viernes, 9 de septiembre de 2011



UN GRABADO DE GUSTAVE DORÉ 

La imagen de Caperucita y el lobo, metidos en una misma cama como una pareja incompatible, siempre me ha provocado un extraño morbo por su carácter insólito y porque permite fantasear un erotismo perverso que, de un modo consciente o inconsciente, está implícito en la trama de este cuento clásico de la literatura infantil.

Si bien es cierto que se conocen varias versiones de la Caperucita Roja, no deja de ser menos cierto que las más conocidas, al menos las que lograron vencer al tiempo para llegar hasta nosotros con la misma frescura y espontaneidad con que fueron narradas, corresponden a los Hermanos Grimm y a Charles Perrault, quien, tras haber escrito loas al rey de Francia hasta los 55 años edad, tuvo la brillante iniciativa de rescatar las consejas de la tradición oral para después publicarlas, tras modificar o censurar la crudeza de las versiones originales, en su libro Los cuentos de la mamá Gansa (1697), en el cual destacan: La Bella Durmiente, La Cenicienta, Piel de asno, Pulgarcito, Barba Azul, El gato con botas y Caperucita Roja, que alcanzó una fama inusitada junto a las ilustraciones realizadas por un joven Gustave Doré para una edición de mediados del siglo XIX.

Está claro que Gustave Doré, que ilustró con maestría y genialidad obras como la Biblia y el Quijote, supo plasmar el hondo contenido social y moral de Caperucita Roja, sin más recursos que la fuerza de la imaginación y el dominio impresionante de las técnicas del grabado, cuyas posibilidades gráficas lo tenían fascinado desde los 15 años de edad.

Supongo que cuando Doré leyó el cuento de Perrault, lo primero que acudió a su mente fue la idea de cómo captar el instante en que Caperucita se mete en la cama donde está aguardándola el lobo feroz, con la mirada encendida, las garras afiladas y el hocico babeante. Supongo también que, una vez concebida la idea, como en un trance de alucinación, no le quedó más remedio que trazar líneas, con instrumentos punzantes y cortantes, sobre la superficie de una plancha metálica, en cuyas huellas se alojaría la tinta para luego ser transferida por presión sobre la hoja de papel, donde este grabado quedaría inmortalizado para siempre, tanto para el gusto como para el disgusto de millones de lectores alrededor del mundo.

Durante la Edad Media, conforme a las normas éticas y morales establecidas por la Iglesia, se usó la moraleja de Caperucita Roja para controlar la conducta sexual de las niñas en el umbral de la pubertad, tomando en cuenta que la caperuza, uno de los mayores atributos de la protagonista, simboliza la primera menstruación según los psicoanalistas como Bruno Bettelheim y otros estudiosos de los cuentos de hadas. Por lo tanto, las niñas en la edad de la pubertad tenían la necesidad de cuidarse de las malas intenciones de los desconocidos que, con el mismo libido y la misma astucia encarnados por el lobo, merodeaban a las muchachas desprevenidas en el bosque, incitándolas a incurrir en el pecado de la carne.

Aunque este cuento, lleno de sabiduría popular y encanto, es una de las joyas favoritas de la literatura infantil, no deja indiferente a los lectores adultos que, a diferencia de los niños y las niñas, le buscan y rebuscan otros trasfondos que desbaraten el final feliz y la simple moraleja planteada por Charles Perrault, quien quiso prevenir a las jovencitas que entablaban relaciones con desconocidos.

No es para menos, recordemos que Caperucita se encontró con el lobo en un bosque. Él le preguntó hacia dónde iba y ella le contestó que a casa de su abuelita, que estaba enferma y esperando su merienda. Entonces el lobo, en su afán por hacerla suya, se valió de sus artimañas para engañarla. Tomó el camino más corto y llegó antes a la casa de la abuelita. La anciana, al escuchar los golpes en la puerta, preguntó: ¿Quién es? El lobo fingió la voz y se hizo pasar por Caperucita. Una vez dentro de la casa, se comió a la abuelita de un solo bocado y esperó a Capercita acostado en la cama, donde la niña no tardó en meterse en busca de calor y cariño.

Este magnífico grabado de Gustave Doré, que retrata a una Caperucita de rostro angelical y a un lobo disfrazado de abuelita, no sólo recrea el mejor episodio del cuento, sino que despierta un universo de fantasías, que van desde las más ingénuas hasta las más perversas. Más todavía, tengo la certeza de que cualquiera que contemple esta ilustración, despojado de todo prejuicio y atadura moral, sentirá la tentación de modificar el desenlace del cuento, como el que propongo a continuación:

El lobo feroz, acostado en la cama de la abuelita, preguntó con voz temblorosa:

–Caperucita, ¿para qué tengo los ojos tan grandes?
–Para mirarme mejor, abuelita.
–¿Y para qué tengo la lengua tan larga?
–Para lamerme mejor, abuelita.
–¿Y para qué tengo las garras tan fuertes?
–Para agarrarme mejor, abuelita.
–¿Y para qué tengo los dientes tan afilados?
–Para comerme mejor, señor lobo.
El lobo feroz, al darse por descubierto, se puso nervioso y balbuceó:
–¿Y para qué tengo la cola tan larga, Caperucita?
–¡Para estrangularte mejor a la hora de comerme, bestia peluda!
El lobo saltó de la cama y, sin quitarse el camisón de la abuelita, salió en estampida rumbo al bosque.

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