LAS BRUJAS
Mi abuela contaba que algunas brujas tenían pies palmeados
como los de un pato, cola de pez, pechos descomunales y que eran feas con
ganas, pero que podían cambiar de apariencia por medio de consumir pócimas
mágicas, convirtiéndose en mujeres jóvenes y bellas, con largas cabelleras que
peinaban con peinetas de oro y cuerpos esculturales que lucían lujosas prendas
hechas con telas exclusivas y joyas llenas de piedras preciosas.
Las brujas podían transformarse, después de salir del
encantamiento, en mujeres acaudaladas que poseían grandes riquezas y eran
dueñas de suntuosas mansiones. Sus palabras, que emergían de su boca azotadas
por una lengua larga como el látigo, poseían poderes sobrehumanos y su mente la
capacidad de adivinar el futuro de cualquiera, con solo mirarle a los ojos y
tocarle la palma de la mano. Además, podían comunicarse con los espíritus del
mal y con los difuntos. Preparaban ponzoñosos ungüentos, en base a fórmulas
secretas, para untarse en el cuerpo, desde los cabellos hasta la punta de los
pies, para ser invencibles e invisibles. Bebían brebajes afrodisíacos e
infusiones que tenían efectos especiales como alucinaciones y orgasmos, y que
atraían a los hombres como a las moscas a la miel.
Las brujas eran más activas de noche que de día. Se
parecían a Satanás, que tenían el atributo de disfrazarse de un sinnúmero de
animales domésticos y salvajes. Se desplazaban por los aires montadas a
horcajadas en el palo de una escoba, volaban rápidamente gracias a los poderes
concedidos por el diablo y se transportaban, de un lado a otro, empujadas por
una violenta ráfaga de viento. A veces, se parecían a una criatura mitad humano
mitad carnero, con cuernos en la cabeza, patas de cabra desde las caderas hasta
las pezuñas, orejas puntiagudas, abundante cabellera, nariz chata, cola de
caballo, dentadura con colmillos y ojos de fuego. Caminaban como los humanos,
pero se comportaban como los demonios;
gustaban de las bebidas espirituosas, eran amantes de los hombres jóvenes y
disfrutaban de los placeres físicos y la
promiscuidad sexual. No había luz de la divinidad que las intimide ni
ley humana que las dañe. Ellas eran dueñas absolutas de su cuerpo, como eran
juezas supremas de sus dichos y hechos.
Cuando le preguntaba a mi abuela si realmente existían esas
mujeres, que eran más poderosas que todos los santos juntos, ella, sin
sonrojarse ni sentir una pisca de pudor, me contestaba que sí, que incluso
algunos parroquianos, bajo los efectos del alcohol y el delirio, las veían, en
las noches lóbregas y sin estrellas, bajar desde la punta de los cerros en
carrozas de fuego, tiradas por briosos corceles de seis patas, llevando al
mismísimo diablo, con aspecto de macho cabrío, nada menos que sentado en sus
faldas y mamándoles los senos.
Las brujas que conoció o imaginaba mi abuela no eran de
este mundo, sino de otro que no fue creado por Dios sino por Satanás. Se comían
vivos a los niños recién nacidos y volaban por las noches como thaparankus (mariposas nocturnas de gran
tamaño), buscando posarse en el cuello de un hombre para chuparle la sangre
hasta dejarlo sin fuerzas ni conocimiento. Solo cuando sus víctimas caían
desmayados al suelo, emprendían vuelo en plenilunio y desaparecían bajo el
argentado reflejo de la luna y entre los mortecinos mantos de medianoche.
Si alguna vez le preguntaba cómo podía hacer para conocer a
una de esas brujas, mi abuela se limitaba a mirarme con ternura, como cuando
era niño, y no decía nada. Pero si yo insistía en buscar una respuesta a mi
pregunta, ella volvía a mirarme y, convirtiendo su voz en un extraño siseo, me
contestaba que las brujas estaban en todas partes, pero que solo se dejaban ver
con los hombres y las mujeres que creían en ellas, como cuando uno cree en el
Creador, aunque nunca se lo haya visto en ninguna parte, porque cuando uno
experimenta un trance de profunda fe, puede ver lo que no existe y oír voces en
medio del silencio.
Yo me quedaba pensativo, pero con la piel erizada de miedo y el corazón latiéndome con fuerza, como si un sapo se me hubiese metido en el pecho. Al fin y al cabo, comprendía que las historias de brujas eran como todas las historias que nacían de la imaginación de los humanos, quienes, si fueron capaces de crear a seres divinos, cómo no podían ser capaces de crear a seres demoniacos y malignos, ya que tanto el bien como el mal son como la luz y la sombra metidas en el corazón y la mente de los simples mortales.
Las brujas que conoció mi abuela, como ya mencioné, no
existían más que en su imaginación, aunque a decir verdad, ella era una de las
mujeres que bien hubiese querido ser una de ellas, para metamorfosearse en lo
que quisiera y burlarse de los sentimientos de mi abuelo, que no soportaba a
las mujeres que tenían poderes mágicos, sociales, políticos, culturales o
económicos. Lo que mi abuelo prefería, de todo corazón, era tener una mujer
sumisa y doméstica, que le sirviera en la mesa y en la cama sin desobedecer los
mandados ni quejarse de su condición de mujer domada.
Las brujas de las que hablaba mi abuela, con tanto
entusiasmo, formaba parte de su pensamiento secreto, de su deseo de rebelarse
contra el patriarcado y tumbar las costumbres atávicas de las mujeres que
soñaban con ser brujas, al menos, una vez al año y con todos los atributos que
poseían ellas, que salían volando de la ingeniosa fantasía de mi abuela,
mientras mi abuelo le miraba despreciándola, sin muchas palabras, pero
consciente de que las mujeres que se rebelaban contra la palabra divina eran
como las brujas, capaces de meterse en el cuerpo y la mente de cualquiera que
decidía romper con uno de los sagrados mandamientos del Todopoderoso y repetir
el mismo pecado que cometió Eva en el Jardín del Edén.
Alguna vez, le escuché decir a mi abuelo que las mujeres
libertinas, que tenían la capacidad de infiltrarse en la vida urbana y hasta
mezclarse con las ceremonias de la religión católica, eran una lacra social y
una amenaza para las buenas costumbres cristianas, ya que la mujer, desde el
día de su matrimonio, debía prometer sumisión, pero no al demonio sino al
marido. En cambio mi abuela las consideraba mujeres emancipadas,
revolucionarias y víctimas de las persecuciones desatadas por los padres de la
Iglesia. Decía que las brujas fueron las primeras feministas ejecutadas por
sospechas de herejía en la época oscurantista de la Inquisición.
Al final, cuando fallecieron mi abuela y mi abuelo, ella
debido a una enfermedad desconocida y él a causa de su vejez, comprendí que las
brujas de mi abuela eran personajes que simbolizaban su deseo de liberarse de
las ataduras que le impuso una sociedad
que no respetaba los derechos de la mujer. Asimismo, comprendí que los
reproches que salían de la boca de mi abuelo, como dardos envenenados por la
desilusión y el odio, representaban a un sistema machista, donde el hombre
debía someter a la mujer por haber sido creada de una de las costillas del
hombre, no porque esta situación lo hubiese decidido mi abuelo, sino porque así
lo quiso el Altísimo desde el origen de los tiempos.
En cualquier caso, las brujas imaginadas por mi abuela no eran tan malas como las describían los inquisidores, sino, simple y llanamente, mujeres que transgredían las leyes divinas y criticaban las costumbres morales que las ataban de pies y manos, y las hacían creer que lo que Dios unió, como en el acto del matrimonio religioso, no lo podía separar nadie, aunque en la vida real eran más las parejas que vivían en pecado que en santidad, salvo quienes estaban dispuestos a soportarse hasta el fin de sus días, atados por los lazos del verdadero amor, sin necesidad de imaginar más brujas en la mente ni dar espacio a las fuerzas malignas en los laberintos del corazón.
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