viernes, 25 de septiembre de 2015


LA MALQUERIDA Y EL DIABLO

En un pueblito encajonado en la serranía, que parecía esculpido en las rocas y bañado por el polvo del tiempo, las callejuelas eran desérticas y el silencio, bajo un cielo permanentemente encapotado, era similar a la de un camposanto abandonado, hasta que, una mañana de cerrada llovizna, en que el viento soplaba como nunca, llegó un hombre montado a caballo.

Los curiosos asomaron la cara a la ventana y, entre el chapoteo provocado por el pasitrote del animal, vieron a un jinete que avanzaba con la cabeza gacha, como enfrentándose a las ráfagas de la lluvia. Nadie le vio la cara, porque llevaba el sombrero alón calado hasta las cejas y el cuello de la chaqueta suspendida hasta el pabellón de las orejas.

Los vecinos, una vez que cesó la lluvia y el pueblo retornó a la rutina, se enteraron de que el jinete se apeó en la puerta de la Malquerida, una cholita joven, coqueta y apetecida, que llegó al pueblo una vez que contrajo matrimonio con un muchacho del lugar, quien, por razones de trabajo, vivía en una mina cercana, donde pasaba al menos cinco días a la semana, pensando en su esposa, la Malquerida, y en el dinero que necesitaba para cancelar las deudas contraídas en los preparativos de la boda.

La Malquerida, presa de su orgullo y altanería, nunca se llevó bien con los vecinos desde el primer en día que se instaló en la modesta casa que su esposo heredó de sus padres; por eso, como suele ocurrir en un pueblo chico, acostumbrado a las tradiciones comunitarias del ayni y la mink’a (relación y trabajo recíprocos), la tenían aislada como a una enferma en cuarentena y le apodaron la Malquerida.

Cuando su marido retornó del trabajo, como todos los viernes al caer la noche, los amigos lo abordaron en la callejuela llena de neblina y le contaron que, durante su ausencia, un desconocido, que llegó montado a caballo, se apeó delante de su casa, donde su joven esposa, ataviada con sus mejores atuendos de chola, le hizo pasar como si lo hubiese conocido desde siempre, y que desde entonces no se los volvió a ver ni de noche ni de día.

El joven minero, un mocetón de contextura musculosa, ojos diminutos y nariz aguileña, apenas recibió la mala noticia como un balde de agua fría, sintió un aturdimiento que, por un instante, se apoderó de sus sentidos. Luego se ruborizo como una estufa encendida, pero no de celos, sino de coraje. Se despidió de los amigos y se endilgo hacia su casa arreando la neblina por delante. ¿Cómo pudo meterme cuernos a tres meses de nuestro matrimonio?, se dijo,  a medida que avanzaba deslizándose por el terreno barroso. Si todo lo que me contaron es cierto, entonces es una falta de respeto a mi persona, una conducta reprochable y un acto inaudito que no tiene perdón de Dios...

Se plantó delante de la puerta de su casa, sacó el llavero de la bolsa de Calcuta, colgada de su hombro derecho, y, decidido a descubrir infraganti a su esposa en una situación de infidelidad, entró en la habitación salpicando el piso con las botas llenas de barro. Ahí nomás, un súbito ventarrón, que surgió de la nada, lo suspendió en el aire, lo sopló como a una pluma y lo sacó volando por la ventana, hasta tumbarlo de espaldas en el lodo del patio, cerca de la pocilga de los cerdos.

El minero, con algunas rasmilladas que le ardían en la espalda como si le hubiesen echado puñados de brasa candente, se quedó aterrado por lo que acababa de suceder, pero una vez que se cargó de valor, se puso de pie, dispuesto a entrar otra vez en su casa, para saber qué demonios estaba pasando en su interior, donde todo quedó patas arriba; los muebles, las fotografías del día de la boda y hasta los mecheros de acetileno.

Su esposa no dio señales de vida, por cuanto supuso que estaría en el dormitorio, ajena a todo lo acontecía a su alrededor. Empujó la puerta y, al abrirse con un enervante chirrido en las bisagras, diviso a un hombre sentado sobre la cama, con una sonrisa que lo iluminaba todo; tenía la cabellera recogida en cola de caballo, sombrero alón, mostachos de caballero de fina estampa, traje de gamuza negra y botas con espuelas en los talones. Junto a él yacía su esposa, la Malquerida, tendida sobre un círculo de sangre todavía fresca, con las polleras levantadas hasta la cintura, las piernas abiertas y las trenzas alborotadas sobre la cara. Aunque respiraba, daba la impresión de estar muerta, habitada por un espíritu maligno o transportada a otras dimensiones.

–Así que por fin llegaste –dijo el desconocido, y, seguidamente, emitió algunas palabras en lenguas pretéritas.

El minero, intentado apaciguar el tormento nacido en su alma, le preguntó quién era, y el desconocido, que seguía sentado sobre la cama, con los ojos encendidos por su presencia, le contestó:

–Eso qué importa por ahora, si la maldición, como la muerte, entra por igual en la choza de los pobres que en la mansión de los ricos.

El minero no supo qué decir, pero estaba seguro que el hombre que tenía enfrente no era un simple mortal, sino un ser con propiedades sobrehumanas, pues era cuestión de escucharlo un instante para darse cuenta que era dueño de una mente prodigiosa, que deslumbraría a cualquiera que lo viera u oyera.

–¿Qué quieres con mi mujer? –preguntó el minero–. ¡Entrégamela tal cual la encontraste!…

–No te la entregaré –contestó–. Ahora es mía, solamente mía.... Ella me pertenece desde antes de que se revolcara contigo, desde que sucumbí ante los bajos instintos de mi cuerpo, desde entonces no puedo resistirme a sus caricias ni palabras y ando como perdido en los furtivos juegos de su lujuria.

–Eso no puede ser. Ella es mi esposa y tienes que devolvérmela antes de que cometa una locura... –suplicó el minero, golpeándole con los puños en el pecho.

El desconocido, consciente de que el odio se alimenta de los celos y los celos de un corazón herido, se echó a reír como burlándose de su adversario. Después lo apartó de un manotazo y desafió:

–¡Acércate y tómala! Si ella te sigue amando, te elegirá; de lo contrario, la dejarás en paz y permitirás llevármela hasta mi reino, que está construido debajo de nuestros pies, como una mina llena de fuego, azufre y tormento.

–¿Por qué me haces esto?

–Porque fui el primero en trajinar su cuerpo y quitarle su honor. La noche que la hice mía, entre los matorrales donde ella salió a desaguar, las luces del cielo fueron las únicas testigos de aquel desaforado amor que me dejó en vilo.

El minero, a esas alturas de la disputa, parecía haber perdido la cordura, al extremo de que al desconocido empezó a verlo en varias formas y tamaños, como si su imagen no correspondiera a la realidad, sino a una ilusión óptica, capaz de producir un desorden en el cerebro, como cuando se consume varias copas de licor, hasta que se produce una distorsión de los objetos; por eso, a ratos, lo veía como a una bestia infernal y, a ratos, como a una persona normal.

–Si eres valiente, quítamela de una vez –dijo el desconocido, hipnotizándolo con la mirada.

–No lo puedo hacer, si apenas puedo moverme y hablar –se justificó. Seguidamente, añadió–: Tú tienes que ser el diablo, ¿verdad?

El desconocido asintió con la cabeza y volvió a sonreír, pero esta vez dejando entrever las brillantes gemas engastadas en sus colmillos.

El minero cambió el tono en la voz y, como si estuviese delante de la muerte, balbuceó:

–Si tú eres el príncipe de las tinieblas, el que lo puede y lo sabe todo, entonces será en vano disputar contigo el amor de una mujer y enfrentarme a tus poderes satánicos…

El  diablo soltó una breve carcajada, apoyó los puños sobre la cama y se incorporó con la levedad de una pluma.

El minero, aunque sentía un inmenso dolor al saber que perdería a su esposa para siempre, como si dejara caer de sus manos una preciada perla, se dio por vencido y aceptó su derrota con resignación. Ni qué hacer, con ella lo perdió todo, ¡todo! Todo lo que fue un gran amor, terminaría muy pronto en el infierno. Miró en derredor, dio media vuelta en dirección a la puerta y salió de su casa, con lágrimas en los ojos y un hondo pesar en los sentimientos. Escuchó a sus espaldas un suspiro que parecía maldecirlo, pero él no volvió la mirada y tomó un rumbo desconocido, como quien corre sin llegar a ninguna parte.

El diablo levantó el cuerpo semidesnudo de la Malquerida, la sacó del dormitorio como un costal de papas, ganó la callejuela a zancadas y la aseguró con una cincha de cuero sobre las grupas del caballo, un extraño animal que solía esperar a su amo con los arreos encima, sin beber agua ni probar forraje alguno.

En el pueblo no había un alma y el tiempo parecía haberse detenido de manera inexplicable. El diablo montó de un brinco y, rompiendo el espeso manto de la neblina, cabalgó por donde vino, hasta desvanecerse como una misteriosa criatura, mientras a lo lejos, detrás de los cerros, se desataba una tempestad entre truenos y relámpagos. 

martes, 22 de septiembre de 2015

Paulino Joaniquina junto a la tumba del ex primer ministro sueco Olof Palme

CON LA MÚSICA EN LAS VENAS

A don Paulino Joaniquina lo conocí en un campamento de refugiados de Suecia, a mediados de los años 70, pidiéndoles a sus compañeros volver a la patria prometida, donde estaba la lucha por la dignidad, el pan y la justicia.

Don Paulino sabía que, el día en que se encendiera la chispa de la revolución, él sería el primero en empuñar el fusil y tomar el timón de la nave que conduciría a los oprimidos hacia la toma del poder, así fuese navegando en sangre.

Don Paulino aprendió a empuñar el fusil tan bien como empuñaba la guitarra; por eso, en los días de fiesta, carnavales, matrimonios y bautizos, los mineros, guardatojo en mano y corazón embriagado, cantaban y bailaban el huayño, la cueca y el bailecito, que don Paulino interpretaba en la concertina, el piano, la guitarra, el charango o en el instrumento que tuviera a mano.

Don Paulino era una orquesta andante, de cuyas manos florecía un ramillete de canciones, mientras las lágrimas asomaban a sus ojos y los recuerdos acudían a su mente, gritándole que no se olvide de los enfrentamientos que libró contra los guardianes de la oligarquía y las dictaduras militares, a veces, plomo contra dinamita, porque esas historias, además de constituir un testimonio personal, formaban parte de la memoria colectiva, de esa memoria ausente en las páginas de la historia oficial.

Hasta antes de ser relocalizado (eufemismo que quiere decir: despedido de la mina y echado a la calle), el año que se impuso el Decreto Supremo 21060, trabajó como perforista en la mina San José de Oruro, hincando el barreno de la máquina Denver contra la roca dura, para luego taladrarla salpicándose la cara con lama y copajira. Sin embargo, a pesar de haber trabajado durante años con la perforadora, que lo sacudía de punta a punta, no perdió el pulso para escribir con letra Palmer ni la gracia de hacer bailar sus dedos sobre las teclas del piano y los trastes de la guitarra.

Don Paulino no sacaba la música de los bolsillos, sino de los secretos del corazón, pues su corazón era como una cajita resonante de sentimientos y melodías, que apenas se abría no se volvía a cerrar. La música estaba metida en sus venas como los filones de estaño en las galerías. Y, claro está, como la música le bullía en la mismísima sangre, le salía desde el fondo del corazón y se le escapaba a borbotones por los dedos.

Don Paulino era el minero que conoció la abundancia de niño y la pobreza de adulto. Primero bebió leche de cabra y chupó las pulpas del carnero. Después bebió la melancolía de la chicha y masticó el polvo de la mina. Así, con los pulmones petrificados por las partículas de sílice y la conciencia combativa, se enfrentó a sus enemigos entre discurso y discurso. Conoció la cárcel, la tortura y el destierro, y por donde anduvo, desgranando su conciencia traducida en palabras, llevó la música nacional a cuestas, ejecutando los instrumentos que encontraba a su paso.

Era un placer acompañarle a don Paulino, porque se cantaba y se contaban historias de mineros, de esos titanes del subsuelo, donde el que no le ch’allaba al Tío ni le rendía pleitesía a la Pachamama, no cantaba ni bailaba al ritmo de don Paulino, ya que para él, que aprendió a ejecutar los instrumentos desde chico, la música y la conciencia eran hermanas mellizas que habitaban en cada hombre. La música es la mejor expresión estética de los sentimientos –decía–, de los corazones sensibles, y que sólo siendo sensible se puede sentir el dolor humano y detectar la injusticia desde el extremo más izquierdo de la izquierda…

Cierto día, mientras preparaba su retorno a la patria prometida, al seno de sus compañeros relocalizados, quienes vivían en los barrios periféricos de las grandes urbes, habló de lucha y música, de sus años como dirigente minero y del exilio que le arrebató a la madre de sus siete hijos. Así había sido el destino –decía–, triste para unos y alegre para otros…

Don Paulino Joaniquina retornó a su natal Oruro, pero luego de un tiempo, aquejado por un golpe en la cabeza que le atacó al cerebro, y atraído por el cariño de sus hijos que formaron familia en Suecia, volvió a establecerse en la ciudad portuaria de Gotemburgo, donde terminó sus días tirado en un hospital y, poco después, en un cementerio del país que lo acogió en calidad de refugiado político, lejos de la mina San José y de la tierra prometida, donde el pueblo y sus compañeros seguían luchando por conquistar la democracia y la justicia social. 

lunes, 14 de septiembre de 2015


MONTOYA EN LA VI FERIA DEL LIBRO EN LLALLAGUA

El escritor Víctor Montoya estará presente en la VI Feria Nacional del Libro en el municipio potosino de Llallagua, donde dictará una conferencia en torno a La literatura minera y presentará su libro Conversaciones con el Tío de Potosí. Está invitado por el Archivo Histórico Minero Regional Catavi, cuya labor, aparte de recuperar la documentación de la empresa Patiño Mines & Enterpreses y la Comibol, está orientada a promocionar la cultura minera en todos sus ámbitos.

La Feria tendrá una duración de tres días, entre el 16 y el 19 de septiembre, bajo el lema:
El libro… con ciencia y tecnología, aunque esto no implica que todas las actividades estarán destinadas exclusivamente a los interesados en el campo de las ciencias y la tecnología, puesto que los responsables de la Feria dieron a conocer que promoverán este evento cultural convencidos de que leer es cultivar y cultivas es crear; una frase que involucra a todos los implicados en fomentar el hábito de la lectura y en difundir la literatura nacional.
 
La VI Feria Nacional del Libro está organizada por el Ministerio de Culturas y Turismo, el Gobierno Autónomo Municipal, la Universidad Nacional Siglo XX, la Dirección Distrital de Educación y la Defensoría del Pueblo-Regional Llallagua, entre otros. Asimismo, se confirmó la participación de decenas de empresas editoriales que ofertarán una variedad de propuestas bibliográficas para niños, jóvenes y adultos.

La conferencia y presentación del libro de Víctor Montoya, conocido por sus libros que abordan la temática minera, está programada para el jueves 17 de septiembre, a Hrs. 17:00, en el Coliseo Paulina Medrano de Siglo XX. La responsable del Archivo Minero Regional Catavi, Lourdes Peñaranda Morante, manifestó que las obras de Víctor Montoya estarán a la venta en el stand del Archivo, donde el autor firmará sus libros y conversará con los lectores. 

martes, 8 de septiembre de 2015


LUCHADOR OBRERO EN LA PORTADA DE UN LIBRO

Esta hermosa fotografía está impresa en el libro Interior mina de René Poppe, quien, luego de haber trabajado un tiempo en Siglo XX, entendió que para identificar al obrero del subsuelo boliviano no había mejor rostro que el de Víctor Siñani. En efecto, este hombre orgulloso de su raza de bronce, además de haber sido minero, fue uno de los dirigentes campesinos del norte de Potosí, donde compartió las luchas y la suerte de sus hermanos de clase, consciente de que la tierra era para quien la trabajaba, como el trigo era el pan de quien sembraba la semilla.

Víctor Siñani aparece en esta fotografía con la mirada perdida en la galería y el rostro iluminado por la lámpara del guardatojo; tiene los pómulos prominentes y la nariz expresiva. La letra R, que luce en la pechera de su chaqueta, podía ser tranquilamente la abreviatura de la palabra: Revolución. La chaqueta es de gamuza y diablo-fuerte, muy fina para ser usada en el laboreo de la mina, pero de seguro que a él no le importaba este detalle, salvo trabajar duro para llevar el pan a la boca de sus hijos.

Por su origen campesino, era una persona a quien le gustaba la verdad cruda, incluso violenta, y aunque era de carácter taciturno, pronunciaba palabras de asombro cada vez que transmitía una idea. Daba la sensación de decir mucho diciendo poco. Víctor Siñani correspondía a esa estirpe de hombres del altiplano que, siendo parcos en la palabra y desconfiados con los desconocidos, no podía compartir sus pensamientos con quienes no compartían su realidad ni su tiempo.

Fue legendario luchador porista, no sólo porque supo permanecer fiel a sus ideas políticas, sino también porque supo batirse, fusil y dinamita en mano, contra los enemigos de los obreros y campesinos. De sus hazañas se cuentan innumerables anécdotas. No es para menos, en enero de 1960, fue uno de los que encabezó la toma de la plaza de Huanuni, donde los mineros entraron repentinamente, como una tromba arreada por el viento. Pelearon duro y parejo contra los carabineros, hasta hacerlos desertar de sus trincheras. Así es, cuando los khoyalocos empiezan el ataque no hay Cristo que los detenga.

Este minero de recio temple se enfrentó contra las dictaduras militares. Sobrevivió a las jornadas de Sora-Sora, en 1964; a la masacre de San Juan, en 1967; al golpe militar de Hugo Banzer, en 1971. De sus hazañas y su coraje daban cuenta sus compañeros más cercanos: El Victuquito, donde ponía el ojo, ponía la bala, dejando fuera de combate a cuantos se le ponían enfrente. Es decir, lo que no podía resolver a golpes de palabra, lo resolvía a tiros.

A mediados de 1976, tras el fracaso de la huelga general indefinida decretada por la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), fue perseguido y apresado en la ciudad de Oruro, torturado y encarcelado. Los sicarios del gobierno sabían que Víctor Siñani tenía una larga trayectoria como dirigente minero-campesino. Era uno de sus representantes más genuinos, el que se mantuvo fiel a los intereses de su clase, sin claudicar sus principios políticos ni ser tránsfugo como los elementos amarillos. Estaba convencido de que pese al cierre de las minas y los decretos antipopulares de 1985, los mineros señalarían el camino de lucha que conduciría a la nación oprimida a liberarse de los látigos del imperialismo y del despotismo de sus lacayos nativos. Mientras tanto, recluido en su condición de relocalizado, esperaba con irresistible paciencia el primer campanazo de la asonada final, como quien estaba acostumbrado a acatar las medidas de la acción directa de masas, consciente de que la emancipación de los trabajadores sería obra de los mismos trabajadores.

Víctor Siñani era uno de esos hombres que, por su propia naturaleza, atraía la atención de los intelectuales pequeños burgueses, quienes intentaban descubrir los recónditos secretos que guardaba este militante obrero, pues aparte de estar hecho a golpes de explotación y miseria, alcanzó un alto grado de conciencia ideológica. En él hizo carne el programa de la vanguardia revolucionaria del proletariado y en él se proyectaron como ecos los gritos de protesta de obreros y campesinos.

En los días festivos se lo veía en las chicherías de Llallagua, ya en la calle Modesto Omiste (donde mueren los valientes) o en la calle Ballivián. Le bastaba un charango para hacer zapatear a las mozas de Chayanta y Pocoata, quienes, polleras plisadas, mantillas al hombro y sombreritos ladeados, batían palmas para que don Víctor rasgueara el charango al ritmo de las tonadas nortepotosinas. A veces se lo escuchaba cantar, con voz de lamento y dolor, el wuayño dedicado a su camarada y compañero César Lora: Los mineros lloran sangre/ por la muerte de un obrero/ ése ha sido César Lora/ asesinado en San Pedro./ Para el minero no hay justicia/ para el minero no hay perdón/ más bien tratan de aplastarlo/ capitalistas sinvergüenzas... Después, charango en mano y guardatojo en alto, se lo escuchaba gritar: ¡Vivan los mineros, carajo! ¡Gloria a César Lora e Isaac Camacho!...

No era casual, Víctor Siñani, desde cuando abandonó el campo y se proletarizó en las minas, siguió los pasos de César Lora, por quien sentía una franca admiración y respeto. Creía ciegamente en sus palabras y acciones, pues sabía que él hablaba con sabiduría popular y con el corazón en la boca, y sus hechos estaban encaminados a conquistar una sociedad más justa y equitativa, donde no exista ya más lamento ni clamor ni dolor. Tanta era su confianza depositada en el caudillo obrero que, muchas veces, quiso creer que era el único hombre en la tierra capaz de hacer posible que los trabajadores sean los dueños absolutos de su destino, que los ojos de los ciegos se abran, que los oídos de los sordos se destapen y la lengua de los pobres se desate con alegría. Mas todo este sueño se tornó en pesadilla, cuando el 29 de julio de 1965, los chacales del dictador René Barrientos Ortuño, por órdenes expresas de la Junta Militar y la CIA., asesinaron a César Lora, con un disparo en la frente y una sentencia que decía: Muerte a los subversores.

Todavía recuerdo aquella tarde de verano ardiente de 1974, en que Víctor Siñani, seguido por un piquete de mineros, se endilgó al cementerio de Llallagua, al otro lado de pampa María Barzola, con el propósito de desalojar los restos de César Lora, en cuyo nicho se pensaba sepultar el féretro de su finado padre. Víctor Siñani, apenas llegamos al cementerio, cuyas paredes parecían descolgarse de una colina hacia el fondo del río, abrió el nicho con martillo y cincel, arrastró el cajón de madera hacia sí y pidió que nos retiráramos del lugar por el temor a que la fetidez del cadáver, en estado de descomposición, nos provocara una enfermedad. Nosotros cumplimos su pedido, mientras él permaneció allí, solo, en cuclillas y dispuesto a desclavar el cajón con la punta de un cuchillo. Se cubrió la nariz con la chaqueta y, a poco de descubrir el cadáver de César Lora, que a una década de su asesinato seguía conservando las facciones de su rostro, se levantó de golpe y dijo: Aún no es tiempo de desalojar este cadáver. Después, con los ojos a punto de estallar en lágrimas, volvió a clavar el cajón y a cerrar el nicho a cal y canto.

Víctor Siñani (Victuquito, para los amigos), así como aparece retratado en esta fotografía, que hoy forma parte de la portada de un libro, era un minero de pura cepa y un militante ejemplar, como todo revolucionario que no se vende ni se alquila.

miércoles, 2 de septiembre de 2015


UNA ANTOLOGÍA NECESARIA

Estos cuentos, escritos con el vértigo de la pasión y la fuerza de la inteligencia, están destinados al niño que habita en nosotros, al que se niega a abandonarnos y nos contempla desde el fondo del alma.

Cada autor, como atrapado en el torbellino de los recuerdos, incursiona en los territorios invadidos por la infancia, intentando reconstruir las astillas dispersas de la memoria, o simplemente, con el franco propósito de traslucir las aventuras, pasiones, sentimientos y pensamientos de quienes, más allá de ser rescatados de las brumas del olvido, son los protagonistas principales de estas piezas de incalculable valor humano y literario.

Es aquí donde los cuentistas, encumbrados con su mayor sensibilidad, nos deslumbran con un estilo personal y un certero dominio del discurso narrativo, aun a riesgo de asomarnos a las lindes de la literatura infantil, que de hecho constituye un género distinto a las intenciones que motivaron la elaboración de esta antología.

A la pregunta: ¿Por qué una antología de El niño en el cuento boliviano? La respuesta es muy sencilla: porque considero que la infancia constituye el cimiento de la personalidad humana, la etapa más noble y sensitiva que nos depara la vida. No en vano reza el sabio proverbio: El niño es el padre del hombre, pues nosotros, los adultos, somos lo que fuimos de niños. Quien no tenga un punto de referencia en los años de la infancia, debe considerarse un individuo sin pasado ni futuro, y por eso mismo, un desatino de la razón y una fatalidad del destino.

El único criterio que se usó en la selección de los cuentos, al margen de la inherente calidad literaria que se exige en este tipo de publicaciones, fue el hecho de que los temas, cuyos escenarios están ambientados en el campo, las minas y las ciudades, estuviesen contemplados desde la perspectiva de los niños y niñas, quienes, gracias al poder de su imaginación, son capaces de captar las vibraciones más sutiles de su entorno, observando con perspicacia los atavismos ancestrales y las costumbres familiares, debido a que la sensibilidad es uno de los hilos conductores de la condición humana, sobre todo, cuando ésta se halla en pleno proceso de desarrollo.  

De otro lado, valga advertir que ciertos cuentos, aparte de reflejar el panorama multicultural del país, recrean el lenguaje popular, salpicando el texto con interferencias del quechua y el aymara, en una suerte de pirotecnia lingüística que enriquece los matices léxicos y sintácticos de una lengua.

En algunos cuentos, cuyos temas son disímiles en su forma y tratamiento, están retratados los niños marginados de las grandes urbes: los huérfanos, mendigos, canillitas, lustrabotas, los que no tienen nombre ni hogar, los que maduran antes de tiempo como si estuviesen hechos a golpes de crueldad y tragedia. En otros, en cambio, aparecen los niños de la clase media empobrecida, los niños de las minas y el campo, donde están presentes la discriminación social y racial, la violencia y el menosprecio. Se tratan de cuentos que, además de contener un alto valor ético y estético, nos convocan vehemente a la reflexión y a la toma de conciencia, como si los autores, a tiempo de exagerar intencionalmente el grotesco social, criticando los aspectos más crudos de la realidad, desearan transformar la situación de los niños que pertenecen a las clases menos privilegiadas de la sociedad imperante, donde el atropello a los Derechos del Niño, junto a la pobreza y el autoritarismo, es una ley contundente que habla su propio lenguaje.

Varios de los cuentos, expuestos con sobriedad y transparencia, nos dejan con el aliento suspendido, pues parecen nacidos del alma de su autor con el mismo dolor que implica el parto. Son cuentos que, narrados en primera persona y con experiencias personales y colectivas, se convierten en gritos de desesperación y denuncia. No obstante, es interesante observar que en medio de la tragedia social, que en Bolivia se torna en un doloroso problema nacional, se filtra el rayito mágico de la fantasía, permitiéndole a cada niño y niña mantener encendida la llama de la esperanza y el goce emocional que le proporciona la actividad lúdica, donde los deseos, palabras, imágenes y sueños siguen su propio cauce, al margen de la realidad existencial y el mundo racional de los adultos.

La antología reviste no sólo la importancia de haber sido publicada en Suecia, como una contribución a la difusión de la literatura boliviana, sino también la importancia de reunir, en un solo volumen, el tema de la infancia en la cuentística del siglo XX, con la esperanza de que la narrativa boliviana, tantas veces ausente en la constelación de la literatura latinoamericana, tenga un mejor porvenir en el presente milenio, en provecho de los autores que dedican su tiempo y talento al arte de la palabra escrita.

Asimismo, la presente antología, lejos de tener un afán de lucro, es una suerte de reconocimiento y agradecimiento a los escritores que se empeñan -y se empeñaron- en rescatar los sentimientos más sublimes de un pueblo, cuyos valores culturales apenas trascienden más allá de sus fronteras.

En lo que a mí respecta, me complace el simple hecho de haber compilado estos cuentos de mi tierra, donde no pocos escritores descuellan como excelentes intérpretes del alma infantil. Éstos son los cuentos que cautivaron mis inquietudes de lector y éstos son los autores que inspiraron, con su palabra y aliento, la elaboración de este volumen que ahora deposito en sus manos, como un cofre lleno de esperanzas y sorpresas literarias.

Los 35 autores incluidos en la antología son: Germán Araúz Crespo, Virginia Ayllón, René Bascopé Aspiazu, Adolfo Cáceres Romero, Zenobio Calizaya Velásquez, José Camarlinghi, Adolfo Cárdenas Franco, Homero Carvalho Oliva, Jorge F. Catalano, Oscar Cerruto, Carlos Condarco Santillán, Gary Daher Canedo, Porfirio Díaz Machicao, Alfonso Gamarra Durana, Wálter Guevara Arze, Alfonso Gumucio Dragón, Marcela Gutiérrez, Jesús Lara, Roberto Laserna, Alfredo Medrano, Víctor Montoya, Jaime Nisttahuz, Blanca Elena Paz, Edmundo Paz Soldán, Giancarla de Quiroga, Rosario Quiroga de Urquieta, Raúl Rivadeneira Prada, Ramón Rocha Monroy, Oscar Soria Gamarra, Jorge Suárez, Grover Suárez García, Gaby Vallejo Canedo, Manuel Vargas, César Verduguez Gómez y Víctor Hugo Viscarra.