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lunes, 5 de febrero de 2024

EL CONDE ALQUIMISTA Y CAZADOR

Un terrible suceso marcó la vida del Conde. Cuando apenas tenía nueve años, en una actividad de cacería en el monte, vio desangrarse a su padre, quien, no acostumbrado a llevar como compañía a perros de caza, fue mortalmente atacado por una enorme bestia, parecida a un jabalí, que le clavó los colmillos en el pecho y le arrancó a mordiscos el corazón.

Mientras el padre se desangraba entre estertores de agonía, el niño, luego de espantar a la bestia arrojándole piedras y emanando lacerantes gritos, se le acercó a paso ligero, se postró de rodillas y vio como agonizaba su padre, cubriéndose con las manos el hueco que quedó en su pecho.

El niño nada pudo hacer por él, salvo expresarle palabras de dolor y consuelo, repitiéndole que lo quería mucho y prometiéndole que algún día vengaría su muerte, atrapando a la bestia y dándole una muerte como jamás se vio en una faena de cacería.

Cuando su padre cerró los ojos por última vez, el niño se mordió los labios y una lluvia reprimida de lágrimas brotó por sus ojos y llegó a sollozar amargamente ante el cadáver, sintiendo que todo había acabado ese día, que la vida sin su padre no tenía ningún sentido, que no querría dormir ni comer. Todo había terminado ese funesto día, ¡todo!

No había duda, la visión del brotamiento de sangre, más la impactante escena de la muerte de su progenitor, lo persiguió al Conde a lo largo de su vida, como el mayor trauma originado en su infancia. Además, mientras más transcurría el tiempo, mayor era el odio que sentía contra las bestias salvajes y mayor su obsesión por ver brotar la sangre de un cuerpo y de un palpitante corazón.

Durante su adolescencia y juventud, con la misma escopeta, calibre 12, y la misma daga de caza, con hoja de acero y mango de cuero, que solía usar su padre, había dado muerte a varios animales salvajes. Su obsesión por la sangre no desapareció de su mente, ni cuando conoció a la mujer que conquistó sus sentimientos en una fiesta de gala, donde él asistió sentado en una carroza tirada por cuatro caballos.

Ella quedó maravillada por la atractiva elegancia y sorprendente belleza del Conde, vestido a la usanza de los hombres de la aristocracia de otros tiempos. Su bastón con cabezal marmolado, su sombrero de copa y su capa de tres cuartos, hacían juego con su negra barba de azulados reflejos, dándole una singular presencia ante su atenta mirada de mujer acostumbrada al garbo y la gallardía de los hombres capaces de penetrar en el corazón y el pensamiento de una mujer de gustos extremos respecto a las características que debía poseer un hombre.

Esa misma noche, después de entablar una conversación amena e iniciar una relación de atracción mutua en la pista de baile, se montaron en la carroza que los estaba esperando fuera del local y se fueron en dirección a la mansión del Conde, ubicada en las afueras de un pueblo de reminiscencias medievales. Ella estaba impresionada por el poder económico que ostentaba su reciente conquista, quien era siempre bien recibido por la servidumbre, a cualquier hora del día o de la noche.

Cuando contrajeron matrimonio, ella comprendió que una de sus ocupaciones de su esposo era salir de caza al monte y carnear a los animales untándose con sangre el cuerpo entero, pero lo que nunca llegó a saber es que este hombre de aspecto elegante y conducta desmesuradamente reservada, era un extraño místico etílico, que se entregó a la alquimia en un intento por encontrar el modo de fabricar oro, mediante experimentos que empezaban en su laboratorio, ubicado en los sótanos de la mansión, y terminaba en la bodega, donde bebía cinco litros diarios de un añejo vino de 22 grados.

No pocas veces, para alcanzar su objetivo y sin apenas dormir, se rodeó de brujos, nigromantes, videntes y adoradores del diablo, que no eran otra cosa que un grupo de embaucadores que le hacían creer que por prácticas de esoterismo y magia negra, más que por sus experimentos de alquimia, lograría llenar sus arcas con el preciado metal, que carecía de olor pero que tenía el color parecido al excremento.

Al cabo de cierto tiempo, se dio cuenta que su sueño de fabricar oro no se hacía realidad; por el contrario, los embaucadores le costaban una fortuna que lo iban arruinando más y más, hasta que, desengañado y desvariado por su excesivo consumo de alcohol, despidió a la gran mayoría de quienes se consideraban sus leales y sabios colaboradores.

Los pocos que quedaron a su mando, sobre todo los brujos y adoradores de las fuerzas malignas, no tardaron en persuadirlo que solo con la ayuda del Diablo podía conseguir el oro que anhelaba. Él no estaba del todo convencido, pero optó por seguir sus consejos, con la esperanza de que un buen día el dorado metal se le apareciera a manos llenas.

Una noche, mientras dormía en la bodega y luego de haber caído en un tremendo delirium tremens, escuchó voces de ultratumba y tuvo alucinaciones de que se le apareció el Diablo ante sus ojos, como un halo de fuego desvaneciéndose con la misma ilusión fantástica con la que se le apareció en medio de la habitación bañada por la pálida luz de los candelabros.

Él no supo qué hacer. Se mantuvo quieto como una roca y con la respiración contenida. Después se levantó del camastro, abrió la puerta y salió de la bodega como un demente, sosteniéndose apenas sobre los pies. Llamó a uno de los adoradores del Diablo, casi muerto de pánico, y le solicitó que redoblasen los ensalmos y las conjuras para que no se le volviese a aparecer el maligno, sin antes anunciar su presencia, pues las inesperadas visitas no eran de su agrado. Su colaborador le prometió que así lo haría y se retiró de la bodega, que emanaba un inconfundible aroma a madera de roble y uva moscatel, macerado durante meses o años en ese lugar de temperatura templada y oscura, donde las antorchas se encendías solo cuando el Conde se encontraba en su interior, bebiendo hasta caer rendido sobre el camastro y quedarse dormido hasta el amanecer.

Todos los días que el Conde se pasaba bebiendo en la bodega, su mujer se pasaba metida en la alcoba, pero no sola, sino en compañía de otro cazador, que era el amigo y compañero de caza de su marido; una relación de infidelidad del que no se enteró el Conde, quien parecía estar feliz en la bodega, donde se le aparecía el Diablo, pero no el oro. De modo que, más arruinado que antes, despidió a todos sus colaboradores y volvió a dedicarse a una de las grandes pasiones de su vida: la caza.

Al Conde le encantaba matar y carnear al animal en el mismo lugar donde había sido abatido; una acción que le proporcionaba una enorme satisfacción. Es decir, el simple hecho de ver brotar la sangre a borbotones, le causaba un insondable placer, entretanto su presa se retorcía en el suelo, los ojos en blanco y las patas estiradas en el aire.

Así se mantuvo por mucho tiempo, hasta el día en que, ni bien el sol declinaba hacia el ocaso, él mismo sería cazado por otro cazador más veloz y más diestro en manipular y disparar las armas de fuego.

Estaba en medio del monte, un día cualquiera de caza, cuando el Conde escuchó unas pisadas acercándose hacía él. No sabía quién era porque el tupido follaje de unos árboles no le permitía distinguir con nitidez a su perseguidor, quien no tardó en mostrarse de cuerpo entero, con la escopeta en las manos y una extraña expresión en el rostro.

Cuando el Conde lo vio de cerca, le clavó la mirada y, sin entender el porqué de la persecución, exclamó:

-¡Tú! ¿Qué haces aquí?

El amante de su esposa no dijo nada. Se plantó con las piernas abiertas, le apuntó con la escopeta de cañón estriado, presionó el gatillo y le disparó contra el pecho, desplomándolo de espaldas y los brazos en forma de cruz. La bala le penetró por el pecho y le salió estallándole el pulmón derecho. La sangre saltó a chorros y su corazón dejó de latir poco después.

El amante de su esposa miró por todos lados, para asegurarse que no había testigos del crimen, se dio la vuelta y se alejó por el mismo sendero por donde había llegado.

No se trataba de cualquier cazador, sino del amante de su esposa, quien, cada vez que él se marchaba de caza, internándose en el monte de sol a sol, lo engañaba acostándose con el amante en la misma alcoba y en la misma cama, donde él dormía como un tronco después de haberse vaciado dos botellas de añejo vino en la bodega, que era el sitio donde se refugiaba cada vez que le atacaba una fuerte depresión por el trauma que le causó la muerte de su padre, un hombre acaudalado, viudo y sin más herederos que el hijo que ahora yacía muerto en entre los matorrales, lejos de su mansión y de su esposa, como una carroña arrojada a los animales salvajes, que no tardarían en devorárselo entero, sin dejar rastros alguno de su existencia.

Así es como el cazador terminó siendo capturado por otro cazador que, además, se casó con su hermosa esposa y se convirtió en el nuevo heredero de los bienes que atesoraba en la mansión, donde nadie se preocupó por su ausencia. Y si algún vecino o forastero preguntaba dónde estaba el Conde, la viuda se encargaba de responder que el él hizo un pacto con el Diablo y que éste se lo cargó al infierno, sin dar explicaciones ni dejar huellas de este hombre que se dedicó a la alquimia y a cazar animales salvajes, sin advertir que un día lo perdería todo por la traición de una mujer que un día le entregó su amor y que otro día se lo quitó por el amor de otro cazador. 

lunes, 18 de diciembre de 2023

EL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA Y LA CONQUISTA 

DEL IMPERIO INCAICO

I

Cristóbal Colón concibió la idea de viajar a las tierras del Gran Khan y pidió financiamiento de los poderosos, del rey de Portugal, de los ricos de Lisboa y de los reyes católicos de España. El navegante genovés sostenía que podía alcanzarse Las Indias, surcando las aguas  del Océano Atlántico hacia el oeste, y que era posible realizar el viaje con posibilidades de éxito. ¿Y para qué realizar este viaje? Para traer mercancías, en especial especias, oro, seda y otros productos originarios del extremo Oriente.

–Las exigencias de este extranjero, de este desconocido, son disparatadas! –dijeron los reyes y su corte.

Todos le creían loco. Surcar las aguas perdiéndose en el horizonte era ir rumbo al fin del mundo, allí donde reinaban las serpientes de fuego y los monstruos marinos que se tragaban enteros a las naves y sus tripulantes.

Muchos aseveraron que el propósito del navegante genovés era toda una fantasía, la imaginación delirante de un demente; pero este hombre taciturno, de cabellos rubios y ojos como el infinito mar, que no levantaba aspavientos, que no era amigo de largas frases ni de darse importancia, continuó con la idea obsesiva rondándole en la cabeza: la tierra es redonda y por eso el Océano Atlántico es el camino hacia la India, hacia la tierra del Gran Khan, hacia las islas de las especias.

Por fin, después de múltiples gestiones y arduas transacciones en las cortes de la monarquía española, todo estaba a punto de concretizarse, un sueño a punto de realizarse. Finalizado los preparativos y reclutados los tripulantes, los víveres llenaban las bodegas, las armas y la pólvora estaban listas para la defensa y el ataque en caso de ser necesario. Los tripulantes, que lo acompañaban en la expedición, estaban prestos a todo, con la esperanza en el corazón y el sueño de fortuna en la cabeza.

Un día de verano de 1492, colón se embarcó en la carabela llamada Santa María y zarpó del Puerto de Palos, internándose en el misterioso Océano Atlántico, con rumbo hacia el incierto oeste, en busca de la remota Catay, esa región asiática descrita de manera sorprendente en El libro de las maravillas de Marco Polo, donde había animales fabulosos, hombres distintos y riquezas sin cuento.

El mar estaba agitado y el viento hinchaba las velas. Era la primera vez que Colón ponía la proa rumbo a lo desconocido, dispuesto a surcar las aguas de día y de noche, hasta atracar en las costas de un continente, donde les aguardaba la riqueza y la gloria. Solo él sabía que las tierras de la India yacían en Occidente, en la costa de este mar de tempestades y de peligros, aunque los tripulantes de las tres naves, tras haber navegado semana tras semana, no avistaban tierra por ningún lado.

Después de mucho tiempo de estar entre olas altas y bajas, los hombres, que lo acompañaban a bordo de las carabelas, estaban ya cansados de navegar sin reposo. Los tripulantes, a bordo de la Santa María, asaltados por la desesperación y con miedo en medio del tenebroso mar, pensaron que tenían a un loco por capitán.

–¡Colón está loco! –decían unos.

–Donde termina la línea del horizonte no hay nada más; tan sólo el vacío, el fin del mundo –decían otros.

Los viejos marineros, que sabían mucho de las tormentas y de los misterios del Océano, que soñaban con islas fabulosas, con tierras de oro y de milagros, querían creer en Colón, porque cada vez que le oían hablar, en sus ojos se encendían luces de fe y en la mente se les reavivaba luminosas ilusiones de divina esperanza.

Pasaron más de dos meses sin ver tierra, y los más osados, sin paciencia en la mente ni luz en el corazón, se le amotinaron y le dieron un ultimátum. Si no encontraban tierra en los próximos días, le darían muerte, cambiarían el curso de las naves y retornarían a la península.

La expedición no resultó fácil para nadie y durante la misma se dieron amagues y conatos de rebelión, pero Colón logró apaciguar las encendidas emociones, prometiéndoles que pronto alcanzarían las tierras del Imperio del Gran Khan, donde estaban las islas de fábula y los tesoros persiguiéndoles hasta en los sueños.

El jueves 11 de octubre, los tripulantes de la Santa María vieron un junco verde flotando en las aguas. Los de la carabela Pinta divisaron una caña y un palo, y tomaron otro palillo labrado parecido al hierro, un pedazo de caña, una tablilla y otra hierba que crecía en tierra. Los de la carabela Niña vieron también otras señales de tierra, como un palillo cargado de escaramujos.

Cuando el oleaje se alzaba a la altura de la proa y la noche se desgranaba en luceros, apareció en la lejanía un esplendor de islas fosfóricas, parecidas a lumbres o candelillas de cera. Entonces el vigía, Rodrigo de Triana, la voz ronca y zapateando de alegría, exclamó:

–¡Tierra! ¡Tierra!...

Pasadas algunas horas, se mostró la tierra a unas dos leguas marinas. Los tripulantes a bordo de las carabelas, que zarparon del Puerto de Palos de la Frontera, el 3 de agosto de 1492, se movilizaron de un lado a otro, sin comprender que por esa vía señalada por Colón se podía llegar a las Indias Orientales.

Al amanecer del 12 de octubre, apenas comenzó a disiparse la oscuridad, las costas de un continente, desconocido hasta entonces para los europeos, se extendían ante los ojos de los hombres ávidos de riquezas. El viento soplaban aromas de árboles y de flores, y, de pronto, vieron volar, por encima de los mástiles y las velas, una bandada de pájaros que, luego de descender en picada, se zambulleron en las aguas color limón.

Cristóbal Colón, asombrado por las impetuosas voces atropellándose en el aire, se incorporó a tientas entre el estrépito de las olas, el chasquido de las maderas y el murmullo de los vientos que soplaban con furor. Se sujetó del timón, tendió la mirada en dirección al horizonte y divisó, a lo lejos, las islas esmeraldinas de un continente alzándose entre el cielo y el mar, como un ramo de flores amaranto en un torbellino de mariposas. Se llevó la mano al pecho, exhaló suspiros lacónicos y pensó que, después de tantas adversidades y confrontaciones, se aproximaba a la fabulosa isla de Cipango y no a las costas de otro territorio donde también abundaba el oro.

Colón llegaba a un continente no registrado en las cartografías, sin saber que su travesía por alta mar echaba por la borda la teoría de que la tierra era plana como un panqueque y que los océanos terminaban en abismos habitados por monstruos capaces de engullirse a las naves como barquitos de papel.

Mientras el oleaje rompía con el silencio agazapado en la isla Guanahani, en el archipiélago de las Bahamas, las tres carabelas, que parecían cáscaras de nuez mecidas por las aguas, se aproximaron a la costa, rompiendo las brumas que flotaban en la atmósfera como velos de gasa.

Cristóbal Colón, poniendo la mano en la empuñadura de la espada, que reflejaba el pecho ceniciento de las gaviotas revoloteando entre las velas, levantó las manos al cielo, mientras su desenvainada espada reflejaba el despuntar del alba y el revoloteo de los alcatraces.

Cuando los tripulantes anclaron en tierra firme, por primera vez en la historia, el hombre blanco marcó sus huellas en la arenilla húmeda del continente cobrizo. Los capitanes de la expedición iban armados de acero y sed de conquista.

Colón, levantando la mirada al cielo, se dejó caer de rodillas para besar la cruz y clavar la bandera real de Castilla. Estaban en una isleta de los lucayos, llamada en lengua originaria Guanahani y que los conquistadores cambiaron el nombre por el de San Salvador.

–¡En nombre de los reyes de España, yo, Cristóbal Colón, Almirante de la Mar Océana, tomo posesión de esta tierra! –exclamó en la lengua de Castilla, con interferencias de otras que se hablaban en la península ibérica.

Después, el hierro y el orgullo se rompieron y todos cayeron de rodillas en la tibia arena de la playa. Se regocijaron y lloraron de emoción. Las lágrimas resbalan por las curtidas mejillas, perdiéndose en las barbas crecidas de los hombres del Viejo Mundo.

Colón estaba ya seguro de que había llegado a Las Indias y no, por equivocación, a las tierras de un continente hasta entonces desconocido para los peninsulares.

Ese mismo día, se vieron rodeados de gente desnuda, como su madre los trajo al mundo. Las mujeres, mozas y de piel bronceada, tenían hermosos cuerpos y hermosos rostros; sus cabellos, cortados en cerquillos y por encima de las cejas, eran gruesos y largos como cola de caballo; tenían la cara y el cuerpo pintados y no llevaban armas ni conocían las espadas, porque cuando las tocaron, impulsados por la curiosidad, se cortaron las manos.

Los habitantes de las nuevas regiones descubiertas se llamaban a sí mismos caribes, palabra que, deformada por los españoles, derivó en caníbal. No obstante, los caribes, en actitud de amistad, les regalaron frutas exóticas, azagayas, papagayos e hilos de algodón en ovillos y otras cosas desconocidas para los navegantes de allende los mares.

En los próximos días, semanas y meses, las carabelas prosiguieron su travesía, navegando entre innumerables islas. Durante su paso por éstas, observaron muchas especies de plantas desconocidas, pero no lograron ver ovejas, ni cabras, ni caballos, ni cerdos, ni ninguna otra bestia conocida en las naciones del Mediterráneo.

Así es como Colón, navegante de todas partes, de todos los hombres y de todos los mares, recorrió otras tierras de las Bahamas, hasta llegar a la isla de Cuba, la perla de las Antillas, y posteriormente a La Española, actual República Dominicana. En las orillas de esta última tierra, el 25 de diciembre de 1492, se hundió la nao capitana, la Santa María

Sin embargo, esta pérdida no importó mucho, lo importante era que había llegado a las Indias de las especias, a las tierras del Gran Khan, navegando por la Mar Océana con destino oeste; una hazaña que lo convirtió en virrey y gobernador general de las Indias al servicio de la Corona de Castilla. Esto incluyó la administración de las colonias en la isla La Española, cuya capital se estableció en Santo Domingo.

La llegada de Colón a América permitió el desarrollo del comercio y el envío hacia Europa de gran cantidad de alimentos que se cultivaban en estas tierras, como el maíz, la patata, el cacao, el tabaco, el pimiento, el zapallo, la calabaza, el tomate, el poroto, el aguacate y la vainilla, entre otros, rápidamente adoptados por los europeos y por el resto del mundo.

Más adelante, el navegante genovés realizó tres expediciones más entre los puertos de España y los paisajes paradisiacos del Caribe, hasta que un día, casi por sorpresa, los reyes católicos de España recibieron la denuncia del pesquisidor Francisco de Bobadilla, quien aseveraba que Colón frecuentemente usaba la tortura y las mutilaciones de los indígenas para gobernar, pero lo que acabaría con la paciencia de la Corona fue el informe de Mosén Margarit en las cortes, donde expuso los desmanes cometidos por Cristóbal Colón, acusado por sus contemporáneos de brutalidad y genocidio. Todo estaba dicho, los reyes católicos ordenaron despojarlo de su capa de terciopelo, destituirlo de su cargo, echarle grilletes a los pies y las manos, expulsarlo de La Española y volverlo al reino de Castilla.

Durante la travesía, el capitán de la nave quería liberarlo, pero Colón se negó: había sido encadenado por orden de los monarcas y solo ellos podían devolverle la libertad. En efecto, se le libertó a su llegada y le fueron devueltas todas sus dignidades, pero no sus poderes ni sus ganancias. Lo dejaron vivir en el más hondo desamparo y al borde de la indigencia, que se lo llevaría a la tumba, luego de un delirio en el que se vio por última vez entre paisajes paradisiacos, donde las exóticas frutas y las fabulosas riquezas estaban al alcance de la mano.

El Almirante Mayor de la Mar Océana, enfermo y mentalmente exhausto, ignorado por el Rey y sus compañeros de hazañas, murió en Valladolid el 20 de mayo de 1506, presumiblemente por complicaciones derivadas de una gota o una artritis padecida durante años. Lo peor fue que murió sin saber que sus travesías por alta mar lo llevaron a clavar la espada desnuda y la bandera real en un continente ubicado al otro lado del Océano Atlántico, en un continente que hoy no lleva su nombre ni su gloria.

II

No habían transcurrido siete años desde su muerte. Pero en España, un joven trujillano llamado Francisco Pizarro, quien en principio era un simple analfabeto criador de cerdos y después un diestro navegante del Atlántico, concibió la idea de conquistar el rico Imperio de los Incas, después de haber acompañado a Vasco Núñez de Balbo en el descubrimiento del Océano Pacífico.

Cuando Pizarro retornó a Panamá, buscó la cooperación de su amigo Diego de Almagro y del canónigo Hernando de Luque, para organizar una expedición hacia el Imperio de los Incas, lugar donde el oro y la plata se reproducían de manera prodigiosa.

–Hay que descubrir, sobre todo, conquistar y colonizar –le dijo–. Descubrir es cuestión de un golpe de suerte, de un azar, como le ocurrió a Colón.

–Sí –contestó Almagro–. Conquistar puede ser una labor de años, de largas y duras empresas, de costosas y encarnizadas luchas.

–Entonces preparemos la empresa de conquista del Imperio de los Incas. Conquistar y colonizar debe ser nuestro objetivo central. Esta infatigable labor requerirá una perfecta organización militar y mucha perseverancia de nuestra parte.

Es así que en 1528, a condición de repartirse equitativamente las ganancias de la empresa, sus naves partieron con el viento por la ruta de los Incas, experimentando raros trastornos en la brújula y el compás.

Un vendaval los arrinconó en el archipiélago de Las Perlas, lugar desde donde avanzaron por el río Virú, con más de un centenar de soldados armados con arcabuces, ballestas, falconetes y cañones. Cruzaron montañas volcánicas e intensas precipitaciones fluviales, hasta llegar a un puerto que lo denominaron del Hambre, por la escasez de recursos en la comarca, con sólo 80 sobrevivientes de toda la tripulación, pues unos perecieron atravesados por un torbellino de flechas, en tanto otros murieron plagados por las enfermedades del trópico, la mordedura de las víboras y la picazón de los insectos esparcidos por doquier.

Al comprobar el fracaso de la empresa, sin tener qué beber ni comer, decidieron que una parte de los soldados, al mando de Almagro, retornase en busca de auxilio a Panamá, mientras Pizarro, junto a los hombres febriles y exhaustos, esperaría el retorno de la tripulación en la isla del Gallo.

Una mañana, cuando el cielo estaba despejado y las aguas de los ríos se golpeaban en las piedras de la montaña, Pizarro fue deslumbrado por dos embarcaciones que, con las velas arriadas y las banderas desplegadas, llegaban desde el norte en su auxilio.

A poco de que los soldados descendieron en tropel, quitándose las armaduras y desparramando cascos y espadas, se zambulleron como peces en el agua, mientras el emisario del gobernador de Panamá,  con una voz que se confundía con el trino de los pájaros, le dijo:

–Vengo con órdenes de recoger a los expedicionarios y volverlos a Panamá.

Entonces Pizarro desenvainó su espada con un relámpago de furia, hizo un surco viboreante sobre la arena y, señalando hacia el Sur con el filo resplandeciente de su templado acero, dijo:

–Por aquí se va al Perú a ser ricos –dijo y, dirigiendo su espada hacia el Norte, agregó–: Y por allí se va a Panamá a ser pobres.

Por un instante se hizo silencio. Después envainó su espada y sólo algunos hombres, ya enfundados en sus pesadas armaduras, cruzaron el surco y subieron a las lanchas para proseguir su camino rumbo al Sur.

Tras veinte días de fatigosa navegación desembarcaron en una población indígena, donde los invasores, de rostros blancos y barbados, fueron recibidos pacíficamente por unos indios cuyas cabelleras sombrías que se confundían con las crines de los caballos. Aquí, en esta misma población, los conquistadores se anoticiaron de que en la capital del Imperio, gobernado por un Inca de linaje divino, había más oro en la tierra que leña en el monte. Metal precioso que el monarca usaba para adornar su cuerpo y los templos sagrados, creyendo que las pepitas de oro eran las lágrimas del Sol y los hilos de plata los cabellos de la luna.

Un día, reunidos los tres principales conquistadores, quienes escondían el puñal de la traición para la espalda del asociado, resolvieron que Pizarro viajase a España a entrevistarse con el rey Carlos V, quien, a poco de recibirlo en su castillo, le nombró Capitán General y gobernador de las poblaciones que conquistase, a Almagro le concedió el título de Adelantado y a Hernando de Luque le designó Obispo, oficio que nunca llegó a ejercer porque la muerte lo encontró en el camino.

Dos años más tarde, cuando la pureza del cielo andaluz estaba más diáfana que las aguas y el sol bañaba las cúpulas de las catedrales, las depresiones del hermoso Guadalquivir y el laberinto de las calles y plazuelas, Pizarro se embarcó por última vez rumbo al ocaso, acompañado por sus cuatro hermanos y por más de un centenar de soldados capaces de partir una mosca con la espada o la ballesta.

Las olas espumosas los arreó primero a Panamá y después al puerto de Paita, donde apenas  desembarcaron con rumor de acero, empujando cañones y tirando caballos, recibieron al mensajero de Huáscar, quien sostenía una lucha despiadada contra su hermano Atahuallpa.

El chasqui, que corrió como venado desde el Cusco, tenía los pies llagados, los ojos agobiados, los labios agrietados y la frente perlada por el sudor.

Pizarro no lo perdió de vista desde cuando apareció como un punto borroso en la lejanía, desde cuando emergió del otro lado de la montaña, tras la que se precipitaba el sol.

A medida que el chasqui se aproximó hasta el sitio donde estaba el jefe de los conquistadores, la sangre le burbujeó en las venas y los músculos se le aflojaron como hebras de lana. Pizarro se limitó a contemplar el oro reluciéndole en ese cuerpo que parecía hecho de piedra y de sudor.

–Pregúntale a este indio, quién es y qué quiere –le dijo Almagro a Felipillo, el indígena que aprendió a traducir la lengua oficial del Imperio a un mal castellano.

El chasqui, sintiéndose aludido por la voz pausada de Almagro, irguió la cabeza con gran esfuerzo y, escrutándole como por entre medio de telarañas pegadas a sus párpados, transmitió el mensaje que le encomendó su soberano:

–El Inca Huáscar, legítimo heredero de Huayna Cápac, necesita vuestra ayuda en la cruenta batalla que libra contra su hermano Atahuallpa, quien quiere usurpar el trono por las buenas o por las malas...

Cuando el chasqui exhaló el último suspiro de vida y cayó con la cara aplastada contra el suelo, los conquistadores le despojaron el oro del cuerpo 

Los conquistadores, enterados de la guerra entre hermanos enemigos, pensaron tomar parte en la contienda y aprovecharse de los beneficios.

Derrotado y hecho prisionero Huáscar, Pizarro fue invitado por Atahuallpa a celebrar una entrevista en Cajamarca, donde asistió convencido de que el Inca disponía de un ejército de jóvenes y diestros guerreros, y mucho más superior en número. De modo que, para evitar cualquier percance, ideó un audaz golpe de mano, cuyo objetivo era capturar al Inca ante la presencia de ambos ejércitos.

En 1532 una expedición española al mando de Francisco Pizarro desembarcó en Tumbes para dirigirse a Cajamarca y sostener un encuentro con Atahuallpa, el emperador de los Incas. Pizarro se embarcó desde Panamá en plan de conquista, anoticiado de que en las tierras del Imperio Incaico encontrarían fabulosos tesoros y un sistema socioeconómico diferente al ofrecido por las monarquías del Viejo Mundo.

En el incario se creía que el soberano descendía del dios Sol. Aunque se reservaban para él las mujeres más bellas del reino, el sucesor debía ser un hijo engendrado en su propia hermana, para mantener su linaje divino. El inca tenía toda una corte a su servicio, sus ropas se confeccionaban con las lanas más finas, sobre todo de vicuñas o alpacas, Cuando viajaba por los territorios del Tahuantinsuyo, lo hacía en andas, acarreado por porteadores escogidos. El sistema estatal era rígido y centralizado. Las tierras pertenecían a la comunidad o ayllu, y se repartían entre las familias según su condición social y sus necesidades. Las cosechas quedaban a libre disposición de la familia y dependían del trabajo invertido en las tareas agrícolas. El trabajo de enfermos y ancianos era asumido por todos los miembros de la comunidad.

El 15 de noviembre, los españoles ocuparon Cajamarca, entonces Pizarro envió una invitación al Inca para que visite el campamento español. Al día siguiente, Atahuallpa, rodeado de numeroso séquito, entró en la ciudad y marchó hacia la plaza que se encontraba vacía

A poco de que el poncho de la noche cayó sobre Cajamarca, los conquistadores, encubiertos por la oscuridad salpicada por las luciérnagas, escondieron la caballería y la artillería detrás de los muros que afianzaban el peso descomunal de la noche.

Al día siguiente, cuando la alborada se hizo más transparente que un cristal y más límpido que un diamante, apareció un tumulto de hombres acompañándole al Inca y entonando canticos de guerra. Pizarro, alarmado por la muchedumbre que avanzaba hacia la plaza cubierta de grava, se ajustó las correas de su coraza y desenvainó su espada más temida que la ley.

En el verano de 1433, en Cajamarca, la procesión llegó a la plaza. El Inca, de estatura mediana, de semblante grave e imberbe, era cargado por cuatro jóvenes guerreros que levantaban las andas por encima de sus hombros descubiertos y limpios de todo pelo.

Las andas tenían ornamentos de metales preciosos, más un asiento dorado, protegido por un dosel pavoneado con vistosas plumas de aves tropicales. El Inca lucía un poncho en forma de túnica y un cetro simbolizando el poder que le concedió su linaje divino, en los pies calzaba sandalias tejidas por sus mujeres (ñustas) escogidas, en sus muñecas brazaletes de piedras preciosas, en sus orejas grandes poleas de oro fino y en la cabeza un diadema de piedras preciosas. Detrás de él, que era abanicado por dos pajes, avanzaba su séquito y su ejército de guerreros.

Bajo la caída vertical del sol y ante los ojos atónitos de ambos ejércitos, los dos jefes se miraron frente a frente, apenas separados por unos metros de distancia. En los ojos del Inca se encendieron llamaradas de tragedia y en el pecho del conquistador se escucharon campanazos de victoria.

Los conquistadores, enfundados en armaduras de hierro y montados a caballo, tomaron contacto con los indígenas a través del indio llamado Felipillo, quien sirvió de puente entre dos culturas, entre los conquistadores y los habitantes del Imperio de los Incas.

El fraile dominico Vicente Valverde salió al encuentro de Atahuallpa. Portaba una Biblia en una mano y un crucifijo en la otra. El encuentro entre el fraile y el Inca se dio en medio de venias y rituales.

–Hemos llegado a vuestro Imperio por el designio de nuestro Señor creador del cielo y de la tierra, y en nombre del rey de España, quien está amparado por el pontífice Papa de Roma, fiel servidor de Dios –le dijo el capellán Valverde, inclinando la cabeza con suma reverencia

A lo que contestó Atahuallpa, con voz serena….

–Ese Papa tiene que estar loco, para querer arrasar un Imperio y someterlo al dominio de otro.

Francisco Pizarro, al ver los gestos y los movimientos de las manos de Atahuallpa, interpretó que el Inca estaba molesto, no aceptaba someterse a rey alguno, ni quiso oír hablar de un Señor más poderoso que él, ni obedecer a un Papa, quien repartía entre los cristianos lo que no era suyo. A ratos, cuando el Inca levantaba la mirada hacia arriba, creía entender que él prefería como dioses al Sol y la luna, como quien pone en duda de que el Dios de los cristianos hubiese creado realmente el mundo.

Valverde, confundido por los gestos y las réplicas del Inca, le alcanzó la Biblia casi temblando y, tartamudeando, le dijo:

–Nuestro Señor, Todopoderoso, es mucho más importante que el sol y la luna, el trueno y la lluvia...

Seguidamente, teniendo a Felipillo de intérprete, le exhortó abjure de su idolatría y se convierta a la fe católica, aceptando ser vasallo del emperador Carlos I y del Papa, quienes ya habían concedido a los españoles el dominio del Imperio de los Incas. Le dijo que venía por orden de su jefe a explicarles los misterios de la verdadera fe cristiana. Le habló de los misterios de la creación del mundo, de la Trinidad, de la encarnación, de la pasión y muerte de Jesucristo, de su resurrección y ascensión.

Después de haber desarrollado esta doctrina, mal interpretada por Felipillo, exhortó a Atahuallpa a abrazar la religión cristiana, a reconocer la autoridad suprema del Papa, rendir vasallaje al rey de España y a reconocerlo como a único Señor legítimo.

–No quiero ser tributario de ningún hombre –dijo Atahualpa–. Yo soy más poderoso que ningún príncipe de la tierra. El otro puede ser grande, no lo dudo, pues veo que ha enviado a sus vasallos desde tan lejos; y, por lo mismo, quiero ser su amigo. Si vuestro Dios fue muerto por los mismos hombres que había creado, el mío vive y desde allí, desde las alturas, vela sobre sus hijos.

Atahuallpa, con la Biblia en las manos, comprobó que el objeto no brillaba ni sonaba. Después se lo llevó al oído, esperó un instante y, como no oyó nada, dijo:

–Esto que me enseñas aquí no habla ni me dice nada.

Le clavó la mirada al fraile Valverde y, mientras el sol se hundía a lo lejos, arrojó el libro al suelo. Luego mascullando palabras ininteligibles y escrutó los celajes del cielo, como invocando a los dioses del Imperio.

El fraile, con voz trémula por la furia, vociferó:

–¡Los Evangelios en tierra; venganza cristianos! ¡Venid, cristianos, el perro se resiste a nuestro Dios! ¡A ellos que no quieren nuestra amistad ni nuestra ley!. 

El fraile estaba indignado por la herejía del Inca. Levantó la Biblia y se volvió en dirección a Pizarro, quien impartió órdenes de abrir fuego. Fue entonces cuando los españoles irrumpieron la plaza con disparos de arcabuces y falconetes. El estampido de los cañones hizo vibrar la tierra y los relinchos de las bestias rompieron los gritos en pedazos.

El fulgor de acero de las nobles espadas se tiñó de sangre y los rayos mortíferos de las armas de fuego impactaron en las paredes, y los jinetes, sembrando el pánico y la muerte, galoparon montados a lomo de caballos guarnecidos con arreos de guerra.

El Inca Atahuallpa, a los escasos minutos de haberse iniciado la batalla bajo el estridor de las trompetas y el redoble de los tambores, se abatió junto a sus andas fundidas por el fuego que incendió la furia de la conquista. El Inca, en medio de la matanza, que dejaba decenas de muertos y heridos en la plaza, salió ileso gracias a la oportuna protección que le diera Pizarro.

Atahuallpa, derrotado y hecho prisionero, fue conducido hacia uno de los recintos de la población que apestaba a pólvora y carne quemada. Muy pronto los temores de los españoles quedarían confirmados, ya que Atahuallpa, desde su prisión, había ordenado la muerte de su hermano Huáscar, quien era el legítimo heredero del Imperio Inca que gobernó su padre Huayna Cápac.

El prisionero, informado de que la codicia era el motor principal que guiaba a los conquistadores, ofreció a los españoles un cuarto lleno de oro y otro de plata. Se paró sobre la punta de sus sandalias y extendió el brazo lo más alto que pudo. Acto seguido, volteó la mirada y, dirigiéndose a Pizarro, dijo:

–Llenaré esta habitación de oro y dos de plata, hasta la altura señalada por el dedo de mi mano, si acaso prometes dejarme en libertad...

Como los conquistadores sabían que todo lo que había debajo del sol le pertenecía al Inca, no vacilaron en aceptar la magnitud de la oferta.

Entonces Atahuallpa mandó a buscar el tesoro que había en sus palacios y dio órdenes de matar a su hermano Huáscar, quien llevaba ya varios días comiendo puñados de tierra.

A lo largo de tres meses, la habitación donde permanecía arrestado, fue colmado con utensilios de oro y plata, que costó el dolor y el sacrifico a varias generaciones, las que forjaron sobre sus cenizas el rico Imperio de los hijos del Sol. Pero ni aun así pudo recobrar su libertad ni salvarse de la muerte.

Los conquistadores, hechizados por tanta fortuna tirada ante sus pies, empezaron levantando la plata a manos llenas y terminaron matándose por el oro.

Se cuenta que al principio de su encierro, Atahuallpa no quiso ver a nadie, se sentía muy avergonzado y dijo:

–No quiero que las almas de mis guerreros caídos contemplen la humillación del Inca...

También se cuenta que en su largo encierro, Atahuallpa había hecho amistad con algunos de sus captores, principalmente con el capitán Hernando de Soto, quienes le enseñaron a jugar ajedrez y a los dados. También le permitieron a sus más queridas esposas unirse a él, y la visita de sus leales. Muy pronto, Pizarro comprendió que Atahuallpa, aún privado de su libertad, seguía manteniendo plena autoridad dentro de su Imperio, seguía siendo para sus súbditos el hijo del Sol, el divino emperador.

Los dos socios de la conquista, a poco de tomar posesión de las riquezas, utilizaron el chantaje contra el Inca: le negaron la libertad y hasta pensaron en lo peor.

–¿Qué hacer con el prisionero? –se preguntaron Pizarro y Almagro.

Atahuallpa fue sacado del recinto donde estaba y fue llevado ante el famoso consejo de veinticuatro jueces. Los jueces deliberaron a voz baja, entre silencios entrecortados por voces. y se impuso a Atahuallpa la pena de muerte por trece votos contra once.

En ese instante, Pizarro comprendió que la causa de Atahuallpa estaba perdida. Dios y el Rey habían hablado. El veredicto anunciado fue la muerte por estrangulación, seguido de la incineración de su cuerpo.

Francisco Pizarro le transmitió el mensaje al Inca. Le dijo que le juzgaron de ser el responsable de la muerte de su hermano Huáscar y, finalmente, le condenaron a morir en la hoguera.

El Inca se agarró la cabeza y exclamó:

–¡No me hagan burlas! ¿Qué hice yo para merecer la muerte?

Francisco Pizarro le explicó que, según las actas del juicio, lo condenaban por parricidio, idolatría, poligamia y conspiración contra los españoles.

El Inca bajó la cabeza y murmuró en silencio.

Pizarro le puso la mano sobre el hombro y, mirándole a los ojos, le dijo:

–Si no quieres morir quemado, será mejor convertirte al cristianismo, así podrás morir estrangulado.

–Así es –intervino el fraile Valverde–. Acepta ser bautizado y, en vez de ser quemado, serás estrangulado.

El Inca aceptó la propuesta, se convirtió al cristianismo y besó la cruz, pero estaba desilusionado por la decisión asumida por sus captores.

–Yo les he llenado de un cuarto de oro y otro de plata, y ustedes no están cumpliendo su palabra –le dijo a Pizarro. Le miró con los ojos inundados en lágrimas y agregó–: ¿Qué hemos hecho, yo y todos los míos para merecer este destino?

Pizarro muy afectado, se alejó del Inca, incapaz de entender el llamado de piedad de aquel que antes era venerado como el rey de reyes.

Dos horas más tarde, el Inca fue llevado con cadenas en los pies y las manos a la plaza de Cajamarca, en la que nueve meses antes apareció vestido de oro y plata.

Los súbditos del Inca, al ver esto, gritaron desesperados, pero él les ignoró. Levantó los ojos hacia la franja rocosa de su Imperio por última vez, cuando ya detrás de aquélla el sol acababa de desaparecer.

Caminó hacia el patíbulo, en mitad de la plaza, donde se levantó una alta pira para quemar al condenado. Allí mismo instalaron las maderas de la pena por garrote. Los verdugos le acercaron al poste, Atahuallpa miró fijamente a Pizarro, mientras los verdugos jalaban la cuerda; de los ojos abiertos de Atahuallpa caían gotas de lágrimas como si rechazase la muerte. Se sentó en una burda silla de madera y el torniquete de hierro le partió la nuca.

Era el 29 de agosto de 1533. Muchos quechuas gritaban de desesperación y muchos se ahorcaron, otros se lanzaron desde las rocas al precipicio. Las mujeres se ahorcaron con sus propios cabellos. En el cuarto del muerto los favoritos del Rey llamaron por su nombre y buscaron entre las cuatro esquinas y gritando y gritando se quitaron la vida.

Cuando los súbditos se enteraron de que el hijo del Sol fue ejecutado por sus enemigos, quienes tenían palabras falsas en la lengua y corazones despiadados debajo de sus armaduras, todo el Imperio se cubrió de luto. Con la ejecución del Inca, el vasto Imperio del Tahuantinsuyo cayó a merced de los conquistadores.

Las concubinas del Inca se arrojaron de las peñas y se ahorcaron con sus propias manos no sólo porque sabían  que el manejo de la brújula, las armas de fuego, el papel, la cruz y espada, implicaba el dominio de unos pueblos sobre otros, sino también porque estaban en el deber de acompañar al Inca incluso en el más allá.

Mientras las últimas escaramuzas eran ahogadas por la sangre, el huérfano de Extremadura, que bebió leche de puerca para sobrevivir, hizo su triunfal ingreso en el Cusco, taconeando en el empedrado de la fortaleza incásica.

En el cielo volaba una bandada de nubes, en el monte se oía el siseo de las víboras y en los árboles el trino de los pájaros, semejante al grito de los niños.

Y justo cuando los truenos celebraran el triunfo de nuevo emperador, llegó por las aguas del Pacífico Pedro de Alvarado, con la intención de disputarle la conquista del Perú a Francisco Pizarro, quien, con la mente dominada por el resplandor del oro y bebiendo la chicha de maíz que las indias fermentaron en el cielo de la boca, colmó la ambición del gobernador de Guatemala, entregándole lingotes de oro y tejos de plata.

Dos años después de consumada la conquista del Imperio Incaico, algunos aventureros al mando de Pizarro se marcharon a fundar la bella ciudad de los reyes (Lima), al lado del río Rímac, y Almagro se lanzó a conquistar la tierra de los araucanos.

A medida que transcurrió el tiempo entre la sangre y el fuego, la rivalidad de los capitanes de la conquista desembocó en una cruenta batalla, en la que los almagristas, poco después de retornar de las tierras estériles de Chile, se apoderaron del Cusco y tomaron como a rehenes a Gonzalo y Fernando Pizarro.

El primero logró huir de los grilletes de la muerte, y el segundo, a poco de ser liberado por un mal arbitraje, abatió a sus enemigos en la batalla de Las Salinas, y al tuerto de Almagro, a poco de haberlo hecho arrastrar las cadenas chirriantes de la discordia, lo ejecutó sin contemplaciones bajo el brillo plateado de la luna.

Los aires de venganza no tardaron en florecer en el espíritu de las huestes de Almagro, quienes en julio de 1541, convencidos de que Francisco Pizarro no era ya capaz de blandir la espada ni montar a caballo, le atravesaron el corazón con un sable cuyo lomo resplandecía como el sol.

El porquerizo Francisco Pizarro se convirtió en el más grande de los conquistadores de todos los tiempos. Con una fuerza de 183 hombres capturó el Imperio Incaico, que abarcaba 350.000 millas cuadradas y contaba con unos 12 millones de habitantes. Pero conquistó más de lo que podía gobernar. A la edad de 66 años fue asesinado en un complot cuyos conspiradores no habían recibido de él las bicocas políticas ambicionadas. En el palacio no se oyó más que una leve exhalación, poco antes de que su cuerpo se desplomara sobre el charco de sangre que crecía a su alrededor.

Estocolmo, invierno de 1984.

lunes, 7 de febrero de 2022

LA FUGA DEL REO

Todos lo conocían por el sobrenombre de Reo, debido a los tantos delitos que cometió y a las tantas veces que estuvo en la cárcel. La última vez que salió en libertad, se volvió a juntar con su amigo y socio, para delinquir en las calles comerciales de la ciudad. Todo marchaba bien, hasta que una desavenencia de cómo debían distribuirse el botín logrado en el asalto a una joyería, más una acalorada discusión en la que su amigo y socio le faltó al respeto, llamándolo hijo de puta y maricón, los convirtió en rivales y los separó en el camino del delito.

El Reo no dudó en cobrarse la revancha por los insultos que mellaron su autoestima. Entonces puso en marcha un siniestro plan: lo llamó por teléfono y le propuso una reunión en el mismo cuarto ubicado cerca de la Terminal de autobuses, donde se escondían cada vez que perpetraban un asalto o se sentían perseguidos por la policía.

Los dos arribaron a la casa, casi al mismo tiempo. No se saludaron ni se miraron, abrieron el candado de la puerta y entraron en el cuarto.

–Qué bueno que hayas venido –le dijo el Reo, acomodándose en una silla.

–¿Para qué querías verme? –preguntó el otro.

–Para poner fin a nuestras diferencias –contestó.

Se abrió un breve silencio. El examigo y socio del Reo se puso de cuclillas para amarrarse el cordón del zapato, sin sospechar que su vida corría peligro.

El Reo aprovechó la imprudencia de su examigo, se levantó sigilosamente de la silla, sacó la pistola del cinto, lo abordó por atrás y, apuntándole con el arma en la nuca, ordenó:

–¡Levántate con calma y las manos en alto!

Su examigo cumplió la orden sin reaccionar ni cuestionar.

–Ahora camina y ponte con la cara a la pared.

Su examigo, con las manos en alto y la mirada contra la pared, le preguntó dubitativo:

–¿Qué piensas hacer?

El Reo se rio a modo de empezar su revancha y concluyó su plan vaciando el cargador del arma en la humanidad de quien fuera su amigo y socio. Limpió la sangre, metió el cuerpo en una bolsa de yute y esperó la noche para trasladarlo hasta las quebradas de Llojeta, donde se deshizo del bulto, con la intención de que nadie sospechara de quién o quiénes estaban implicados en el homicidio.

No obstante, la policía estaba ya detrás de sus talones y no demoró en dar con el Reo, un joven vinculado a los bajos fondos y con amplio prontuario delictivo, quien admitió su culpabilidad desde el primer instante en que fue aprehendido en el cuarto interior de una vivienda ubicada a dos cuadras de la Terminal de autobuses, donde él y su examigo planificaban sus asaltos a mano armada y se distribuían los sobrecitos de cocaína para revenderlos en la calle.

Días después, el Reo fue transportado al edificio de la fiscalía, donde debía prestar sus declaraciones. Cuando todo estaba listo para empezar la audiencia, en una sala llena de personas interesadas en el caso, el Reo se abalanzó repentinamente encima de su custodio y, tumbándolo contra el piso, le arrebató el arma reglamentaria; una pistola semiautomática, con seis cartuchos almacenados en el cargador de hilera simple. Se incorporó con asombrosa agilidad y, amedrentándolos a todos con la pistola y dándose vueltas sobre sí mismo, exclamó en tono imperativo:

–¡Qué nadie se mueva, carajo! ¡Qué nadie se mueva, o disparo!...

Algunos de los presentes, sentados en la parte posterior de la sala, se agacharon refugiándose detrás de los bancos, al mismo tiempo que el juez cautelar, incluido el abogado defensor del Reo, se tiraron al piso en actitud de defensa.

El Reo salió corriendo de la sala, golpeándose el hombro en el marco de la puerta, y se dio a la fuga con la pistola en mano.

En la planta baja del edificio, apenas descendió a brincos por las gradas de mármol, se topó con un policía, a quien le disparó dos veces en la cabeza, y continuó la escapatoria en dirección a la calle, mientras el policía, malherido y la cabeza sangrante, intentó seguirlo, pero se desplomó sobre la alfombra que había en la puerta de acceso a la fiscalía.

El Reo se escabulló entre los transeúntes, oscilándole los brazos en el aire y hondeándole la negra y larga cabellera. Llegó a la esquina de una plaza, donde abordó un minibús con pasajeros. Puso el cañón del arma en la sien del conductor y lo obligó a imprimir velocidad hacia la Terminal de autobuses.

El conductor se detuvo ante la luz roja del semáforo. Avistó a un agente de tránsito a través de la ventanilla abierta y se dio modos para pasarle la voz de alarma, advirtiéndole que estaba conduciendo bajo amenaza.

El agente de tránsito se acercó a la ventanilla para ver qué estaba sucediendo en la cabina, pero el Reo le colocó la pistola entre los ojos y le disparó, ¡bang! ¡bang!, despachándolo al otro lado de la vida. El conductor, al constatar que el agente de tránsito fue asesinado en vía pública, no tuvo más alternativa que seguir conduciendo a punta de pistola.

Cuando llegaron a las proximidades de la Terminal, el Reo se bajó de la movilidad, no sin antes advertirle al conductor:

–¡Si me sigues, te mato! ¡Ya sabes que estoy armado, carajo!

El Reo reinició la fuga y los pasajeros estallaron en gritos:

–¡Está escapando! ¡Deténganlo!... ¡Está huyendo! ¡Agárrenlo!...

Un policía de civil, que estaba parado en la puerta de la Terminal, fue alertado por los gritos y se puso en acción.

 El Reo redobló el ritmo de sus pasos y, a una cuadra más adelante, se tropezó en la tapa de una boca de tormenta, precipitándose contra el suelo. El policía lo alcanzó a zancadas y se plantó delante de sus ojos, se identificó enseñándole su credencial y le dijo que estaba detenido; pero el Reo, sin darse por rendido, se tendió de espaldas, alzó la mano con el arma y le plantó dos tiros, uno en el pecho y otro en el brazo derecho.

El policía, desangrándose profusamente, se desvaneció y se dejó caer de costado. El Reo se levantó y siguió corriendo pistola en mano. Nadie lo detuvo en el trayecto, hasta que llegó a su destino. Miró en derredor y se metió en la casa pintada de verde, cruzó un patio de grava y se dirigió hacia una habitación de techo bajo y paredes agrietadas, empujó la puerta entreabierta y en su interior, para la gran sorpresa del Reo, lo estaba aguardando su examigo y socio, a quien le había quitado la vida disparándole a traición

–¿Eres tú? –le dijo, sin comprender cómo podía seguir con vida.

–Sí –contestó–. Soy el mismo a quien le disparaste por la espalda, a traición, ¿recuerdas?

El Reo retrocedió la película de su memoria y recordó el incidente por unos segundos. Luego preguntó:

–Y ahora, ¿qué quieres?, ¿a qué has venido?

–¡A vengar mi muerte!

El Reo reaccionó de súbito, le apuntó con la pistola y apretó el gatillo, se oyó el golpe del martillo percutor, pero no el estampido del disparo, ya que los seis proyectiles de la pistola los descargó mientras se daba a la fuga.

–¿Así que no te quedan balas? –preguntó el fantasma de su examigo y socio, riéndose con satisfacción y sarcasmo.

El Reo no contestó, volvió la espalda e intentó salir del cuarto, pero el fantasma de su examigo y socio, que retornó desde el otro lado de la vida, armado con un revólver Magnum, lanzó una ronca carcajada y le plantó seis plomos en el cuerpo, mientras le recordaba el conocido refrán: ¡Quien ríe último, ríe mejor!…

 

martes, 30 de abril de 2019


EL CONDENADO

No hacía mucho que Severino Huanca, hombre de bien y albañil de oficio, había viajado al cantón donde vivían sus padres, como todos los años y en la misma fecha, para cosechar las papas en las chacras que pasaron a ser de su propiedad desde que la Reforma Agraria abolió el sistema latifundista de los terratenientes.

Severino Huanca, aunque era callado y tímido, tenía algunas virtudes que le ganaron el aprecio de los suyos; era padre cariñoso y marido responsable. Desde su infancia, que transcurrió en las serranías pastando ovejas y cabras, nunca dejó de ayudar a sus padres en la siembra y la cosecha de papas; un producto que ellos comercializaban en los mercados campesinos de Llallagua, para así adquirir con el mismo dinero otros productos que ellos necesitaban en el campo.

Poco antes de que Severino Huanca contrajera matrimonio con Angelina Mamani, una moza de un cantón aledaño, tuvo la suerte de encontrar, mientras cavaba la tierra en lo que antes fue el patio de una casa de hacienda, una caja llena de monedas de oro y plata. Se quedó maravillado ante tan sorpresivo hallazgo, pero decidió callar y mantener el secreto hasta cuando fuese necesario. Volvió a esconder el cajón bajo tierra y dejó que su vida siguiera siendo la misma de siempre.

A poco de su casamiento, Severino Huanca compró con sus ahorros una casita en la zona alta de la población de Llallagua. Allí nacieron sus hijos y allí, en un rincón de un pequeño patio, escondió la caja que años antes halló en la hacienda, sin que nadie lo viera ni lo supiera. Si no dispuso de una sola moneda fue porque él no estaba de acuerdo en que su familia, que era de extracción humilde, se dedicara a derrochar el dinero y a vivir en la opulencia, como lo hacían los hacendados que eran los dueños de las tierras y los pongos hasta mediados del siglo XX.

Así pasaron los años, sosteniendo a la familia con lo poco que ganaba como albañil, hasta la última vez que viajó para ayudar a sus padres en la cosecha de papas. Ese día, que parecía anticipar una inevitable tragedia, llovió de manera torrencial, como si en el cielo se hubiesen reventado diques de contención.

Severino Huanca, de contextura robusta y actitudes nobles, recorrió a pie las pampas y quebradas, protegiéndose de la lluvia con un poncho que Angelina Mamani tejió con cariño y le obsequió como la mejor prueba de su amor. A poco de llegar a la orilla de un caudaloso río, que estaba cerca del cantón donde vivían sus padres, se despojó de sus vestimentas y se dispuso a cruzar el río; tenía las ropas en las manos levantadas por encima de su cabeza y los bultos pesándole sobre las espaldas. Tendió la mirada hacia la otra orilla y se sumergió hasta la cintura, pero apenas pisó en un desnivel, bajo los truenos que rugían amenazantes en las alturas, fue arrastrado por las turbulentas aguas del río.

Desde aquel irreparable incidente, nadie más volvió a verlo ni a saber de él, ni en el cantón de sus padres ni en la población de Llallagua. Desapareció sin dejar rastro alguno, como si el río se lo hubiese tragado disolviéndolo como a un bloque de sal.

Su familia quedó sin ingresos económicos y al borde de la miseria, pues Angelina Mamani, que no sabía de dónde sacar el dinero para dar de comer a sus hijos, se la pasaba rezando al arcángel Barachiel para que no les faltara el pan en la mesa. Su situación iba de mal en peor, hasta el día en que unos vecinos le aseguraron que, alguien parecido a su marido, pasaba y repasaba por la puerta de su casa. Ella, desde luego, no dio créditos a las palabras de sus vecinos, quienes incluso aseveraban que Severino Huanca no estaba muerto sino vivo.

Pasado cierto tiempo, una noche en que caminaba sola, escuchó unos pasos a sus espaldas y una voz llamándola por su nombre. Ella giró sobre el tacón de su zapato y, bajo el chorro de luz del alumbrado público, distinguió a un hombre parecido a su marido. Él se le acercó y, tras esbozar la misma sonrisa con que la conquistó, alcanzó a decirle: Soy Severino, el padre de tus hijos...

Angelina Mamani, impactada por un susto que le heló la sangre, empezó a correr como espantada por el mismísimo demonio, mientras él la perseguía, tropezándose en el empedrado y pidiéndole que se detenga. Ella apresuró los pasos y se metió en su casa, dejando atrás al condenado que, al menos por el tono de su voz y la tierna expresión en su mirada, parecía quererle transmitir algo.

Angelina Mamani, de carácter dócil y profundas convicciones religiosas, estaba espantada de terror y no tuvo otra opción que acudir al templo en busca de consuelo. Cuando le confesó al cura que estaba siendo acosada por el alma en pena de su difunto marido, que se le apareció por detrás la noche en que se recogía a su casa, éste, aferrándose a un crucifijo del tamaño de un candelabro, le dijo que las personas muertas que se manifestaban entre los vivos eran almas del Purgatorio, que pedían rezar por ellas para alcanzar el Paraíso o para encomendarle una misión a un ser querido, sobre todo, si el alma no encontraba descanso por alguna tarea que dejó pendiente o por un deseo que no cumplió en vida.

Angelina Mamani se deshizo entre sollozos y el cura le aconsejó, por si acaso el condenado tuviera oscuras intenciones, llevar siempre en su bolso un jaboncillo, un peine y un espejo, no tanto como amuletos de buena suerte, sino para protegerse contra los espíritus malignos o cuando lo estimara conveniente. En caso de sufrir un nuevo acoso que pusiera en peligro su vida, ella debía sacar los tres objetos de su bolso, uno a uno, y arrojarlos al suelo para mantener a raya al condenado.

Esa misma noche, en que el cielo se cubrió de nubarrones negros y los vientos  zumbaban como lamentos de zampoña, Angelina Mamani se quedó dormida al lado de sus tres hijos y, en lo más profundo del sueño, se vio saliendo de su casa, con la misma pollera y manta que usó el día de su casamiento. En las calles no había transeúntes ni perros que ladren, salvo la figura de un hombre que, como salido de la nada, se le apareció a sus espaldas, caminando al mismo ritmo que ella marcaba los pasos. De pronto, sintió que la temperatura bajó bruscamente y que los pasos de su perseguidor estaban cada vez más cerca. Entonces se detuvo, volteó la cabeza y, a prudente distancia, logró ver a su marido, quien tenía la cabeza gacha y las mismas ropas que se puso el día que partió rumbo al cantón donde vivían sus padres.

Severino Huanca, sin considerar el miedo que su presencia le provocaba a su viuda, siguió avanzando a paso lento pero seguro, con los brazos en cruz, como si quisiera decirle algo, pero Angelina Mamani se asustó tanto que, sin pensar en otra cosa que en sus hijos, echó a correr calle abajo, a gran velocidad, mientras  el condenado la perseguía llamándola por su nombre y suplicándole que se detenga.

A dos cuadras más adelante, con la respiración jadeante y el cuerpo empapado en sudor, recordó los consejos del cura. Sacó de su bolso el jaboncillo y lo arrojó al suelo. Inmediatamente el jaboncillo se transformó en un pantano de superficie lisa, donde el condenado se resbaló una y otra vez, permitiendo que ella siguiera huyendo en dirección a la plaza principal, en cuya esquina estaba el templo de nuestra Señora de la Asunción.

El condenado logró salir del pantano y prosiguió su camino en un intento por alcanzar a su esposa, quien, sin dejar de correr ni pedir auxilio, sacó de su bolso el peine y lo arrojó detrás de sus pasos. El peine se transformó en un bosque lleno de espinas, donde el condenado no sólo se rasgó las ropas y la piel, sino que fue retenido como por una maraña de lanzas en ristre.

Angelina Mamani siguió corriendo por la avenida 10 de Noviembre y el condenado siguió corriendo por detrás de ella, sin dejar de llamarla por su nombre y sin dejar de sortear los obstáculos que encontraba a su paso. Cuando ella cruzó el edificio de la Alcaldía Municipal, la Plaza de Armas y estaba muy cerca del templo, y el condenado estaba a punto de atraparla en la esquina de la Plaza 6 de Agosto, sacó de su bolso el espejo y, sin mirar hacia atrás, lo arrojó por encima de su cabeza. El espejo se hizo añicos contra el suelo y se transformó en una profunda laguna, donde el condenado se hundió como en un pozo sin fondo.

Angelina Mamani se metió en el templo de puertas abiertas, se persignó tres veces y  lanzó un suspiro de alivio, secándose el sudor que le chorreaba por la frente. Por fin estoy a salvo, Dios mío, se dijo, mientras avanzaba en dirección al altar, donde destacaba la imagen de la Virgen de la Asunción.

Al nacer el día, fue despertada de su letargo por los lloriqueos de su hijo menor y se dio cuenta de que todo lo que acababa de experimentar en cuerpo y alma no era más que un sueño, un angustioso sueño que prefirió echarlo al olvido.  

Pasó un tiempo, otro tiempo y más tiempo, y el condenado no volvió a aparecer en las calles de Llallagua, de modo que Angelina Mamani, sintiéndose liberada de un enorme peso emocional que la atormentaba a diario, pensó que el alma en pena de su difunto marido encontró la paz en la otra vida; pero no, una noche que ella retornaba a su casa, después de haber asistido a una misa de todosantos, el condenado se le apareció muy cerquita de sus espaldas, casi respirándole en el pabellón de la oreja. Ella se detuvo como hipnotizada, giró la cabeza a un lado y, mirándolo de arriba a abajo, como a su propia sombra, se encogió de pánico y lanzó un grito de pavor.        

–No te voy a hacer daño –le dijo el condenado, con voz ronca y tomándola por el brazo.

–¿Qué quieres? –preguntó ella, envuelta en gran temor–. ¿Por qué me persigues?

–Porque quiero revelarte un secreto –contestó–, pero para hacerlo, debemos entrar al patio de la casa por la puerta trasera, no sólo porque ahí está el secreto, sino también para evitar que nos vean nuestros hijos…

Ella, dejándose conducir asida del brazo, dejó de hacer preguntas y se limitó a caminar con la mirada perdida en el empedrado; no estaba segura de lo que hacía, pero estaba intrigada por saber cuál era el secreto que quería revelarle su difunto marido. Cruzaron la puerta que daba al patio y avanzaron hasta uno de los ángulos del muro de adobes. El condenado levantó la mano derecha y señaló con el índice el lugar donde ella debía cavar con la pala que estaba arrimada contra la pared posterior de la casa.

Angelina Mamani cogió la pala y empezó a cavar con todas sus fuerzas, hasta que el filo metálico chocó contra la cerradura de una caja de madera. Luego se puso de cuclillas, destapó la caja y, ante un asombro que la dejó perpleja y con la boca abierta, se enfrentó al brillo de las monedas de oro y plata. Sólo entonces el condenado, satisfecho por haber cumplido con la tarea que dejó pendiente en vida, giró como una rueca en el aire y se dejó caer convertido en un puñado de tierra.