viernes, 12 de abril de 2024

DOS RECONOCIMIENTOS PARA VÍCTOR MONTOYA EN ORURO

En el marco de la Feria del Libro Oruro Lee, Hacia el Bicentenario, que se realizó en el Salón Luis Ramiro Beltrán de la municipalidad orureña, entre el 8 y 9 de abril del 2024, el escritor boliviano Víctor Montoya fue merecedor de dos reconocimientos.

El primero de parte del Concejo del Gobierno Autónomo Municipal. El reconocimiento dice al pie de la letra: A Víctor Montoya, escritor periodista y pedagogo, por su destacado e importante aporte intelectual y literario a la sociedad. Siendo merecedor de este reconocimiento, hacemos llegar felicitaciones y éxitos. Otorgado en la ciudad de Oruro, a los ocho días del mes de abril del año dos mil veinticuatro.

El segundo fue entregado por la Asamblea Legislativa Departamental. En la resolución se lee: La comisión de educación, derechos humanos y política social de la Asamblea Legislativa Departamental de Oruro, en mérito a sus facultades y atribuciones establecidas por el ley, otorga el presente reconocimiento al escritor Víctor Montoya, por su exitosa y destacada trayectoria en la literatura nacional; aportando favorablemente en la redacción de libros y el fortalecimiento de la lectura de nuestros habitantes, brindando de esta manera un alto nivel de enseñanza a los lectores de nuestro departamento y de todo el territorio boliviano. Asimismo, es menester enaltecer el compromiso de trabajo, esfuerzo y dedicación de quienes son sembradores del saber y cosechadores de conocimientos formando nuevas generaciones a través de sus enseñanzas mediante sus libros elaborados. Oruro, abril, 2024.

Los reconocimiento fueron entregados en la Sala del Concejo Municipal de Oruro y en el Salón Luis Ramiro Beltrán, ante la presencia de autoridades ediles, escritores/as, docentes de educación primaria/secundaria y público en general. 

 

viernes, 5 de abril de 2024

FERIA DEL LIBRO Y CONFERENCIAS EN ORURO

En el marco de la Feria del Libro, a realizarse entre el 8 y 9 de abril, se dictarán tres conferencias en torno a la literatura infantil y juvenil, en el Salón “Luis Ramiro Beltrán”, el martes 9, a Hrs. 18:00. El evento está organizado por la Secretaria Municipal de Oruro, la Asamblea Legislativa Departamental y el Centro de Investigación y Estudios Lingüísticos y Literarios. Las conferencias, destinadas principalmente a los/las docentes, estarán a cargo del escritor potosino Rimberty Mamani Herrera, el escritor y pedagogo Víctor Montoya y la Dra. Práxides Hidalgo Martínez. 

lunes, 1 de abril de 2024

CUENTOS DEL MÁS ALLÁ

En todas las épocas y culturas, al margen de las nuevas tecnologías de comunicación, se han creado y recreado cuentos de espanto y aparecidos, ya que forman parte de nuestra condición humana más primitiva, de nuestros instintos de supervivencia y de nuestro inevitable temor a lo desconocido. Los humanos, perdidos en medio de la naturaleza salvaje, sostenía Federico Engels, han sido capaces de formularse preguntas sobre el porqué de las cosas materiales e inmateriales, aunque no siempre hallaron respuestas racionales y científicas. Así que, desde la más remota antigüedad, se han dedicado a desentrañar los misterios que esconden los fenómenos físicos y paranormales. Es ahí donde entroncan mis Cuentos del más allá, que no son otra cosa que narraciones vinculadas a las creencias ancestrales de nuestras culturas y al sincretismo religioso que se generó en nuestro continente tras la circunnavegación de Cristóbal Colón.

Los bolivianos, desde la niñez, hemos crecido escuchando cuentos de espanto y aparecidos en boca de nuestros padres y abuelos. Son narraciones que no pasan de moda; por el contrario, se reinventan y se actualizan sin cesar. De ahí que los Cuentos del más allá, al menos para los aficionados al género de terror, siguen siendo tan actuales como en el pasado. No es casual que los internautas modernos, que manejan con destreza las diversas aplicaciones del celular, Facebook, Twitter, YouTube, TikTok o WhatsApp, hagan circular por las redes una infinidad de cuentos que los transportan a otras dimensiones, donde es posible disfrutar de las aventuras y desventuras de los personajes fantásticos y extraterrenales creados tanto por los autores como por el poder de la imaginación popular, que no conocen barreras temporales ni espaciales.  

La mayoría de los cuentos de espanto y aparecidos, que fueron rescatados de manera literaria por los escritores de todos los tiempos, para evitar que sucumban en los polvos del olvido, forman parte del patrimonio cultural de un pueblo, con la impronta que caracteriza a cada uno de los autores que recrean –y recrearon– la tradición oral, que está en el origen de todas las grandes culturas, respetando la esencia impuesta por los valores ético-morales de una determinada época en el desarrollo de la colectividad.

Los Cuentos del más allá, que se publicaron como cuenta gotas en el suplemento sabatino del diario Extra, tuvieron una excelente acogida entre los fanáticos del género de terror, incluidos los estudiantes de secundaria de varios establecimientos educativos, que adoptaron como material de lectura entra en sus clases de lenguaje y literatura.

No está por demás decir que la publicación del libro, hecho de magia, fantasía y supersticiones, me ha colmado de enormes satisfacciones y, a la vez, me planteó un reto que puso a prueba mi vocación de narrador y mi capacidad de crear y recrear cuentos paranormales, con las mismas técnicas y los mismos recursos escriturales que requieren otros géneros para el tratamiento de otros temas ajenos a la literatura de terror y ciencia ficción.       

Los Cuentos del más allá, además de tocar la sensibilidad emocional de los lectores, transmiten una sensación de miedo, horror y suspenso como parte del desarrollo de la trama, con un lenguaje elíptico y una fuerza imaginativa que inducen hacia un universo de espanto y aparecidos, donde se complementan lo real y lo ficticio, como una forma de despejar las dudas concernientes a los fenómenos físicos de la naturaleza, los instintos de la condición humana, los misterios de la muerte y, consiguientemente, la existencia de otras formas de vida en el más allá.

Este espeluznante volumen de cuentos intentan convencer a los lectores de que es posible lo imposible, a través de cincuenta historias protagonizadas por criaturas fabulosas y seres que, después de muertos, retornan al reino de los vivos en forma de fantasmas, espíritus o almas en pena, produciendo sonidos, desprendiendo aromas y desplazando objetos en el mismo lugar donde habitaron o enfrentaron una violenta muerte, que los condenó a vagar sin poder encontrar la paz eterna en la tumba.

Los cuentos son una propuesta literaria en la que no faltan los argumentos imaginativos y, por supuesto, ficticios, con un gran despliegue del lenguaje simbólico y la descripción de ambientes tétricos que, de por sí mismos, conceden un dejo de suspenso a las narraciones de hechos paranormales que son clasificados como sucesos insólitos y del más allá, debido a que las mismas historias están contextualizadas en sitios desolados o sombríos, como catacumbas, cementerios, galerías mineras o casas abandonadas, ámbitos que provocan un sensación de temor a lo desconocido o sobrenatural que ha acompañado a la humanidad desde tiempos remotos, como una condición genética que nos heredaron los animales prehistóricos.

Es evidente que el género de terror, que forma parte de la literatura fantástica y gótica, tiene la propiedad de causar susto o miedo en el lector, a partir de elementos que juegan con la fantasía, los sentimientos más fuertes y primitivos del ser humano. El autor, durante el proceso de creación de su obra, imagina personajes y ambientes que permitan desarrollar una historia que, revestida de realismo y verosimilitud, penetre en la fantasía del lector como si de veras estuviese envuelto en una atmósfera de misterio, permitiéndole experimentar sensaciones emocionales vinculadas a una secuencia de hechos que le causan zozobra y espanto, aunque la historia narrada no sea más que una invención ficticia capaz de confundirse con la realidad cotidiana de una sociedad.  

En estos cuentos, escritos sobre la base de factores sobrenaturales, ambientes inquietante y personajes repulsivos que provocan sensaciones de miedo en el lector, se retratan a las almas condenadas, a los fantasmas sin nombre ni rostro, a los asesinos en serie, a los monstruos infernales y a los animales creados por el imaginario popular, con descripciones estremecedoras y escenas espeluznantes, donde andan sueltos los reaparecidos, brujas, vampiros, hombres lobos, mutantes y una serie de personajes con atributos ajenos a los que poseen los simples mortales. 

La literatura de terror, muchas veces denominada literatura gótica, se caracteriza por ser un género relacionado con el miedo, como si se quisiera explorar el lado oscuro de la naturaleza humana, a partir de acontecimientos que contienen elementos psicológicos o psicoanalíticos, comunes al género humano, indistintamente de la época, condición social y tradición cultural a la que pertenece el lector. Los cuentos de espanto y aparecidos no distinguen fronteras ni nacionalidades, debido a que son narraciones que llegan, con la misma fuerza, a los lectores que gustan y disfrutan leyendo cuentos que estimulan la imaginación y despiertan los instintos de horror ante los fenómenos que no tienen asidero en el pensamiento lógico y racional. Sin embargo, pese a las críticas por su inverosimilitud y sus escenas de sangre, son leídos con la misma avidez tanto en Oriente como en Occidente, tanto en África como en América. 

En los últimos años se ha incrementado la edición de libros de terror destinados a los adultos, niños y jóvenes, razón por la que es necesario aproximarnos a algunas de las características de esta temática, que cada vez tiene más autores y autoras que abordan la temática del terror desde distintos puntos de vista.

Los libros de terror, por su propia naturaleza, están basados en elementos fantásticos y, casi siempre, en fenómenos sobrenaturales y extraordinarios, con la intención de horrorizar al lector, tocándole las partes más sensibles de su ser, con historias que parecen emergidas de ultratumba o llegadas del más allá, del otro lado de la vida, donde se producen hechos escabrosos y sobrenaturales, cuyos sucesos aceleran la adrenalina y ponen la piel de gallina. 

jueves, 28 de marzo de 2024

HOMENAJE AL YARAWIKU WILLY FLORES

En el marco de la Primera Feria Internacional del Libro en El Alto, realizado entre el 7 y 17 de marzo, en la Terminal Metropolitana de la ciudad, se rindió un merecido homenaje al poeta, declamador, actor y dramaturgo alteño Willy Flores.

El acto central, en el que además se presentó su libro Los caminos del yarawiku, contó con la presencia de numeroso público, los declamadores jóvenes y niños del Centro ALBOR Arte y Cultura, más la participación del poeta aymara Clemente Mamani y el escritor Víctor Montoya, quienes destacaron, tanto en español como en aymara, la vida y obra del yarawiku y amauta Willy Flores (Ilabaya, 1979 – El Alto, 2020); un personaje destacado en el ámbito sociocultural de la ciudad más joven de Bolivia, donde aprendió a hablar el español en la escuela primaria, a declamar poemas en su adolescencia, obteniendo, en varios certámenes, los primeros lugares con sus interpretaciones poéticas. Fue fundador y director del Centro ALBOR Arte y Cultura desde 1997 hasta el día de su llorado fallecimiento, que fue provocado por la sañuda persecución política que se desató en su contra, por el simple hecho de haber sido empleado público del Ministerio de Culturas, después de los fatídicos acontecimientos en noviembre de 2019.

Puso en escena varias piezas de teatro, entre ellas, Las venas abierta de América Latina, basada en la afamada obra del escritor uruguayo Eduardo Galeano, y Bolivia Diez, en la que se refleja la historia de Bolivia y, específicamente, de la ciudad de El Alto, donde se recogen escenas que retratan la Guerra del Gas (octubre de 2003), las diversas convulsiones populares contra las dictaduras militares y los gobiernos neoliberales, sin omitir las masacres perpetradas por las fuerza de represión contra los obreros, campesinos y pueblo en general.

En palabras de Víctor Montoya, el poeta, actor y dramaturgo Willy Flores desarrolló un teatro de compromiso político. Estaba convencido de que, al mejor estilo de Bertolt Brecht, el arte servía también como un instrumento de transformación social, una nueva forma de hacer teatro revolucionario en tiempos en que la sociedad necesita de la concurrencia militantes de sus artistas para transformar las estructuras del sistema capitalista.

No cabe duda de que Willy Flores estaba ligado a sus raíces aymaras y al sentir de su pueblo cuando escribía sus poemas y sus piezas de teatro, que eran una suerte de gritos de protesta y denuncia contra las injusticias sociales y las discriminaciones raciales, Nunca cesó en su afán de crear conciencia crítica entre los espectadores y actores. Su contribución teatral y poética ha dejado profundas huellas en la población alteña, sobre todo, entre los jóvenes y niños, a quienes les dedicó lo mejor de su tiempo y su talento, como quien siembra un día semillas en las bellas artes de la poesía y el teatro, con la esperanza de que otro día florezcan con conciencia social y sabiduría.

Al finalizar el acto y durante la clausura de la Primera Feria del Libro en la ciudad de El Alto, el Gobierno Autónomo Municipal y las instituciones auspiciadoras de este importante evento cultural, hicieron entrega de un reconocimiento a Willy Flores, en manos de su viuda María Elena Cárdenas, actual directora del Centro ALBOR Arte y Cultura.    

lunes, 5 de febrero de 2024

EL CONDE ALQUIMISTA Y CAZADOR

Un terrible suceso marcó la vida del Conde. Cuando apenas tenía nueve años, en una actividad de cacería en el monte, vio desangrarse a su padre, quien, no acostumbrado a llevar como compañía a perros de caza, fue mortalmente atacado por una enorme bestia, parecida a un jabalí, que le clavó los colmillos en el pecho y le arrancó a mordiscos el corazón.

Mientras el padre se desangraba entre estertores de agonía, el niño, luego de espantar a la bestia arrojándole piedras y emanando lacerantes gritos, se le acercó a paso ligero, se postró de rodillas y vio como agonizaba su padre, cubriéndose con las manos el hueco que quedó en su pecho.

El niño nada pudo hacer por él, salvo expresarle palabras de dolor y consuelo, repitiéndole que lo quería mucho y prometiéndole que algún día vengaría su muerte, atrapando a la bestia y dándole una muerte como jamás se vio en una faena de cacería.

Cuando su padre cerró los ojos por última vez, el niño se mordió los labios y una lluvia reprimida de lágrimas brotó por sus ojos y llegó a sollozar amargamente ante el cadáver, sintiendo que todo había acabado ese día, que la vida sin su padre no tenía ningún sentido, que no querría dormir ni comer. Todo había terminado ese funesto día, ¡todo!

No había duda, la visión del brotamiento de sangre, más la impactante escena de la muerte de su progenitor, lo persiguió al Conde a lo largo de su vida, como el mayor trauma originado en su infancia. Además, mientras más transcurría el tiempo, mayor era el odio que sentía contra las bestias salvajes y mayor su obsesión por ver brotar la sangre de un cuerpo y de un palpitante corazón.

Durante su adolescencia y juventud, con la misma escopeta, calibre 12, y la misma daga de caza, con hoja de acero y mango de cuero, que solía usar su padre, había dado muerte a varios animales salvajes. Su obsesión por la sangre no desapareció de su mente, ni cuando conoció a la mujer que conquistó sus sentimientos en una fiesta de gala, donde él asistió sentado en una carroza tirada por cuatro caballos.

Ella quedó maravillada por la atractiva elegancia y sorprendente belleza del Conde, vestido a la usanza de los hombres de la aristocracia de otros tiempos. Su bastón con cabezal marmolado, su sombrero de copa y su capa de tres cuartos, hacían juego con su negra barba de azulados reflejos, dándole una singular presencia ante su atenta mirada de mujer acostumbrada al garbo y la gallardía de los hombres capaces de penetrar en el corazón y el pensamiento de una mujer de gustos extremos respecto a las características que debía poseer un hombre.

Esa misma noche, después de entablar una conversación amena e iniciar una relación de atracción mutua en la pista de baile, se montaron en la carroza que los estaba esperando fuera del local y se fueron en dirección a la mansión del Conde, ubicada en las afueras de un pueblo de reminiscencias medievales. Ella estaba impresionada por el poder económico que ostentaba su reciente conquista, quien era siempre bien recibido por la servidumbre, a cualquier hora del día o de la noche.

Cuando contrajeron matrimonio, ella comprendió que una de sus ocupaciones de su esposo era salir de caza al monte y carnear a los animales untándose con sangre el cuerpo entero, pero lo que nunca llegó a saber es que este hombre de aspecto elegante y conducta desmesuradamente reservada, era un extraño místico etílico, que se entregó a la alquimia en un intento por encontrar el modo de fabricar oro, mediante experimentos que empezaban en su laboratorio, ubicado en los sótanos de la mansión, y terminaba en la bodega, donde bebía cinco litros diarios de un añejo vino de 22 grados.

No pocas veces, para alcanzar su objetivo y sin apenas dormir, se rodeó de brujos, nigromantes, videntes y adoradores del diablo, que no eran otra cosa que un grupo de embaucadores que le hacían creer que por prácticas de esoterismo y magia negra, más que por sus experimentos de alquimia, lograría llenar sus arcas con el preciado metal, que carecía de olor pero que tenía el color parecido al excremento.

Al cabo de cierto tiempo, se dio cuenta que su sueño de fabricar oro no se hacía realidad; por el contrario, los embaucadores le costaban una fortuna que lo iban arruinando más y más, hasta que, desengañado y desvariado por su excesivo consumo de alcohol, despidió a la gran mayoría de quienes se consideraban sus leales y sabios colaboradores.

Los pocos que quedaron a su mando, sobre todo los brujos y adoradores de las fuerzas malignas, no tardaron en persuadirlo que solo con la ayuda del Diablo podía conseguir el oro que anhelaba. Él no estaba del todo convencido, pero optó por seguir sus consejos, con la esperanza de que un buen día el dorado metal se le apareciera a manos llenas.

Una noche, mientras dormía en la bodega y luego de haber caído en un tremendo delirium tremens, escuchó voces de ultratumba y tuvo alucinaciones de que se le apareció el Diablo ante sus ojos, como un halo de fuego desvaneciéndose con la misma ilusión fantástica con la que se le apareció en medio de la habitación bañada por la pálida luz de los candelabros.

Él no supo qué hacer. Se mantuvo quieto como una roca y con la respiración contenida. Después se levantó del camastro, abrió la puerta y salió de la bodega como un demente, sosteniéndose apenas sobre los pies. Llamó a uno de los adoradores del Diablo, casi muerto de pánico, y le solicitó que redoblasen los ensalmos y las conjuras para que no se le volviese a aparecer el maligno, sin antes anunciar su presencia, pues las inesperadas visitas no eran de su agrado. Su colaborador le prometió que así lo haría y se retiró de la bodega, que emanaba un inconfundible aroma a madera de roble y uva moscatel, macerado durante meses o años en ese lugar de temperatura templada y oscura, donde las antorchas se encendías solo cuando el Conde se encontraba en su interior, bebiendo hasta caer rendido sobre el camastro y quedarse dormido hasta el amanecer.

Todos los días que el Conde se pasaba bebiendo en la bodega, su mujer se pasaba metida en la alcoba, pero no sola, sino en compañía de otro cazador, que era el amigo y compañero de caza de su marido; una relación de infidelidad del que no se enteró el Conde, quien parecía estar feliz en la bodega, donde se le aparecía el Diablo, pero no el oro. De modo que, más arruinado que antes, despidió a todos sus colaboradores y volvió a dedicarse a una de las grandes pasiones de su vida: la caza.

Al Conde le encantaba matar y carnear al animal en el mismo lugar donde había sido abatido; una acción que le proporcionaba una enorme satisfacción. Es decir, el simple hecho de ver brotar la sangre a borbotones, le causaba un insondable placer, entretanto su presa se retorcía en el suelo, los ojos en blanco y las patas estiradas en el aire.

Así se mantuvo por mucho tiempo, hasta el día en que, ni bien el sol declinaba hacia el ocaso, él mismo sería cazado por otro cazador más veloz y más diestro en manipular y disparar las armas de fuego.

Estaba en medio del monte, un día cualquiera de caza, cuando el Conde escuchó unas pisadas acercándose hacía él. No sabía quién era porque el tupido follaje de unos árboles no le permitía distinguir con nitidez a su perseguidor, quien no tardó en mostrarse de cuerpo entero, con la escopeta en las manos y una extraña expresión en el rostro.

Cuando el Conde lo vio de cerca, le clavó la mirada y, sin entender el porqué de la persecución, exclamó:

-¡Tú! ¿Qué haces aquí?

El amante de su esposa no dijo nada. Se plantó con las piernas abiertas, le apuntó con la escopeta de cañón estriado, presionó el gatillo y le disparó contra el pecho, desplomándolo de espaldas y los brazos en forma de cruz. La bala le penetró por el pecho y le salió estallándole el pulmón derecho. La sangre saltó a chorros y su corazón dejó de latir poco después.

El amante de su esposa miró por todos lados, para asegurarse que no había testigos del crimen, se dio la vuelta y se alejó por el mismo sendero por donde había llegado.

No se trataba de cualquier cazador, sino del amante de su esposa, quien, cada vez que él se marchaba de caza, internándose en el monte de sol a sol, lo engañaba acostándose con el amante en la misma alcoba y en la misma cama, donde él dormía como un tronco después de haberse vaciado dos botellas de añejo vino en la bodega, que era el sitio donde se refugiaba cada vez que le atacaba una fuerte depresión por el trauma que le causó la muerte de su padre, un hombre acaudalado, viudo y sin más herederos que el hijo que ahora yacía muerto en entre los matorrales, lejos de su mansión y de su esposa, como una carroña arrojada a los animales salvajes, que no tardarían en devorárselo entero, sin dejar rastros alguno de su existencia.

Así es como el cazador terminó siendo capturado por otro cazador que, además, se casó con su hermosa esposa y se convirtió en el nuevo heredero de los bienes que atesoraba en la mansión, donde nadie se preocupó por su ausencia. Y si algún vecino o forastero preguntaba dónde estaba el Conde, la viuda se encargaba de responder que el él hizo un pacto con el Diablo y que éste se lo cargó al infierno, sin dar explicaciones ni dejar huellas de este hombre que se dedicó a la alquimia y a cazar animales salvajes, sin advertir que un día lo perdería todo por la traición de una mujer que un día le entregó su amor y que otro día se lo quitó por el amor de otro cazador. 

jueves, 18 de enero de 2024

LAS BRUJAS

Mi abuela contaba que algunas brujas tenían pies palmeados como los de un pato, cola de pez, pechos descomunales y que eran feas con ganas, pero que podían cambiar de apariencia por medio de consumir pócimas mágicas, convirtiéndose en mujeres jóvenes y bellas, con largas cabelleras que peinaban con peinetas de oro y cuerpos esculturales que lucían lujosas prendas hechas con telas exclusivas y joyas llenas de piedras preciosas.

Las brujas podían transformarse, después de salir del encantamiento, en mujeres acaudaladas que poseían grandes riquezas y eran dueñas de suntuosas mansiones. Sus palabras, que emergían de su boca azotadas por una lengua larga como el látigo, poseían poderes sobrehumanos y su mente la capacidad de adivinar el futuro de cualquiera, con solo mirarle a los ojos y tocarle la palma de la mano. Además, podían comunicarse con los espíritus del mal y con los difuntos. Preparaban ponzoñosos ungüentos, en base a fórmulas secretas, para untarse en el cuerpo, desde los cabellos hasta la punta de los pies, para ser invencibles e invisibles. Bebían brebajes afrodisíacos e infusiones que tenían efectos especiales como alucinaciones y orgasmos, y que atraían a los hombres como a las moscas a la miel. 

Las brujas eran más activas de noche que de día. Se parecían a Satanás, que tenían el atributo de disfrazarse de un sinnúmero de animales domésticos y salvajes. Se desplazaban por los aires montadas a horcajadas en el palo de una escoba, volaban rápidamente gracias a los poderes concedidos por el diablo y se transportaban, de un lado a otro, empujadas por una violenta ráfaga de viento. A veces, se parecían a una criatura mitad humano mitad carnero, con cuernos en la cabeza, patas de cabra desde las caderas hasta las pezuñas, orejas puntiagudas, abundante cabellera, nariz chata, cola de caballo, dentadura con colmillos y ojos de fuego. Caminaban como los humanos, pero  se comportaban como los demonios; gustaban de las bebidas espirituosas, eran amantes de los hombres jóvenes y disfrutaban de los placeres físicos y la  promiscuidad sexual. No había luz de la divinidad que las intimide ni ley humana que las dañe. Ellas eran dueñas absolutas de su cuerpo, como eran juezas supremas de sus dichos y hechos.

Cuando le preguntaba a mi abuela si realmente existían esas mujeres, que eran más poderosas que todos los santos juntos, ella, sin sonrojarse ni sentir una pisca de pudor, me contestaba que sí, que incluso algunos parroquianos, bajo los efectos del alcohol y el delirio, las veían, en las noches lóbregas y sin estrellas, bajar desde la punta de los cerros en carrozas de fuego, tiradas por briosos corceles de seis patas, llevando al mismísimo diablo, con aspecto de macho cabrío, nada menos que sentado en sus faldas y mamándoles los senos.

Las brujas que conoció o imaginaba mi abuela no eran de este mundo, sino de otro que no fue creado por Dios sino por Satanás. Se comían vivos a los niños recién nacidos y volaban por las noches como thaparankus (mariposas nocturnas de gran tamaño), buscando posarse en el cuello de un hombre para chuparle la sangre hasta dejarlo sin fuerzas ni conocimiento. Solo cuando sus víctimas caían desmayados al suelo, emprendían vuelo en plenilunio y desaparecían bajo el argentado reflejo de la luna y entre los mortecinos mantos de medianoche.

Si alguna vez le preguntaba cómo podía hacer para conocer a una de esas brujas, mi abuela se limitaba a mirarme con ternura, como cuando era niño, y no decía nada. Pero si yo insistía en buscar una respuesta a mi pregunta, ella volvía a mirarme y, convirtiendo su voz en un extraño siseo, me contestaba que las brujas estaban en todas partes, pero que solo se dejaban ver con los hombres y las mujeres que creían en ellas, como cuando uno cree en el Creador, aunque nunca se lo haya visto en ninguna parte, porque cuando uno experimenta un trance de profunda fe, puede ver lo que no existe y oír voces en medio del silencio.

Yo me quedaba pensativo, pero con la piel erizada de miedo y el corazón latiéndome con fuerza, como si un sapo se me hubiese metido en el pecho. Al fin y al cabo, comprendía que las historias de brujas eran como todas las historias que nacían de la imaginación de los humanos, quienes, si fueron capaces de crear a seres divinos, cómo no podían ser capaces de crear a seres demoniacos y malignos, ya que tanto el bien como el mal son como la luz y la sombra metidas en el corazón y la mente de los simples mortales.        

Las brujas que conoció mi abuela, como ya mencioné, no existían más que en su imaginación, aunque a decir verdad, ella era una de las mujeres que bien hubiese querido ser una de ellas, para metamorfosearse en lo que quisiera y burlarse de los sentimientos de mi abuelo, que no soportaba a las mujeres que tenían poderes mágicos, sociales, políticos, culturales o económicos. Lo que mi abuelo prefería, de todo corazón, era tener una mujer sumisa y doméstica, que le sirviera en la mesa y en la cama sin desobedecer los mandados ni quejarse de su condición de mujer domada.

Las brujas de las que hablaba mi abuela, con tanto entusiasmo, formaba parte de su pensamiento secreto, de su deseo de rebelarse contra el patriarcado y tumbar las costumbres atávicas de las mujeres que soñaban con ser brujas, al menos, una vez al año y con todos los atributos que poseían ellas, que salían volando de la ingeniosa fantasía de mi abuela, mientras mi abuelo le miraba despreciándola, sin muchas palabras, pero consciente de que las mujeres que se rebelaban contra la palabra divina eran como las brujas, capaces de meterse en el cuerpo y la mente de cualquiera que decidía romper con uno de los sagrados mandamientos del Todopoderoso y repetir el mismo pecado que cometió Eva en el Jardín del Edén.

Alguna vez, le escuché decir a mi abuelo que las mujeres libertinas, que tenían la capacidad de infiltrarse en la vida urbana y hasta mezclarse con las ceremonias de la religión católica, eran una lacra social y una amenaza para las buenas costumbres cristianas, ya que la mujer, desde el día de su matrimonio, debía prometer sumisión, pero no al demonio sino al marido. En cambio mi abuela las consideraba mujeres emancipadas, revolucionarias y víctimas de las persecuciones desatadas por los padres de la Iglesia. Decía que las brujas fueron las primeras feministas ejecutadas por sospechas de herejía en la época oscurantista de la Inquisición.

Al final, cuando fallecieron mi abuela y mi abuelo, ella debido a una enfermedad desconocida y él a causa de su vejez, comprendí que las brujas de mi abuela eran personajes que simbolizaban su deseo de liberarse de las ataduras que le impuso una sociedad  que no respetaba los derechos de la mujer. Asimismo, comprendí que los reproches que salían de la boca de mi abuelo, como dardos envenenados por la desilusión y el odio, representaban a un sistema machista, donde el hombre debía someter a la mujer por haber sido creada de una de las costillas del hombre, no porque esta situación lo hubiese decidido mi abuelo, sino porque así lo quiso el Altísimo desde el origen de los tiempos.

En cualquier caso, las brujas imaginadas por mi abuela no eran tan malas como las describían los inquisidores, sino, simple y llanamente, mujeres que transgredían las leyes divinas y criticaban las costumbres morales que las ataban de pies y manos, y las hacían creer que lo que Dios unió, como en el acto del matrimonio religioso, no lo podía separar nadie, aunque en la vida real eran más las parejas que vivían en pecado que en santidad, salvo quienes estaban dispuestos a soportarse hasta el fin de sus días, atados por los lazos del verdadero amor, sin necesidad de imaginar más brujas en la mente ni dar espacio a las fuerzas malignas en los laberintos del corazón.