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martes, 5 de abril de 2011


EL PARAÍSO DE SAPOS Y CULEBRAS

La culebra es famosa desde el sexto día de la creación divina. Al decir de los expertos, la aparición de la primera culebra coincide con la creación del hombre, así como la aparición del primer sapo coincide con la creación de la mujer. Sapo y culebra probaron la fruta prohibida del Paraíso e incurrieron en el pecado de la carne. Desde entonces, la culebra es un diablito que quiere meterse en el infiernito del sapo.

Cuando la culebra está tranquila, se encoge como una lombriz aterrada, pero cuando está en acción, se pone dura como el garrote y adquiere dimensiones que, para el gusto o el susto de los sapos, duplica y hasta triplica su tamaño.

La rigidez de la culebra es factible gracias a la estructura anatómica de su cuerpo, cuyas arterias se llenan con la sangre que fluye a su interior, rellenando las lagunas vacías. Así aumenta de espesor y longitud. Al término de su rigidez, la culebra vuelve a su calibre normal, las lagunas se vacían de sangre y las paredes se vuelven flácidas; sólo entonces, la culebra tiene la virtud de doblarse y enroscarse, sin romperse ni quebrarse.

Las culebras, a diferencia de los sapos caseros, son callejeras y aventureras. Se arrastran de huerto en huerto, hacen ruidos de cascabel, se yerguen como cobras y acechan al sapo que encuentran a su paso. Las culebras más mundanas y hambrientas se comen incluso a los sapos rechonchos del hortelano, en cambio las culebras más exigentes y delicadas se comen sólo a los sapos sin dueño. Las culebras, por su propia naturaleza, son saperos, exceptuando a unas pocas que no comen sapos sino culebras.

La culebra que tiene mucha experiencia y se ha comido muchos sapos, sabe diferenciar entre los sapazos, los sapos y los sapitos. Sabe también que los sapos tienen una lengüita sensible escondida en la comisura de sus labios. A veces, la lengüita puede desarrollarse tanto que puede parecerse a la culebra. Cuando esto ocurre, el sapo puede actuar como sapo sapero y comerse a otros sapos del huerto.

Toda vez que la culebra quiere acceder al interior del sapo, seducida por sus zonas encantadas, el sapo abre la boca como flor carnívora, hincha la lengüita y babea una sustancia lubricante. Algunos sapos, aunque carecen de dentadura, pueden contraer los músculos y morder a la culebra, mas su mordedura no es dolorosa sino sabrosa.

Según confesiones de un sapo anónimo: Los sapos de esta clase son conocidos como sapos mordedores; tienen fama, son perseguidos y apetecidos.

Las culebras, como en el reino de los sapos, se diferencian en el color, la forma y el tamaño: hay culebras cortas y culebras largas, culebras gruesas y culebras delgadas; algunas culebras tienen la cabeza grande y otras pequeña. El color de las culebras varía según la raza: hay culebras blancas, amarillas, cobrizas, negras..., y culebras cuyos colores son el resultado del cruce de dos o más razas diferentes. Hay culebras de piel granulada y culebras de piel lisa, culebras peludas y culebras lampiñas. Las culebras de tamaño grande son culebrones, las de tamaño regular culebras y las de tamaño pequeño culebritas, y con esto queda claro que existen culebras para el gusto de todos los sapos.

La culebra, como el célebre batracio, es un animal popular en todas las culturas. A su nombre, tanto mujeres como hombres, le han dedicado innumerables cuentos, cantos y poemas. Está presente en los mitos y las leyendas, en las fábulas y los aforismos, y lo que es más importante, tarde o temprano, está en boca de los sapos que, desde el día de su creación, son verdaderos encantadores de culebras.

Si el sapo es un animal medicinal, que sirve para curar el mal de caderas de los hombres, entonces la culebra es un animal tan útil como el sapo, pues su piel se usa en la peletería, su veneno es una medicina potencial y su grasa es un ungüento apreciado por las mujeres. Por cuanto la culebra, desde que el mundo es mundo, es un animal inofensivo, así tenga fama de ser la criatura maligna que tentó al sapo en el Paraíso.

jueves, 14 de octubre de 2010


LA PUNK DE LOS AROS DE ORO

Aquella muchacha punk, que se atravesó en mi vida una tarde de verano ardiente, estaba sentada en el centro comercial de Estocolmo, justo en la grada de acceso a una tienda de ropas, donde yo, ignorando su presencia, me acerqué a preguntar el precio de una chaqueta exhibida en el escaparate. La punk me miró con los ojos color de cielo despejado, luciendo un tupé con franjas verdes y rojas, rapadas a punta de navaja.

Me hice a un costado y traté de sortear el paso, pero ella me detuvo del brazo y se levantó de la grada.

–¿Qué quieres? –le pregunté, intentando mirar la pequeña barra metálica atravesada en su lengua.

–Me gustas –contestó con voz suave pero firme. Aplastó la colilla del cigarrillo con la puntera metálica de sus botines de caña alta, y agregó–: Si prefieres, nos vamos a mi apartamento.

Quedé perplejo, sin saber qué contestar, pero midiendo la seriedad de sus palabras.

La punk me tomó de la mano, me enseñó el camino con sus pasos y me condujo por una calle inundada de tiendas y autos. Yo le revelé mi nombre y ella el suyo. Así caminamos dos cuadras, mientras algunos peatones, al vernos pasar, lanzaban miradas de curiosidad, atraídos por el tintineo de los aros que ella llevaba en las orejas, la nariz, los labios, las cejas, los brazos y el cuello.

–Aquí vivo –dijo, enseñándome la puerta de un edificio ubicado en pleno centro de la ciudad.

Cuando entramos en el apartamento con dormitorio, baño y cocina, me enfrenté a una colección de símbolos fálicos y estatuillas eróticas de origen africano. Nos quitamos los zapatos en el zaguán, sin mirarnos ni hablarnos. Ella puso la música de Pink Floyd y entró en la cocina, donde sirvió una copa de Martini haciendo chocar los cristales contra los metales de su cuerpo. Me senté en el sillón tapizado en cuero, mirando la sobria decoración del cuarto, enmarcado por un sofá, una cama de cabecera alta, una sencilla estantería de madera lacada y una vitrina que lucía estatuillas de greda, madera y pedernal, cuyos motivos representaban una libertad sexual para mí hasta entonces desconocida. Las paredes estaban decoradas con una serie de cuadros y grabados de origen oriental. El piso, desde la puerta hasta la cama, tenía una alfombra persa, donde sobresalía el relieve de una mujer desnuda, quien, abrazada al pescuezo de un cisne de alas desplegadas, volaba por encima de un mar en llamas.

La punk se me acercó, moviéndose al compás de la música. Me alcanzó la copa de Martini y empezó a despojarse de su chaqueta de cuero negro. Aflojó su cinturón con hebilla metálica y se quitó los jeans andrajosos, que descubrían una parte de las nalgas y otra parte de las rodillas. Al final se quitó la malla que parecía una telaraña y los calzones que apenas le cubrían el pubis depilado como sus axilas.

Le miré el ombligo y los pezones atravesados por unos aros no más grandes que una moneda de cincuenta centavos. Ella se paseó por el dormitorio, mirándome por el rabillo del ojo, hasta que se dejó caer sobre la cama, las manos en la nuca y las piernas extendidas. Me levanté del sillón y, sintiendo que la temperatura del amor se apoderaba de mi cuerpo, me desvestí sin pensar en otra cosa que en practicar la misma posición que enseñaba la estatuilla africana, donde la mujer estaba en posición de cuatro, en tanto el hombre la acometía por detrás, sujetándola por la cintura. Arrojé las ropas sobre el sillón y me acerqué hacia la punk, dispuesto a concretar mi fantasía. Pero ella, tendida todavía de espalda, dobló las rodillas y abrió las piernas a la luz del día. Fue entonces cuando pude constatar que el tintineo metálico no sólo provenía de los aros que ella cargaba en la cara, el cuello y los brazos, sino también de los aros de oro atravesados en los labios de su sexo.

Ella me apretó contra sus senos y me encendió el fuego del amor con sus besos. Yo ensarté mis dedos en los aros pendientes de su sexo y le quemé con mi aliento, hasta que ella, lanzando gemidos y tintineando como la vitrina de un joyero, pidió que la penetrara con violencia moderada. Me miró a través del espeso rimel de sus pestañas y me clavó sus afiladas uñas en la espalda. Me moví al ritmo que ella controlaba con el meneo de sus caderas y le mordisqueé los pezones acomodados a la altura de mi boca. Después se retorció arrastrando las sábanas y lanzó un grito que rodó por la alfombra persa. Yo caí rendido entre sus brazos y la música de Pink Floyd calló en el estéreo.

Esa misma tarde comprendí que la libertad sexual de la punk, quien aprendió a explicar con el cuerpo lo que no podía hacerlo con palabras, era algo más que una simple aventura amorosa, pues desde el día en que nos conocimos por casualidad en el centro comercial de Estocolmo, nos seguimos amando de una y mil maneras, hasta que ella desapareció misteriosamente de la ciudad, sin dejarme otro recuerdo que los tintineos de sus aros de oro, que noche tras noche me persiguen en los sueños.

miércoles, 15 de septiembre de 2010


CÁNDIDA, EL NEGRO Y EL PERRO

Cándida, la artista porno, ha escandalizado a la apacible y conservadora ciudad minera, donde instaló un local a media luz, para ofrecer un espectáculo erótico, en el que un hombre negro y un perro hacían el papel de partenaires masculinos.

La función comenzaba con una danza hindú, que en los antiguos templos babilónicos y egipcios simbolizaba la concepción y el nacimiento, la reconciliación de la mujer con todo su cuerpo, empezando en el vientre y terminando en los tobillos. Aunque la danza no era de seducción y menos de contemplación, adquirió un carácter erótico en el cuerpo de Cándida, quien, además de masturbarse con vibradores importados desde París, terminaba el espectáculo con la intervención de su esclavo sexual, quien pasaba el día atado a la cama como un animal doméstico y por las noches se alternaba con un perro en un acto zoofílico, distinto y original, que provocaba varios minutos de suspendido aliento, no sin antes arrancar de sus casillas a los espectadores acostumbrado a los atavismos y las tradiciones austeras de la vida matrimonial.

Se decía que Cándida provenía de tierras extrañas, donde las mujeres eran diosas que encarnaban la armonía de lo sensual y lo sagrado, que dominaban los secretos del amor y eran capaces de conducir a un hombre hasta el umbral de la muerte y devolverlo nuevamente convertido en un sabio en las artes de amar. Por eso mismo, la presencia de Cándida, en medio de una población proclive a las supersticiones, constituyó uno de los hechos más insólitos después de la aparición misteriosa de la Virgen del Socavón.

Las mujeres casadas, remontadas en cólera y celos, la maldecían persignándose tres veces y la acusaban de ser un castigo divino o una víbora llegada del infierno para envenenar a las familias más conservadoras de la ciudad. Cuando la veían pasar por las calles, con un abrigo de pieles como único atuendo, la escupían con un desprecio que se hacía cada vez más intenso entre las mujeres, cuyos maridos empezaron a perder la noción de las buenas costumbres conyugales.

Así transcurrieron varios meses, hasta que una noche, reunidas en la plaza principal, decidieron desmantelar el local de Cándida, quien, en poco tiempo y a fuerza de ofrecer sus encantos, se convirtió en la manzana de la discordia y en la imagen emblemática del libertinaje sexual. La muchedumbre marchó rumbo al antro de perdición, ubicado en un barrio periférico de la ciudad, donde Cándida, envuelta en siete velos, se mostraba en el escenario vestida de Salomé, la princesa judía que sedujo al tirano Herodes con su danza, y que, a cambio de su virginidad, le pidió la cabeza degollada de San Juan Bautista.

Los espectadores le seguían los pasos con los ánimos caldeados, mientras ella se despojaba los velos al ritmo de la música, transformándose en una bailarina de harén, las joyas pendientes del cuerpo, un diamante incrustado en el diente y una perla reluciente en el ombligo. Su vientre era liso, casi adolescente, y sus senos hinchaban el sostén con la misma armonía que sus nalgas hinchaban la bombacha. Las posibilidades expresivas de su pelvis, el meneo de sus caderas y el temblor de sus senos, hacían de ella una hembra irresistible a las tentaciones masculinas.

Afuera no había luna ni estrellas y el viento embestía desde los cerros, rugiendo como bestia herida. Las nubes, negras y cargadas, se desplazaban en el cielo, y las mujeres, atravesando las calles donde se perdían las luces y las voces, se aproximaban al local de esa mujer que todas las noches hechizaba a los hombres con la danza del vientre.

Cuando el Negro irrumpió en el escenario, conduciendo a un perro que vivía enjaulado como pájaro, su sombra se proyectó en el telón del fondo, recortado como la silueta del Minotauro. Al mostrarse bajo el ruedo de luz descolgado desde las pantallas, el público se quedó mirándolo con el mayor asombro que imaginarse pueda, pues el Negro, el cuerpo de gladiador y la piel lustrosa como el cuero, lucía un dragón blanco tatuado en el pecho, un barco pirata en la espalda y varias mujeres desnudas a lo largo de los brazos.

Cándida, levantándose sobre la punta de los pies, bailó dando giros vertiginosos y, deleitando a los espectadores con una gracia que le brotaba hasta por los poros, se dejó caer en los brazos de ese hombre cuyos tatuajes, dignos de una atracción circense, eran un espectáculo aparte.

El Negro, aunque sentía celos de sus propios ojos, no sabía cómo dejar de exhibir a Cándida en ese ámbito saturado de tabaco y sudor, donde noche tras noche la poseía entre miradas encendidas y voces que se oían como el susurro de una serpiente entre las hojas.

Afuera, las mujeres seguían avanzando en tropel, las mantas y polleras desplegadas al viento. El rumor de sus voces chocaba contra las puertas y se alzaba hacía el cielo encapotado, donde los truenos parecían los rugidos de un animal extraño.

El Negro, cimbreando el cuerpo al ritmo del timbal, no la miraba a los ojos sino a los senos, que se bamboleaban con fruición dentro del sostén anudado a la altura del esternón. Cándida, consciente de que tenía delante de ella al esclavo sexual de su vida, se entregó en cuerpo y alma a un erotismo poco habitual, devolviéndoles a los espectadores más viejos el don de la fantasía y la potencia viril. El Negro enganchó una cadena en la collera de cuero y se puso en cuatro patas, imitando al perro que los miraba desde una de las esquinas del escenario. Cándida, dispuesta a ser ama y señora en el acto, lo sujetó por la cadena y lo paseó desnudo, hasta que él asumió sus instintos de animal salvaje y agitó la verga como un rabo entre las piernas. Fue entonces cuando Cándida, tras un golpe de palmas, lo incitó a lamerle los pies y a poseerla sobre los cueros esparcidos en el escenario. El Negro le husmeó el sexo y le desató las amarras del sostén con los dientes, poco antes de que ella se sintiera encendida por las llamas del amor y se quitara la bombacha de un tirón, dejando al descubierto la blancura de su cuerpo enteramente depilado. Luego se tendió de espalda y ofreció el centro de su cuerpo, abierto como una jugosa fruta tropical. El Negro la abordó con una aterradora sumisión de esclavo y, levantándole las piernas a la altura de los hombros, la penetró con todo el peso de su cuerpo. En ese instante, entre los espectadores, cundió una excitación desenfrenada, que les aceleró la respiración y los latidos del corazón. En tanto Cándida, mordiéndose el labio inferior y quejándose en un idioma desconocido, atrapó entre sus piernas la cintura del Negro, quien, a tiempo de eyacular, emitió un sonido gutural, como un toro embravecido, y se tumbó contra el suelo dando gritos de placer.

Cándida le lanzó una mirada veloz y, arreglándose la cabellera arracimada sobre la cara por el sudor de la piel, se puso en postura de cuatro y retrocedió hacia donde estaba el perro, la lengua colgante, babeante, y la verga candente como un clavo recién sacado del fuego.

En ese trance, las mujeres forzaron la puerta y ocuparon el local con la firme decisión de reducirlo a escombros. Los espectadores, sacudidos por los insultos y el sentimiento de culpa moral, huyeron en desbandada, cubriéndose el rostro con lo que había. El Negro y el perro se escondieron detrás del telón, mientras Cándida permaneció en medio del escenario, donde varias mujeres, iluminadas por el furor y la venganza, la rodearon dispuestas a destrozarla con las manos. Una de ellas, con una enorme verruga en la mejilla, le dio una bofetada increpándola:

–¡Puta! –luego añadió–: ¡Contigo llegó el infierno a nuestras casas!...

Las demás, blandiendo los brazos como armas, la arañaron y arrancaron los cabellos de cuajo. Cándida, sin quejarse ni moverse, dejó que le cayeran los golpes y los insultos, hasta cuando el Negro, que volvió a su condición humana y recobró los sentidos de la razón, salió en defensa de su amor. Entonces, las mujeres, al verlo desnudo y en su estado más natural, se echaron para atrás y salieron por donde entraron.

Pasado el incidente, que sacudió los cimientos de la ciudad minera, no se volvió a saber más de Cándida, del Negro ni del perro, salvo la historia de que este espectáculo se inició en Antofagasta, tierra de burdeles y pescados fritos, donde el Negro conoció a Cándida en un club clandestino del puerto, donde la escuchó cantar en un dialecto saharaui, con inflexiones del árabe clásico, y la vio mover el vientre al ritmo del timbal, con la magia y elegancia de las mujeres orientales. Terminada la función, el Negro la abordó instintivamente y, atraído por el olor a jazmín que le recordaba el pecho de su madre, la invitó a cenar alcuzcuz y a compartir la cama. Esa noche, apenas el cielo se vistió de estrellas y la luna asomó su pálida cara por la ventana, el Negro se sometió a los bajos instintos de Cándida, quien, al fundirlo con el fuego de su cuerpo, lo convirtió en su esclavo sexual y en sombra que la seguía por donde fuera.

viernes, 6 de agosto de 2010


LA SONRISA ERÓTICA DE BOCCACCIO

El Decamerón, de Giovanni Boccaccio es la primera obra en que la prosa italiana sienta las bases del moderno arte de novelar, no sólo porque logra elevarse a la altura de una verdadera creación estética, sino, además, porque es un manual de urbanidad que enseña a contar buenas historias eróticas, con mesura y elegancia, y a escucharlas con dignidad y entusiasmo, o con esa pasión ácida y encarnizada de quienes gustamos de la prosa erótica, mientras otros sueñan en el retorno al puritanismo y la prohibición.

El Decamerón, al igual que los Versos Satánicos de Salman Rushdie, despertó encendidas controversias entre los lectores de su época y desató las iras del Vaticano, cuyo dogma se encontraba a caballo entre el ocaso de la Edad Media y los albores del Renacimiento. No obstante, El Decamerón, a pesar de haber sido considerado un libro que atentaba contra las buenas costumbres ciudadanas, logró romper los cercos de la censura y circular entre los nobles y aficionados a las lecturas eróticas. Por eso, quizás, su influencia se dejó sentir tardíamente en el contexto de la literatura europea, aunque Boccaccio estuvo inmerso en la redacción de su obra entre 1349 y 1351, a petición de la hija y esposa del rey de Nápoles, quienes, a pesar de ser tenidas por damas honestas y recatadas, gozaban con la lectura de las narraciones licenciosas que brotaban de la magistral pluma de Boccaccio.

Otro aspecto relevante en El Decamerón es el manejo de la lingua vulgare (lengua vulgar), que por primera vez marcó un precedente importante en la prosa escrita en romance, pues lo que Dante o Petrarca hicieron en verso, Boccaccio lo hizo en prosa, enfrentándose a los moralistas y lectores letrados, quienes le criticaron por haber usado el latín vulgar y no el latín clásico, culto o literario, en la elaboración de eso que llamaron La comedia humana, en contraste con La divina comedia de Dante. Empero, como Boccaccio quería llegar al corazón del pueblo con el lenguaje que hablaba el pueblo, dejó de interesarse por la crítica y siguió escribiendo en latín vulgar, que era una suerte de sociolecto usado por la soldadesca, los comerciantes y la gente de la calle. Todo esto, quizás, porque estaba consciente de que el lenguaje es algo tan vivo como la gente, o como dice Ernesto Sábato: Esas obras que tratan de seres humanos, vivientes y sufrientes, se hacen con sangre y no con tinta, con las palabras que se mama, se vive, se sufre, se quiere, se enfurece y se muere...

Como quiera que fuere, El Decamerón constituye una serie de cien narraciones puestas en boca de tres gentiles hombres y siete mujeres de luto, quienes, huyendo de la terrible peste que asoló Florencia en 1348, decidieron refugiarse en una casa de campo, sobre una loma que dominaba un pequeño valle, donde cada uno de ellos, a modo de pasar el tiempo, contaron una historia diaria, sentados en ruedo sobre las hierbas de un prado. De los diez turnos de las diez personas proviene el nombre de esta obra imperecedera que, para cualquier lector o cultor de la literatura erótica, es un punto de referencia que permite apreciar mejor el erotismo como género literario; pues sin El Decamerón sería más difícil comprender El satiricón de Petronio, Juliette o las prosperidades del vicio del marqués de Sade, Madame Bovary de Flaubert, Ana Karerina de Tolstoi, Historia del ojo de Bataille, Delta de venus de Anaïs Nin, Lolita de Nabokov, Trópico de Cáncer de Henry Miller, El carnicero de Alina Reyes, Las edades de Lulú de Almudena Grandes y Los elogios de la madrastra de Vargas Llosa. Y, desde luego, todo esto considerado una trivialidad al lado de los grandes textos asiáticos, que van desde los Kama Sutra, hindú, hasta el Tapiz de la plegaria de carne, chino.


Ahora bien, sin entrar en detalles sobre el tratamiento del lenguaje erótico, que en castellano resulta abrupto por ser un idioma poco apto para encarar este tipo de literatura (al margen de las perífrasis, metáforas y otras figuras de dicción que se usan para expresar los aspectos más ocultos de la naturaleza y la condición humanas), voy a permitirme la libertad de sugerirles la lectura de esa historia de El Decamerón que, según Boccaccio, a veces hacía sonrojar un poco a las damas y a veces las hacía reír. La historia relata las aventuras de Alibech (Noche 3a., 10), la muchacha virgen que quiere hacerse anacoreta con el monje Rústico, quien, cansado ya de introducir su diablito en el infierno, se retira a un lejano desierto, donde vive dedicado al ascetismo.

Así pues, estimados lectores, estoy convencido de que la historia de Alibech, si bien no les provocará una explosión erótica, al menos les hará sonreír con ese sutil humor que supo explayar el gran maestro del arte de novelar.

Dibujos de El Decamerón, por Perellí.