viernes, 25 de diciembre de 2015


LOS MINEROS EN MI VIDA Y MI OBRA

Cada vez que se conmemora el Día del Minero Boliviano, instaurado en memoria a los caídos en la masacre de Catavi, siento desde el fondo de mi alma la necesidad de rendirles un homenaje personal a los hombres y las mujeres que, enfrentándose heroicamente a las tropas militares al servicio de los regímenes oligárquicos, ofrendaron su sangre por una causa justa, por reclamar mejores condiciones laborales y de vida; una constante del sindicalismo revolucionario que ha dado magistrales lecciones de dignidad y de lucha.

Ya lo dije en repetidas ocasiones: los mineros han marcado a fuego mi vida y mi obra literaria. A ellos les debo mi conciencia revolucionaria y les estoy eternamente agradecido. Ellos fueron los maestros que forjaron mis ideales de justicia y ellos me enseñaron que la palabra libertad no es un concepto abstracto, sino un derecho fundamental que se debe conquistar para vivir en una sociedad más armónica y equitativa, donde todos seamos iguales y nadie sea más que nadie.

Los mineros, desde que tengo uso de razón, han estado presentes en mi mundo familiar, en el fondo de mi corazón y han poblado mi mente con sus testimonios personales, con los cuentos vividos y sufridos al fragor de la miseria, con los triunfos y las derrotas inherentes a la lucha de clases, donde los proletarios, armados con los principios ideológicos del socialismo, se constituyeron en la vanguardia de un pueblo decidido a romper con las cadenas de la opresión impuestas por el imperialismo y sus cipayos nativos.
   
En mi infancia, que transcurrió en las poblaciones mineras de Siglo XX y Llallagua, al norte del departamento de Potosí, me sentí impactado por el asesinato de mi tío César Lora, acaecido el 29 de julio de 1965, y por la desaparición de mi vecino Isaac Camacho, en julio de 1967; dos líderes obreros que fueron víctimas de la CIA y del gobierno dictatorial de René Barrientos Ortuño. El cobarde asesinato de estos luchadores del sindicalismo nacional, me enseñó que el camino hacia la libertad estaba sembrado de peligros y que, a veces, era necesario sacrificar la vida para alcanzar el sueño soñado y abrir las grandes alamedas de la libertad.
 
Otro episodio que gravitó en mi vida de manera decisiva, para que asumiera también como mía la lucha de los trabajadores, fue la masacre minera de San Juan, acaecida en la madrugada del 24 de junio de 1967, cuando yo tenía nueve años de edad; una tragedia que me tocó las fibras más íntimas y me convirtió en uno de sus testigos. Aún conservo en la memoria, como un recuerdo vivo y fulgurante, los incidentes de ese despiadado acontecimiento histórico, que comenzó siendo una fiesta y terminó siendo una tragedia. Las tropas militares hicieron gala de su brutalidad sanguinaria y las familias mineras lloraron a sus muertos entre velos teñidos de sangre.

En mi adolescencia he andado y desandado por la pampa María Barzola, unas veces cuando cruzaba el río por el puente colgante para ir a ver las películas que exhibían en el Teatro Simón I. Patiño, que el magnate minero hizo construir con bloques de piedra labrada enfrente del ingenio de procesamiento de minerales de Catavi; y, otras veces, cuando iba a los balnearios de aguas termales, donde las familias mineras se daban cita para ingresar al baño turco, casi siempre reservado para los técnicos de la empresa, o al baño obrero, destinado a los trabajadores de bajo rango en la escala laboral.
  
En el ciclo intermedio Junín, cuyo edificio fue construido cerca de una enorme cruz plantada en un pedestal de cemento, donde había una lápida en cuyo epitafio se recordaba a los caídos en la masacre minera de 1942, cursé el séptimo grado escolar y aprendí a declamar los versos de El pájaro revolucionario, del eximio poeta tarijeño Óscar Alfaro. Años más tarde, cuando ya estaba metido en los laberintos de la literatura, comprendí que mi maestra de lenguaje, que puso en nuestras manos las poesías de compromiso social del poeta de los niños por excelencia, estaba también comprometida con la causa de los desposeídos y que su labor pedagógica, basada en los preceptos educativos de Paulo Freire, tenía la función de concientizar a los estudiantes por medio de la palabra escrita, cuya máxima expresión está en los versos capaces de sintetizar los pensamientos y sentimientos de un pueblo que, entre los flujos y reflujos de los acontecimientos sociales, lucha por conquistar la libertad y enarbolar las banderas de la justicia social.

Cuando me hice dirigente de los estudiantes del Colegio Primero de Mayo, no dudé un solo instante en que uno de nuestros deberes era apoyar la lucha de los trabajadores mineros, que en su gran mayoría eran nuestros padres, y actuar mancomunadamente junto a las valerosas amas de casa, que en su gran mayoría eran nuestras madres. Así aprendí que el sindicalismo revolucionario era la savia que mantenía viva las esperanzas de construir un mundo diferente al que nos ofrecía el capitalismo salvaje. Aprendí también mucho de las amas de casa, quienes, además de cumplir con las tareas del hogar, se daban tiempo para participar en la vida sindical junto a sus hijos y maridos.

Está demostrado que las mujeres mineras, ya sea como palliris o amas de casa, fueron el soporte fundamental de las familias mineras y, por eso mismo, dignas de estar presentes en las páginas de la historia nacional, no sólo porque supieron dar su vida para evitar que sus hijos se murieran de hambre, sino también porque tuvieron el coraje de convertirse de amas de casa en armas de casa, como María Barzola y Domitila Barrios de Chungara, quienes, además de palliris, fueron hijas, esposas, madres, hermanas y grandes luchadoras sociales.

Muchas de estas palliris, organizadas gracias al impulso del Comité de Amas de Casa, tuvieron un papel determinante en los numerosos conflictos registrados en la historia del movimiento obrero boliviano. La de mayor envergadura fue cuando cuatro mujeres del distrito minero de Siglo XX -Luzmila Rojas de Pimentel, Angélica Romero de Flores, Nelly Colque de Paniagua y Aurora Villarroel de Lora- decidieron declararse, junto a sus 14 hijos menores de edad, en huelga de hambre en los locales del arzobispado de La Paz, el 28 de diciembre de 1977;  una época en que los militares no dudaban en meter bala contra sus opositores políticos. Y aunque el gobierno no cesaba de calificar a las dirigentes de las amas de casa de subversivas y sirvientas de los intereses foráneos del comunismo internacional, el piquete de huelga, al que se sumó tres días después doña Domitila Barrios de Chungara, fue creciendo y creciendo como la espuma, porque aquella protesta, que iniciaron cuatro valerosas mujeres mineras, a los 22 días de resistencia, contaba ya con alrededor de 1.500 huelguistas a nivel nacional, quienes cerraron filas en torno a un pliego de peticiones, sintetizado en cuatro puntos fundamentales: 1) Amnistía General para todos los presos y exiliados por razones políticas; 2) La reincorporación de los obreros despedidos a sus fuentes de trabajo; 3) La derogación del decreto que prohibía las organizaciones sindicales; 4) La derogación del decreto que declaraba las minas zona militar (presencia permanente del ejército).

La huelga culminó el 19 de enero de 1978, cuando el dictador Hugo Banzer Suárez mascó el polvo de su derrota, declarando amnistía irrestricta y comprometiéndose a convocar a elecciones generales; una conquista que logró la recuperación de la democracia y encendió la chispa de una movilización social que puso fin a una de las etapas más sombrías de la vida republicana de Bolivia. La  victoria de este acontecimiento histórico confirmó que la aguerrida lucha de las mujeres de las minas pudo más contra una dictadura que todas las organizaciones sindicales y partidos políticos juntos. ¡Toda una lección de dignidad y coraje!

A mediados de los años 70, en plena dictadura militar, compartí la resistencia organizada junto a los dirigentes del sindicato de trabajadores mineros de Siglo XX, quienes me enseñaron en la práctica -con su moral de lucha, su convicción ideológica y su estoicismo inquebrantable ante las adversidades- que no se debe claudicar antes de haber librado la batalla.

No cabe duda de que en las aulas del ciclo intermedio Junín, ubicado en la pampa donde cayó María Barzola envuelta en una bandera tricolor y bajo una lluvia de balas, y donde se firmó el Decreto de Nacionalización de las Minas el 31 de octubre de 1952, nació mi interés por cultivar la literatura de ámbito minero, convencido de que la literatura tenía la fuerza de reflejar, con mayores o menores aciertos, la realidad social y el realismo fantástico de un mundo lleno de socavones y topos humanos, donde las epopeyas de las luchas sociales se amalgamaban con los mitos y las leyendas de la tradición oral.

Las consejas mineras, que escuché desde niño en boca de mi abuelo y otros parientes que fueron mineros toda su vida, estimularon mi fantasía y mi interés por narrar historias en torno a la imagen mitológica del Tío, que representa el mestizaje cultural y el sincretismo religioso entre las creencias paganas ancestrales y la religión católica impuesta por los conquistadores. El Tío, tanto en el imaginario popular como en mis textos literarios, es el amo de los mineros y el guardián protector de las riquezas minerales. Es dios y diablo en la cosmovisión andina, una auténtica deidad en la que depositan sus esperanzas los trabajadores del subsuelo, quienes le temen con cariño y le rinden pleitesía ofrendándole cigarrillos, hojas de coca y botellas de aguardiente.

LARRY LEMPERT, AUTÉNTICO PROMOTOR
DE LA LITERATURA INFATO-JUVENIL

Larry Lempert, un viejo amigo de quien escribe esta nota, nació en una ciudad sureña de Suecia, en 1947. Hijo de padre norteamericano y madre sueca. Acumuló desde su juventud una amplia experiencia en las bibliotecas públicas, en las que contribuyó desinteresadamente en la promoción de los libros destinados a los niños y jóvenes.

Lo conocí a principios de los años 80 en la Biblioteca de Tyresö, donde él ejercía como responsable de la sección dedicada a la literatura infantil, consciente de que la formación de los lectores debía iniciarse a temprana edad, tanto en el seno de la familia como en las aulas de las unidades educativas. Su entusiasmo como bibliotecario de vocación no conocía límites y su afán por difundir la literatura entre niños y jóvenes era el objetivo principal de su vida.

Nunca se dejó vencer por las vicisitudes que llegaron con las nuevas tecnologías, que paulatinamente alejaron a los lectores de las salas de las bibliotecas, ya que Larry Lempert, con su alma de luchador invencible, ideó otras formas para seguir fomentando el hábito de la lectura. Por  ejemplo, si los lectores no concurrían a la biblioteca, él se encargaba de llevar los libros hacia donde estaban los lectores. Cargaba una pila de libros sobre la plataforma de un carruaje de dos ruedas, que concibió con el fulgor de su imaginación, y, una vez que lo sujetaba delante de una motocicleta, arrancaba el motor rumbo a las guarderías, escuelas y colegios, donde lo conocían como el bibliotecario del municipio de Tyresö.


Años después, mientras conversaba con unos amigos suecos que lo conocían desde siempre, me enteré de que se había mudado a un apartamento de la zona central de la ciudad y que había renunciado a su cargo de bibliotecario en Tyresö, para postularse como jefe de la Biblioteca Internacional de Estocolmo, donde organizó una serie de actividades concernientes a la literatura internacional, que le valió el reconocimiento de varias instituciones nacionales y extranjeras. Mas no por esto, dejó de fomentar la lectura entre los niños y jóvenes, ni dejó de desarrollar nuevos métodos de trabajo para promover la lectura en escuelas y colegios.

Larry Lempert, en virtud a sus conocimientos y méritos propios, fue miembro y editor del boletín de la sección sueca de la Organización Internacional para el Libro Juvenil (IBBY). Formó parte del consejo del Instituto Sueco de Libros Infantiles (OSE) y del grupo de trabajo del Consejo de las Artes de Suecia, cuya tarea consistía en apoyar la producción de cómics y libros de ficción para los pequeños lectores. Durante gran parte de la década de los 90, fue miembro de la sección de literatura infantil y juvenil de la Federación Internacional de Asociaciones de Bibliotecarios (IFLA), en la que aportó con lo mejor de su experiencia, ya que Larry Lempert, como todo amante de los libros y los niños, estaba convencido de que las bibliotecas eran espacios donde cabían todas las personas, sin distinción de razas ni condiciones sociales, y que el trabajo del bibliotecario era fomentar la lectura, estimular la imaginación y difundir los conocimientos consignados en los libros, en beneficio de la humanidad y la cultura de los pueblos.

Sin embargo, uno de sus mayores retos fue asumir la presidencia de la fundación de la célebre escritora sueca Astrid Lindgren, donde ha sido uno de los pilares fundamentales, junto a otros miembros del jurado, expertos en los vericuetos de la literatura que nos ocupa, en la concesión del Premio Astrid Lindgren Memorial Award (ALMA), que, además de estar destinado a fortalecer la posición del libro infantil y juvenil en el mundo, fue diseñado sobre la base de los principios universales de los derechos del niño emanados por la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Este premio en memoria de Astrid Lindgren, instituido por el gobierno sueco en 2002, constituye el galardón más importante destinado a destacar a los escritores, narradores orales, promotores de lectura e ilustradores de la literatura infantil y juvenil. El premio asciende a los cinco millones de coronas suecas y se otorga anualmente en la ciudad de Estocolmo, con la presencia de destacadas personalidades del ámbito cultural y literario.


El año que trabajamos juntos en la Biblioteca de Tyresö, Larry Lempert vivía todavía con otros militantes de la izquierda sueca, en una suerte de comunidad colectiva, en la que todos compartían los quehaceres domésticos, la educación de los niños y las responsabilidades en el mantenimiento de una enorme casona ubicada en el campo, cerca de un castillo de estilo medieval. Eran los años en que nuestros hijos, aunque no eran compañeros de curso, estudiaban en la misma escuela y colegio; una situación que nos unía como a padres y afianzaba nuestra amistad. 

Larry Lempert, como todo buen anarquista, militaba en la Asociación de Sindicalistas Suecos (SAC), que no sólo postulaba los principios ideológicos de que la liberación de los trabajadores será obra de ellos mismos, sino que también editaba el periódico Syndicalisterna (Los sindicalistas), que llenaba sus páginas con noticias, citas de Pierre-Joseph Proudhon y Mijaíl Aleksándrovich Bakunin, síntesis de los más de 150 años de la historia del movimiento obrero sueco y el pliego de las principales demandas laborales del sindicalismo radical. Se trataba de un periódico, a todo color y en formato tabloide, que él distribuía entre sus camaradas, amigos y conocidos, y, como es natural, me pasaba un ejemplar, de cuando en cuando, para que lea los artículos que instaban a poner en jaque a los grandes empresarios privados y al Estado burgués, que defendía los intereses del capitalismo en desmedro de la clase trabajadora.

Larry Lempert es -y seguirá siendo- un bibliotecario que dignifica su profesión, porque es un ser dispuesto a compartir sus cuarenta años de experiencias acumuladas en el templo de los libros y porque se ha convertido en un indiscutible referente en el campo de la literatura infantil y juvenil a nivel internacional. No es casual que en los últimos decenios se haya dedicado a dictar conferencias tanto en Suecia como en otros países y que sus conocimientos estén siendo divulgados en seminarios para autores, bibliotecarios e investigadores.

Este profeta de los libros bien escritos e ilustrados, desde que obtuvo su título en la Escuela Superior de Bibliotecarios, se ha empeñado en que el acercamiento hacia la poesía y la prosa sea una experiencia placentera, y que los niños y niñas disfruten del proceso de aprendizaje de la lectura y escritura, pero no como una aburrida tarea escolar, sino como un requisito indispensable para ingresar en el mágico mundo de las ideas, imágenes y letras.

Por lo demás, bebo reconocer que gracias a Larry Lempert, un sueco con espíritu de niño-grande, incursioné en el fabuloso reino de la literatura infantil y juvenil. De no haber sido por su amistad y nuestro encuentro en la Biblioteca de Tyresö, es probable que mi interés por conocer a los escritores e ilustradores, que descargan toda su fantasía y talento en la creación de los maravillosos libros dedicados a los pequeños lectores, no hubiera ocupado un considerable espacio en mi quehacer literario; más todavía, me siento obligado a escribir esta nota, para dejar constancia de que nada viene de la nada y que todos somos alumnos en la escuela de la vida, donde por suerte existen algunos amigos que, sin necesidad de asumir el rol de maestros, nos iluminan con su experiencia y nos inspiran con su ejemplo.

LA CÓNDOR DE LA PULPERÍA

Las viejas amas de casa recuerdan que, todos los días y a la misma hora, se aparecía una cóndor en la pulpería de Siglo XX, para comer su ración de carne en el mostrador metálico de la ventanilla de la carnicería, donde lo aguardaba y le atendía el jefe, quien, apenas lo veía sobrevolando el campamento minero, separaba un vale de avío para la asidua huésped del almacén de alimentos, conforme pudiera rendirles cuentas a los administradores de la empresa.

La visita de la cóndor, que aparecía a vuelo rasante por encima del enorme reloj que había enfrente de la pulpería, se hizo habitual desde que el jefe de la carnicería perdió a su mujer tras un parto en el que también falleció su primogénita. Desde entonces, él no volvió a compartir su vida con otra mujer, aunque nunca le faltaron pretendientes de todas las razas y condiciones sociales, ya que su pinta de hombre extravagante, con la barba y cabellera negras como las alas del cuervo y onduladas como las olas del mar, le daba la apariencia de ser un galán de telenovelas.

Cuando no estaba trabajando en la carnicería, exhibiendo su destreza en el proceso de despiece y el picado de las carnes, con un cuchillo de buen tamaño y unos guantes con anillos de hierro, se lo veía pasear por las calles vestido con botas de mediacaña, pantalones vaqueros, pulóver de cuello alto y chamarra de cuero forrada con frisa por dentro. No pocas mujeres suspiraban al verlo pasar, pero él, impertérrito y ajeno a todo el mundo, proseguía su camino sin mirarlas ni escucharlas. Vivía en una casa de alquiler, no muy lejos de la pulpería, donde no faltó un solo día desde que empezó a trabajar, primero como ayudante de un carnicero y después como jefe de la carnicería.

La cóndor sobrevolaba, con vuelo rasante parecido al del buitre, sobre la sede sindical ubicada en la Plaza de Siglo XX, donde por entonces no existía más que el majestuoso monumento al minero, con la perforadora en una mano y el fusil en alto en la otra. Al cabo de dar unas vueltas sobre el monumento, flanqueado por dos herrumbrosos mástiles, que servían para izar la tricolor en los días festivos del 6 de agosto y la bandera roja y negra en los periodos de convulsión social, la cóndor dirigía su vuelo hacia la pulpería, donde el carnicero la aguardaba ataviado con el gorro calado hasta la frente y el mandil blanco como la nieve.

La cóndor, como en un acto de ritual religioso, se posaba en las cercanías, casi siempre en los techos de calamina de las casas aledañas o en lo alto del reloj de la pulpería, donde las mujeres y sus hijos, grandes y chicos, presenciaban el interesante espectáculo que ofrecía la cóndor antes de que el sol se elevara hasta su punto más alto.

Ni bien el jefe de la carnicería asomaba la cabeza a la ventanilla, la cóndor, con los ojos moviéndose de un lado a otro, desplegaba las alas largas y anchas, de plumaje negro-azabache y con bandas blancas resaltándole en el dorso, y, con la apariencia de una impresionante mantarraya zambulléndose en el aire, descendía hacia la carnicería, sobrevolando por encima de las cabezas de quienes hacían fila para recoger su cupo de carne, mientras los que estaban más cerca de la ventanilla se hacían a un lado para dejarla aterrizar con calma.

La cóndor, que ostentaba un metro de longitud y pesaba alrededor de doce kilos, tenía la cabeza calva, relativamente pequeña y sin cresta, la piel rojiza y con pliegues, el pico con forma de gancho y los ojos menudos pero vivaces. Y, como una dama de aspecto elegante, lucía un collar de blancas plumas alrededor de la desnuda piel del cuello.

Cuando la cóndor localizaba al carnicero, quien la aguardaba en la ventanilla, presto para proporcionarle su ración de carne, batía la pequeña cola y caminaba contorsionándose hasta el mostrador de la ventanilla. De modo que para muchos de los presentes, los pasos de la cóndor, que se parecían más a los de una cigüeña que a los de una ave rapaz, era una prueba clara de que entre él y el carnicero había algo más que una simple simpatía. En realidad, la cóndor se comportaba como una hembra enamorada, porque hasta el color de su piel adquiría una tonalidad más intensa, como si el rubor del amor se le concentrara en la cara.

El carnicero, valiéndose del soporte para el despiece, cortaba los trozos de res a ojo de buen cubero, pulseaba los kilos en las manos y, sin pesarlos en la balanza, se los entregaba en una bandeja de plata. La cóndor sujetaba los trozos con las uñas cortas y curvas de sus patas y, desgarrándolas con el borde cortante de su pico, se los tragaba con un apetito que despertaba envidia entre los perros que la miraban desde una respetable distancia.

La cóndor comía callada los cuatro o cinco kilos de carne, sin emitir sonido alguno, como una hembra que, por comer a gusto, se tragaba hasta la lengua. Claro que no era lo mismo comer de la mano del carnicero que comer en un vertedero un cadáver descompuesto, aparte de que estaba libre de sufrir algún tipo de envenenamiento por la ingesta de animales intoxicados o por los cebos envenenados colocados por los cazadores furtivos.

Al término de engullirse toda su ración, daba un salto desde la ventanilla y, abriéndose paso entre los curiosos, avanzaba sin molestar, con las patas tiesas y las alas plegadas, hacia la pequeña plaza de la pulpería. De pronto, extendía sus alas de dos metros de largo y levantaba vuelo ante las miradas maravilladas de la gente, que no se perdía un solo instante de ese fabuloso espectáculo. La cóndor se alejaba por encima del campamento minero y, sosteniéndose en el aire con sus ruidosos aleteos, desaparecía en el horizonte como un puntito negro.

Todos suponían que esta hermosa ave de la cordillera Andina, extraña en el reino de los humanos, vivía en alguna guarida rocosa inaccesible y a unos cuatro mil metros de altura, donde los riscos elevados y verticales le permitían soportar no sólo las gélidas corrientes del viento, sino también protegerse de la lluvia, las tormentas de nieve y los peligros de la intemperie.

Aunque habían algunas personas que intentaban abordarla en la pulpería, con la intención de adoptarla y domesticarla, se llevaban la sorpresa de que la cóndor se hacía el quite, como insinuándoles que prefería la vida silvestre que vivir en cautiverio, ya que el simple hecho de volar, con las alas desplegadas a merced del viento, le daba una increíble sensación de paz y libertad.


Algunas veces aparecía cada día, siempre a la misma hora, pero otras veces, como si hubiese estado en ayunas o hubiese tenido algún percance, se aparecía después de varias semanas. Todos los que acudían a la pulpería, con sus papeletas de avío para recoger su cupo de carne, estaban ya acostumbrados a verla en las cercanías de la pulpería, donde el carnicero la espera sagradamente, presto para darle su ración de carne y piropearla en una lengua desconocida para las amas de casa, quienes, sin entender el significado de las palabras, se limitaban a contemplar las caricias que se dispensaban la cóndor y el carnicero, como dos románticos amantes que, mirándose fijamente a los ajos, se juraban amor eterno.
     
El carnicero, que enviudó muy joven, era un hombre de trato amable y modales refinados. Sus vecinos y conocidos contaban que vino a dar en las minas de la mano de su padre, un francés de vida errante y espíritu aventurero, quien abrigaba la ilusión de que, en poco tiempo, amasaría fortunas en las minas del sur de Potosí. Pero la suerte no estuvo de su lado, porque el francés murió en un accidente de trabajo, reventándose con una descarga de dinamitas en una peligrosa galería, y su hijo, todavía adolescente y estudiante del último año de secundaria, se quedó solo y al amparo de su propia suerte.

No transcurrió mucho tiempo, hasta que el gerente de la empresa Patiño Mines de Catavi, que fue amigo de su padre, le hizo la gaucheada (favor) y le consiguió un trabajo en la pulpería de Siglo XX, en cuyo establecimiento de aprovisionamiento de carnes crudas, destinadas a las familias de los empleados y mineros de la empresa, conoció a la que fue su primera y última esposa, una joven oriunda de la población de Chayanta, que no tardó en cautivarlo con su belleza, en envolverlo con su cantarina voz y en proponerle una ceremonia nupcial en la iglesia de su pueblo.

La pareja, según versiones de sus pocos conocidos, se complementó de tal manera que, más que cónyuges, parecían hermanos. Fueron dichosos y disfrutaron de la felicidad, como las parejas monógamas que parecen haber nacido sólo el uno para el otro, hasta aquel trágico incidente en que ella perdió la vida junto a la criatura que llevaba en su vientre. Fue entonces cuando empezó la creencia de que, por obra del profundo amor que se tenían ambos, la mujer del carnicero se reencarnó en la cóndor.
 
Así pasaron varios años, entre especulaciones en torno a la singular relación entre un ser humano y una ave de carroña, hasta que de tanto comentar se convirtió en una suerte de leyenda urbana, que luego circuló de boca en boca y de generación en generación; por una parte, debido a que los protagonistas de la historia eran seres reales y, por otra, debido a que el escenario donde sucedieron los hechos estaba ubicada en una población conocida por todos.

Cuando el carnicero murió a la edad de 60 años, quejándose de una infección pulmonar que se lo cargó al otro mundo, la cóndor no volvió a sobrevolar por los campamentos mineros ni volvió a comer su ración de carne en la ventanilla de la carnicería. Y, aunque todos los extrañaron, tanto al carnicero como la cóndor, nunca más se volvió a ver un espectáculo circense en las inmediaciones de la parte frontal de la pulpería de Siglo XX.

Si la cóndor no volvió, en opinión de unos, fue porque cumplió el ciclo de su vida y encontró la muerte en algún recodo de la cordillera Andina; en tanto en opinión de otros, que creían en los prodigios del amor eterno, la mujer del carnicero, una vez que envejeció y perdió las fuerzas para levantar vuelo, se posó en el pico más alto de una quebrada, replegó las alas, recogió las patas y se dejó caer a pique contra el fondo de la quebrada, con la esperanza de irse a reunir con su amado carnicero en el más allá.