UN GRABADO DE GUSTAVE DORÉ
La imagen de Caperucita y el lobo, metidos
en una misma cama como una pareja incompatible, siempre me ha provocado un
extraño morbo por su carácter insólito y porque permite fantasear un erotismo
perverso que, de un modo consciente o inconsciente, está implícito en la trama
de este cuento clásico de la literatura infantil.
Si bien es cierto que se conocen
varias versiones de la Caperucita Roja, no deja de ser menos cierto que las
más conocidas, al menos las que lograron vencer al tiempo para llegar hasta
nosotros con la misma frescura y espontaneidad con que fueron narradas,
corresponden a los Hermanos Grimm y a Charles Perrault, quien, tras haber
escrito loas al rey de Francia hasta los 55 años edad, tuvo la brillante
iniciativa de rescatar las consejas de la tradición oral para después
publicarlas, tras modificar o censurar la crudeza de las versiones originales,
en su libro Los cuentos de la mamá Gansa (1697), en el cual
destacan: La Bella Durmiente, La Cenicienta, Piel de asno, Pulgarcito, Barba Azul, El gato con botas y Caperucita Roja, que alcanzó una fama
inusitada junto a las ilustraciones realizadas por un joven Gustave Doré para
una edición de mediados del siglo XIX.
Está claro que Gustave Doré, que
ilustró con maestría y genialidad obras como la Biblia y el Quijote, supo
plasmar el hondo contenido social y moral de Caperucita Roja, sin más
recursos que la fuerza de la imaginación y el dominio impresionante de las
técnicas del grabado, cuyas posibilidades gráficas lo tenían fascinado desde
los 15 años de edad.
Supongo que cuando Doré leyó el
cuento de Perrault, lo primero que acudió a su mente fue la idea de cómo captar
el instante en que Caperucita se mete en la cama donde está aguardándola el
lobo feroz, con la mirada encendida, las garras afiladas y el hocico babeante.
Supongo también que, una vez concebida la idea, como en un trance de
alucinación, no le quedó más remedio que trazar líneas, con instrumentos
punzantes y cortantes, sobre la superficie de una plancha metálica, en cuyas
huellas se alojaría la tinta para luego ser transferida por presión sobre la
hoja de papel, donde este grabado quedaría inmortalizado para siempre, tanto
para el gusto como para el disgusto de millones de lectores alrededor del
mundo.
Durante la Edad Media, conforme
a las normas éticas y morales establecidas por la Iglesia, se usó la moraleja
de Caperucita Roja para controlar la conducta sexual de las niñas en el
umbral de la pubertad, tomando en cuenta que la caperuza, uno de los mayores
atributos de la protagonista, simboliza la primera menstruación según los
psicoanalistas como Bruno Bettelheim y otros estudiosos de los cuentos de
hadas. Por lo tanto, las niñas en la edad de la pubertad tenían la necesidad de
cuidarse de las malas intenciones de los desconocidos que, con el mismo libido
y la misma astucia encarnados por el lobo, merodeaban a las muchachas
desprevenidas en el bosque, incitándolas a incurrir en el pecado de la carne.
Aunque este cuento, lleno de
sabiduría popular y encanto, es una de las joyas favoritas de la literatura
infantil, no deja indiferente a los lectores adultos que, a diferencia de los
niños y las niñas, le buscan y rebuscan otros trasfondos que desbaraten el final feliz y la simple moraleja planteada por Charles Perrault, quien quiso
prevenir a las jovencitas que entablaban relaciones con desconocidos.
No es para menos, recordemos que
Caperucita se encontró con el lobo en un bosque. Él le preguntó hacia dónde iba
y ella le contestó que a casa de su abuelita, que estaba enferma y esperando su
merienda. Entonces el lobo, en su afán por hacerla suya, se valió de sus
artimañas para engañarla. Tomó el camino más corto y llegó antes a la casa de
la abuelita. La anciana, al escuchar los golpes en la puerta, preguntó: ¿Quién
es? El lobo fingió la voz y se hizo pasar por Caperucita. Una vez dentro de la
casa, se comió a la abuelita de un solo bocado y esperó a Capercita acostado en
la cama, donde la niña no tardó en meterse en busca de calor y cariño.
Este magnífico grabado de
Gustave Doré, que retrata a una Caperucita de rostro angelical y a un lobo
disfrazado de abuelita, no sólo recrea el mejor episodio del cuento, sino que
despierta un universo de fantasías, que van desde las más ingénuas hasta las
más perversas. Más todavía, tengo la certeza de que cualquiera que contemple
esta ilustración, despojado de todo prejuicio y atadura moral, sentirá la tentación
de modificar el desenlace del cuento, como el que propongo a continuación:
El lobo feroz, acostado en la
cama de la abuelita, preguntó con voz temblorosa:
–Caperucita, ¿para qué tengo los
ojos tan grandes?
–Para mirarme mejor, abuelita.
–¿Y para qué tengo la lengua tan
larga?
–Para lamerme mejor, abuelita.
–¿Y para qué tengo las garras
tan fuertes?
–Para agarrarme mejor, abuelita.
–¿Y para qué tengo los dientes
tan afilados?
–Para comerme mejor, señor lobo.
El lobo feroz, al darse por
descubierto, se puso nervioso y balbuceó:
–¿Y para qué tengo la cola tan
larga, Caperucita?
–¡Para estrangularte mejor a la
hora de comerme, bestia peluda!
El lobo saltó de la cama y,
sin quitarse el camisón de la abuelita, salió en estampida rumbo al bosque.
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