lunes, 4 de abril de 2016


SOY NIETO DE CHOLAS, ¿Y QUÉ?

Desde mi más tierna infancia, siempre me sentí fascinado por las cholas que presumen de su elegancia y belleza, de sus coloridos atuendos, del orgullo de su raza de bronce y, sobre todo, de su coraje para sobreponerse a los golpes de la vida; ellas, con todos sus atributos de cholas, son las verdaderas magníficas de la belleza boliviana. No son originales pero sí originarias y auténticas, y, por añadidura, diferentes a las chotitas de las familias bien, o de los sectores de élite de la clase media baja que, a cualquier precio y atrapadas por los patrones occidentales de belleza, desean parecerse -o se parecen- a las gringuitas europeas o norteamericanas, no sólo en el estilo de vida y en el modo de expresarse en spanglish, sino también en los cánones de la apariencia física, porque se tiñen el pelo a rubio platinado o a color ladrillo y se blanquean a piel hasta quedar como t’antawawas remojadas en agua. 

Mis abuelas, tanto por el lado materno como paterno, fueron apuestas mujeres de mantas y polleras; en sus ojos se reflejaban las costumbres y características del encuentro entre el viejo y nuevo mundo, que conformó una suerte de sincretismo religioso y un mestizaje racial y cultural, donde lo ancestral y lo occidental se fundieron para dar nacimiento a una nueva raza, que no era blanca ni india, ni criolla ni nativa, sino un hibrido compuesto por la fusión biológica entre los habitantes del más aquí y del más allá.

Con el transcurso de los años, mientras estudiaba historia en la secundaria y respiraba aires de patriotismo, comprendí que las vestimentas usadas por mis abuelas, mezcla de la indumentaria indígena y europea, fueron impuestas durante la colonia a una parte de las mujeres bolivianas, quienes, a pesar del despojo y los atropellos cometidos contra los indios, ostentaban con orgullo su identidad mestiza y sus vestimentas inspiradas por los trajes usados por las españolas de la época.

Las mantas y polleras de mis abuelas

Mi abuela Eugenia Ortuño, con quien pasé una gran parte de mi infancia en la población minera de Llallagua, era una chola de regio porte y de carácter indomable a la hora de dar la cara ante las adversidades que, a veces, amenazaban con sacudir los cimientos de la convivencia familiar. De ella aprendí que no existen imposibles ni obstáculos que no puedan vencerse si uno los enfrenta con perseverancia y fuerza de voluntad, del mismo modo como ella, acostumbrada a las labores campestres, aprendió a labrar la tierra con sus manos para luego cosechar los frutos de su propio esfuerzo.


Recuerdo que siempre que sentía frío, sea de noche o sea de día, me arrimaba contra su pecho y ella me arropaba con su gruesa manta de flecos largos, como cuando una gallina mete a su polluelo debajo sus tibias alas, sin más intención que ofrecerle calor y protección; era entonces que la abrazaba con todas mis fuerzas, mientras ella me acaricia la cabeza como el lomo de un gato y yo sentía el olor característico que desprendía su manta tejida con lana de oveja o alpaca.

No está por demás decir que de mis abuelas aprendí las claves más íntimas de la convivencia humana, que ellas, a su vez, lo aprendieron en el diario batallar y no en los libros que se leen en las instituciones educativas, porque los grandes aprendizajes de la vida no se aprenden en las aulas ni en los libros de texto, sino a través de la experiencia que depara la vida con satisfacciones y desilusiones.

Así fueron mis abuelas, como la mayoría de las mujeres bolivianas, abnegadas y cariñosas como madres y esposas; por eso estoy orgulloso de saber que provengo de mantas, sombreros y polleras, y que, afortunadamente, soy ciudadano de un país plurinacional, donde cohabitan varias lenguas, razas, culturas y creencias; toda una diversidad compendiada en un solo abanico de unidad.

Ellas hicieron sentirme como parte de una cultura que bulle en mis venas, expresándose en mis rasgos y el color de mi piel. De ahí que mi noción de patria no es un amasijo de banderas ni himnos dedicados a los héroes montados a caballo, sino algo más vital como la impronta de identidad impuesta por una comunidad que te acoge como a uno de los suyos, como si toda la comunidad fuese una suerte de familia a la que siempre se puede volver andes por donde andes.

Mi abuela materna, Celia Escóbar, era oriunda de Chayanta, provincia del norte de Potosí, que, en los tiempos de esplendor de la colonia, fue el asentamiento de los conquistadores ibéricos en busca de fortunas y el escenario principal de las sublevaciones indígenas de fines del siglo XVIII, acaudilladas por el rebelde Tomás Katari contra los súbditos de la corona española.


Según referencias de la saga familiar, mi abuela fue mestiza y bisnieta de uno de los caciques del corregidor de la Real Audiencia de Charcas. Ella, a diferencia de las mujeres indígenas, tenía un cutis que delata una cierta preponderancia de la raza blanca. Los ojos negros y vivaces conjugaban con el brillo azabache de sus cejas y su abundante cabellera, peinada con Chajraña (pequeño amarro de paja brava usado como peine) y partida en dos trenzas agarradas con tullmas (cordelillos de lana para amarrarse las trenzas).

No cabe dudas que mi abuela fue una moza atractiva y elegante, pero, aun así, soportaba las miradas despectivas de las señoritas de alta alcurnia, aunque supongo que a ella no le importaba ni incomodaba, pues estaba consciente de su natural belleza, su capacidad de exhibir con donaire sus sombreros de fieltro, sus mantillas de vicuña y sus polleras que, caídas hasta las pantorrillas y batidas por los vientos, producían un frufrú cada vez que se contoneaba al caminar.

Mi abuela Celia Escóbar, como se puede apreciar en una fotografía que se tomó en vida junto a parientes y amigas, luce un sombrero de copa alta hecha de fibra procedente de Guayaquil y muy parecido al de las cholas cochabambinas; vestía enaguas con encajes, blusas de seda, jubones con cuello rígido, polleras plisadas en el vuelo y confeccionadas de tela gruesa, botines de media caña y mantas tejidas con ovillos de lana de camélidos, como para soportar los gélidos vientos del altiplano, que en los crudos días del invierno calaban hasta los huesos.

Las emblemáticas cholas de la literatura

Cuando alcancé la mayoría de edad, me las imaginaba a mis abuelas como a las cuatro Claudinas, las emblemáticas cholas de la literatura boliviana, quienes supieron embelesar con su belleza a los señoritos de clase media, hasta someterlos a los designios de sus caprichos para luego arrastrarlos por las calles del desengaño y la amargura.

Estas obras, que describen las experiencias del enamoramiento de una chola y que, en algunos casos gira en torno a una historia de amor que culmina en tragedia, son Claudina (1855), de José Simeón de Oteiza; En las tierras del Potosí (1911), de Jaime Mendoza; La Misk’i Simi (la de la boca dulce, 1921), de Adolfo Costa du Rels y La Chaskañawi (la de los ojos de estrella, 1947), de Carlos Medinaceli.


Las cuatro Claudinas de la literatura nacional, de un modo consciente o inconsciente, conforman el arquetipo de la chola boliviana, pues éstas son dueñas de una gracia femenina inconfundible, de un carácter indócil y un orgullo que hace gala de su estirpe; no en vano sus pretendientes de las urbes modernas, sobreponiéndose a los prejuicios sociales y raciales de las clases altas, sucumben ante los encantos de las cholitas de miradas seductoras y cuerpos esculturales, hasta que, arrastrados por un amor traicionado o no correspondido, caen en los bajos fondos de la desilusión y la borrachera. 

Mis abuelas, aunque de un modo indirecto estaban vinculadas a la explotación de minerales, no tuvieron nada que ver con la elaboración de la chicha ni con su expendio en los locales instalados en las calles de las poblaciones mineras del norte de Potosí, pero eso sí, puedo estar seguro de que fueron hembras templadas por la vida campestre y dueñas de una insoslayable belleza física, al menos así se las ve en las amarillentas fotografías que las muestran con sus mejores atuendos de mujeres mestizas.

Las heroínas anónimas de la historia

Las mujeres de mantas y polleras, a lo largo de la historia nacional, han marcado con su presencia importantes episodios de dignidad y coraje. Y, aunque forman parte de las heroínas anónimas, supieron estar a la altura de las luchas revolucionarias durante la colonia y la república, dando muestras de su valentía a prueba de balas y sacrificios. Ellas nos demostraron que la sabiduría de un pueblo no se aprende en los libros académicos, sino en los vaivenes de la vida vivida y sufrida, que es una escuela sin pupitres ni pizarras, pero sí con lecciones que llenaban el alma de esperanzas, iluminando el porvenir de las futuras generaciones, de sus hijos y de los hijos de sus hijos.

La mujer chola es uno de los pilares firmes de la sociedad boliviana, no sólo por su increíble capacidad para el trabajo, sino también por su temperamento apasionado en el amor, y porque ella, mejor que nadie, tiene instintivamente un alto sentido de sacrificio como madre y esposa. Ella es, a pesar de los prejuicios de carácter patriarcal, el alma de la familia y la llama de la esperanza, la persona que lo da todo por todos y la principal administradora de la economía del hogar.

Desde la época colonial, si bien las cholas no empuñaron las armas en los procesos revolucionarios, al menos fueron el espíritu que alentó el ánimo de los insurrectos. Ellas fueron las luchadoras sociales que, en los campos de batalla, las barricadas y los momentos decisivos del combate, cumplieron con las tareas de cuidar a los enfermos, heridos y muertos, asumiendo la función de enfermeras, aguateras, mensajeras, sepultureras y compañeras sobre cuyos hombros descansaba todo el peso y responsabilidad de velar por el bienestar de la familia, que era parte integrante de una colectividad con aspiraciones de libertad y sentido de patria común.

Desde antes del nacimiento de la república, las cholas se enfrentaron a las tropas realistas impulsadas por el deseo de romper con las cadenas de la opresión colonial, como lo hizo la jubonera Simona Josefa Manzaneda, quien luchó con bravura en la guerra de la independencia, en la que sufrió vejámenes y humillaciones por su condición de chola, y que hoy se la recuerda con respeto y cariño junto a otros mártires de la revolución paceña de 1809, exactamente como a todas las heroínas de la Coronilla retratadas por Nataniel Aguirre en su novela Juan de la Rosa.

Miles fueron las cholas que ofrendaron su vida a la causa de la independencia americana y miles las mujeres amas de casa, esposas de los trabajadores mineros que, organizadas en sus propios comités y sindicatos, participaron en las contiendas contra los guardianes de la oligarquía minero-feudal. Algunas cayeron en las masacres, como la palliri María Barzola, quien, en diciembre de 1942,  encabezó una marcha obrera rumbo a la gerencia de Catavi, por entonces propiedad de la empresa Patiño Mines Enterprices Consolidated, con la firme decisión de conquistar mejores condiciones de vida para los trabajadores y sus familias.

Las cholas en el Estado Plurinacional

Ahora que estamos en otro tiempo, ahora que las ideas sobre la equidad de género se van plasmando en realidades concretas, con leyes contundentes contra el maltrato a las mujeres y un buen porcentaje de asambleístas de mantas y polleras en las esferas decisivas del gobierno, sólo me queda augurarles éxitos en el desarrollo de sus proyectos, esperanzado en que tengan siempre el derecho a participar en igualdad de condiciones en el ámbito familiar y profesional.


Cuando Bolivia se atrevió a reconstruir su identidad nacional y a reescribir la historia oficial, mis abuelas no tuvieron la oportunidad de participar en el proceso de cambio. No alcanzaron a vivir en carne propia la fundación del nuevo Estado Plurinacional, ni a elegir a las asambleístas de sombreros, mantas y polleras, quienes ingresaron al Palacio Quemado por la puerta grande y gracias al voto popular, para ejercer como ministras, senadoras y diputadas en un parlamento en el cual se ensamblan de manera inexorable las diferentes culturas, como en un mosaico parecido a los hermosos diseños de mantas y aguayos.

Las cholas del siglo XXI, conscientes de su dignidad y sus legítimos derechos, actúan con mayor decisión en la vida social, económica y cultural; ni qué decir de la actividad política, en cuyo territorio han empezado a ocupar importantes cargos públicos, en virtud a su experiencia adquirida en las organizaciones sociales, sus estudios, su capacidad de trabajo y su interés por defender los derechos de sus compañeras que durante siglos fueron discriminadas por ser mujeres, por su origen de raza y su condición de cholas, como si la vestimenta y el color de la piel fuesen obstáculos para superarse como ciudadanos en un país multicultural, donde todos tienen los mismos derechos y las mismas responsabilidades, al menos si se toman en cuenta las normas establecidas en la nueva Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia.

Estoy seguro de que mis abuelas, que no tuvieron otro destino que ser amas de casa, hubieran estado felices de constatar que en el actual gobierno existen mujeres representantes de los movimientos sociales, como son las Bartolinas, porque a través de ellas hubieran expresado los sentimientos y pensamientos que incubaron en lo más profundo de su ser, aunque, debido a la realidad que les tocó vivir, mis abuelas nunca llegaron a las primeras páginas de la prensa escrita ni aparecieron en la pantalla de la televisión, que por mucho tiempo estuvo reservado sólo para las chotitas blanconas, de ojos claros, bonitas caras y bonitos cuerpos.

Sin embargo, cuando mi abuela Eugenia estaba todavía en vida, irrumpió en la televisión la cholita Remedios Loza, con su Tribuna Libre del Pueblo, y a ella le siguen otras preciosas cholitas que, en su condición de comunicadoras profesionales, brillaron con luz propia en las pantallas, metiéndose en las casas con sus elegantes indumentarias y sus melodiosas voces que narraban las noticias tanto en español como en las lenguas originales de nuestros ancestros, que ellas aprendieron en el pecho materno desde el día de su nacimiento. 

Por éstas y muchas otras razones más, siempre que alguien me pregunta con sorna sobre los orígenes de mi ascendencia, le contestó sin titubear un solo instante: Soy nieto de cholas, ¿y qué?. No sólo porque estoy orgulloso de pertenecer a un contexto social que constituye una de las piedras angulares de la identidad e integridad bolivianas, sino también porque las quise con profundo cariño; un cariño que mis abuelas supieron devolverme con amor maternal, sin límites ni condiciones, procurando que, más que sentirme como un simple nieto, me sintiera como un hijo predilecto, como si de veras me hubiesen parido entre mantas y polleras.

viernes, 1 de abril de 2016


DOMITILA, UNA MUJER DE LAS MINAS

A doña Domi, como la llamaban cariñosamente los vecinos, la conocía desde siempre, desde cuando vivía en el distrito minero de Siglo XX y vendía salteñas en una canasta de mimbre, a poco de elaborarlas con la ayuda de sus pequeñas hijas, quienes mondaban las papas y arvejas antes de marcharse a la escuela. Por entonces no era ya palliri*, sino dirigente del Comité de Amas de Casa. Corrían los años 70 y el país atravesaba por una de las etapas más sombrías de su historia.
  
En algunas ocasiones coincidimos en las manifestaciones de protesta contra la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez y en las apoteósicas concentraciones en la Plaza del Minero, donde está el monumento al minero, la estatua de Federico Escóbar Zapata, el busto de César Lora y el edificio del Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX, desde cuyo balcón pronunciábamos discursos antiimperialistas; ella en representación de las amas de casa y el que firma esta crónica en representación de los estudiantes de secundaria de la provincia Rafael Bustillo y como presidente del Colegio Primero de Mayo.

También recuerdo a su anciano padre, benemérito de la Guerra del Chaco y progenitor de seis hijas en su primer matrimonio. Don Ezequiel, jubilado de la empresa minera y preocupado siempre por la manutención del hogar, se dedicaba a recorrer por las calles de Llallagua, ofreciendo ropas de casa en casa. Lo interesante del caso es que, además de vender prendas de vestir, llevaba la palabra evangelizadora de Cristo hasta los hogares más humildes.

Lo conocí un día que vino a ofrecernos pantalones guararapes. Mi madre lo hizo pasar a la sala y, luego de probarme algunos, compramos uno al contado y otro al fiado. Cuando le dije que el botapie de uno de los pantalones me quedaba demasiado largo, él se brindó a subirlo en un santiamén con sus divinas manos de sastre. Ese mismo día, ni bien se hubo marchado, con la amabilidad y el respecto que lo caracterizaban, le comenté a mi madre que don Ezequiel tenía la misma barbita que el viejo Trotsky. Mi madre esbozó una sonrisa y asintió con la cabeza.

En 1975, cuando doña Domi viajó invitada a la Tribuna del Año Internacional de la Mujer, organizada por las Naciones Unidas y realizada en México, se supo la noticia de que su voz y figura destacaron en el magno evento, donde, en franca oposición a las reivindicaciones de las lesbianas, prostitutas y feministas de Occidente, explicó que la lucha de la mujer no era contra el hombre y que su liberación no sería posible al margen de la liberación socioeconómica, política y cultural del pueblo. Doña Domi estaba convencida de que la lucha por la liberación consistía en cambiar el sistema capitalista por otro, donde los hombres y las mujeres tengan los mismos derechos a la vida, la educación y el trabajo. Dejó claro que la lucha por conquistar la libertad y la justicia social no era una lucha entre sexos, entre el macho y la hembra, sino una lucha de la pareja contra un sistema socioeconómico que oprime indistintamente al hombre y a la mujer.

Por otro lado, disputándose los micrófonos con sus adversarias, dijo que en una sociedad dividida en clases no sólo había una diferencia entre la burguesía y el proletariado, sino también una diferencia entre las mismas mujeres; entre una académica y una empleada doméstica, entre la mujer de un magnate y la mujer de un minero, entre una que tiene todo y otra que no tiene nada. Así fue cómo las sonadas intervenciones de doña Domi, en su condición de esposa de un minero, madre de siete hijos y dirigente del Comité de Amas de Casa, produjeron un fuerte impacto entre las feministas más recalcitrantes, debido a que sus palabras transmitían el saber popular y todo lo que aprendió tanto en los sindicatos mineros como en las escuelas de la vida.

La educadora y periodista brasileña Moema Viezzer, deslumbrada por el poder de la palabra oral de una mujer simple, que sabía simplificar las teorías más complejas en torno a la lucha de clases y la emancipación femenina, decidió seguirla hasta el campamento minero de Siglo XX, con el firme propósito de continuar escribiendo el libro Si me permiten hablar... Testimonio de Domitila, una mujer de las minas de Bolivia, que, a poco de ser publicado en México y traducido a varios idiomas, se convirtió en la obra más leída entre las feministas del más diverso pelaje.

Los trabajadores mineros, en sus triunfos y derrotas, contaban siempre con el apoyo incondicional de sus mujeres e hijos, quienes actuaron como sus aliados naturales de clase desde los albores del sindicalismo boliviano. Por eso mismo, volví a coincidir con doña Domi en el Congreso Nacional Minero de Corocoro, inaugurado el 1 de mayo de 1976; ocasión en la que planteó la necesidad de organizar una Federación Nacional de Amas de Casa, afiliada a la Central Obrera Boliviana (COB), mientras los trabajadores clamaban por sus justas demandas, exigiendo al gobierno el respeto del fuero sindical y la amnistía general.

Semanas más tarde, derrotada la huelga minera en junio de 1976, y ocupada militarmente la población de Llallagua y Siglo XX, la encontré en el interior de la mina, donde los dirigentes nos habíamos refugiado de la sañuda persecución que desató el gobierno. Doña Domi estaba en el último mes de embarazo y su vientre parecía un enorme puño de coraje. Entonces, por razones de salud, se decidió sacarla a un lugar seguro para que diera a luz en mejores condiciones. Después se supo que tuvo mellizos; una nació viva y el otro nació muerto, probablemente, afectado por los gases tóxicos de la mina, pues cuando lo sacaron de su vientre, el niño estaba casi en estado de descomposición.

A principios de enero de 1978, cuando ya me encontraba exiliado en Suecia, su nombre volvió a saltar a prensa una vez que se incorporó a la huelga de hambre iniciada por cuatro mujeres mineras y sus catorce hijos en el Arzobispado de la ciudad de La Paz. La huelga, que estalló el 28 de diciembre de 1977, tenía el objetivo de exigir al gobierno la democratización del país, la reposición en sus trabajos de los obreros despedidos, el retiro de las tropas del ejército de los centros mineros y la amnistía irrestricta para los dirigentes políticos y sindicales. Se trataba de una lucha heroica y sin precedentes, ya que nadie se imaginaba que una huelga iniciada por Aurora de Lora, Nelly de Paniagua, Angélica de Flores y Luzmila de Pimentel pudiese tumbar a una dictadura militar, que estaba decidida a mantenerse en el poder por mucho tiempo.

Pasaron los días y los acontecimientos históricos cambiaron de rumbo: las cuatro mujeres -respaldadas por los curas, obreros, estudiantes y campesinos que fueron sumándose a la huelga de hambre en diferentes puntos de la sede de gobierno, más las olas de protesta que crecieron como la espuma en el territorio nacional- doblaron la mano dura del general Hugo Banzer Suárez, quien cedió en sus posiciones y decidió convocar a elecciones generales para el 9 de julio de 1978. De este modo, una vez más, doña Domi y las valerosas mujeres mineras demostraron al mundo que una chispa en el polvorín puede provocar una enorme explosión social y, sobre todo, enseñaron la lección de que no existen dictaduras que puedan contra la voluntad popular.

Años más tarde, ya en Estocolmo, nos reencontramos y abrazamos. Todo sucedió tras el sangriento golpe de Estado protagonizado por Luis García Meza y Luis Arce Gómez en julio de 1980, justo cuando ella participaba en una Conferencia de Mujeres en Copenhague. Sabíamos que el sangriento golpe, que dejó un reguero de muertos y heridos, tras la toma, a mano armada, del edificio de la Federación de Mineros, estaba financiado por los narco-dólares y que en los operativos actuaron los paramilitares reclutados por el nazi y Carnicero de Lyón Klaus Barbie, con el propósito de liquidar físicamente a los agitadores de la izquierda, como lo hicieron con Marcelo Quiroga Santa Cruz y otros mártires del movimiento obrero y popular.
 
La noticia del golpe, justo en momentos en que se recuperaba la democracia secuestrada por otro régimen de facto, nos indignó y conmocionó hasta las lágrimas. Entonces decidimos organizar un mitin en Kungsträdgården (El Jardín del Rey), desde donde partimos juntos, entre banderas y pancartas, en una marcha de protesta que ganó las principales calles de Estocolmo. Después compartimos con doña Domi la alegría de conocerlo y escucharlo a Gabriel García Márquez el año en que le concedieron el Premio Nobel de Literatura, cuando habló ante cientos de latinoamericanos exiliados y leyó uno de sus cuentos en el salón de actos de la LO (Central Obrera Sueca), en el crudo invierno de 1982.


En Suecia, al margen del derecho a la reunificación familiar que le permitió reunirse con sus hijos, constató que las mujeres latinoamericanas se rebelaron contra su pasado de servidumbre y sumisión, amparadas por las leyes que defendían sus derechos más elementales, en igualdad de condiciones con el hombre. Estaba, acaso sin saberlo, en una nación que había superado las desigualdades de género y derribado los pilares del sistema patriarcal. La emancipación de la mujer pasó del sueño a la realidad y el decantado feminismo de los años 60, a diferencia del chauvinismo machista, se transformó en una de las fuerzas decisivas en el seno de la izquierda sueca, que combinaba la lectura de los clásicos del marxismo con las obras de Alexandra Kollontai, Simone de Beauvoir, Alva Myrdal y otras luchadoras que poseían una inteligencia capaz de desarmar a cualquiera.

Doña Domi comprendió rápidamente que las suecas, a pesar del consumismo y la falta de calor humano, habían conquistado ya varios de sus derechos desde principios del siglo XX. En 1919 se les concedió el derecho a votar y años después el derecho al divorcio, en 1938 se legalizó el uso de los anticonceptivos, en 1939 se promulgó una ley que prescribía que las mujeres no podían perder su trabajo debido al embarazo, parto o matrimonio. En 1947 se tuvo a la primera mujer en el gobierno y en 1974 se estableció la normativa de que ambos padres tenían derecho a un total de 390 días para cuidar a sus hijos, recibiendo el 80 % del salario; más todavía, en 1975 se legalizó el derecho al aborto sin costo para todas las mujeres y en los años 80 entró en vigor la primera ley contra la discriminación por razones de género en el sistema educativo y el ámbito laboral, además de que la mujer ya no tenía la necesidad de elegir entre su familia y la carrera profesional, gracias a un amplio sistema de seguro social y asistencia infantil.

Así fue cómo doña Domi, sin perder las perspectivas de que otro mundo era posible, asimiló la lección de que si en este país pudieron conquistase las reivindicaciones femeninas pasito a paso, ¿por qué no iba a ser posible lograr lo mismo en otros países, donde las mujeres desean convertir sus pesadillas en sueños y sus sueños en realidad?

Con esta pregunta y su nueva experiencia de vida, que le permitió vislumbrar que tanto las mujeres como los hombres pueden gozar de los mismos derechos y las mismas responsabilidades, empezó a planificar su retorno a Bolivia tras la recuperación de la democracia, para reinsertarse en el seno del movimiento popular que pugnaba por asumir las riendas del poder político.

Dejó a sus hijos en Suecia y acudió al llamado de la Pachamama, para seguir luchando por un futuro más digno que el presente. Eso sí, esta vez más convencida de que para lograr la liberación de la mujer no sólo hacía falta cambiar las infraestructuras socioeconómicas de un país, sino también las normativas de la convivencia ciudadana y la mentalidad de la gente. Y, aunque en el pasado fue perseguida, encarcelada y torturada, doña Domi se negó a callar y volvió a pedir la palabra para seguir hablando contra las injusticias sociales, con la misma convicción y el mismo coraje de siempre, ya que su testimonio personal es, por antonomasia, una gran enseñanza de vida y de lucha. Si no me lo creen, los invito a leer: Si me permiten hablar…, de Moema Viezzer; y ¡Aquí también, Domitila, de David Acebey; dos libros que sintetizan lo mejor del pensamiento de una de las mujeres más emblemáticas de la historia del sindicalismo boliviano.

Durante la recuperación de la democracia, leí en la prensa boliviana que se presentó como candidata a la Vicepresidencia y que los votos de los electores no fueron suficientes para encumbrarla en el Palacio Quemado. Esto, sin embargo, no le bajó la moral y ella siguió su lucha con la misma actitud tesonera de siempre. Ahora ya sabemos que no llegó a ser vicepresidenta, ni ministra ni senadora de la república, ni siquiera durante el proceso de cambio del Estado Plurinacional.

Nadie niega que doña Domi, tanto en la palabra como en la acción, fue la indiscutible líder del poderoso Comité de Amas de Casa. Sus discursos, hechos de fuego y de pasión ardiente, eran incendiarios a la hora de referirse a los atropellos de lesa humanidad que cometían los regímenes dictatoriales, que sembraban el pánico y el terror cada vez intervenían militarmente los distritos mineros, dejando varios muertos y heridos en las calles y los campamentos.

Nunca dejó de protestar contra el saqueo imperialista, en una nación que siendo tan rica es tan pobre a la vez, ni nunca se postró ante las amenazas de quienes la golpeaban en las mazmorras de las dictaduras. Siempre mantuvo la frente altiva y el corazón palpitante al lado de un pueblo que clamaba libertad y justicia.

Doña Domi estaba hecha de copajira y fibra minera, no sólo porque fue hija de un minero, sino también porque fue la esposa de otro minero; por sus poros brotaba el sudor de las palliris y en sus manos se expresaba el sacrificio de una mujer acostumbrada a redoblar las jornadas para cumplir con los quehaceres domésticos y familiares. Vivía para trabajar y trabajaba para que los hombres y las mujeres aprendieran a defender sus derechos más elementales.

Me dio mucha pena ver la foto en la cual aparecía con una pañoleta en la cabeza, después de que en ella hiciera mella una enfermedad terminal y un tratamiento de quimioterapia. Pero aun así, se la notaba sonriente ante la cámara, como burlándose de la muerte, como riéndose de quienes le deseaban lo peor, porque una mujer como doña Domi, que aprendió a capearle a la vida en las buenas y en las malas, era ya entonces una mujer inmortal, puesto que su lucha, sus palabras, su ejemplo, sus experiencias y su ansias de justicia quedarían para siempre entre nosotros, con nosotros, como las llamas que se avivan en la memoria colectiva y el testimonio histórico de un país cansado de esperar en la cola de la historia.

Doña Domi se nos fue el 13 de marzo de 2012, entre sollozos y corazones acongojados por su partida, entre hombres, mujeres y niños que asistieron a su velorio y luego a su sepelio. No podemos negar que en los últimos años de su vida pasó algo recluida entre el dolor, el silencio y, por qué no decirlo, en una suerte de olvido por parte de quienes un día la consideraron su compañera de lucha y otro día la abandonaron debido a los celos y las mezquinas ambiciones de algunos que se adjudicaban el mérito de ser luchadores sociales sin ni siquiera merecerlo.

Su testimonio Si me permiten hablar…, que resume las ideas y los sentimientos de esta indomable mujer de las minas, seguirá siendo una lectura obligatoria para las mujeres de Bolivia, América Latina y los países del llamado Tercer Mundo. En sus páginas resuena la voz de una mujer que, dueña de una honda sabiduría popular, criticaba las concepciones del feminismo trasnochado, que ve en el hombre al enemigo principal y no en el sistema capitalista, y reivindicaba la verdadera emancipación de las mujeres que, junto con los hombres, debían forjar una sociedad más libre y equitativa, basada en los principios de la solidaridad y el respeto a los Derechos Humanos.

No cabe duda que doña Domi tendrá siempre, por méritos propios, un sitial privilegiado en los campamentos mineros, en las granzas de los desmontes y en los tenebrosos socavones de Siglo XX, donde reina todavía el Tío de la mina, que es el dueño absoluto de las riquezas minerales y el amo de los mineros, de esos titanes de las montañas que aprendieron a pelear contra las rocas, a brazo partido y dinamita en mano, con el mismo ímpetu con el que aprendieron a enfrentarse a sus enemigos de clase, al mando de los sindicatos revolucionarios cuyos líderes, al igual que doña Domi, dieron lecciones de humanismo, dignidad combativa y democracia participativa.

GLOSARIO
Copajira: Agua mezclada con residuos minerales, de color amarillo o plomizo, proveniente de los relaves de la mina.

Palliri: Mujer que, a golpes de martillo, tritura y escoge los trozos de roca mineralizada en los desmontes (depósito de residuos de la mina considerados estériles, pero que, en realidad, constituyen importantes reservas por contener estaño).