo sin cabeza en el piso la cocina. La chicharronera le canceló lo prometido y le dijo que retornara a su ayllu, recomendándole que nunca abriera la boca si quería permanecer con vida junto a su familia. El peón, con el semblante perturbado y las manos temblorosas, aceptó con un simple movimiento de cabeza y la boca cerrada, cogió sus pocas pertenencias que estaban envueltas en un descolorido aguayo y salió por la puerta de calle, sin que nadie lo viera, aparte de las estrellas que parpadeaban colgadas en las alturas.

El cuerpo convertido en chicharrón

La chicharronera, apoderándose del mismo cuchillo que utilizó el peón para cometer el homicidio, sacó el cadáver de las bolsas y, desesperada por ocultar las evidencias del crimen, le quitó las ropas manchadas de sangre y troceó tanto las extremidades como el cuerpo del  comerciante libanés. Al cabo de un tiempo, tiró las ropas hacia las crepitantes llamas del fogón y puso los trozos de carne en el mismo perol donde freía el chicharrón de cerdo.


A la mañana siguiente, un hombre que se dirigía a los balnearios de Catavi, como todos los sábados al amanecer, encontró estremecido de horror la cabeza del comerciante libanés a un costado del río y muy cerca del sendero que conducía a los baños termales. Horas más tarde, cuando dio parte del macabro hallazgo a la policía, dijo que la cabeza estaba entre un promontorio de piedras, allí donde viraba el curso del río. Lo demás quedó a cargo de la autopsia de ley de la policía, que se ocupó de averiguar la identidad del Degolladito y de dar con el paradero de los culpables de este horrendo crimen.

Al cabo de un día de rastrear las pistas que podían echar luces sobre los móviles del crimen y luego del examen forense de la cabeza del occiso, se llegó a la conclusión de que pertenecía a una persona de sexo masculino, cuya edad oscilaba de 35 a 40 años. Se dijo también que la muerte fue por degollamiento y que tenía una data de no más de un día.

El precio de la caja de joyas

Mientras esto sucedía en las dependencias del Departamento de Investigación Criminal (DIC) de Llallagua, la chicharronera se encontraba en la ciudad de Oruro, con la intención de vender la caja de joyas en una casa que compraba oro y plata al contado, pero grande fue su sorpresa al enterarse de que las joyas no eran de metal noble, sino simples fantasías, bañadas con oro y plata, que el comerciante libanés vendía a bajo precio en los distritos mineros, y que la bolsa de lana que colgaba de su cuello no estaba llena de dinero sino de cartas escritas en un raro alfabeto cuyas letras, más que letras, parecían los jeroglíficos de un idioma desconocido.

El chasco que se llevó la chicharronera fue de tal magnitud, que se golpeó el pecho de arrepentimiento y no supo qué hacer con su maldita ambición de llenarse de dinero a cualquier costa, así sea cobrando la vida de un humilde hombre que escapó de la pobreza de su país para encontrar una despiadada muerte a medio camino entre Llallagua y Catavi.  

Algunos vecinos que tenían amistad con el comerciante libanés, tras anoticiarse de que fue degollado en el puente colgante, se embargaron de dolor y clamaron que la justicia dé con los asesinos. No obstante, como se trataba de un ciudadano extranjero que no tenía familiares en Bolivia, las autoridades policiales encarpetaron la investigación y sólo las personas de buena fe, para evitar que se condenara como alma en pena, reunieron un considerable monto de dinero para construir una tumba y darle una cristiana sepultura, a pesar de que él era musulmán, en el mismo lugar donde fue hallada su cabeza, desmembrada del cuerpo que no volvió a aparecer por ningún lado, debido a que los comensales sabatinos se lo comieron convertido en chicharrón.

El peón de la chicharronera, autor material del crimen, desapareció como si la tierra se lo hubiese tragado entero; en tanto la ella, que fue absuelta de toda sospecha y culpa, un día puso un macizo candado en la puerta de su tienda y desapareció de Llallagua, sin decir nada a nadie ni dejar que nadie le siguiera sus pasos, salvo el alma del Degolladito que no la dejó vivir en paz hasta el día de su muerte.     

sábado, 14 de octubre de 2017


AÑO NUEVO EN PARÍS

El día que llegué a París, justo cuando iba a ser sepultado el dramaturgo y novelista Samuel Beckett, experimenté un golpe de sensaciones contradictorias, que son el fiel reflejo de la realidad parisina tan bien retratada en las obras de Víctor Hugo y Balzac. La ciudad es, por antonomasia, un abanico de culturas, con hombres que lo tienen todo y hombres que no tienen nada, con castillos, palacios, museos  y suburbios; un París en el cual, alguna vez, todos quisieron poner sus pies, como lo hicieron los escritores, pintores y poetas latinoamericanos. Algunos incluso se establecieron hasta exhalar su último hálito de vida, como es el caso de César Vallejo y Julio Cortázar.

Al filo de recibir un nuevo año, no pude resistir la curiosidad de ir a los predios donde está emplazada la Torre Eiffel, el monumento más visitado de Francia desde 1889. La torre, contemplada a la distancia, parecía laqueada de luces áureas, levantándose en dirección al cielo frío y oscuro; más todavía, cuando la miré desde abajo, con una sensación de vértigo, parecía cayéndose sobre mis ojos, como si me hubiese emborrachado con la botella de champaña, como si todo París se hubiese embriagado conmigo.

Festejar Año Nuevo en París es realmente una sensación maravillosa, ya que es una ciudad que resplandece de vida, bebida y amor, en medio de un incesante bombardeo de juegos artificiales, que estallan en el cielo como ramilletes de flores y consumen ingente cantidad de pólvora. Todos los prados están iluminados por bombillas y las aguas de las fuentes se desparraman en chorros fosforescentes como si dibujaran oleajes de arcoíris.

Recorrer por el Boulevard de Montparnasse, donde está la estatua de Balzac de Rodín, espejo de la sociedad que detestaba el autor de la Comedia humana, y en la plaza, el fálico rascacielos negro, que hasta podría ser una hipérbole de la negritud invasora del barrio. En esta misma avenida están los cafés que frecuentaron los intelectuales parisinos y, por supuesto, los escritores y pintores del mundo, porque París no se acaba nunca, como escribió Ernest Hemingwey, recordando los gloriosos días de su bohemia en una ciudad que nunca bosteza ni duerme.

Hospedarse en un alojamiento del Barrio Latino es estar muy cerca de las turbias aguas del Sena, a un tiro de piedra de Notre Dame y la Rue de la Lappe llena de galerías, restaurantes, bares y anticuarios. Los peatones que deambulan por las aceras se entrecruzan constantemente, se rozan, se tocan, se huelen. Si no son europeos blancos, son árabes, africanos, asiáticos, hispanoamericanos; en fin, un mosaico multicultural de inmigrantes de todos los colores, idiomas, credos y olores.

Cualquiera que camine por las orillas del Sena, el histórico río que atraviesa el corazón de la ciudad, estará respirando el aire en el casco viejo de la Ciudad Luz, constituido por La Cite, la isla más grande circundada por las aguas del Sena. Aquí mismo está el puente más antiguo, que empezó a construirse a finales de 1500, bajo el reinado de Henrik III. Hacia atrás, alejándose del río, se extienden callejuelas, bistrós, librerías, tiendas de anticuarios y un edificio de paredes blancas, de dos pisos, con una placa de mármol que indica que allí vivió Guillaume Apollinaire, una de las figuras legendarias de la vanguardia poética europea.


En la orilla izquierda del Sena, frente a la catedral Notre Dame, retratada por fuera y por dentro en Nuestra Señora de París de Víctor Hugo, encontré la librería Shakesperare and Company, propiedad del librero estadounidense George Whitman, quien conoció a una infinidad de escritores desde 1951. Cuando le pregunté si alguna vez Cortázar visitó su librería atestada de libros viejos, en varios estantes y diferentes idiomas, me contestó con cierta sorpresa: Sí, pero no sólo visitaba la librería, sino que era mi vecino. Luego, agregó: Él pensaba que esta librería era la más humana en París. Y, en efecto, el envejecido Whitman invitaba a los visitantes una taza de ersatz, ese delicado jarabe con un poco de azúcar quemada y agua, que hervía en una caldera puesta sobre una hornilla desde que abría hasta que cerraba su célebre librería, donde se refugiaban los lectores acostumbrados al buen trato y la buena literatura.

Una semana más tarde, antes de abandonar ese París de mitos, leyendas, misterios y acontecimientos que conmovieron al mundo, como toda metrópoli cultural que tiene a sus estrellas intelectuales brillando en su firmamento -Baudelaire, Bataille, Verlaine, Proust, Rimbaud, Foucault, Stendhal, Sartre, Simone de Beauvoir, Malraux, Camus y Genet, entre muchos otros-, me di tiempo para visitar las tumbas de dos de nuestras celebridades latinoamericanas sepultadas en el cementerio de Montparnasse, en el Inex des Celebrites, donde recordé a Oliveira de la Rayuela de Julio Cortázar, quien, lejos de refugiarse en el anonimato voluntario y la periferia, observaba un caleidoscopio lleno de personajes literarios compuesto por vagabundos, estudiantes, poetas, pintores y músicos, que conformaban un auténtico elenco de la vida bohème de una ciudad cargada de librerías, bodegas de vino y tiendas de tabaco.

En ese mismo camposanto de París, yacen los restos del poeta peruano César Vallejo, quien, a pesar de haber vivido apenado por la pena de los humanos y al borde de una incurable pobreza, prefirió morirse en París y no escaparse. Ya sabemos que Vallejo, despojado del tiempo de su infancia, desterrado de su tierra natal por una falsa acusación de robo, expulsado de Francia por comunista, encarnaba y reencarnaba, de manera excepcional, la conciencia trágica de un escritor lúcido, auténtico y atormentado por un sentimiento de culpa: la culpa de haber nacido pobre y un día en que Dios estuvo enfermo.

Por otro lado, cabe reconocer que París no es sólo la ciudad del arte de la gastronomía y la felicidad, sino también una urbe dura y amarga, que otros latinoamericanos experimentaron entre cuartos glaciales y pulóveres rotos, sin tener que comer ni con qué cubrirse el cuerpo, como García Márquez, quien, cuando fungía como corresponsal del periódico El Espectador, tuvo que escribir El coronel no tiene quien le escriba para olvidar sus angustias cotidianas, ya que él, como el personaje de su novela, aguardaba una carta, un dinero, que nunca llegaba desde Colombia y que no tenía qué comer, hasta que tuvo que mendigar una moneda en el metro y dormir en los escaños, calentándose con el vapor que exhalaban las parrillas del metro y eludiendo a los policías que, en cierta ocasión, se lo cargaron confundiéndolo con un argelino indocumentado.

Todo esto y mucho más es París, y apresarlo en una nota breve es un verdadero desafío contra el tiempo y la distancia. No obstante, aquí se intenta revivir los recuerdos que conserva la memoria, tan frágil y fugaz como el flash de una cámara fotográfica, que no siempre permite captar una imagen en su merecida dimensión.