AÑO NUEVO EN PARÍS
El día que llegué a París, justo cuando iba a ser
sepultado el dramaturgo y novelista Samuel Beckett, experimenté un golpe de
sensaciones contradictorias, que son el fiel reflejo de la realidad parisina
tan bien retratada en las obras de Víctor Hugo y Balzac. La ciudad es, por
antonomasia, un abanico de culturas, con hombres que lo tienen todo y hombres
que no tienen nada, con castillos, palacios, museos y suburbios; un París en el cual, alguna vez,
todos quisieron poner sus pies, como lo hicieron los escritores, pintores y
poetas latinoamericanos. Algunos incluso se establecieron hasta exhalar su
último hálito de vida, como es el caso de César Vallejo y Julio Cortázar.
Al filo de recibir un nuevo año, no pude resistir la
curiosidad de ir a los predios donde está emplazada la Torre Eiffel, el
monumento más visitado de Francia desde 1889. La torre, contemplada a la
distancia, parecía laqueada de luces áureas, levantándose en dirección al cielo
frío y oscuro; más todavía, cuando la miré desde abajo, con una sensación de
vértigo, parecía cayéndose sobre mis ojos, como si me hubiese emborrachado con
la botella de champaña, como si todo París se hubiese embriagado conmigo.
Festejar Año Nuevo en París es realmente una sensación
maravillosa, ya que es una ciudad que resplandece de vida, bebida y amor, en
medio de un incesante bombardeo de juegos artificiales, que estallan en el
cielo como ramilletes de flores y consumen ingente cantidad de pólvora. Todos
los prados están iluminados por bombillas y las aguas de las fuentes se
desparraman en chorros fosforescentes como si dibujaran oleajes de arcoíris.
Recorrer por el Boulevard
de Montparnasse, donde está la estatua de Balzac de Rodín, espejo
de la sociedad que detestaba el autor de la Comedia
humana, y en la plaza, el fálico rascacielos negro, que hasta podría ser
una hipérbole de la negritud invasora del barrio. En esta misma avenida están
los cafés que frecuentaron los intelectuales parisinos y, por supuesto, los
escritores y pintores del mundo, porque París
no se acaba nunca, como escribió Ernest Hemingwey, recordando los gloriosos
días de su bohemia en una ciudad que nunca bosteza ni duerme.
Hospedarse en un alojamiento del Barrio Latino es estar muy cerca de las turbias aguas del Sena, a
un tiro de piedra de Notre Dame y la Rue de la Lappe llena de galerías,
restaurantes, bares y anticuarios. Los peatones que deambulan por las aceras se
entrecruzan constantemente, se rozan, se tocan, se huelen. Si no son europeos
blancos, son árabes, africanos, asiáticos, hispanoamericanos; en fin, un
mosaico multicultural de inmigrantes de todos los colores, idiomas, credos y
olores.
Cualquiera que camine por las orillas del Sena, el
histórico río que atraviesa el corazón de la ciudad, estará respirando el aire
en el casco viejo de la Ciudad Luz, constituido por La Cite, la isla más grande
circundada por las aguas del Sena. Aquí mismo está el puente más antiguo, que
empezó a construirse a finales de 1500, bajo el reinado de Henrik III. Hacia
atrás, alejándose del río, se extienden callejuelas, bistrós, librerías,
tiendas de anticuarios y un edificio de paredes blancas, de dos pisos, con una
placa de mármol que indica que allí vivió Guillaume Apollinaire, una de las
figuras legendarias de la vanguardia poética europea.
En la orilla izquierda del Sena, frente a la catedral
Notre Dame, retratada por fuera y por dentro en Nuestra Señora de París de Víctor Hugo, encontré la librería Shakesperare and Company, propiedad del
librero estadounidense George Whitman, quien conoció a una infinidad de
escritores desde 1951. Cuando le pregunté si alguna vez Cortázar visitó su
librería atestada de libros viejos, en varios estantes y diferentes idiomas, me
contestó con cierta sorpresa: Sí, pero no
sólo visitaba la librería, sino que era mi vecino. Luego, agregó: Él pensaba que esta librería era la más
humana en París. Y, en efecto, el envejecido Whitman invitaba a los
visitantes una taza de ersatz, ese
delicado jarabe con un poco de azúcar
quemada y agua, que hervía en una caldera puesta sobre una hornilla desde que
abría hasta que cerraba su célebre librería, donde se refugiaban los lectores
acostumbrados al buen trato y la buena literatura.
Una semana más tarde, antes de abandonar ese París de
mitos, leyendas, misterios y acontecimientos que conmovieron al mundo, como
toda metrópoli cultural que tiene a sus estrellas intelectuales brillando en su
firmamento -Baudelaire, Bataille, Verlaine, Proust, Rimbaud, Foucault,
Stendhal, Sartre, Simone de Beauvoir, Malraux, Camus y Genet, entre muchos otros-, me di tiempo para
visitar las tumbas de dos de nuestras celebridades latinoamericanas sepultadas
en el cementerio de Montparnasse, en el Inex
des Celebrites, donde recordé a Oliveira de la Rayuela de Julio Cortázar, quien, lejos de refugiarse en el
anonimato voluntario y la periferia, observaba un caleidoscopio lleno de
personajes literarios compuesto por vagabundos, estudiantes, poetas, pintores y
músicos, que conformaban un auténtico elenco de la vida bohème de una
ciudad cargada de librerías, bodegas de vino y tiendas de tabaco.
En ese mismo camposanto de París, yacen los restos del
poeta peruano César Vallejo, quien, a pesar de haber vivido apenado por la pena
de los humanos y al borde de una incurable pobreza, prefirió morirse en París y
no escaparse. Ya sabemos que Vallejo, despojado del tiempo de su infancia,
desterrado de su tierra natal por una falsa acusación de robo, expulsado de
Francia por comunista, encarnaba y reencarnaba, de manera excepcional, la
conciencia trágica de un escritor lúcido, auténtico y atormentado por un
sentimiento de culpa: la culpa de haber nacido pobre y un día en que Dios
estuvo enfermo.
Por otro lado, cabe reconocer que París no es sólo la
ciudad del arte de la gastronomía y la felicidad, sino también una urbe dura y
amarga, que otros latinoamericanos experimentaron entre cuartos glaciales y
pulóveres rotos, sin tener que comer ni con qué cubrirse el cuerpo, como García
Márquez, quien, cuando fungía como corresponsal del periódico El Espectador, tuvo que escribir El coronel no tiene quien le escriba
para olvidar sus angustias cotidianas, ya que él, como el personaje de su
novela, aguardaba una carta, un dinero, que nunca llegaba desde Colombia y que
no tenía qué comer, hasta que tuvo que mendigar una moneda en el metro y dormir
en los escaños, calentándose con el vapor que exhalaban las parrillas del metro
y eludiendo a los policías que, en cierta ocasión, se lo cargaron
confundiéndolo con un argelino indocumentado.
Todo esto y mucho más es París, y apresarlo en una nota
breve es un verdadero desafío contra el tiempo y la distancia. No obstante,
aquí se intenta revivir los recuerdos que conserva la memoria, tan frágil y
fugaz como el flash de una cámara fotográfica, que no siempre permite captar
una imagen en su merecida dimensión.
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