sábado, 14 de octubre de 2017


AÑO NUEVO EN PARÍS

El día que llegué a París, justo cuando iba a ser sepultado el dramaturgo y novelista Samuel Beckett, experimenté un golpe de sensaciones contradictorias, que son el fiel reflejo de la realidad parisina tan bien retratada en las obras de Víctor Hugo y Balzac. La ciudad es, por antonomasia, un abanico de culturas, con hombres que lo tienen todo y hombres que no tienen nada, con castillos, palacios, museos  y suburbios; un París en el cual, alguna vez, todos quisieron poner sus pies, como lo hicieron los escritores, pintores y poetas latinoamericanos. Algunos incluso se establecieron hasta exhalar su último hálito de vida, como es el caso de César Vallejo y Julio Cortázar.

Al filo de recibir un nuevo año, no pude resistir la curiosidad de ir a los predios donde está emplazada la Torre Eiffel, el monumento más visitado de Francia desde 1889. La torre, contemplada a la distancia, parecía laqueada de luces áureas, levantándose en dirección al cielo frío y oscuro; más todavía, cuando la miré desde abajo, con una sensación de vértigo, parecía cayéndose sobre mis ojos, como si me hubiese emborrachado con la botella de champaña, como si todo París se hubiese embriagado conmigo.

Festejar Año Nuevo en París es realmente una sensación maravillosa, ya que es una ciudad que resplandece de vida, bebida y amor, en medio de un incesante bombardeo de juegos artificiales, que estallan en el cielo como ramilletes de flores y consumen ingente cantidad de pólvora. Todos los prados están iluminados por bombillas y las aguas de las fuentes se desparraman en chorros fosforescentes como si dibujaran oleajes de arcoíris.

Recorrer por el Boulevard de Montparnasse, donde está la estatua de Balzac de Rodín, espejo de la sociedad que detestaba el autor de la Comedia humana, y en la plaza, el fálico rascacielos negro, que hasta podría ser una hipérbole de la negritud invasora del barrio. En esta misma avenida están los cafés que frecuentaron los intelectuales parisinos y, por supuesto, los escritores y pintores del mundo, porque París no se acaba nunca, como escribió Ernest Hemingwey, recordando los gloriosos días de su bohemia en una ciudad que nunca bosteza ni duerme.

Hospedarse en un alojamiento del Barrio Latino es estar muy cerca de las turbias aguas del Sena, a un tiro de piedra de Notre Dame y la Rue de la Lappe llena de galerías, restaurantes, bares y anticuarios. Los peatones que deambulan por las aceras se entrecruzan constantemente, se rozan, se tocan, se huelen. Si no son europeos blancos, son árabes, africanos, asiáticos, hispanoamericanos; en fin, un mosaico multicultural de inmigrantes de todos los colores, idiomas, credos y olores.

Cualquiera que camine por las orillas del Sena, el histórico río que atraviesa el corazón de la ciudad, estará respirando el aire en el casco viejo de la Ciudad Luz, constituido por La Cite, la isla más grande circundada por las aguas del Sena. Aquí mismo está el puente más antiguo, que empezó a construirse a finales de 1500, bajo el reinado de Henrik III. Hacia atrás, alejándose del río, se extienden callejuelas, bistrós, librerías, tiendas de anticuarios y un edificio de paredes blancas, de dos pisos, con una placa de mármol que indica que allí vivió Guillaume Apollinaire, una de las figuras legendarias de la vanguardia poética europea.


En la orilla izquierda del Sena, frente a la catedral Notre Dame, retratada por fuera y por dentro en Nuestra Señora de París de Víctor Hugo, encontré la librería Shakesperare and Company, propiedad del librero estadounidense George Whitman, quien conoció a una infinidad de escritores desde 1951. Cuando le pregunté si alguna vez Cortázar visitó su librería atestada de libros viejos, en varios estantes y diferentes idiomas, me contestó con cierta sorpresa: Sí, pero no sólo visitaba la librería, sino que era mi vecino. Luego, agregó: Él pensaba que esta librería era la más humana en París. Y, en efecto, el envejecido Whitman invitaba a los visitantes una taza de ersatz, ese delicado jarabe con un poco de azúcar quemada y agua, que hervía en una caldera puesta sobre una hornilla desde que abría hasta que cerraba su célebre librería, donde se refugiaban los lectores acostumbrados al buen trato y la buena literatura.

Una semana más tarde, antes de abandonar ese París de mitos, leyendas, misterios y acontecimientos que conmovieron al mundo, como toda metrópoli cultural que tiene a sus estrellas intelectuales brillando en su firmamento -Baudelaire, Bataille, Verlaine, Proust, Rimbaud, Foucault, Stendhal, Sartre, Simone de Beauvoir, Malraux, Camus y Genet, entre muchos otros-, me di tiempo para visitar las tumbas de dos de nuestras celebridades latinoamericanas sepultadas en el cementerio de Montparnasse, en el Inex des Celebrites, donde recordé a Oliveira de la Rayuela de Julio Cortázar, quien, lejos de refugiarse en el anonimato voluntario y la periferia, observaba un caleidoscopio lleno de personajes literarios compuesto por vagabundos, estudiantes, poetas, pintores y músicos, que conformaban un auténtico elenco de la vida bohème de una ciudad cargada de librerías, bodegas de vino y tiendas de tabaco.

En ese mismo camposanto de París, yacen los restos del poeta peruano César Vallejo, quien, a pesar de haber vivido apenado por la pena de los humanos y al borde de una incurable pobreza, prefirió morirse en París y no escaparse. Ya sabemos que Vallejo, despojado del tiempo de su infancia, desterrado de su tierra natal por una falsa acusación de robo, expulsado de Francia por comunista, encarnaba y reencarnaba, de manera excepcional, la conciencia trágica de un escritor lúcido, auténtico y atormentado por un sentimiento de culpa: la culpa de haber nacido pobre y un día en que Dios estuvo enfermo.

Por otro lado, cabe reconocer que París no es sólo la ciudad del arte de la gastronomía y la felicidad, sino también una urbe dura y amarga, que otros latinoamericanos experimentaron entre cuartos glaciales y pulóveres rotos, sin tener que comer ni con qué cubrirse el cuerpo, como García Márquez, quien, cuando fungía como corresponsal del periódico El Espectador, tuvo que escribir El coronel no tiene quien le escriba para olvidar sus angustias cotidianas, ya que él, como el personaje de su novela, aguardaba una carta, un dinero, que nunca llegaba desde Colombia y que no tenía qué comer, hasta que tuvo que mendigar una moneda en el metro y dormir en los escaños, calentándose con el vapor que exhalaban las parrillas del metro y eludiendo a los policías que, en cierta ocasión, se lo cargaron confundiéndolo con un argelino indocumentado.

Todo esto y mucho más es París, y apresarlo en una nota breve es un verdadero desafío contra el tiempo y la distancia. No obstante, aquí se intenta revivir los recuerdos que conserva la memoria, tan frágil y fugaz como el flash de una cámara fotográfica, que no siempre permite captar una imagen en su merecida dimensión.

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