martes, 1 de abril de 2025


jueves, 20 de febrero de 2025
EL
PÁJARO CAMPANA
Cuando
los árboles se miraban en las aguas del río y el sol ofrecía vida con su luz
dorada, nació un pichón de bellísimo plumaje.
Los
animales del bosque, al escuchar la melodía de sus trinos, le pusieron el
nombre de Pájaro Campana.
Una
mañana, que tenía en sí algo de divino, el pájaro de plumaje rojo y piquito
negro salió de su nido, desplegó sus alas al viento y voló como una chispa
alegre más allá del horizonte.
Las
ramas eran mecidas por el viento y los animales arrullados por los trinos del
pájaro cantor, que volaba haciendo círculos en el espacio donde las nubes
fueron barridas por el sol.
La
noche tendió su manto sobre el bosque y el Pájaro Campana volvió a su nido bajo
el cielo salpicado de estrellas.
A
fines de la más límpida estación del año, cuando el bosque estaba como botánico
en plenitud, llegó un gorila feroz desde el otro lado del río.
El
Pájaro Campana no advirtió la llegada del cazador, pero los animales,
escondidos tras las piedras y los troncos, atisbaban al gorila que se internaba
en el bosque a paso marcial.
El
vértigo de los días tristes aún no se presentó, por eso el sol resplandecía
alegre, esperando que el Pájaro Campana volara por encima de los árboles,
desgranando sus canciones cual racimos de flores.
Esa
misma mañana, el pájaro de plumaje rojo y piquito negro voló como un cometa de
papel. Su corazón galopaba como un corcel y su sangre corría por sus arterias
como un ganado de vacas en tropel. Sus ojos, que eran la luz de su conciencia,
veían alejarse la vida y acercarse la muerte, mientras su canto hacía surcos en
el aire.
El
gorila, tendido sobre el follaje, escuchó el canto del Pájaro Campana. Alistó
su escopeta y, tras apuntar contra la llamita de fuego, presionó el gatillo y
la bala desapareció en la carne vida del pajarito. Pero él, que tenía los
huesos tenaces y los músculos bien fornidos, se dejó aterrizar agónico sobre el
pasto, con una herida abierta de donde le fluía la sangre a borbotones. Parecía
una estrella diminuta apagándose en el bosque. La sangre se le confundía con el
color de su plumaje y los latidos de su corazón con los redobles del tambor.
El
sol radiante, testigo del acto fúnebre, proyectó el espectro enorme e
impresionante del gorila. La sombra cayó justo allí donde el pájaro se retorcía
en suplicios de dolor.
–¡Muere
ya! –le gritó el gorila, con un bramido descomunal.
–No
muero –replicó el pajarito–, porque hoy mismo nacen millares de pichones con el
color de mi plumaje...
El
trágico espectáculo hizo que el sol se escondiera detrás de las nubes y las
flores se marchitaran una a una.
Al
precipitarse la noche, el gorila, cuyo corazón era más duro que la roca y más
frío que la muerte, retornó a su guarida. La luna se descompuso en aspas
fosforescentes y los animales decidieron vengar la muerte del Pájaro Campana.
Cuando
la última estrella se apagó en el cielo, el gorila salió de su guarida, la
escopeta terciada a la espalda y las botas destalonadas. Sintió retorcijones en
la panza y se echó a correr bosque adentro, articulando palabras que rebotaban
en el silencio. Cortó la respiración en su punto más alto, aspiró hasta
inflarse como un sapo y aligeró sus pasos para internarse cuanto antes bosque
adentro. Al cabo de un tiempo, se detuvo en seco y miró en derredor, sin ver ni
oír a nadie.
–Todo
ha quedado sin vida –dijo, contemplando sus botas destalonadas.
Y
en medio de un silencio insondable, los animales emprendieron su plan de
imponer justicia en el bosque. Lo primero era cercar al gorila y después
hacer..., hacer lo que vendría.
–¿Dónde
están mis presas? –se preguntó el gorila, con un tono de queja en la voz.
Las
lágrimas ahogaron su mirada y la respiración se le hizo un nudo en el pescuezo.
No sabía qué hacer, si quedarse o volver. Estaba cabizbajo y perniabierto, y su
corazón, más grande que el puño de una mano, parecía estallar contra los huesos
de su pecho.
Los
animales avanzaron hacia donde estaba el gorila, la boca espumante y los ojos
anegados. Había llegado el instante de la asonada final. El conejo lanzó un
vibrante grito de ataque y los demás se lanzaron a la carga.
El
gorila, a pesar de estar armado, no pudo retener al torrente de animales que se
le abalanzaron como el ímpetu de una ola, pero así aprendió que en el bosque no
existían seres más poderosos que la inmensa mayoría.
Pasado el incidente, aquel lugar volvió a ser como antes: el jardín florido de la tierra, y el Pájaro Campana, que renació trinando versos de justicia, voló como una bandera victoriosa anunciando la libertad.


lunes, 5 de febrero de 2024
EL CONDE ALQUIMISTA Y CAZADOR
Un terrible suceso marcó la
vida del Conde. Cuando apenas tenía nueve años, en una actividad de cacería en
el monte, vio desangrarse a su padre, quien, no acostumbrado a llevar como
compañía a perros de caza, fue mortalmente atacado por una enorme bestia, parecida
a un jabalí, que le clavó los colmillos en el pecho y le arrancó a mordiscos el
corazón.
Mientras
el padre se desangraba entre estertores de agonía, el niño, luego de espantar a
la bestia arrojándole piedras y emanando lacerantes gritos, se le acercó a paso
ligero, se postró de rodillas y vio como agonizaba su padre, cubriéndose con
las manos el hueco que quedó en su pecho.
El niño
nada pudo hacer por él, salvo expresarle palabras de dolor y consuelo,
repitiéndole que lo quería mucho y prometiéndole que algún día vengaría su
muerte, atrapando a la bestia y dándole una muerte como jamás se vio en una
faena de cacería.
Cuando
su padre cerró los ojos por última vez, el niño se mordió los labios y una lluvia
reprimida de lágrimas brotó por sus ojos y llegó a sollozar amargamente ante el
cadáver, sintiendo que todo había acabado ese día, que la vida sin su padre no
tenía ningún sentido, que no querría dormir ni comer. Todo había terminado ese
funesto día, ¡todo!
No
había duda, la visión del brotamiento de sangre, más la impactante escena de la
muerte de su progenitor, lo persiguió al Conde a lo largo de su vida, como el
mayor trauma originado en su infancia. Además, mientras más transcurría el
tiempo, mayor era el odio que sentía contra las bestias salvajes y mayor su
obsesión por ver brotar la sangre de un cuerpo y de un palpitante corazón.
Durante
su adolescencia y juventud, con la misma escopeta, calibre 12, y la misma daga de
caza, con hoja de acero y mango de cuero, que solía usar su padre, había dado
muerte a varios animales salvajes. Su obsesión por la sangre no desapareció de
su mente, ni cuando conoció a la mujer que conquistó sus sentimientos en una
fiesta de gala, donde él asistió sentado en una carroza tirada por cuatro
caballos.
Ella
quedó maravillada por la atractiva elegancia y sorprendente belleza del Conde,
vestido a la usanza de los hombres de la aristocracia de otros tiempos. Su
bastón con cabezal marmolado, su sombrero de copa y su capa de tres cuartos,
hacían juego con su negra barba de azulados reflejos, dándole una singular
presencia ante su atenta mirada de mujer acostumbrada al garbo y la gallardía
de los hombres capaces de penetrar en el corazón y el pensamiento de una mujer
de gustos extremos respecto a las características que debía poseer un hombre.
Esa
misma noche, después de entablar una conversación amena e iniciar una relación
de atracción mutua en la pista de baile, se montaron en la carroza que los estaba
esperando fuera del local y se fueron en dirección a la mansión del Conde,
ubicada en las afueras de un pueblo de reminiscencias medievales. Ella estaba
impresionada por el poder económico que ostentaba su reciente conquista, quien
era siempre bien recibido por la servidumbre, a cualquier hora del día o de la
noche.
Cuando
contrajeron matrimonio, ella comprendió que una de sus ocupaciones de su esposo
era salir de caza al monte y carnear a los animales untándose con sangre el
cuerpo entero, pero lo que nunca llegó a saber es que este hombre de aspecto
elegante y conducta desmesuradamente reservada, era un extraño místico etílico, que se entregó a la
alquimia en un intento por encontrar el modo de fabricar oro, mediante
experimentos que empezaban en su laboratorio, ubicado en los sótanos de la
mansión, y terminaba en la bodega, donde bebía cinco litros diarios de un añejo
vino de 22 grados.
No
pocas veces, para alcanzar su objetivo y sin apenas dormir, se rodeó de brujos,
nigromantes, videntes y adoradores del diablo, que no eran otra cosa que un
grupo de embaucadores que le hacían creer que por prácticas de esoterismo y
magia negra, más que por sus experimentos de alquimia, lograría llenar sus
arcas con el preciado metal, que carecía de olor pero que tenía el color
parecido al excremento.
Al cabo
de cierto tiempo, se dio cuenta que su sueño de fabricar oro no se hacía
realidad; por el contrario, los embaucadores le costaban una fortuna que lo
iban arruinando más y más, hasta que, desengañado y desvariado por su excesivo
consumo de alcohol, despidió a la gran mayoría de quienes se consideraban sus
leales y sabios colaboradores.
Los
pocos que quedaron a su mando, sobre todo los brujos y adoradores de las
fuerzas malignas, no tardaron en persuadirlo que solo con la ayuda del Diablo
podía conseguir el oro que anhelaba. Él no estaba del todo convencido, pero
optó por seguir sus consejos, con la esperanza de que un buen día el dorado
metal se le apareciera a manos llenas.
Una
noche, mientras dormía en la bodega y luego de haber caído en un tremendo
delirium tremens, escuchó voces de ultratumba y tuvo alucinaciones de que se le
apareció el Diablo ante sus ojos, como un halo de fuego desvaneciéndose con la
misma ilusión fantástica con la que se le apareció en medio de la habitación
bañada por la pálida luz de los candelabros.
Él no
supo qué hacer. Se mantuvo quieto como una roca y con la respiración contenida.
Después se levantó del camastro, abrió la puerta y salió de la bodega como un
demente, sosteniéndose apenas sobre los pies. Llamó a uno de los adoradores del
Diablo, casi muerto de pánico, y le solicitó que redoblasen los ensalmos y las
conjuras para que no se le volviese a aparecer el maligno, sin antes anunciar
su presencia, pues las inesperadas visitas no eran de su agrado. Su colaborador
le prometió que así lo haría y se retiró de la bodega, que emanaba un
inconfundible aroma a madera de roble y uva moscatel, macerado durante meses o
años en ese lugar de temperatura templada y oscura, donde las antorchas se
encendías solo cuando el Conde se encontraba en su interior, bebiendo hasta
caer rendido sobre el camastro y quedarse dormido hasta el amanecer.
Todos
los días que el Conde se pasaba bebiendo en la bodega, su mujer se pasaba
metida en la alcoba, pero no sola, sino en compañía de otro cazador, que era el
amigo y compañero de caza de su marido; una relación de infidelidad del que no
se enteró el Conde, quien parecía estar feliz en la bodega, donde se le
aparecía el Diablo, pero no el oro. De modo que, más arruinado que antes,
despidió a todos sus colaboradores y volvió a dedicarse a una de las grandes
pasiones de su vida: la caza.
Al
Conde le encantaba matar y carnear al animal en el mismo lugar donde había sido
abatido; una acción que le proporcionaba una enorme satisfacción. Es decir, el
simple hecho de ver brotar la sangre a borbotones, le causaba un insondable
placer, entretanto su presa se retorcía en el suelo, los ojos en blanco y las
patas estiradas en el aire.
Así se
mantuvo por mucho tiempo, hasta el día en que, ni bien el sol declinaba hacia
el ocaso, él mismo sería cazado por otro cazador más veloz y más diestro en
manipular y disparar las armas de fuego.
Estaba
en medio del monte, un día cualquiera de caza, cuando el Conde escuchó unas
pisadas acercándose hacía él. No sabía quién era porque el tupido follaje de
unos árboles no le permitía distinguir con nitidez a su perseguidor, quien no
tardó en mostrarse de cuerpo entero, con la escopeta en las manos y una extraña
expresión en el rostro.
Cuando
el Conde lo vio de cerca, le clavó la mirada y, sin entender el porqué de la
persecución, exclamó:
-¡Tú!
¿Qué haces aquí?
El
amante de su esposa no dijo nada. Se plantó con las piernas abiertas, le apuntó
con la escopeta de cañón estriado, presionó el gatillo y le disparó contra el
pecho, desplomándolo de espaldas y los brazos en forma de cruz. La bala le
penetró por el pecho y le salió estallándole el pulmón derecho. La sangre saltó
a chorros y su corazón dejó de latir poco después.
El
amante de su esposa miró por todos lados, para asegurarse que no había testigos
del crimen, se dio la vuelta y se alejó por el mismo sendero por donde había
llegado.
No se
trataba de cualquier cazador, sino del amante de su esposa, quien, cada vez que
él se marchaba de caza, internándose en el monte de sol a sol, lo engañaba
acostándose con el amante en la misma alcoba y en la misma cama, donde él
dormía como un tronco después de haberse vaciado dos botellas de añejo vino en
la bodega, que era el sitio donde se refugiaba cada vez que le atacaba una
fuerte depresión por el trauma que le causó la muerte de su padre, un hombre
acaudalado, viudo y sin más herederos que el hijo que ahora yacía muerto en
entre los matorrales, lejos de su mansión y de su esposa, como una carroña
arrojada a los animales salvajes, que no tardarían en devorárselo entero, sin
dejar rastros alguno de su existencia.
Así es como el cazador terminó siendo capturado por otro cazador que, además, se casó con su hermosa esposa y se convirtió en el nuevo heredero de los bienes que atesoraba en la mansión, donde nadie se preocupó por su ausencia. Y si algún vecino o forastero preguntaba dónde estaba el Conde, la viuda se encargaba de responder que el él hizo un pacto con el Diablo y que éste se lo cargó al infierno, sin dar explicaciones ni dejar huellas de este hombre que se dedicó a la alquimia y a cazar animales salvajes, sin advertir que un día lo perdería todo por la traición de una mujer que un día le entregó su amor y que otro día se lo quitó por el amor de otro cazador.


lunes, 18 de diciembre de 2023
EL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA Y LA CONQUISTA
DEL IMPERIO INCAICO
I
Cristóbal
Colón concibió la idea de viajar a las tierras del Gran Khan y pidió
financiamiento de los poderosos, del rey de Portugal, de los ricos de Lisboa y
de los reyes católicos de España. El navegante genovés sostenía que podía
alcanzarse Las Indias, surcando las
aguas del Océano Atlántico hacia el
oeste, y que era posible realizar el viaje con posibilidades de éxito. ¿Y para
qué realizar este viaje? Para traer mercancías, en especial especias, oro, seda
y otros productos originarios del extremo Oriente.
–Las
exigencias de este extranjero, de este desconocido, son disparatadas! –dijeron
los reyes y su corte.
Todos le
creían loco. Surcar las aguas perdiéndose en el horizonte era ir rumbo al fin
del mundo, allí donde reinaban las serpientes de fuego y los monstruos marinos
que se tragaban enteros a las naves y sus tripulantes.
Muchos
aseveraron que el propósito del navegante genovés era toda una fantasía, la
imaginación delirante de un demente; pero este hombre taciturno, de cabellos
rubios y ojos como el infinito mar, que no levantaba aspavientos, que no era
amigo de largas frases ni de darse importancia, continuó con la idea obsesiva rondándole
en la cabeza: la tierra es redonda y por eso el Océano Atlántico es el camino
hacia la India, hacia la tierra del Gran Khan, hacia las islas de las especias.
Por fin,
después de múltiples gestiones y arduas transacciones en las cortes de la
monarquía española, todo estaba a punto de concretizarse, un sueño a punto de
realizarse. Finalizado los preparativos y reclutados los tripulantes, los
víveres llenaban las bodegas, las armas y la pólvora estaban listas para la
defensa y el ataque en caso de ser necesario. Los tripulantes, que lo
acompañaban en la expedición, estaban prestos a todo, con la esperanza en el
corazón y el sueño de fortuna en la cabeza.
Un día de
verano de 1492, colón se embarcó en la carabela llamada Santa María y zarpó del Puerto de Palos, internándose en el
misterioso Océano Atlántico, con rumbo hacia el incierto oeste, en busca de la
remota Catay, esa región asiática descrita de manera sorprendente en El libro de las maravillas de Marco
Polo, donde había animales fabulosos, hombres distintos y riquezas sin cuento.
El mar
estaba agitado y el viento hinchaba las velas. Era la primera vez que Colón
ponía la proa rumbo a lo desconocido, dispuesto a surcar las aguas de día y de
noche, hasta atracar en las costas de un continente, donde les aguardaba la
riqueza y la gloria. Solo él sabía que las tierras de la India yacían en
Occidente, en la costa de este mar de tempestades y de peligros, aunque los
tripulantes de las tres naves, tras haber navegado semana tras semana, no
avistaban tierra por ningún lado.
Después de
mucho tiempo de estar entre olas altas y bajas, los hombres, que lo acompañaban
a bordo de las carabelas, estaban ya cansados de navegar sin reposo. Los
tripulantes, a bordo de la Santa María,
asaltados por la desesperación y con miedo en medio del tenebroso mar, pensaron
que tenían a un loco por capitán.
–¡Colón
está loco! –decían unos.
–Donde
termina la línea del horizonte no hay nada más; tan sólo el vacío, el fin del
mundo –decían otros.
Los viejos
marineros, que sabían mucho de las tormentas y de los misterios del Océano, que
soñaban con islas fabulosas, con tierras de oro y de milagros, querían creer en
Colón, porque cada vez que le oían hablar, en sus ojos se encendían luces de fe
y en la mente se les reavivaba luminosas ilusiones de divina esperanza.
Pasaron más
de dos meses sin ver tierra, y los más osados, sin paciencia en la mente ni luz
en el corazón, se le amotinaron y le dieron un ultimátum. Si no encontraban
tierra en los próximos días, le darían muerte, cambiarían el curso de las naves
y retornarían a la península.
La
expedición no resultó fácil para nadie y durante la misma se dieron amagues y
conatos de rebelión, pero Colón logró apaciguar las encendidas emociones,
prometiéndoles que pronto alcanzarían las tierras del Imperio del Gran Khan,
donde estaban las islas de fábula y los tesoros persiguiéndoles hasta en los
sueños.
El jueves
11 de octubre, los tripulantes de la Santa
María vieron un junco verde flotando en las aguas. Los de la carabela Pinta divisaron una caña y un palo, y
tomaron otro palillo labrado parecido al hierro, un pedazo de caña, una
tablilla y otra hierba que crecía en tierra. Los de la carabela Niña vieron también otras señales de
tierra, como un palillo cargado de escaramujos.
Cuando el
oleaje se alzaba a la altura de la proa y la noche se desgranaba en luceros,
apareció en la lejanía un esplendor de islas fosfóricas, parecidas a lumbres o
candelillas de cera. Entonces el vigía, Rodrigo de Triana, la voz ronca y
zapateando de alegría, exclamó:
–¡Tierra!
¡Tierra!...
Pasadas
algunas horas, se mostró la tierra a unas dos leguas marinas. Los tripulantes a
bordo de las carabelas, que zarparon del Puerto de Palos de la Frontera, el 3
de agosto de 1492, se movilizaron de un lado a otro, sin comprender que por esa
vía señalada por Colón se podía llegar a las Indias Orientales.
Al amanecer
del 12 de octubre, apenas comenzó a disiparse la oscuridad, las costas de un
continente, desconocido hasta entonces para los europeos, se extendían ante los
ojos de los hombres ávidos de riquezas. El viento soplaban aromas de árboles y
de flores, y, de pronto, vieron volar, por encima de los mástiles y las velas,
una bandada de pájaros que, luego de descender en picada, se zambulleron en las
aguas color limón.
Cristóbal
Colón, asombrado por las impetuosas voces atropellándose en el aire, se
incorporó a tientas entre el estrépito de las olas, el chasquido de las maderas
y el murmullo de los vientos que soplaban con furor. Se sujetó del timón,
tendió la mirada en dirección al horizonte y divisó, a lo lejos, las islas
esmeraldinas de un continente alzándose entre el cielo y el mar, como un ramo
de flores amaranto en un torbellino de mariposas. Se llevó la mano al pecho,
exhaló suspiros lacónicos y pensó que, después de tantas adversidades y
confrontaciones, se aproximaba a la fabulosa isla de Cipango y no a las costas
de otro territorio donde también abundaba el oro.
Colón
llegaba a un continente no registrado en las cartografías, sin saber que su
travesía por alta mar echaba por la borda la teoría de que la tierra era plana
como un panqueque y que los océanos terminaban en abismos habitados por
monstruos capaces de engullirse a las naves como barquitos de papel.
Mientras el
oleaje rompía con el silencio agazapado en la isla Guanahani, en el
archipiélago de las Bahamas, las tres carabelas, que parecían cáscaras de nuez
mecidas por las aguas, se aproximaron a la costa, rompiendo las brumas que
flotaban en la atmósfera como velos de gasa.
Cristóbal
Colón, poniendo la mano en la empuñadura de la espada, que reflejaba el pecho
ceniciento de las gaviotas revoloteando entre las velas, levantó las manos al
cielo, mientras su desenvainada espada reflejaba el despuntar del alba y el
revoloteo de los alcatraces.
Cuando los
tripulantes anclaron en tierra firme, por primera vez en la historia, el hombre
blanco marcó sus huellas en la arenilla húmeda del continente cobrizo. Los
capitanes de la expedición iban armados de acero y sed de conquista.
Colón,
levantando la mirada al cielo, se dejó caer de rodillas para besar la cruz y
clavar la bandera real de Castilla. Estaban en una isleta de los lucayos, llamada
en lengua originaria Guanahani y que
los conquistadores cambiaron el nombre por el de San Salvador.
–¡En nombre
de los reyes de España, yo, Cristóbal Colón, Almirante de la Mar Océana, tomo
posesión de esta tierra! –exclamó en la lengua de Castilla, con interferencias
de otras que se hablaban en la península ibérica.
Después, el
hierro y el orgullo se rompieron y todos cayeron de rodillas en la tibia arena
de la playa. Se regocijaron y lloraron de emoción. Las lágrimas resbalan por
las curtidas mejillas, perdiéndose en las barbas crecidas de los hombres del
Viejo Mundo.
Colón
estaba ya seguro de que había llegado a Las
Indias y no, por equivocación, a las tierras de un continente hasta
entonces desconocido para los peninsulares.
Ese mismo
día, se vieron rodeados de gente desnuda, como su madre los trajo al mundo. Las
mujeres, mozas y de piel bronceada, tenían hermosos cuerpos y hermosos rostros;
sus cabellos, cortados en cerquillos y por encima de las cejas, eran gruesos y
largos como cola de caballo; tenían la cara y el cuerpo pintados y no llevaban
armas ni conocían las espadas, porque cuando las tocaron, impulsados por la
curiosidad, se cortaron las manos.
Los
habitantes de las nuevas regiones descubiertas se llamaban a sí mismos caribes, palabra que, deformada por los
españoles, derivó en caníbal. No
obstante, los caribes, en actitud de amistad, les regalaron frutas exóticas,
azagayas, papagayos e hilos de algodón en ovillos y otras cosas desconocidas
para los navegantes de allende los mares.
En los
próximos días, semanas y meses, las carabelas prosiguieron su travesía,
navegando entre innumerables islas. Durante su paso por éstas, observaron
muchas especies de plantas desconocidas, pero no lograron ver ovejas, ni
cabras, ni caballos, ni cerdos, ni ninguna otra bestia conocida en las naciones
del Mediterráneo.
Así es como
Colón, navegante de todas partes, de todos los hombres y de todos los mares,
recorrió otras tierras de las Bahamas, hasta llegar a la isla de Cuba, la perla
de las Antillas, y posteriormente a La Española, actual República Dominicana.
En las orillas de esta última tierra, el 25 de diciembre de 1492, se hundió la
nao capitana, la Santa María.
Sin
embargo, esta pérdida no importó mucho, lo importante era que había llegado a
las Indias de las especias, a las tierras del Gran Khan, navegando por la Mar
Océana con destino oeste; una hazaña que lo convirtió en virrey y gobernador
general de las Indias al servicio de la Corona de Castilla. Esto incluyó la
administración de las colonias en la isla La Española, cuya capital se
estableció en Santo Domingo.
La llegada
de Colón a América permitió el desarrollo del comercio y el envío hacia Europa
de gran cantidad de alimentos que se cultivaban en estas tierras, como el maíz,
la patata, el cacao, el tabaco, el pimiento, el zapallo, la calabaza, el
tomate, el poroto, el aguacate y la vainilla, entre otros, rápidamente adoptados
por los europeos y por el resto del mundo.
Más
adelante, el navegante genovés realizó tres expediciones más entre los puertos
de España y los paisajes paradisiacos del Caribe, hasta que un día, casi por
sorpresa, los reyes católicos de España recibieron la denuncia del pesquisidor
Francisco de Bobadilla, quien aseveraba que Colón frecuentemente usaba la
tortura y las mutilaciones de los indígenas para gobernar, pero lo que acabaría
con la paciencia de la Corona fue el informe de Mosén Margarit en las cortes,
donde expuso los desmanes cometidos por Cristóbal Colón, acusado por sus
contemporáneos de brutalidad y genocidio. Todo estaba dicho, los reyes
católicos ordenaron despojarlo de su capa de terciopelo, destituirlo de su
cargo, echarle grilletes a los pies y las manos, expulsarlo de La Española y
volverlo al reino de Castilla.
Durante la
travesía, el capitán de la nave quería liberarlo, pero Colón se negó: había
sido encadenado por orden de los monarcas y solo ellos podían devolverle la
libertad. En efecto, se le libertó a su llegada y le fueron devueltas todas sus
dignidades, pero no sus poderes ni sus ganancias. Lo dejaron vivir en el más
hondo desamparo y al borde de la indigencia, que se lo llevaría a la tumba,
luego de un delirio en el que se vio por última vez entre paisajes
paradisiacos, donde las exóticas frutas y las fabulosas riquezas estaban al
alcance de la mano.
El Almirante
Mayor de la Mar Océana, enfermo y mentalmente exhausto, ignorado por el Rey y
sus compañeros de hazañas, murió en Valladolid el 20 de mayo de 1506,
presumiblemente por complicaciones derivadas de una gota o una artritis
padecida durante años. Lo peor fue que murió sin saber que sus travesías por
alta mar lo llevaron a clavar la espada desnuda y la bandera real en un
continente ubicado al otro lado del Océano Atlántico, en un continente que hoy
no lleva su nombre ni su gloria.
II
No habían transcurrido siete años desde su muerte. Pero en España, un joven trujillano llamado Francisco Pizarro, quien en principio era un simple analfabeto criador de cerdos y después un diestro navegante del Atlántico, concibió la idea de conquistar el rico Imperio de los Incas, después de haber acompañado a Vasco Núñez de Balbo en el descubrimiento del Océano Pacífico.
Cuando Pizarro retornó a Panamá, buscó la cooperación de su amigo Diego de Almagro y del canónigo Hernando de Luque, para organizar una expedición hacia el Imperio de los Incas, lugar donde el oro y la plata se reproducían de manera prodigiosa.
–Hay
que descubrir, sobre todo, conquistar y colonizar –le dijo–. Descubrir es
cuestión de un golpe de suerte, de un azar, como le ocurrió a Colón.
–Sí
–contestó Almagro–. Conquistar puede ser una labor de años, de largas y duras
empresas, de costosas y encarnizadas luchas.
–Entonces
preparemos la empresa de conquista del Imperio de los Incas. Conquistar y
colonizar debe ser nuestro objetivo central. Esta infatigable labor requerirá
una perfecta organización militar y mucha perseverancia de nuestra parte.
Es
así que en 1528, a condición de repartirse equitativamente las ganancias de la
empresa, sus naves partieron con el viento por la ruta de los Incas, experimentando raros trastornos en la brújula y
el compás.
Un
vendaval los arrinconó en el archipiélago de Las Perlas, lugar desde donde avanzaron
por el río Virú, con más de un centenar de soldados armados con arcabuces,
ballestas, falconetes y cañones. Cruzaron montañas volcánicas e intensas
precipitaciones fluviales, hasta llegar a un puerto que lo denominaron del Hambre, por la escasez de recursos en la
comarca, con sólo 80 sobrevivientes de toda la tripulación, pues unos
perecieron atravesados por un torbellino de flechas, en tanto otros murieron
plagados por las enfermedades del trópico, la mordedura de las víboras y la
picazón de los insectos esparcidos por doquier.
Al
comprobar el fracaso de la empresa, sin tener qué beber ni comer, decidieron
que una parte de los soldados, al mando de Almagro, retornase en busca de
auxilio a Panamá, mientras Pizarro, junto a los hombres febriles y exhaustos,
esperaría el retorno de la tripulación en la isla del Gallo.
Una
mañana, cuando el cielo estaba despejado y las aguas de los ríos se golpeaban
en las piedras de la montaña, Pizarro fue deslumbrado por dos embarcaciones que,
con las velas arriadas y las banderas desplegadas, llegaban desde el norte en
su auxilio.
A
poco de que los soldados descendieron en tropel, quitándose las armaduras y
desparramando cascos y espadas, se zambulleron como peces en el agua, mientras
el emisario del gobernador de Panamá,
con una voz que se confundía con el trino de los pájaros, le dijo:
–Vengo
con órdenes de recoger a los expedicionarios y volverlos a Panamá.
Entonces
Pizarro desenvainó su espada con un relámpago de furia, hizo un surco viboreante
sobre la arena y, señalando hacia el Sur con el filo resplandeciente de su
templado acero, dijo:
–Por
aquí se va al Perú a ser ricos –dijo y, dirigiendo su espada hacia el Norte,
agregó–: Y por allí se va a Panamá a ser pobres.
Por
un instante se hizo silencio. Después envainó su espada y sólo algunos hombres,
ya enfundados en sus pesadas armaduras, cruzaron el surco y subieron a las
lanchas para proseguir su camino rumbo al Sur.
Tras
veinte días de fatigosa navegación desembarcaron en una población indígena,
donde los invasores, de rostros blancos y barbados, fueron recibidos
pacíficamente por unos indios cuyas cabelleras sombrías que se confundían con
las crines de los caballos. Aquí, en esta misma población, los conquistadores
se anoticiaron de que en la capital del Imperio, gobernado por un Inca de
linaje divino, había más oro en la tierra que leña en el monte. Metal precioso
que el monarca usaba para adornar su cuerpo y los templos sagrados, creyendo
que las pepitas de oro eran las lágrimas del Sol y los hilos de plata los
cabellos de la luna.
Un
día, reunidos los tres principales conquistadores, quienes escondían el puñal
de la traición para la espalda del asociado, resolvieron que Pizarro viajase a
España a entrevistarse con el rey Carlos V, quien, a poco de recibirlo en su
castillo, le nombró Capitán General y gobernador de las poblaciones que
conquistase, a Almagro le concedió el título de Adelantado y a Hernando de Luque le designó Obispo, oficio que
nunca llegó a ejercer porque la muerte lo encontró en el camino.
Dos
años más tarde, cuando la pureza del cielo andaluz estaba más diáfana que las
aguas y el sol bañaba las cúpulas de las catedrales, las depresiones del
hermoso Guadalquivir y el laberinto de las calles y plazuelas, Pizarro se
embarcó por última vez rumbo al ocaso, acompañado por sus cuatro hermanos y por
más de un centenar de soldados capaces de partir una mosca con la espada o la
ballesta.
Las
olas espumosas los arreó primero a Panamá y después al puerto de Paita, donde
apenas desembarcaron con rumor de acero,
empujando cañones y tirando caballos, recibieron al mensajero de Huáscar, quien
sostenía una lucha despiadada contra su hermano Atahuallpa.
El
chasqui, que corrió como venado desde el Cusco, tenía los pies llagados, los
ojos agobiados, los labios agrietados y la frente perlada por el sudor.
Pizarro
no lo perdió de vista desde cuando apareció como un punto borroso en la
lejanía, desde cuando emergió del otro lado de la montaña, tras la que se
precipitaba el sol.
A
medida que el chasqui se aproximó hasta el sitio donde estaba el jefe de los
conquistadores, la sangre le burbujeó en las venas y los músculos se le
aflojaron como hebras de lana. Pizarro se limitó a contemplar el oro reluciéndole
en ese cuerpo que parecía hecho de piedra y de sudor.
–Pregúntale
a este indio, quién es y qué quiere –le dijo Almagro a Felipillo, el indígena
que aprendió a traducir la lengua oficial del Imperio a un mal castellano.
El
chasqui, sintiéndose aludido por la voz pausada de Almagro, irguió la cabeza
con gran esfuerzo y, escrutándole como por entre medio de telarañas pegadas a
sus párpados, transmitió el mensaje que le encomendó su soberano:
–El
Inca Huáscar, legítimo heredero de Huayna Cápac, necesita vuestra ayuda en la
cruenta batalla que libra contra su hermano Atahuallpa, quien quiere usurpar el
trono por las buenas o por las malas...
Cuando
el chasqui exhaló el último suspiro de vida y cayó con la cara aplastada contra
el suelo, los conquistadores le despojaron el oro del cuerpo
Los
conquistadores, enterados de la guerra entre hermanos enemigos, pensaron tomar
parte en la contienda y aprovecharse de los beneficios.
Derrotado
y hecho prisionero Huáscar, Pizarro fue invitado por Atahuallpa a celebrar una
entrevista en Cajamarca, donde asistió convencido de que el Inca disponía de un
ejército de jóvenes y diestros guerreros, y mucho más superior en número. De
modo que, para evitar cualquier percance, ideó un audaz golpe de mano, cuyo
objetivo era capturar al Inca ante la presencia de ambos ejércitos.
En
1532 una expedición española al mando de Francisco Pizarro desembarcó en Tumbes
para dirigirse a Cajamarca y sostener un encuentro con Atahuallpa, el emperador
de los Incas. Pizarro se embarcó desde Panamá en plan de conquista, anoticiado
de que en las tierras del Imperio Incaico encontrarían fabulosos tesoros y un
sistema socioeconómico diferente al ofrecido por las monarquías del Viejo
Mundo.
En
el incario se creía que el soberano descendía del dios Sol. Aunque se
reservaban para él las mujeres más bellas del reino, el sucesor debía ser un
hijo engendrado en su propia hermana, para mantener su linaje divino. El inca
tenía toda una corte a su servicio, sus ropas se confeccionaban con las lanas
más finas, sobre todo de vicuñas o alpacas, Cuando viajaba por los territorios
del Tahuantinsuyo, lo hacía en andas, acarreado por porteadores escogidos. El
sistema estatal era rígido y centralizado. Las tierras pertenecían a la
comunidad o ayllu, y se repartían entre las familias según su condición social
y sus necesidades. Las cosechas quedaban a libre disposición de la familia y
dependían del trabajo invertido en las tareas agrícolas. El trabajo de enfermos
y ancianos era asumido por todos los miembros de la comunidad.
El
15 de noviembre, los españoles ocuparon Cajamarca, entonces Pizarro envió una
invitación al Inca para que visite el campamento español. Al día siguiente,
Atahuallpa, rodeado de numeroso séquito, entró en la ciudad y marchó hacia la
plaza que se encontraba vacía
A
poco de que el poncho de la noche cayó sobre Cajamarca, los conquistadores,
encubiertos por la oscuridad salpicada por las luciérnagas, escondieron la
caballería y la artillería detrás de los muros que afianzaban el peso
descomunal de la noche.
Al
día siguiente, cuando la alborada se hizo más transparente que un cristal y más
límpido que un diamante, apareció un tumulto de hombres acompañándole al Inca y
entonando canticos de guerra. Pizarro, alarmado por la muchedumbre que avanzaba
hacia la plaza cubierta de grava, se ajustó las correas de su coraza y
desenvainó su espada más temida que la ley.
En
el verano de 1433, en Cajamarca, la procesión llegó a la plaza. El Inca, de
estatura mediana, de semblante grave e imberbe, era cargado por cuatro jóvenes
guerreros que levantaban las andas por encima de sus hombros descubiertos y
limpios de todo pelo.
Las
andas tenían ornamentos de metales preciosos, más un asiento dorado, protegido por un dosel pavoneado con vistosas
plumas de aves tropicales. El Inca lucía un poncho en forma de túnica y un
cetro simbolizando el poder que le concedió su linaje divino, en los pies
calzaba sandalias tejidas por sus mujeres (ñustas) escogidas, en sus muñecas
brazaletes de piedras preciosas, en sus orejas grandes poleas de oro fino y en
la cabeza un diadema de piedras preciosas. Detrás de él, que era abanicado por
dos pajes, avanzaba su séquito y su ejército de guerreros.
Bajo
la caída vertical del sol y ante los ojos atónitos de ambos ejércitos, los dos
jefes se miraron frente a frente, apenas separados por unos metros de
distancia. En los ojos del Inca se encendieron llamaradas de tragedia y en el
pecho del conquistador se escucharon campanazos de victoria.
Los
conquistadores, enfundados en armaduras de hierro y montados a caballo, tomaron
contacto con los indígenas a través del indio llamado Felipillo, quien sirvió
de puente entre dos culturas, entre los conquistadores y los habitantes del
Imperio de los Incas.
El
fraile dominico Vicente Valverde salió al encuentro de Atahuallpa. Portaba una
Biblia en una mano y un crucifijo en la otra. El encuentro entre el fraile y el
Inca se dio en medio de venias y rituales.
–Hemos
llegado a vuestro Imperio por el designio de nuestro Señor creador del cielo y
de la tierra, y en nombre del rey de España, quien está amparado por el
pontífice Papa de Roma, fiel servidor de Dios –le dijo el capellán Valverde,
inclinando la cabeza con suma reverencia
A
lo que contestó Atahuallpa, con voz serena….
–Ese
Papa tiene que estar loco, para querer arrasar un Imperio y someterlo al dominio
de otro.
Francisco
Pizarro, al ver los gestos y los movimientos de las manos de Atahuallpa,
interpretó que el Inca estaba molesto, no aceptaba someterse a rey alguno, ni
quiso oír hablar de un Señor más poderoso que él, ni obedecer a un Papa, quien
repartía entre los cristianos lo que no era suyo. A ratos, cuando el Inca
levantaba la mirada hacia arriba, creía entender que él prefería como dioses al
Sol y la luna, como quien pone en duda de que el Dios de los cristianos hubiese
creado realmente el mundo.
Valverde,
confundido por los gestos y las réplicas del Inca, le alcanzó la Biblia casi
temblando y, tartamudeando, le dijo:
–Nuestro
Señor, Todopoderoso, es mucho más importante que el sol y la luna, el trueno y
la lluvia...
Seguidamente,
teniendo a Felipillo de intérprete, le exhortó abjure de su idolatría y se
convierta a la fe católica, aceptando ser vasallo del emperador Carlos I y del
Papa, quienes ya habían concedido a los españoles el dominio del Imperio de los
Incas. Le dijo que venía por orden de su jefe a explicarles los misterios de la
verdadera fe cristiana. Le habló de los misterios de la creación del mundo, de
la Trinidad, de la encarnación, de la pasión y muerte de Jesucristo, de su
resurrección y ascensión.
Después
de haber desarrollado esta doctrina, mal interpretada por Felipillo, exhortó a
Atahuallpa a abrazar la religión cristiana, a reconocer la autoridad suprema
del Papa, rendir vasallaje al rey de España y a reconocerlo como a único Señor
legítimo.
–No
quiero ser tributario de ningún hombre –dijo Atahualpa–. Yo soy más poderoso
que ningún príncipe de la tierra. El otro puede ser grande, no lo dudo, pues
veo que ha enviado a sus vasallos desde tan lejos; y, por lo mismo, quiero ser
su amigo. Si vuestro Dios fue muerto por los mismos hombres que había creado,
el mío vive y desde allí, desde las alturas, vela sobre sus hijos.
Atahuallpa,
con la Biblia en las manos, comprobó que el objeto no brillaba ni sonaba.
Después se lo llevó al oído, esperó un instante y, como no oyó nada, dijo:
–Esto
que me enseñas aquí no habla ni me dice nada.
Le
clavó la mirada al fraile Valverde y, mientras el sol se hundía a lo lejos,
arrojó el libro al suelo. Luego mascullando palabras ininteligibles y escrutó
los celajes del cielo, como invocando a los dioses del Imperio.
El
fraile, con voz trémula por la furia, vociferó:
–¡Los
Evangelios en tierra; venganza cristianos! ¡Venid, cristianos, el perro se
resiste a nuestro Dios! ¡A ellos que no quieren nuestra amistad ni nuestra
ley!.
El
fraile estaba indignado por la herejía del Inca. Levantó la Biblia y se volvió
en dirección a Pizarro, quien impartió órdenes de abrir fuego. Fue entonces
cuando los españoles irrumpieron la plaza con disparos de arcabuces y
falconetes. El estampido de los cañones hizo vibrar la tierra y los relinchos
de las bestias rompieron los gritos en pedazos.
El
fulgor de acero de las nobles espadas se tiñó de sangre y los rayos mortíferos
de las armas de fuego impactaron en las paredes, y los jinetes, sembrando el
pánico y la muerte, galoparon montados a lomo de caballos guarnecidos con
arreos de guerra.
El
Inca Atahuallpa, a los escasos minutos de haberse iniciado la batalla bajo el
estridor de las trompetas y el redoble de los tambores, se abatió junto a sus
andas fundidas por el fuego que incendió la furia de la conquista. El Inca, en
medio de la matanza, que dejaba decenas de muertos y heridos en la plaza, salió
ileso gracias a la oportuna protección que le diera Pizarro.
Atahuallpa,
derrotado y hecho prisionero, fue conducido hacia uno de los recintos de la
población que apestaba a pólvora y carne quemada. Muy pronto los temores de los
españoles quedarían confirmados, ya que Atahuallpa, desde su prisión, había
ordenado la muerte de su hermano Huáscar, quien era el legítimo heredero del
Imperio Inca que gobernó su padre Huayna Cápac.
El
prisionero, informado de que la codicia era el motor principal que guiaba a los
conquistadores, ofreció a los españoles un cuarto lleno de oro y otro de plata.
Se paró sobre la punta de sus sandalias y extendió el brazo lo más alto que
pudo. Acto seguido, volteó la mirada y, dirigiéndose a Pizarro, dijo:
–Llenaré
esta habitación de oro y dos de plata, hasta la altura señalada por el dedo de
mi mano, si acaso prometes dejarme en libertad...
Como
los conquistadores sabían que todo lo que había debajo del sol le pertenecía al
Inca, no vacilaron en aceptar la magnitud de la oferta.
Entonces
Atahuallpa mandó a buscar el tesoro que había en sus palacios y dio órdenes de
matar a su hermano Huáscar, quien llevaba ya varios días comiendo puñados de
tierra.
A
lo largo de tres meses, la habitación donde permanecía arrestado, fue colmado
con utensilios de oro y plata, que costó el dolor y el sacrifico a varias
generaciones, las que forjaron sobre sus cenizas el rico Imperio de los hijos
del Sol. Pero ni aun así pudo recobrar su libertad ni salvarse de la muerte.
Los conquistadores, hechizados por tanta fortuna tirada ante sus pies, empezaron levantando la plata a manos llenas y terminaron matándose por el oro.
Se
cuenta que al principio de su encierro, Atahuallpa no quiso ver a nadie, se
sentía muy avergonzado y dijo:
–No
quiero que las almas de mis guerreros caídos contemplen la humillación del
Inca...
También
se cuenta que en su largo encierro, Atahuallpa había hecho amistad con algunos
de sus captores, principalmente con el capitán Hernando de Soto, quienes le
enseñaron a jugar ajedrez y a los dados. También le permitieron a sus más
queridas esposas unirse a él, y la visita de sus leales. Muy pronto, Pizarro
comprendió que Atahuallpa, aún privado de su libertad, seguía manteniendo plena
autoridad dentro de su Imperio, seguía siendo para sus súbditos el hijo del
Sol, el divino emperador.
Los
dos socios de la conquista, a poco de tomar posesión de las riquezas,
utilizaron el chantaje contra el Inca: le negaron la libertad y hasta pensaron
en lo peor.
–¿Qué
hacer con el prisionero? –se preguntaron Pizarro y Almagro.
Atahuallpa
fue sacado del recinto donde estaba y fue llevado ante el famoso consejo de
veinticuatro jueces. Los jueces deliberaron a voz baja, entre silencios
entrecortados por voces. y se impuso a Atahuallpa la pena de muerte por trece
votos contra once.
En
ese instante, Pizarro comprendió que la causa de Atahuallpa estaba perdida.
Dios y el Rey habían hablado. El veredicto anunciado fue la muerte por
estrangulación, seguido de la incineración de su cuerpo.
Francisco
Pizarro le transmitió el mensaje al Inca. Le dijo que le juzgaron de ser el
responsable de la muerte de su hermano Huáscar y, finalmente, le condenaron a
morir en la hoguera.
El
Inca se agarró la cabeza y exclamó:
–¡No
me hagan burlas! ¿Qué hice yo para merecer la muerte?
Francisco
Pizarro le explicó que, según las actas del juicio, lo condenaban por
parricidio, idolatría, poligamia y conspiración contra los españoles.
El
Inca bajó la cabeza y murmuró en silencio.
Pizarro
le puso la mano sobre el hombro y, mirándole a los ojos, le dijo:
–Si
no quieres morir quemado, será mejor convertirte al cristianismo, así podrás
morir estrangulado.
–Así
es –intervino el fraile Valverde–. Acepta ser bautizado y, en vez de ser
quemado, serás estrangulado.
El
Inca aceptó la propuesta, se convirtió al cristianismo y besó la cruz, pero
estaba desilusionado por la decisión asumida por sus captores.
–Yo
les he llenado de un cuarto de oro y otro de plata, y ustedes no están
cumpliendo su palabra –le dijo a Pizarro. Le miró con los ojos inundados en
lágrimas y agregó–: ¿Qué hemos hecho, yo y todos los míos para merecer este
destino?
Pizarro
muy afectado, se alejó del Inca, incapaz de entender el llamado de piedad de
aquel que antes era venerado como el rey de reyes.
Dos
horas más tarde, el Inca fue llevado con cadenas en los pies y las manos a la
plaza de Cajamarca, en la que nueve meses antes apareció vestido de oro y
plata.
Los
súbditos del Inca, al ver esto, gritaron desesperados, pero él les ignoró. Levantó
los ojos hacia la franja rocosa de su Imperio por última vez, cuando ya detrás
de aquélla el sol acababa de desaparecer.
Caminó
hacia el patíbulo, en mitad de la plaza, donde se levantó una alta pira para
quemar al condenado. Allí mismo instalaron las maderas de la pena por garrote.
Los verdugos le acercaron al poste, Atahuallpa miró fijamente a Pizarro,
mientras los verdugos jalaban la cuerda; de los ojos abiertos de Atahuallpa
caían gotas de lágrimas como si rechazase la muerte. Se sentó en una burda
silla de madera y el torniquete de hierro le partió la nuca.
Era
el 29 de agosto de 1533. Muchos quechuas gritaban de desesperación y muchos se
ahorcaron, otros se lanzaron desde las rocas al precipicio. Las mujeres se
ahorcaron con sus propios cabellos. En el cuarto del muerto los favoritos del
Rey llamaron por su nombre y buscaron entre las cuatro esquinas y gritando y
gritando se quitaron la vida.
Cuando
los súbditos se enteraron de que el hijo del Sol fue ejecutado por sus enemigos,
quienes tenían palabras falsas en la lengua y corazones despiadados debajo de
sus armaduras, todo el Imperio se cubrió de luto. Con la ejecución del Inca, el
vasto Imperio del Tahuantinsuyo cayó a merced de los conquistadores.
Las
concubinas del Inca se arrojaron de las peñas y se ahorcaron con sus propias manos
no sólo porque sabían que el manejo de
la brújula, las armas de fuego, el papel, la cruz y espada, implicaba el
dominio de unos pueblos sobre otros, sino también porque estaban en el deber de
acompañar al Inca incluso en el más allá.
Mientras
las últimas escaramuzas eran ahogadas por la sangre, el huérfano de
Extremadura, que bebió leche de puerca para sobrevivir, hizo su triunfal
ingreso en el Cusco, taconeando en el empedrado de la fortaleza incásica.
En
el cielo volaba una bandada de nubes, en el monte se oía el siseo de las
víboras y en los árboles el trino de los pájaros, semejante al grito de los
niños.
Y
justo cuando los truenos celebraran el triunfo de nuevo emperador, llegó por las
aguas del Pacífico Pedro de Alvarado, con la intención de disputarle la
conquista del Perú a Francisco Pizarro, quien, con la mente dominada por el
resplandor del oro y bebiendo la chicha de maíz que las indias fermentaron en el
cielo de la boca, colmó la ambición del gobernador de Guatemala, entregándole
lingotes de oro y tejos de plata.
Dos
años después de consumada la conquista del Imperio Incaico, algunos aventureros
al mando de Pizarro se marcharon a fundar la bella ciudad de los reyes (Lima),
al lado del río Rímac, y Almagro se lanzó a conquistar la tierra de los araucanos.
A
medida que transcurrió el tiempo entre la sangre y el fuego, la rivalidad de
los capitanes de la conquista desembocó en una cruenta batalla, en la que los
almagristas, poco después de retornar de las tierras estériles de Chile, se apoderaron del Cusco y tomaron como
a rehenes a Gonzalo y Fernando Pizarro.
El
primero logró huir de los grilletes de la muerte, y el segundo, a poco de ser
liberado por un mal arbitraje, abatió a sus enemigos en la batalla de Las Salinas, y al tuerto de Almagro, a
poco de haberlo hecho arrastrar las cadenas chirriantes de la discordia, lo
ejecutó sin contemplaciones bajo el brillo plateado de la luna.
Los
aires de venganza no tardaron en florecer en el espíritu de las huestes de
Almagro, quienes en julio de 1541, convencidos de que Francisco Pizarro no era
ya capaz de blandir la espada ni montar a caballo, le atravesaron el corazón
con un sable cuyo lomo resplandecía como el sol.
El
porquerizo Francisco Pizarro se convirtió en el más grande de los conquistadores
de todos los tiempos. Con una fuerza de 183 hombres capturó el Imperio Incaico,
que abarcaba 350.000 millas cuadradas y contaba con unos 12 millones de
habitantes. Pero conquistó más de lo que podía gobernar. A la edad de 66 años fue
asesinado en un complot cuyos conspiradores no habían recibido de él las bicocas
políticas ambicionadas. En el palacio no se oyó más que una leve exhalación,
poco antes de que su cuerpo se desplomara sobre el charco de sangre que crecía
a su alrededor.
Estocolmo, invierno de 1984.


lunes, 7 de febrero de 2022
LA FUGA DEL REO
Todos lo conocían por el sobrenombre de Reo, debido a los
tantos delitos que cometió y a las tantas veces que estuvo en la cárcel. La
última vez que salió en libertad, se volvió a juntar con su amigo y socio, para
delinquir en las calles comerciales de la ciudad. Todo marchaba bien, hasta que
una desavenencia de cómo debían distribuirse el botín logrado en el asalto a
una joyería, más una acalorada discusión en la que su amigo y socio le faltó al
respeto, llamándolo hijo de puta y maricón, los convirtió en rivales y los
separó en el camino del delito.
El Reo no dudó en cobrarse la revancha por los insultos
que mellaron su autoestima. Entonces puso en marcha un siniestro plan: lo llamó
por teléfono y le propuso una reunión en el mismo cuarto ubicado cerca de la Terminal
de autobuses, donde se escondían cada vez que perpetraban un asalto o se
sentían perseguidos por la policía.
Los dos arribaron a la casa, casi al mismo tiempo. No se
saludaron ni se miraron, abrieron el candado de la puerta y entraron en el
cuarto.
–Qué bueno que hayas venido –le dijo el Reo, acomodándose
en una silla.
–¿Para qué querías verme? –preguntó el otro.
–Para poner fin a nuestras diferencias –contestó.
Se abrió un breve silencio. El examigo y socio del Reo se
puso de cuclillas para amarrarse el cordón del zapato, sin sospechar que su
vida corría peligro.
El Reo aprovechó la imprudencia de su examigo, se levantó
sigilosamente de la silla, sacó la pistola del cinto, lo abordó por atrás y,
apuntándole con el arma en la nuca, ordenó:
–¡Levántate con calma y las manos en alto!
Su examigo cumplió la orden sin reaccionar ni cuestionar.
–Ahora camina y ponte con la cara a la pared.
Su examigo, con las manos en alto y la mirada contra la
pared, le preguntó dubitativo:
–¿Qué piensas hacer?
El
Reo se rio a modo de empezar su revancha y concluyó su plan vaciando el
cargador del arma en la humanidad de quien fuera su amigo y socio. Limpió la
sangre, metió el cuerpo en una bolsa de yute y esperó la noche para trasladarlo
hasta las quebradas de Llojeta, donde se deshizo del bulto, con la intención de
que nadie sospechara de quién o quiénes estaban implicados en el homicidio.
No obstante, la policía estaba ya detrás de sus talones y
no demoró en dar con el Reo, un joven vinculado a los bajos fondos y con amplio
prontuario delictivo, quien admitió su culpabilidad desde el primer instante en
que fue aprehendido en el cuarto interior de una vivienda ubicada a dos cuadras
de la Terminal de autobuses, donde él y su examigo planificaban sus asaltos a
mano armada y se distribuían los sobrecitos de cocaína para revenderlos en la
calle.
Días después, el Reo fue transportado al edificio de la
fiscalía, donde debía prestar sus declaraciones. Cuando todo estaba listo para
empezar la audiencia, en una sala llena de personas interesadas en el caso, el
Reo se abalanzó repentinamente encima de su custodio y, tumbándolo contra el
piso, le arrebató el arma reglamentaria; una pistola semiautomática, con seis
cartuchos almacenados en el cargador de hilera simple. Se incorporó con
asombrosa agilidad y, amedrentándolos a todos con la pistola y dándose vueltas
sobre sí mismo, exclamó en tono imperativo:
–¡Qué nadie se mueva, carajo! ¡Qué nadie se mueva, o
disparo!...
Algunos de los presentes, sentados en la parte posterior
de la sala, se agacharon refugiándose detrás de los bancos, al mismo tiempo que
el juez cautelar, incluido el abogado defensor del Reo, se tiraron al piso en
actitud de defensa.
El Reo salió corriendo de la sala, golpeándose el hombro
en el marco de la puerta, y se dio a la fuga con la pistola en mano.
En la planta baja del edificio, apenas descendió a
brincos por las gradas de mármol, se topó con un policía, a quien le disparó
dos veces en la cabeza, y continuó la escapatoria en dirección a la calle,
mientras el policía, malherido y la cabeza sangrante, intentó seguirlo, pero se
desplomó sobre la alfombra que había en la puerta de acceso a la fiscalía.
El Reo se escabulló entre los transeúntes, oscilándole
los brazos en el aire y hondeándole la negra y larga cabellera. Llegó a la
esquina de una plaza, donde abordó un minibús con pasajeros. Puso el cañón del
arma en la sien del conductor y lo obligó a imprimir velocidad hacia la
Terminal de autobuses.
El conductor se detuvo ante la luz roja del semáforo.
Avistó a un agente de tránsito a través de la ventanilla abierta y se dio modos
para pasarle la voz de alarma, advirtiéndole que estaba conduciendo bajo
amenaza.
El agente de tránsito se acercó a la ventanilla para ver
qué estaba sucediendo en la cabina, pero el Reo le colocó la pistola entre los
ojos y le disparó, ¡bang! ¡bang!, despachándolo al otro lado de la vida. El
conductor, al constatar que el agente de tránsito fue asesinado en vía pública,
no tuvo más alternativa que seguir conduciendo a punta de pistola.
Cuando llegaron a las proximidades de la Terminal, el Reo
se bajó de la movilidad, no sin antes advertirle al conductor:
–¡Si me sigues, te mato! ¡Ya sabes que estoy armado,
carajo!
El Reo reinició la fuga y los pasajeros estallaron en
gritos:
–¡Está escapando! ¡Deténganlo!... ¡Está huyendo!
¡Agárrenlo!...
Un policía de civil, que estaba parado en la puerta de la
Terminal, fue alertado por los gritos y se puso en acción.
El Reo redobló el
ritmo de sus pasos y, a una cuadra más adelante, se tropezó en la tapa de una
boca de tormenta, precipitándose contra el suelo. El policía lo alcanzó a
zancadas y se plantó delante de sus ojos, se identificó enseñándole su
credencial y le dijo que estaba detenido; pero el Reo, sin darse por rendido,
se tendió de espaldas, alzó la mano con el arma y le plantó dos tiros, uno en
el pecho y otro en el brazo derecho.
El policía, desangrándose profusamente, se desvaneció y
se dejó caer de costado. El Reo se levantó y siguió corriendo pistola en mano.
Nadie lo detuvo en el trayecto, hasta que llegó a su destino. Miró en derredor
y se metió en la casa pintada de verde, cruzó un patio de grava y se dirigió
hacia una habitación de techo bajo y paredes agrietadas, empujó la puerta
entreabierta y en su interior, para la gran sorpresa del Reo, lo estaba
aguardando su examigo y socio, a quien le había quitado la vida disparándole a
traición
–¿Eres tú? –le dijo, sin comprender cómo podía seguir con
vida.
–Sí –contestó–. Soy el mismo a quien le disparaste por la
espalda, a traición, ¿recuerdas?
El Reo retrocedió la película de su memoria y recordó el
incidente por unos segundos. Luego preguntó:
–Y ahora, ¿qué quieres?, ¿a qué has venido?
–¡A vengar mi muerte!
El Reo reaccionó de súbito, le apuntó con la pistola y
apretó el gatillo, se oyó el golpe del martillo percutor, pero no el estampido del disparo, ya que los seis proyectiles de la pistola
los descargó mientras se daba a la fuga.
–¿Así que no te quedan balas? –preguntó el fantasma de su
examigo y socio, riéndose con satisfacción y sarcasmo.
El Reo no contestó, volvió la espalda e intentó salir del
cuarto, pero el fantasma de su examigo y socio, que retornó desde el otro lado
de la vida, armado con un revólver Magnum, lanzó una ronca carcajada y le
plantó seis plomos en el cuerpo, mientras le recordaba el conocido refrán: ¡Quien ríe último, ríe mejor!…


martes, 30 de abril de 2019

