jueves, 18 de enero de 2024

LAS BRUJAS

Mi abuela contaba que algunas brujas tenían pies palmeados como los de un pato, cola de pez, pechos descomunales y que eran feas con ganas, pero que podían cambiar de apariencia por medio de consumir pócimas mágicas, convirtiéndose en mujeres jóvenes y bellas, con largas cabelleras que peinaban con peinetas de oro y cuerpos esculturales que lucían lujosas prendas hechas con telas exclusivas y joyas llenas de piedras preciosas.

Las brujas podían transformarse, después de salir del encantamiento, en mujeres acaudaladas que poseían grandes riquezas y eran dueñas de suntuosas mansiones. Sus palabras, que emergían de su boca azotadas por una lengua larga como el látigo, poseían poderes sobrehumanos y su mente la capacidad de adivinar el futuro de cualquiera, con solo mirarle a los ojos y tocarle la palma de la mano. Además, podían comunicarse con los espíritus del mal y con los difuntos. Preparaban ponzoñosos ungüentos, en base a fórmulas secretas, para untarse en el cuerpo, desde los cabellos hasta la punta de los pies, para ser invencibles e invisibles. Bebían brebajes afrodisíacos e infusiones que tenían efectos especiales como alucinaciones y orgasmos, y que atraían a los hombres como a las moscas a la miel. 

Las brujas eran más activas de noche que de día. Se parecían a Satanás, que tenían el atributo de disfrazarse de un sinnúmero de animales domésticos y salvajes. Se desplazaban por los aires montadas a horcajadas en el palo de una escoba, volaban rápidamente gracias a los poderes concedidos por el diablo y se transportaban, de un lado a otro, empujadas por una violenta ráfaga de viento. A veces, se parecían a una criatura mitad humano mitad carnero, con cuernos en la cabeza, patas de cabra desde las caderas hasta las pezuñas, orejas puntiagudas, abundante cabellera, nariz chata, cola de caballo, dentadura con colmillos y ojos de fuego. Caminaban como los humanos, pero  se comportaban como los demonios; gustaban de las bebidas espirituosas, eran amantes de los hombres jóvenes y disfrutaban de los placeres físicos y la  promiscuidad sexual. No había luz de la divinidad que las intimide ni ley humana que las dañe. Ellas eran dueñas absolutas de su cuerpo, como eran juezas supremas de sus dichos y hechos.

Cuando le preguntaba a mi abuela si realmente existían esas mujeres, que eran más poderosas que todos los santos juntos, ella, sin sonrojarse ni sentir una pisca de pudor, me contestaba que sí, que incluso algunos parroquianos, bajo los efectos del alcohol y el delirio, las veían, en las noches lóbregas y sin estrellas, bajar desde la punta de los cerros en carrozas de fuego, tiradas por briosos corceles de seis patas, llevando al mismísimo diablo, con aspecto de macho cabrío, nada menos que sentado en sus faldas y mamándoles los senos.

Las brujas que conoció o imaginaba mi abuela no eran de este mundo, sino de otro que no fue creado por Dios sino por Satanás. Se comían vivos a los niños recién nacidos y volaban por las noches como thaparankus (mariposas nocturnas de gran tamaño), buscando posarse en el cuello de un hombre para chuparle la sangre hasta dejarlo sin fuerzas ni conocimiento. Solo cuando sus víctimas caían desmayados al suelo, emprendían vuelo en plenilunio y desaparecían bajo el argentado reflejo de la luna y entre los mortecinos mantos de medianoche.

Si alguna vez le preguntaba cómo podía hacer para conocer a una de esas brujas, mi abuela se limitaba a mirarme con ternura, como cuando era niño, y no decía nada. Pero si yo insistía en buscar una respuesta a mi pregunta, ella volvía a mirarme y, convirtiendo su voz en un extraño siseo, me contestaba que las brujas estaban en todas partes, pero que solo se dejaban ver con los hombres y las mujeres que creían en ellas, como cuando uno cree en el Creador, aunque nunca se lo haya visto en ninguna parte, porque cuando uno experimenta un trance de profunda fe, puede ver lo que no existe y oír voces en medio del silencio.

Yo me quedaba pensativo, pero con la piel erizada de miedo y el corazón latiéndome con fuerza, como si un sapo se me hubiese metido en el pecho. Al fin y al cabo, comprendía que las historias de brujas eran como todas las historias que nacían de la imaginación de los humanos, quienes, si fueron capaces de crear a seres divinos, cómo no podían ser capaces de crear a seres demoniacos y malignos, ya que tanto el bien como el mal son como la luz y la sombra metidas en el corazón y la mente de los simples mortales.        

Las brujas que conoció mi abuela, como ya mencioné, no existían más que en su imaginación, aunque a decir verdad, ella era una de las mujeres que bien hubiese querido ser una de ellas, para metamorfosearse en lo que quisiera y burlarse de los sentimientos de mi abuelo, que no soportaba a las mujeres que tenían poderes mágicos, sociales, políticos, culturales o económicos. Lo que mi abuelo prefería, de todo corazón, era tener una mujer sumisa y doméstica, que le sirviera en la mesa y en la cama sin desobedecer los mandados ni quejarse de su condición de mujer domada.

Las brujas de las que hablaba mi abuela, con tanto entusiasmo, formaba parte de su pensamiento secreto, de su deseo de rebelarse contra el patriarcado y tumbar las costumbres atávicas de las mujeres que soñaban con ser brujas, al menos, una vez al año y con todos los atributos que poseían ellas, que salían volando de la ingeniosa fantasía de mi abuela, mientras mi abuelo le miraba despreciándola, sin muchas palabras, pero consciente de que las mujeres que se rebelaban contra la palabra divina eran como las brujas, capaces de meterse en el cuerpo y la mente de cualquiera que decidía romper con uno de los sagrados mandamientos del Todopoderoso y repetir el mismo pecado que cometió Eva en el Jardín del Edén.

Alguna vez, le escuché decir a mi abuelo que las mujeres libertinas, que tenían la capacidad de infiltrarse en la vida urbana y hasta mezclarse con las ceremonias de la religión católica, eran una lacra social y una amenaza para las buenas costumbres cristianas, ya que la mujer, desde el día de su matrimonio, debía prometer sumisión, pero no al demonio sino al marido. En cambio mi abuela las consideraba mujeres emancipadas, revolucionarias y víctimas de las persecuciones desatadas por los padres de la Iglesia. Decía que las brujas fueron las primeras feministas ejecutadas por sospechas de herejía en la época oscurantista de la Inquisición.

Al final, cuando fallecieron mi abuela y mi abuelo, ella debido a una enfermedad desconocida y él a causa de su vejez, comprendí que las brujas de mi abuela eran personajes que simbolizaban su deseo de liberarse de las ataduras que le impuso una sociedad  que no respetaba los derechos de la mujer. Asimismo, comprendí que los reproches que salían de la boca de mi abuelo, como dardos envenenados por la desilusión y el odio, representaban a un sistema machista, donde el hombre debía someter a la mujer por haber sido creada de una de las costillas del hombre, no porque esta situación lo hubiese decidido mi abuelo, sino porque así lo quiso el Altísimo desde el origen de los tiempos.

En cualquier caso, las brujas imaginadas por mi abuela no eran tan malas como las describían los inquisidores, sino, simple y llanamente, mujeres que transgredían las leyes divinas y criticaban las costumbres morales que las ataban de pies y manos, y las hacían creer que lo que Dios unió, como en el acto del matrimonio religioso, no lo podía separar nadie, aunque en la vida real eran más las parejas que vivían en pecado que en santidad, salvo quienes estaban dispuestos a soportarse hasta el fin de sus días, atados por los lazos del verdadero amor, sin necesidad de imaginar más brujas en la mente ni dar espacio a las fuerzas malignas en los laberintos del corazón.