ALBERTO GUERRA G. EN UNA PLAZUELA DE ORURO
En el Barrio
Jardín zona Norte de la ciudad del Pagador, donde antiguamente los arenales
jugaban con el viento, me tomé una fotografía junto al busto de Alberto Guerra
Gutiérrez, una tarde fría de agosto y poco antes de que el ocaso empezara a
teñirse en el horizonte. La plazuela, de ambiente acogedor y arquitectura
ornamentada, luce un puente en la parte central y una fuente que
genera cortinas y chorros de agua.
Llegué al lugar
en la grata compañía de Carla Faviana Gonzáles Gareca, profesora de literatura
en un colegio de Challapata, donde un día sólo fui a degustar de los exquisitos
quesos, los charquis y los tostados de haba, pero que, por esas extrañas
sorpresas de la vida, acabé dando una conferencia sobre mi vida y obra en
presencia de la prensa local y en una aula repleta de estudiantes dispuestos a
escuchar mis experiencias Por el mundo - Mis universidades, como diría Máximo
Gorki.
Ver el busto de
Alberto Guerra Gutiérrez, en un sitio público que hoy lleva su nombre, me causó
una insondable alegría, una alegría de esas que pocas veces emergen como
torbellino desde el fondo del alma. No era para menos, este poeta yatiri era
digno del mejor de los elogios de parte de sus coterráneos. Había que recordarlo
de este modo, porque fue uno de los pocos intelectuales orureños que, a través
de las filigranas del verso y los ensayos de antropología, dio a conocer el
blasón de la ciudad, rescatando del acervo cultural la parte más mágica y
tradicional del Carnaval de Oruro, declarado por la Unesco Obra Maestra del
Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad.
Alberto Guerra
Gutiérrez fue un hombre que, desde la sencillez y la sabiduría, sabía ganarse
el aprecio de los amigos con su amabilidad y sonrisa franca. Lo conocí
personalmente en el Primer Encuentro de Poetas y Narradores de Bolivia,
celebrado en Estocolmo en septiembre de 1991, donde lo vi oficiar un ritual de
ch’alla como todo buen yatiri y donde conversamos, entre trago y trago, de
poesía y de folklore, mientras el humo del tabaco negro dibujaba en el aire las
siluetas de los amores y desamores en la vida de un poeta acostumbrado a
desgranar sus versos entre los corazones violentamente apasionados.
Años después,
cuando supe que cayó fulminado por un ataque cardíaco en plena calle, mientras
caminaba rumbo a su casa, lo primero que sentí fue una honda tristeza y luego
cruzó por mi mente la idea de que los orureños, junto a los miembros de la
Unión Nacional de Poetas y Escritores (UNPE) y las autoridades edilicias,
estaban en la obligación de rendirle un justo homenaje, a modo de perpetuar su
memoria, dedicándole una calle, una plaza o bautizando alguna de las
instituciones culturales con su nombre, para que las futuras generaciones
supieran quién fue Alberto Guerra Gutiérrez, ese vate de la poesía social,
amigo de los niños mineros y querendón de las tradiciones más auténticas de su
pueblo.
Su aporte a la
cultura fue enorme: organizó tertulias literarias entre amigos, trabajó en la
mina y ejerció la docencia, realizó estudios antropológicos sobre la cultura de
los urus y desentrañó los mitos y las leyendas de la meseta andina. Su espíritu
de investigador autodidacta y su inquietud por contribuir al ámbito de la
literatura, lo impulsó a escribir libros con temática diversa y a fundar El
Duende, esa revista de formato pequeño que desde hace años, gracias al impulso
del Ing. Luis Urquieta Molleda, se publica como una suerte de suplemento
literario del diario La Patria.
El haber estado
en la plazuela que lleva su nombre, me colmó de honda satisfacción y el corazón
me latió como caballo al galope, no sólo porque vi su busto sobre un pedestal y
una placa recordatoria, sino también porque fue un amigo del alma, de esos a
quienes basta conocerlos una vez para tomarles cariño y saberlos que siempre
estarán ahí, como esos viejos duendes que, sin dejarse encadenar por los
caprichos de la muerte y ansiosos por retornar al reino de los vivos, se nos
aparecen una y otra vez.
Así permanecerá
el poeta yatiri entre los milagros de la Candelaria y los danzarines del
Carnaval, entre las dunas de arena y el lago de los urus, entre los cerros
donde mora la víbora y los socavones donde los mineros horadan el vientre de la
Pachamama, entre la roca que representa al cóndor y la roca que representa al
sapo, porque como bien afirma la creencia popular: Alberto Guerra Gutiérrez no
se fue complemente con la muerte, por eso siempre estará entre nosotros
convertido en viejo duende.
Al cabo de
tomarme la foto, como un entrañable recuerdo de mi paso por la zona norte de
Oruro, me agarré del brazo de Carla Faviana Gonzáles Gareca y me metí en el
taxi de su amigo Gerson Yugar, quien, siendo profesor de Ciencias Naturales y
egresado de la Escuela Normal Superior de Maestros Ángel Mendoza Justiniano, se
ganaba la vida, como tantos otros profesionales bolivianos, conduciendo un taxi
por las frías y polvorientas calles de la Capital Folklórica de Bolivia.
Imágenes:
1. Víctor Montoya
junto al busto de Alberto Guerra Gutiérrez. Foto, Carla Faviana Gonzáles
Gareca. Oruro, agosto, 2011.
2. Víctor Montoya y Alberto Guerrra Gutiérrez. Foto, Homero Carvalho.
Estocolmo, septiembre, 1991.
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