EL CASCO DEL MINERO
El monumento al
guardatojo del minero es ya un emblema que comenzó el año 2002 y culminó el
2003, como un homenaje a los trabajadores del subsuelo en una ciudad inundada
de mitos, ritos y leyendas, y en cuyos cerros, que a la distancia parecen una
recua de llamas en reposo, se explotaron primero los yacimientos de plata y
luego los filones de estaño desde las sombrías épocas de la colonia.
Hace mucho
tiempo, cuando lo vi por primera vez en una fotografía digital, me quedé
pasmado ante la magnífica creación del artista que lo diseñó y plasmó con
maestría y talento. Lo contemplé por un rato sin salir de mi asombro y, como
quien se identifica desde siempre con el destino de los mineros, me cruzó por
la mente la idea de que si alguna vez pisaba la tierra de los urus, me tomaría
una fotografía sin falta, al menos para dejar constancia de mi amor desmedido
por la Villa Real de San Felipe de Austria.
El Casco del
Minero, de aproximadamente seis metros de diámetro, está hecho de hojalata y metal
bruñido; por eso en su copa y su ala destellan los rayos del sol y su magnífica
estructura ornamental da la bienvenida a los visitantes que ingresan a la
ciudad por la zona norte. Ocupa la parte central de una rotonda de césped,
cactus, piedras y cemento, y está flanqueado por las figuras que representan a
las cuatro plagas de la leyenda de los urus, cuyo relato apasionante cuenta la
historia de que la víbora, el sapo, el lagarto y las hormigas fueron enviados
como castigo por el dios Huari, para exterminar a los apacibles habitantes del
lago Uru-Uru, quienes le dieron las espaldas para adorar a otro dios más
poderoso y luminoso que era el Inti (Sol). No obstante, como suele suceder en
la mayoría de los relatos de la
tradicional oral, los urus fueron salvados por los poderes mágicos de una
Ñusta, la misma que se apareció flameando en el cielo diáfano del altiplano, y
con cuya espada, que lanzaba rayos mortíferos, logró petrificar a las cuatro
plagas, que hoy forman parte del ornamento de una ciudad que, año tras año,
ofrece un espectáculo folklórico hecho de luces y de sueños.
Si se observa con
detenimiento, el Casco del Minero, allí donde debía estar la lámpara frontal,
lleva la imagen de la Virgen del Socavón, patrona de los mineros y mamita de
quienes, en sumisa veneración, le rinden culto celebrando una fiesta que,
durante varios días y varias noches, refleja la tradición ancestral de una urbe
que parece vivir a ritmo de platillos, bombos, trompetas y matracas.
Tomarme una foto
al pie del guardatojo no sólo fue un hecho obligatorio, por ser hijo de
entrañas mineras, sino también un buen pretexto para tener una imagen en la
rotonda, donde yace los animales más representativos de la tradición milenaria
de un pueblo que, así como supo sobrellevar con dignidad las etapas más
sufridas de su historia, sabe engalanarse con sus mejores atuendos a la hora de
embelesar al visitante que llega desde lejos, dispuesto a dejarse atrapar por
la magia de la cosmovisión andina, como un hombre se deja atrapar por los encantos
de una hermosa chinamorena.
No cabe duda de
que la esencia minera se apoderó de la ciudad. Es cuestión de extender la
mirada y dejarla pasear en derredor, para comprender que esta tierra, que
durante siglos dio de mamar sus riquezas al mundo a cambio de pobreza, se alza
estoica en medio de la altipampa, donde los vientos silban, chillan y levantan
polvareda como zampoñeros en comparsa.
En las zonas
aledañas a los socavones, donde el olor de la copagira se mezcla con el olor de
la alcantarilla, se siente la presencia del mitológico Tío; dueño absoluto
de las riquezas minerales, amo de los mineros y generador principal del
Carnaval orureño, en cuya fraternidad de los diablos baila con su traje de
Lucifer, desafiándole al arcángel San Miguel y suplicándoles a las chinasupay
que aplaquen con su lujuria las llamas encendidas de su corazón.
Este monumental
Casco del Minero, forjado entre la luz y el aire, no es la obra de un escultor
orureño, como podrían imaginarse los visitantes nacionales y extranjeros, sino
la creación del cochabambino Fernando Crespo, un artista que, a fuerza de
imaginación y trabajo forzado, logró dotarle a la ciudad minera uno de sus
emblemas más característicos. La obra, que llama la atención del caminante
desde cualquier ángulo que se la contemple, fue colocada en plena vía que
conecta a Oruro con los departamentos situados al norte del país.
Por lo demás,
querido lector, sólo cabe aclararte que esta crónica es la expresión más
genuina del sentir de un escritor, que un día concibió la idea de retratarse al
pie de este guardatojo de hojalata y que otro día cumplió con su promesa,
gracias a que detrás de la cámara estaba Carla Faviana Gonzáles Gareca, lista
para presionar el disparador e inmortalizar este instante de emociones
desatadas, justo cuando las laderas de los cerros empezaban a teñirse con el
rosado resplandor del ocaso.
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