sábado, 22 de agosto de 2020

 MICROCRUELES

Tatiana

Pasó la mayor parte de su vida encerrada en casa. Se sentía señalada con el dedo por todos quienes la veían. Durante su niñez, cuando caminaba por las calles, sentía con mayor frialdad esas miradas de asombro. Por cuanto un día, sin soportarse a sí misma, decidió preguntarle a su papá:

–¿Por qué soy la más fea de la familia?

Él pensó un instante y, sin saber cómo explicarle el porqué tenía la cara más fea entre las feas, se limitó a contestar:

–Cuando tu mamá estaba embarazada de ti, odiaba con toda su alma a una persona, por eso naciste así.

Tatiana se dio la vuelta y corrió a preguntarle a su mamá quién era esa persona a quien tanto odiaba.

–Era la otra mujer de tu papá –le contestó con lágrimas en los ojos.

En sábado de Carnaval

El minero, disfrazado de diablo en honor del Tío, suplicó a la Virgen del Socavón:

–Quiero morirme en sábado de Carnaval...

El Tío escuchó la súplica y se lo cargó al infierno en vísperas del sábado de Carnaval.

El risitas

Vivió y murió a carcajadas.

Hamlet

No ser ni ser

Toqué al Señor

“Señor”, le dije, y lo toqué.

Despecho

Una mujer despechada es una fiera adiestrada por el diablo; lleva veneno en las venas y puñales en la lengua.

El atracador

Era el Robín Hood urbano. No usaba carcazas con flechas ni trajes color verde olivo, pero estaba consciente de que, apenas atracara un banco, debía repartir el botín entre los pobres.

El heredero del trono

El rey se hizo anciano y necesitaba un heredero del trono, pero a su única hija, una princesa joven y hermosa, le gustaban más los esclavos negros que los guerreros blancos. Entonces el rey, ansioso por tener un heredero de pelo rubio y tez blanca, le tendió una trampa. Hizo que un esclavo negro, que se aparecía en la alcoba de la princesa solo en las noches, la embarazara y luego desapareciera sin dejar señales de su identidad. Nueve meses más tarde, nació de sus entrañas un niño blanco. La princesa no entendía por qué el niño era blanco si su padre era negro. Nadie le dio explicaciones, hasta que el rey, agonizante y postrado en la cama, le reveló que el padre de su heredero no era un esclavo negro, sino de uno de sus guerreros blancos que se hizo pasar por negro.

sábado, 15 de agosto de 2020

 

EL REVISTERO

Cuando aún no había alcanzado el umbral de la pubertad, se me ocurrió la idea de convertirme en el revistero del pueblo, debido a que durante años había acumulado una considerable colección de revistas de aventuras y ciencia-ficción, que mi madre me las compraba para mantenerme ocupado y distraído, mientras ella se ausentaba para atender sus deberes como maestra en la escuela. 

Así que un día, sabiendo que mi abuelo tenía un amigo carpintero, cuyo taller estaba en la misma calle donde vivíamos, le supliqué que le pidiera hacérmelo un bastidor de madera. Mi abuelo, visiblemente perplejo y mirándome con el ceño fruncido, me preguntó: ¿Y para qué lo quieres? Me encogí de hombros y le contesté: Lo necesito para colocar mis revistas. Pienso fletarlas en la puerta de los cines del pueblo.  

Cuando el carpintero me entregó el bastidor, los listones finamente lijados y barnizados, me lo llevé a casa con un mundo de ilusiones en la cabeza. Las ligas para sujetar las revistas, que las puse cruzadas entre clavo y clavo, saqué de la caja de coser de mi madre, quien, a poco de darse cuenta que le faltaban las ligas, que ella usaba en los calzoncillos y otras prendas de vestir, me dio un sermón de nunca acabar. Pero el daño ya estaba hecho, las ligas pasaron a formar parte de mi bastidor de revistero.

Los fines de semana, por las mañanas, cargaba el bastidor sobre el hombro y llevaba la bolsa de revistas en la mano. Me alejaba de la casa de mis abuelos, cruzaba por Plaza de Armas y tomaba la calle Linares, hasta llegar al Teatro Sindical de la Plaza del Minero, donde estaban las señoras que vendían caramelos, helados, salteñas, tawatawas y rosquetes. Me acomodaba cerca de la puerta del cine, arrimaba el bastidor contra la pared y acomodaba las revistas de acuerdo a su numeración, categoría y tamaño. Las más grandes y a todo color iban siempre en la parte superior, aparte de que eran las que más llamaban la atención de los interesados y las que más se fletaban entre los ávidos lectores, quienes, luego de pagarme unos reales, sacaban la revista del bastidor, se sentaban en las graderías de acceso al cine y leían con la mirada clavada en las imágenes y los textos, unos escritos con letras de imprenta y otros con caligrafías que parecían hechas a pulso.

Las revistas que menos se fletaban iban en la parte inferior, donde estaban las fotonovelas y las que no eran a colores o tenían un color tirado a café. En la parte central del bastidor estaban las más populares, que trataban sobre aventuras de superhéroes, como Fantasma, el Hombre Araña, Superman y Batman, el hombre murciélago que tenía a la noche como aliada en su lucha contra los villanos del mal. En la misma sección estaban las revistas dedicadas a Blixt Gordon, Dick Tracy y las que trataban sobre aventuras de ciencia-ficción, ambientadas en otros planetas y galaxias. Tampoco podían faltar las aventuras de El príncipe valiente y Tarzán, el rey de los monos, que fue dibujado por Hal Foster a partir del libro escrito por Rice Burrough, en torno al hijo huérfano de una pareja inglesa aristocrática abandonado en África a finales del siglo XIX.

El esquema narrativo, entre la realidad y la ficción, era el mismo en casi todas las revistas; es decir, la polarización entre el reino del bien y del mal no obedecía a los cánones de la denominada buena literatura. Tanto los personajes como los temas exhalaban deseos antagónicos y estereotipos predecibles, donde el bueno era siempre bueno y el malo era siempre malo, como el diablo era el estereotipo del malvado: cuernos, cola y tridente; a diferencia del protagonista principal que era el estereotipo del hombre bueno, blanco, joven, apuesto y valiente, aunque en la realidad, estos polos opuestos se funden en la personalidad de todo individuo hecho de carne y hueso. 

Sin embargo, en los años de la infancia, cuando se tiene el pensamiento mágico y el razonamiento ilógico, es difícil discernir las historias fantásticas en las que los personajes siguen un proceso alejado de la realidad, hasta que el relato pierde toda verosimilitud y se convierte en una mera invención de la fantasía, que sólo puede ser concebida en el plano de la imaginación, que es uno de los estados naturales en el desarrollo emocional e intelectual de los niños, que aún no han alcanzado la etapa del razonamiento lógico, que les permita discriminar entre lo que es real y lo que es ficción.

A pesar de estas consideraciones, a mí me apasionaban los protagonistas con doble identidad y el rostro cubierto por una máscara o antifaz; si correspondían a la serie de los pistoleros, mis héroes eran el Llanero Solitario y el Zorro; si eran las dedicadas a los luchadores del ring, prefería a Blue Demon y Santo, el enmascarado de plata; si eran de la serie de los superhombres, mis favoritos eran Batman, Fantasma, Linterna Verde y el Hombre Araña. Aquí debo confesar que me gustaba menos Superman, el hombre extraordinario llegado del planeta Krypton, quizás, porque tenía el rostro descubierto. Para mí era importante que el personaje escondiera su verdadera identidad detrás de una máscara o antifaz, para poder cumplir con su misión imposible, sin que nadie supiera quién era el misterioso héroe que se escondía detrás de una máscara para satisfacer  las aspiraciones de los lectores, enfrentándose en un feroz combate contra los villanos de toda laya, en procura de poner a salvo a los más necesitados y liberar a un pueblo amenazado por las fuerzas tenebrosas del mal.

A pesar de que los personajes de las revistas que fletaba, ya sea en la puerta del Teatro 31 de Octubre o en el Teatro Sindical, correspondían a la llamada literatura de ciencia-ficción y de aventuras, puedo atestiguar que eran solicitadas por grandes y chicos, aunque no siempre sus argumentos lograban ser verosímiles ni sus personajes estaban anclados en la realidad, como cuando Superman volaba como un pájaro por encima de los techos y el Hombre Araña lanzaba telarañas por la yema de los dedos para luego balancearse de ellos entre un edificio y otro. 

En mi época de revistero, conocí a niños que se identificaban con el Hombre Araña, un joven que sufrió la burla de sus compañeros de clase, hasta que un día decidió mostrarles sus poderes sobrenaturales para ganarse el respeto y la admiración; un fenómeno de bullying que no es ajeno a la realidad que experimentan niños y jóvenes en los establecimientos educativos. Algunos de los personajes de estas revistas de serie, debido a su apariencia fuera de lo normal y sus poderes sobrenaturales, eran una suerte de válvulas de escape hacia lo imaginario, porque ayudaban a comprender, al margen del didactismo propio de los libros de texto, los problemas que aquejaban a la humanidad, al mismo tiempo que sus acciones contribuían a asimilar de manera más sencilla los valores éticos y morales para una mejor convivencia social.

De modo que no estoy de acuerdo con quienes aseveran que la lectura de estas revistas es nociva para los niños y jóvenes, so pretexto de que contribuye a estimular conductas agresivas, que luego desencadenan en la violencia escolar y la conformación de pandillas juveniles. Asimismo, no coincido con los profesores que creen que la lectura de las revistas de serie es una verdadera pérdida de tiempo; por el contrario, si apelo a mi experiencia de revistero, les podría informar, si acaso no lo sabían, que los adolescentes y jóvenes, más que leer El señor de las moscas de William Golding o La naranja mecánica de Anthony Burgess, preferían leer las revistas con fuertes dosis de violencia, como una forma de terapia o catarsis de las emociones reprimidas en su fuero interno; no era casual que las revistas de superhéroes eran las más hojeadas y casi deshojadas de tanto haber sido leídas y releídas por los usuarios que, por lo general, estaban en el ciclo de educación secundaria.

Eso sí, los niños se solazaban leyendo Condorito, El ratón Michey y el Pato Donald, que incluía en sus historietas a otros personajes como el Tío Rico, Giro sin Tornillos y los Chicos Malos; personajes típicos de los dibujos animados de Walt Disney que, al igual que las fábulas de Esopo, La Fontaine y Samaniego, ofrecían una trama de contrarios entre algunos animales y hasta una moraleja a manera de enseñanza sobre lo que era bueno y lo que era malo.

Por ese entonces, cuando aún los superhéroes no habían sido objeto de innumerables adaptaciones cinematográficas y televisivas, las revistas de serie se leían en silencio, imaginando las situaciones narradas y hasta la voz de los personajes. Por supuesto que ahora, que las historietas han sido adaptadas a los medios audiovisuales, mejoraron los efectos especiales como el ¡Crash!, ¡Pum!, Paf, ¡Zas!, gracias a las modernas tecnologías del mundo digital.

Aquí debo revelar que algunas de las revistas que tenía en mi magnífica colección, no me las compré yo, ni me las regaló mi madre, sino que se las robé a don Daniel Delgadillo, un trabajador de interior mina, quien tenía una manifiesta adicción a las revistas de serie, porque las compraba y las leía con verdadera pasión. Siempre que iba a su casa, ubicada en uno de los campamentos de Cancañiri, donde vivía con su esposa y sus hijos mucho menores que yo, aprovechaba su ausencia para hurguetear entre sus revistas apiladas sobre el velador y, una vez que escogía las que faltaban en mi colección, las metía dentro de la cintura del pantalón, las cubría con mi chompa y, como el ladrón más avezado, me despedía de su familia y ganaba la calle pensando en que mi subida a Cancañiri no fue en vano. Desde luego que ahora que han pasado muchos años, no me queda más que confesarle mi secreto a don Daniel Delgadillo y agradecerle por sus revistas, ya que él, sin saberlo o sin quererlo, estimuló mi fantasía, contribuyó a mi hábito de lector y me ayudó a descubrir mi vocación literaria.

Toda vez que una nueva revista caía en mis manos, como si fuese un regalo de Navidad, no escondía mis sentimientos de felicidad, la leía ese mismo día, la agregaba a mi colección y la exhibía en el bastidor. Además, me imaginaba que las revistas eran infinitas y que nunca las tendría todas, no al menos mientras existieran guionistas, editores y una tracalada de dibujantes encargados de recrear los escenarios y dar vida a los personajes a pulso, dibujando una montonera de imágenes gráficas que, tras ser puestas en serie y de manera sucesiva, parecían tener vida propia. ¡Qué increíble!, ¿verdad?

No sabía cuándo se inventó y dibujó la primera serie, pero me imaginaba que todo pudo haber empezado cuando se inventó la máquina de imprimir y el día en que apareció el primer dibujante que grabó varias veces una misma imagen gráfica, en una plancha de cobre, para luego imprimirlas con tinta sobre el papel. Lo que sí sabía era que las historietas y tiras cómicas más conocidas empezaron a publicarse, en forma de recuadros, en los suplementos dominicales de los diarios. Yo mismo leí en mi infancia algunas de ellas, como Benitín y Eneas, Astérix, Patoruzito, Popeye y Tintín, ese niño belga que, en compañía de su perrito Fox Terrier, no paraba de realizar aventuras en tierras lejanas y exóticas.

Otra de las ocupaciones que tenía como revistero, después de cumplir con mis deberes de la escuela, era salir de casa algunas tardes para ir a canjear revistas en la puerta de los cines, donde canjeaba, en forma de trueque, las revistas dobles o triples por otras que no tenía en mi colección. En estos mismos afanes andaban otros niños, jóvenes y adultos, merodeando como moscardones en la puerta de los cines, con sus revistas bajo el brazo y las caras de cazadores de novedades. Lo que más buscaban los mayores eran las fotonovelas mejicanas, basadas en las películas producidas para la televisión.

En la puerta del cine, antes de que empezara la función de tanda, que era a eso de las seis de la tarde, aparecían los cinéfilos como cuenta gotas, hasta que, de pronto, la Plaza del Minero se llenaba como cuando se realizaban las apoteósicas asambleas de los mineros. Eran tiempos en que no había otras diversiones que el cine y las chicherías, que eran también los locales más concurridos, sobre todo, los días de pago de salarios en la Empresa Minera Catavi y los fines de semana. En esa época tampoco había televisores y mucho menos videos o acceso a películas digitales, por cuanto los cines eran las únicas atracciones para grandes y chicos. Los niños asistían a función matinal, a esos de las diez de la mañana, y los adultos a función de tanda y noche. Yo no entraba a ver las películas, pero aprovechaba la aglomeración de la gente para fletar y canjear revistas.

Los fines de semana, por las mañanas, podía fletar decenas de revistas entre los niños que, mientras esperaban que se abrieran las puertas del cine, se amontonaban alrededor del bastidor como moscas alrededor de la miel. Yo tenía que estar atento, la mirada puesta sobre los lectores, para evitar que nadie se avivara llevándose la revista. Ni bien se abría la puerta del cine, se armaba un alboroto entre voces y gritos. Algunos niños dejaban la revista a medio leer, porque no querían perderse la función matinal, que era cuando se formaba un tumulto en la ventanilla de la boletería y otro en la puerta de acceso, donde todos se abrían espacio a codazos y pisándose en los pies.  

En las funciones de tanda y noche, la cosa era más tranquila y ordenada. Los jóvenes y adultos hacían menos chacota que los niños, así que había condiciones para canjear las revistas con otros cazadores de novedades que, por lo general, eran personas  mayores. Yo Canjeaba las fotonovelas para dárselas a mi madre, quien las leía en la cama hasta muy entrada la noche. Ya entonces advertí que las novelas rosas, basadas en las obras de amor y desamor de Corin Tellado eran las más populares entre las señoras que no dejaban de tener sueños de Cenicienta. La verdad es que no sé si las novelas rosas de la escritora española eran tan malas como decían los doctores de la literatura, pero sí estoy seguro que era el tipo de literatura que leían con auténtica pasión las amas de casa y las estudiantes de secundaria, quienes, en lugar de leer el Quijote de la Macha o la Odisea, preferían pasar el tiempo leyendo las fotonovelas que abordaban temas similares a su propia vida, con una trama sencilla y un desenlace feliz como en los cuentos de hadas. Lo más probable es que estas lectoras se reconocían en los personajes femeninos y soñaban con un amor parecido a los que encarnaban los protagonistas de las fotonovelas, que casi siempre eran como los galanes del cine mejicano. No en vano algunas vecinas, que me veían pasar por su casa, me detenían un instante y, bajando el tono de la voz, me preguntaban si tenía otras revistas de amor, parecidas a las que les había canjeado a sus hermanos o maridos.  

Mi vida como revistero me dio muchas satisfacciones, hasta que un día de frío invierno, cuando los establecimientos educativos estaban cerrados debido a la vacación invernal, me fui temprano al Teatro 31 de Octubre de la población de Siglo XX, donde las señoras vendedoras de dulces, helados, salteñas, tawatawas y rosquetes estaban ya en sus puestos habituales. Preparé mi bastidor con las revistas, esperado la presencia de mis asiduos lectores. En eso nomás, mientras miraba los cerros por encima de los techos de calamina de los campamentos mineros, vi como avanzaba, en forma de un remolino levantándose como una torre en dirección al cielo, un torbellino de viento que, cuando cruzó por la puerta del Teatro, me golpeó con un soplido tan fuerte que me empujó contra la pared, cubriéndome con tierra y polvareda; al mismo tiempo que mi bastidor cayó al suelo, los listones rotos y las ligas reventadas, mientras las revistas volaban por los aires como pañuelos en una despedida y deshojándose como las ramas de un árbol sacudido por un ventarrón de otoño. Yo me movilicé tambaleándome, en medio de la ventolera de polvo que me cegaba los ojos, en un intento por cogerlas en el aire, con la desesperación de quien está a punto de perder el mayor tesoro de su vida; pero, por mucho que me esforcé por retenerlas con las manos y los pies, las revistas se alejaron igual que un remolino de aves volando en bandadas.

Pasado el incidente, cual un guerrero que pierde la batalla y muerde el polvo de su derrota, me senté en la gradería del cine y me puse a llorar en silencio, maldiciendo al torbellino de viento que me despojó de mi colección de revistas. Levanté el bastidor deshecho, puse las pocas revistas que rescaté en la bolsa de tela que cosió mi madre y retorné a la casa de mis abuelos, donde no tenía ganas de comer ni de dormir. Estaba seguro que nunca más volvería a fletar ni a canjear revistas en la puerta de los cines. Así terminó mi oficio de revistero y una de las etapas más felices de mi vida.

domingo, 9 de agosto de 2020

EL RELOCALIZADO

                                                                                    I

Cuando Marcelino Colque era todavía un chambón en el laboreo minero, tenía miedo al silencio y la oscuridad. El simple hecho de estar encerrado en el vientre de la montaña, le causaba desesperación y angustia de solo pensar que, quizás, nunca más volvería a contemplar la luz del día ni a ver las maravillas del mundo exterior.

Los obreros más viejos le contaron que la oscuridad, lejos de la luz del día, era el reino del Tío, quien, aun siendo el depositario de las esperanzas de las familias mineras, se apoderaba de la vida y el alma de los más jóvenes de la cuadrilla.

Marcelino Colque, cuya formación emocional estaba cimentada en las supersticiones propias de la cultura quechua, sentía un miedo acosador apenas se internaba en las penumbras de la bocamina, donde escuchaba el ¡ploc!, ¡ploc!, de la ch’aq’a y sentía la mordedura del frío en la piel, hasta que muy pronto comprendió que sus compañeros, a modo de contrarrestar el miedo, hablaban a gritos y reían a mandíbula suelta, mientras alguien contaba un chiste colorado o, amparándose en la oscuridad, lanzaba un chascarrillo contra otro compañero de la cuadrilla.

–¡¿Qué dice tu hermanita, cuñado?!... –gritaba alguien.

Las risas estallaban entre comentarios a media voz, pero la respuesta, más subida de tono, no se dejaba esperar: 

–¡Cornudo, carajo! ¡Cuando no estás en tu casa, yo me meto en la cama con tu chola!...

Las risas volvían a estallar, estrellándose contra las rocas apenas iluminadas por la mortecina luz de la lámpara enganchada al guardatojo.

Así aprendió Marcelino Colque que el campesino proletarizado, de mentalidad cerrada y actitud arisca, no era ajeno al sentido del humor, que se destilaba en el mundo telúrico de interior mina. Aprendió también que las bromas y risas de sus compañeros eran formas de burlarse de los peligros y la muerte.

II

Desde que Marcelino Colque ingresó a trabajar y contrajo matrimonio con una moza de su ayllu, pensó en mejorar su condición de vida, aparte de que se llenaría de una numerosa prole debido a que, al no disponer de televisor ni otras diversiones en sus tiempos libres, se dedicaría a seducir a su esposa para estar con ella antes y después del trabajo.

Pasaron los años y nada resultó como había pensado; no mejoró su condición de vida, su esposa falleció aquejada por una enfermedad desconocida y sin concebir un solo hijo. Después volvió a juntarse con la viuda de otro minero, quien la dejó con una tracalada de hijos y sin más herencia que una cuantiosa deuda a los tenderos del pueblo.

Cuando Marcelino Colque ascendió al cargo de perforista, a fuerza de trabajar duro y parejo, se granjeó la admiración de sus compañeros de cuadrilla, ante quienes representaba la gran personalidad del minero hecho de disciplina, responsabilidad y fortaleza física. Todos le saludaban con el mismo respeto que le profesaban al Tío. No pasaba una sola jornada sin que sus compañeros requirieran de sus consejos y prescindieran de su amplia experiencia en el trabajo. Cada vez que se lo pedían con palabras de afecto y respeto, Marcelino Colque accedía sin hacer preguntas ni poner peros. Acallaba el ruido enervante de la perforadora y, lavándose las manos con su orín, acudía al paraje donde se lo requería con urgencia.

Algunas veces, a pesar de las precauciones que asumía con responsabilidad, se enfrentaba cara a cara con la muerte, como cuando le ayudaba al lamero a descolgar la carga que se atascaba en el buzón. La última vez que trepó con mucho cuidado por las rocas, ajustó la dinamita en una grieta de la carga, la cubrió con barro, chispeó la guía y comenzó a descender a toda prisa, mientras alertaba a sus compañeros:

–¡Tirooo! ¡Tirooo!...

Los trabajadores abandonaron el lugar y, tras unos minutos de espera, la roca estalló en un aluvión de estaño y polvo, llenándose en la galería en un santiamén, como cuando la espesa bruma tendía su manto sobre la montaña hasta cubrirla de tope a tope. La carga se precipitó con un fragoroso ruido y el polvo comenzó a disiparse paulatinamente. Tiempo después, los trabajadores se dieron cuenta de que Marcelino Colque no estaba entre ellos y que había sido arrastrado por la carga.

Entonces, lanzando gritos de desesperación, se dirigieron adonde Marcelino Colque estaba atrapado por la carga. Cuando lo ubicaron, con el cuerpo enterrado hasta el cuello, se movilizaron saltando de un lado a otro, hasta que lo rescataron cogiéndolo por las manos y los brazos. Marcelino Colque, notablemente malogrado por el inesperado accidente, se puso de pie y les agradeció por haberle salvado la vida arriesgando sus propias vidas.

III

Durante muchos años, pensó que la cuadrilla era su familia, el paraje de trabajo su barrio, la mina su ayllu y el campamento la razón de su vida. Todo lo que dejó atrás, en el campo donde nació y creció, correspondía a su pasado; su presente, desde que ingresó a trabajar en interior mina, dependía del Tío; pero su futuro, que era incierto y dependía de factores ajenos a su voluntad, estaba en manos de Dios.

Cuando el gobierno cerró las minas nacionalizadas y se produjo la relocalización de los trabajadores, él tenía ya tercer grado de silicosis, una familia numerosa y un futuro tan oscuro como el socavón. 

La Empresa Minera le extendió su papeleta de retiro y lo abandonó a su maldita suerte. Desde ese día, Marcelino Colque pasó a ser relocalizado, un extrabajador minero que dio su vida por el progreso económico del país, sin imaginarse que un día se cerrarían las minas y que él, como miles de obreros, terminaría en la calle y con los pulmones reventados por la silicosis.      

Un mañana, mientras caminaba por una de las calles del pueblo, se encontró por casualidad con su amigo de infancia, a quien le fue mejor en la vida, como comerciante de coca, alcohol y dinamitas.

–¿Cómo te va, hermanito? –le preguntó saludándole efusivamente y dándole la mano.

–Estoy jodido –contestó Marcelino Colque, con el semblante escuálido y mirándole por debajo del espeso arco de sus cejas.

–¿Por qué? ¿Qué pasó?

–Han cerrado la mina –contestó–. Primero nos quitaron la pulpería y ahora el derecho a trabajar. ¿Qué haremos ahora? Yo me vine aquí con la ilusión de que la mina estaba siempre abierta para quienes querían trabajar con dedicación y sacrificio…

Su compañero de infancia lo miró con infinita tristeza, le puso la mano sobre el hombro e intentó consolarlo:

–No te aflijas tanto, hermanito. La solución está en que te busques otra peguita en otro lugar. Si hubieras seguido en la mina, te hubieras muerto como todos los mineros, sin tener ni siquiera dónde caerte muerto...

–No sé si podré encontrar otra peguita –dijo entre accesos de tos seca–. Tengo mal de mina y estoy jodido de los pulmones.

IV

Lo cierto era que desde que cerraron las minas, miles de trabajadores quedaron cesantes y fueron relocalizados. Se marcharon al campo o a las ciudades en busca de nuevos horizontes de vida. La coyuntura política y económica por la que atravesaba el país provocó una diáspora que no se vivió desde la fundación de la república.  

Los trabajadores como Marcelino Colque, al no contar con el apoyo de nadie, se hundieron en la desilusión y desalojaron los campamentos mineros para dejar detrás de sí una población que, con el paso del tiempo, acabaría en ruinas, con campamentos desmantelados y polvorientos, donde moriría todo atisbo de vida y donde los perros hambrientos serían los únicos deambulando calle arriba y calle abajo, sin encontrar consuelo ni hueso que roer.

Marcelino Colque, abatido por las necesidades cotidianas de su familia, no sabía cómo resolver su situación económica. Así que todos los días, para no ver las lágrimas de su mujer ni la cara de hambre de sus hijastros, salía a dar vueltas por la plaza.

Una tarde, mientras caminaba arrastrando la mirada por el suelo, volvió a encontrarse con su amigo de infancia, quien, ni bien lo reconoció a la distancia, le llamó por su nombre y, mirándolo de pies a cabeza, le preguntó:    

–¿Cómo va todo, hermanito?

Marcelino Colque le dio un fuerte apretón de manos y contestó:

–Todo va de mal en peor. Algunos de mis compañeros, desde que se convirtieron en relocalizados, están deambulando por las calles como fantasmas sin rumbo.

–Ahora entiendo por qué estás jodido.

–Ya sé que estoy jodido –repuso Marcelino Colque–. De nada me ha servido que, para evitar la muerte y la desocupación, le haya rendido pleitesía al Tío, con fe y pleitesía, y le haya entregado ofrendas, incluso quitándoles el pan de la boca de mis hijastros.

–A veces, la vida es así, hermanito –y, a modo de aplacarle su pena, añadió–: El Tío no puede hacer casi nada cuando el Gobierno decide cerrar las minas.

El minero sabía que cuando se cerraba la mina, el Tío se quedaba solo en las galerías, a pesar de que no había Tío sin mineros ni mineros sin Tío.

–¿Ahora qué harás? ¿Con qué darás de comer a tu familia?    

Marcelino Colque pensó un instante y llegó a la conclusión de que no le quedaba más remedio que abandonar el campamento minero y retornar a su ayllu, donde le esperaba el arado para ganarse la vida labrando la tierra como lo hizo su padre y también el padre de su padre.

–¿En qué piensas? –le preguntó su amigo, al verlo cabizbajo y reflexivo.

–En la decisión que he tomado.

–¿Qué decisión?

–Le diré a mi mujer que aliste a las wawas y empaque nuestras miserables pertenencias. Nos iremos por el camino que Dios nos señale en su misericordia. No nos queda otra alternativa que abandonar este infierno para rehacer nuestras vidas en el campo.

–Eso será lo mejor, hermanito –le dijo, hundiéndose en un hondo suspiro–. A veces es bueno alejarnos del Tío y entregarnos a Dios…

Marcelino Colque se abalanzó a los brazos de su viejo amigo, como un niño aferrándose a cualquier cosa para no moverse de un lugar, pero igual llegó el instante en que tuvo que despedirse y dirigir sus pasos de relocalizado hacia un futuro que lo esperaba en el campo, al otro lado de las rugosas montañas de mineral, sangre y dolor.

domingo, 2 de agosto de 2020


LA CREACIÓN

Cuando el Tío me vio entrar en el cuarto, con las Sagradas Escrituras bajo el brazo, me miró sorprendido y carraspeó como cada vez que un símbolo religioso invadía su territorio. Dejó que me sentara delante de él y pusiera la Biblia sobre la mesa llena de tabaco, coca, copas y botellas.

–Estás leyendo el libro de los libros –comentó.

–Así es –le dije–. Estoy leyendo el Antiguo Testamento de la Biblia cristiana, el relato del Génesis, que no tiene nada que envidiar a los cuentos y novelas del denominado realismo mágico.

El Tío se apoltronó en su trono, encendió el cigarro con la chispa de sus ojos y se sirvió un vaso de singani de la botella que le dejé el día en que los mineros, en vísperas del Carnaval, ch’allan las galerías de la mina, donde las réplicas de su imagen son motivos de culto y veneración.
 
–Ahora que has leído las supuestas palabras de Dios. ¿Eres capaz de relatarme el mito de la creación del mundo con tus propias palabras?

Yo me incomodé como un alumno que tiene pésima memoria y que todo lo que lee entiende mal, por no decir al revés. Pero como se trataba de la Biblia, acepté su reto. Me acomodé mejor en la silla, respiré de manera serena y, como inspirado por el Espíritu Santo, desembuché lo poco que sabía:

–En el principio, según refiere el libro del Génesis, todo era vacío y las tinieblas cubrían el abismo. Entonces Dios, abriéndose paso en medio del caos, creó el cielo y la tierra con la potencia de su palabra. Que exista la luz, dijo. Y la luz se separó de las tinieblas. Que existan astros y estrellas en el firmamento para distinguir el día de la noche, dijo. Y los astros y las estrellas se encendieron como luciérnagas en la noche. 

–¿Y qué más? –preguntó el Tío.

–Después separa las aguas de la tierra. Que las aguas se llenen de seres vivientes, deslizándose en ellas, y que los pájaros vuelen esparciéndose en el cielo, dijo. Y así se hizo. Que la tierra produzca vegetales, hierbas que den semilla y árboles frutales, dijo. Y así se hizo. Al final, al ver que todo eso era bueno, los bendijo diciéndoles: Sean fecundos y multiplíquense.

El Tío miró hacia un lado y hacia otro, como si no supiera qué decir. Daba la impresión de que el relato del principio de los principios y la presencia de un ser Supremo, que con su sola palabra podía hacer aparecer las cosas como un mago de circo, lo tenía encandilado como cuando le contaba una historia de ciencia-ficción.

–Antes de crear al hombre, Dios escogió una pequeña parte de la tierra para convertirla en un paraíso llamado Jardín del Edén y en medio del jardín hizo brotar el árbol de la ciencia del Bien y del Mal.

–Es impresionante cómo alguien puede hacer aparecer todo lo que le da la gana solo con la fuerza de su palabra –dijo el Tío, con cierto escepticismo y reclinándose en el respaldo de su trono.

Yo puse mi mano sobre la cubierta del libro sagrado y, acariciándolo como el lomo de un gato, seguí relatando las maravillas de la creación:
  
–En el séptimo día del Génesis, Dios dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Y procedió a formar al hombre con un montoncito de tierra y polvo, dotándole vida con el soplo de su divino aliento.

El Tío me miró como dudando de mis palabras que, en realidad, no eran mis palabras, sino las palabras de Dios. Se puso el cigarrillo entre los labios y pidió una copa de singani purito, sin limón ni gaseosa. 

–Ahora viene otra parte interesante –le dije, volviéndome a acomodar en la silla–. Como Dios vio que no era bueno que el hombre estuviese solo en el Jardín del Edén, se le ocurrió crear a una mujer idónea para que sea su compañera de vida...

–¿La formó también con un montoncito de tierra? –indagó de manera capciosa.

–No –contesté de inmediato–. Dios hizo que el hombre caiga en un sopor profundo y, mientras dormía como una wawa en mullida cuna, tomó una de sus costillas, rellenó el vacío con carne y de la costilla formó a la mujer. Cuando la puso delante del hombre, éste abrió los ojos, miró maravillado el desnudo cuerpo de su compañera y exclamó: ¡Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne! Así los creó; macho y hembra los creó. A él le llamó Adán y a ella Eva.

–No cabe duda de que ese Dios era un ser Todo Poderoso, capaz de hacer brotar el árbol del Bien y el Mal como un jardinero, de quitar la costilla de Adán como un cirujano y modelar a Eva como un alfarero… ¡Qué increíble! ¡Simplemente, increíble!...

En el cuarto se hizo un repentino silencio, no se escuchaba el ruido de la respiración ni el vuelo de una mosca, hasta que el Tío lanzó una fétida flatulencia y preguntó: 

–¿Y por qué no le quitó otro hueso de otra parte?

–No le quitó un hueso de los pies para que no sea su esclava, ni de su cabeza para que no sea la cabeza de la casa, sino de la costilla, del medio de su cuerpo, para que sea respetada como él mismo y, además, para que tenga los mismos derechos y las mismas responsabilidades.

–¿Qué más?

–Una vez que terminó la obra de su creación, Dios los puso delante de sus ojos y les ordenó: Sean fecundos y multiplíquense, Labren la tierra y sométanla. Y, a continuación, les dijo: Yo les doy todas las plantas que producen semilla sobre la tierra, y todos los árboles que dan frutos con semilla: ellos les servirán de alimento. Y a todas las fieras de la tierra, a todos los pájaros del cielo y a todos los vivientes que reptan por el suelo, les doy como alimento el pasto verde.

–¿Eso es todo lo que les dijo? –preguntó el Tío.

Yo me incomodé con su pregunta, recordé qué más había leído en esa parte de la creación y, luego de un ligero repaso mental, llegué a la cuenta de que me estaba olvidando lo más importante.

–¡Ah, se me olvidaba lo más importante! –exclamé, tomándome la cabeza con las manos–. Les dijo: “Pueden comer los frutos de cualquier árbol del jardín, menos de este, y, señalándoles el manzano, cuya frondosidad era acariciada por el viento, les advirtió: No comerán de él, ni lo tocarán, so pena de muerte. Si comen de él, se les abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del Bien y del Mal.

–¿Así que en el manzano crecía la fruta prohibida?

–Sí –contesté–. La manzana era la fruta del pecado…

El Tío se relamió los labios y se limitó a escuchar lo que yo tenía por decirle.

–Al cabo de ordenarles lo que debían hacer y no hacer –continué–, Dios los dejó en el Jardín del Edén, donde Adán y Eva fueron felices mientras comían los deliciosos frutos de su cuerpo, hasta que un día se apareció el lacayo del diablo, quien, transformándose en una serpiente, se convirtió en el tentador de Eva. La serpiente adquirió el don de la palabra y aprendió a caminar sobre la punta de la cola. Se le acercó a Eva, le habló con palabras dulces, incitándola a comer la fruta prohibida del árbol del saber del Bien y del Mal. Ella le obedeció como mujer sumisa, estiró la mano hacia la rama del manzano y cogió la apetecible fruta. Le hincó los dientes y comió para lograr sabiduría. La serpiente, tras cumplir la misión encomendada por el diablo, se despidió de Eva y se alejó del lugar. Eva, ni corta ni perezosa, le dio de comer la fruta prohibida a Adán, llevándolo a cometer un acto que lo apartaría de su Creador.

El Tío se remeció en su trono, se acarició la barbilla y enseñó una sonrisa diabólica.

–Qué interesante –dijo, enseñándome sus ojos color violeta como rayos láser.

–No te rías –le increpé en tono molesto–. Fuiste tú quien hizo pecar a los primeros padres de la humanidad, ¿verdad? La serpiente, debido a su papel en la introducción del pecado, llegó a ser la bestia más odiada y temida por el género humano. Como tal, muchas veces, la serpiente ha sido asociada con el diablo, con Satán y… ¡Contigo!

–¡No me hables en ese tono, carajo! –reaccionó el Tío, mientras sorbía otro trago–. Yo no tengo nada que ver con ese diablo y mucho menos con la serpiente…A mí no me metas en esa sopa. No tengo nada que ver con la ingesta de la manzana ni con el pecado que cometió esa tal Eva, que más parecía un animal dominado por la sensualidad y el pecado carnal. Y, por si te quedan dudas, a mí no me han creado ni Dios ni el Diablo, sino los mineros, quienes me hicieron a su imagen y semejanza…

–Dicen también que la serpiente, una criatura dotada del don de la palabra y capaz de expresar sus pensamientos con deslumbrante lucidez, le convenció a Eva para que le diera de comer el fruto prohibido a Adán, ya que si ambos comían del árbol de la sabiduría, de lo Bueno y lo Malo, no morirían, como les dejó dicho Dios, sino que se les abrirían los ojos y oídos, y serían como su Creador. Así fue como nuestros primeros padres, incitados por la serpiente y desobedeciendo el mandamiento divino, introdujeron el pecado y la muerte en este mundo.

–¿Y por qué tuvo que haber sido la serpiente la tentadora y no otro animal? –preguntó el Tío.

–Porque dicen que la serpiente es, o al menos era, la más astuta entre todos los animales que Dios puso sobre la faz de la Tierra.

–La serpiente, ¿la más astuta? –cuestionó el Tío–. Que yo sepa, en las fábulas de la tradición popular, el zorro es el animal más astuto entre los astutos… ¿O no has leído las fábulas y los cuentos de la tradición oral boliviana, como las aventuras del Atoj Antonio y el cumpa Conejo de don Antonio Paredes Candia?

Yo puse cara de no lo sé. Lo miré de frente y él me devolvió la mirada con todo el peso de su autoridad. Se metió otro trago puro y lanzó sobre mi cara un fuerte tufo a tabaco y alcohol.

–Bueno, bueno –dijo–. Lo que me interesa por ahora es saber cómo Dios se dio cuenta de que las criaturas de su creación comieron del árbol del saber del Bien y del Mal.

–Dios los buscó en el Jardín del Edén, pero no los encontró. Entonces gritó: ¡¿Dónde te has metido, Adán?! Él salió de entre unos arbustos y contestó: Te oí andar por el jardín y me dio vergüenza, porque estoy desnudo; por eso me escondí. Dios no tardó en preguntarle: “¿Quién te ha hecho ver que estás desnudo? ¿Has comido acaso del árbol del que te prohibí comer? Adán bajó la cabeza y, mirándose el apéndice que le colgaba como lombriz entre las piernas, contestó: “La mujer que me diste por compañera, por insinuación de la serpiente, me dio la fruta del árbol prohibido y comí… ¿Y dónde está ella?, le preguntó el Creador. Está conversando con la serpiente cerca del manzano, respondió.

–¿Qué pasó después? –preguntó el Tío, como si desconociera ese pasaje bíblico.

–Dios fue hasta allí y creó una enemistad irreconciliable entre la serpiente y la mujer. A la serpiente le dijo: Maldita seas entre todas las bestias y entre todos los animales del campo. Sobre tu vientre caminarás y polvo comerás todos los días de tu vida. A la mujer le dijo: Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos. Con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará. Dicho esto, Dios volvió a acercarse a Adán, lo miró con infinita furia y, barriéndole el rostro con su divino aliento, le sentenció antes de echarlo del Jardín del Edén: Por haber escuchado la voz de tu mujer, como varón domado, y comido del árbol del que yo te había prohibido comer, maldita sea la tierra por tu culpa: con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. Con el sudor de tu frente comerás el pan, hasta que la muerte reduzca a polvo tu cuerpo; porque del polvo vienes y  al polvo volverás.

–Después se desataron los males y las desgracias como si Adán y Eva hubiesen abierto el ánfora de Pandora.

–Así es –asentí con la cabeza–. Todo se jodió desde que nuestros primeros padres desobedecieron el mandamiento divino e introdujeron el pecado y la muerte en el mundo.

El Tío fumó el cigarrillo, se metió otro trago, se relamió los labios y, para demostrarme que él también conocía el libro del Génesis, relató el desenlace, pero no de acuerdo al texto original, sino a su manera:

–Qué padre más estricto y malvado –dijo–. Pobrecitos de sus hijos, quienes, por desobedecer deliberadamente la ley divina y tragarse el fruto del árbol de la sabiduría, fueron expulsados del Jardín del Edén, perdiéndose así, por su culpa, por su maldita culpa, el paraíso que Dios creo sobre la faz de la Tierra. Desde entonces tuvieron que vagar sin rumbo, como cuando los padres de Hansel y Gretel, que no tenían qué darles de comer, los abandonaron en medio del bosque, al menos según el cuento de la tradición oral recogida por los hermanos Grimm. ¿Conoces ese cuento?

–No –le dije, aguardando que concluyera el relato sobre el mito de la creación del mundo y la especie humana.

–Y como los primeros padres de las humanidad estaban avergonzados de la desnudes de su cuerpo –dijo en un tono sarcástico, como burlándose del nacimiento de la tragedia humana–, antes de seguir su camino como nómadas, se cosieron hojas de higuera y se las pusieron como taparrabos, hasta que más tarde, para cubrir mejor sus vergüenzas, se fabricaron túnicas con la piel de animales silvestres.

Cuando dejó de hablar y se hizo otro silencio, me miró con el ceño fruncido y los colmillos descubiertos por una sonrisa socarrona que, en lugar de amainar la tensión de mis nervios, me provocó un malestar interior, como precipitándome, largado de la mano de Dios, hacia un abismo de caos y tinieblas.

–¿Tienes algo más que decir? –preguntó.

Yo negué con la cabeza y, como no estaba en condiciones de seguir con la conversación, levanté la Biblia, la puse bajo el brazo y me alisté para salir. En eso nomás escuché la metálica voz del Tío:

–Me olvidaba preguntarte, ¿Quién es el autor de ese libro?

–No tiene autor conocido –contesté–, pero todos dicen que todo lo que está escrito en este libro es la palabra de Dios.

–¡Ah, carajo! –reaccionó el Tío–. Yo pensé que era una compilación de diversas historias basadas en las tradiciones orales del II milenio, mucho antes del nacimiento de Cristo, y no las palabas dictadas por un ser Supremo a un solo autor, como yo te dicto a ti mis ocurrencias y aventuras cada vez que se me ocurren. Todo hace pensar que el libro fue escrito, a lo largo de muchos siglos, por varios religiosos, en diferentes momentos y lugares. Además, los primeros capítulos del Génesis debemos tomarlos como escritos simbólicos y no como historias reales, pues son narraciones que tienen mucho de ficción, como la parte donde se explica la creación del mundo y la genealogía de la humanidad desde el comienzo de los tiempos.

No supe qué contestar. Me levanté de la silla, me paré detrás del respaldo y, más avergonzado por mi ignorancia que por mi falta de mayor fe en la fe religiosa, decidí despedirme del Tío, quien se quedó en la oscuridad del cuarto, sin dejar de fumar ni beber sus tragos de aguardiente.