EL
CINTURÓN DE CASTIDAD
En
la Edad Media, cuando el cinturón de castidad se usaba para controlar la
infidelidad y los deslices sexuales de las esposas durante los largos períodos
de ausencia de los maridos, un aguerrido caballero, que se marchaba a la cruzada
para enfrentarse a los enemigos del Rey y el Papa, le pidió al joven cerrajero
de la aldea que confeccionara un cinturón de castidad para asegurarse de la
fidelidad de su esposa, una dama de carácter jovial y conducta coqueta que,
siendo de facciones bellas y voluptuosas carnes, corría el riesgo de
descarriarse apenas él montara a caballo para marcharse a la guerra.
–Tú
sabes que las esposas disfrutan poniéndoles cachos a los maridos –le dijo al
joven cerrajero, entregándole una bolsista llena de monedas–. El cuerpo de la
mujer incita al pecado, tiene las frutas prohibidas que desea el prójimo y su
vagina es como la boca de un infiernito donde quiere meterse cualquier
diablito. No quisiera que mi esposa, aprovechándose de mi ausencia, saciara su
sed de amor con el unicornio de un furtivo amante.
El
joven cerrajero, sin levantar la mirada de la ardiente fragua, escuchó en
silencio los argumentos del caballero que, al parecer, tenía mucha razón al
esgrimir argumentos difíciles de contradecir; quizás por eso, como enseñaban
los más viejos, nadie hablaba sin experiencia ni nadie pensaba en lo que por sí
no pasaba.
El
joven cerrajero, mientras meditaba en que ese artefacto metálico se utilizaba
para impedir que el cuerpo de la mujer sucumbiera a las tentaciones de la
carne, confeccionó el cinturón con una banda de acero más fina que el muelle de
reloj, recubierto con cuero blando y provisto de un minúsculo candado sujeto en
la juntura del aro. El cinturón pasaría por entre las piernas, se dividiría a
la altura del ano y cerraría la vulva mediante una delgada lámina convexa de
latón en la que había una pequeña abertura para evacuar la orina y todo lo
demás.
El
día en que el caballero pasó a recoger el encargo, el joven cerrajero le
entregó el cinturón de castidad y le explicó que una vez cerrado el candadito y
retirada la llave, sería imposible que un hombre pudiera acceder a las carnes
de su esposa, debido a la presencia de púas allí donde estaba la boca del
infiernito por donde se metía el lujurioso diablito.
El
caballero quedó maravillado ante el objeto reluciente como una joya de
orfebrería y pensó que por fin tendría asegurado la fidelidad de su bellísima
esposa. El joven cerrajero, a tiempo de despedirse con sumo respeto, le dijo
que le deseaba bienaventuranzas en la cruzada, pero lo que no le dijo es que el
cinturón tenía dos llaves, uno para cada uno; lo que le permitiría al cerrajero
meterse en la alcoba de la dama y abrir el candadito cuando se le pegara la
santísima gana.
El
caballero, antes de montar al corcel de alta parada y marcharse a la cruzada,
aseguró el candadito del cinturón y se llevó la llave colgada como un collar,
pues la tendría en las batallas como amuleto contra la muerte y la infidelidad,
aparte de sentirse el amo y dueño absoluto de la sexualidad de su esposa, a
quien se la imaginaría aguardándolo en la alcoba, tendida sobre la cama con su
bendito cuerpo al aire, pero con las partes íntimas custodiadas por el cinturón
de castidad.
El
joven cerrajero, al saberse dueño de la llave que le daba acceso al santo de
los santos de la dama del caballero, se quitó el delantal de cuero curtido, se
lavó la cara y el cuerpo. Pegó dos golpes de martillo sobre el yunque y se
dirigió a la mansión señorial del caballero ausente, donde estaba la dama con
ansias de que la despojaran de esa prenda metálica que, más que ser un
mecanismo de seguridad, era un doloroso instrumento de tortura.
Una
vez que la dama quedó liberada de esa prenda insoportable, que le rozaba la
piel causándole malestar, hizo sus necesidades fisiológicas con placer y
complació los insaciables deseos del joven cerrajero, quien gozó con los
perturbadores encantos de la dama y cuyas visitas se repitieron noche tras
noche, hasta que ella quedó embarazada una y otra vez.
Cuando
el caballero volvió de la cruzada, donde había perdido un ojo, un brazo y una
pierna, comprobó que su esposa seguía con el cinturón de acero, pero que su
familia había crecido como por obra y gracia divina. Así que el caballero, como
todo guerrero acostumbrado a dar la vida a nombre del Rey y el Papa, hizo loas
a Dios por haberle concedido una fiel esposa y aceptó a los niños como una
recompensa por la sangre derramada en Tierra Santa.
Al
fin y al cabo, solamente el joven cerrajero sabía que el cinturón de castidad
servía no solo para reprimir la sexualidad de la mujer, sino también para
demostrar la estupidez de un hombre que no aceptaba el sabio proverbio que
reza: El hombre es fuego, la mujer
estopa; viene el diablo y sopla, o, dicho de otra manera, al hombre no se le
puede pedir que no desee a la mujer del prójimo ni a la mujer se le puede
privar de sus necesidades con un candadito y dos llaves.
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