lunes, 21 de junio de 2021


 LA CRÓNICA LITERARIA

Aquí es preciso aclarar que mi crónica El autocarril ‘Al Capone’ de Simón I. Patiño no corresponde, por diversas razones, al género del ensayo, la investigación histórica y mucho menos a una biografía científica de Patiño y su autocarril, sino al género de la crónica, que está a medio camino entre el artículo periodístico y el relato literario; la prueba está en que carece de citas bibliográficas y notas a pie de página.

La crónica, por si acaso alguien tuviera dudas, es un género literario muy usual en el periodismo moderno. No siempre sigue la misma metodología de la historiografía científica, porque tiene elementos interpretativos muy propios del narrador, quien no solo se limita a informar, sino también a ponerle, de manera consciente, un toque de subjetividad. La crónica es un género ambivalente, una suerte de relato mixto entre el periodismo informativo y el relato literario, una forma escritural en la que el narrador, a veces, elige relatar el suceso en primera persona, como si él mismo fuese el principal protagonista de la historia en cuestión.

Es evidente que mi crónica, El autocarril ‘Al Capone’ de Simón I. Patiño, al no ser un tratado científico, tiene mucho de subjetividad. Aunque el autor respeta el orden temporal y cronológico del hecho histórico concreto, narra en absoluta libertad y con todas las licencias que amerita el caso, partiendo del principio de que la crónica, por su propia naturaleza, es un género literario que tiene una base real, pero a la vez mucho de ficción o imaginación.

Si bien es cierto que la estructura de la crónica, como cualquier otro relato real o ficticio, debe tener inicio, nudo y desenlace, es también cierto que se la distingue por el estilo del autor, quien pone su impronta en la esencia misma del texto; de ahí que no es casual que el lector puede reconocer, aun sin haber visto el nombre del autor impreso en la página, quien está detrás del texto, como quien escucha una canción en la radio y reconoce de inmediato la inconfundible voz del cantante.

La crónica es de carácter más narrativo que descriptivo, es una prosa que se encuentra entre la información y la interpretación, entre la objetividad y la subjetividad. Además, el cronista busca describir los hechos relatados de acuerdo con su propia visión crítica de los hechos, a menudo con frases dirigidas al lector, como si estuviese entablando un diálogo en torno a un tema que les atañe a los dos.

Otra cosa, lo que yo hice en mi crónica El autocarril ‘Al Capone’ de Simón I. Patiño, simple y llanamente, fue escribir algo inspirado en ese lujoso objeto que me llamó poderosamente la atención cuando lo vi en el Museo Ferroviario de Machacamarca; más todavía, lo que yo hago, en mi condición de escritor literario, es re-contar o re-crear un hecho de la realidad desde una perspectiva literaria, que no está sujeto a los antecedentes documentales o bibliográficos rigurosos, que sí son –y en esto no hay discusión–, instrumentos indispensables que usan los investigadores en las diversas áreas del conocimiento humano.

El cronista, más que un periodista de noticias, reconstruye los hechos históricos prestándose los recursos narrativos de la literatura, para elaborar un texto con cierto valor estético, que no necesariamente suministra la información de la manera esquemática y documental, como lo hace el historiador o investigador, quienes, antes de escribir un artículo informativo o científico, primero deben realizar un trabajo de acopio de material en base a fuentes primarias, documentos archivísticos y bibliográficos; en cambio un escritor literario, como es mi caso, escribe textos que oscilan entre la realidad y la fantasía, como son los cuentos, las novelas o las crónicas, que se mueven sobre andamiajes de subjetividad e imaginación, independiente del tema que se aborde, incluidos los de carácter histórico.

Ya se ha dicho que en la crónica, que tiene su propio espacio y tiempo, se utiliza un estilo personal y, en el mejor de los casos, un lenguaje literario en el que los sustantivos y adjetivos dan énfasis y verisimilitud a las descripciones de los hechos narrados, que desde luego tiene mucho de subjetividad, al no ser una simple noticia que transcribe los acontecimientos secuenciales de manera puntual y tal cual sucedieron en la realidad, en un momento y espacio determinados.

Por si no estuviese clara la explicación hasta aquí, les daré tres ejemplos sobre obras literarias que abordan temas históricos que, a pesar de tener una base real y una extensa bibliografía, presentan muchos elementos subjetivos que caracterizan a las obras de ficción:

1. Cuando Augusto Céspedes escribió la novela el Metal del diablo, nunca tuvo la intención de escribir la biografía de Simón I. Patiño, sino una caricatura del magnate minero, con todos los recursos narrativos que permiten re-crear un tema desde la perspectiva literaria. A pesar de que Patiño intentó comprar toda la edición del libro para quemarla en la hoguera, los lectores se apoderaron de la obra y la hicieron suya, debido a que, aun siendo una novela parecida al panfleto literario y no una biografía del empresario minero, contenía muchas descripciones que reflejaban la historia real de la minería, como el saqueo imperialista de los recursos naturales, la inconmensurable fortuna de Patiño y la explotación despiadada de la los mineros, que no solo eran reprimidos, sino también masacrados.

2. Cuando García Márquez escribió la novela El general en su laberinto, en torno a la vida, guerras y frustraciones de Simón Bolívar, los historiadores pegaron el grito en el cielo, pues consideraban que el escritor había mellado la dignidad y personalidad del libertador de cinco naciones. Ante el aluvión de críticas malintencionadas, el escritor colombiano, que tenía la piel de elefante para resistir las picaduras de la crítica, les contestó que él no quiso escribir un nuevo libro de historia, una biografía documentada sobre el Libertador, sino una obra de creación literaria en la cual se lo mostrara de manera más humana, desmontándolo del caballo, desenfundándole el sable y haciéndolo amar a las mujeres que amaba, a diferencia de cómo se lo retrata en los libros oficiales de historia y en los libros de texto escritos por los investigadores.

3. Cuando Eduardo Galeano escribió la trilogía Memoria del fuego, sobre la historia de América Latina, de manera más creativa y literaria que Las venas abiertas…, tanto los investigadores de temas históricos, como los doctores en literatura, lo criticaron apenas se publicó el primer volumen, intitulado Los nacimientos. Los historiadores le dijeron que Memoria del fuego no era un libro de historia sino de ficción. Los literatos le dijeron que no era una obra literaria sino un libro de historia, con notas a pie de página y una extensa bibliografía. Eduardo Galeano escuchó a unos y a otros, a quienes se hacían los expertos y querían pasarse de listos, y les contestó, con el sarcasmo que lo caracterizaba, que él escribió una obra que no fuera fácil de ser encasillada en un determinado género literario, sino una obra que desconcertara y rompiera la cabeza de los investigadores en historia y de los doctores en literatura. Lo que él quiso fue escribir una obra sobre la historia de América Latina, pero combinando varios géneros literarios, conforme pudiese aportar, con un estilo narrativo muy personal, los datos de los vencidos, recuperando los pasajes humanos de amores y desamores, pero, sobre todo, recreando los pasajes históricos que fueron barridos de un plumazo por los investigadores de la historia oficial.

Ahora bien, espero que los ejemplos citados sirvan para que se sepa, de una vez y para siempre, que la novela, el cuento y la crónica literaria no es lo mismo que un tratado científico o un texto de investigación, como no es lo mismo un disco de amor que un mordisco.

Mi crónica El autocarril ‘Al Capone’ de Simón I. Patiño, tal cual fue concebida desde un principio, es un producto donde se funden la realidad y la fantasía, con el propósito de narrar una historia que sucedió en un tiempo y lugar determinados, pero que el autor alimentó la narración con herramientas que son más literarias que científicas, en vista de que la crónica, a pesar de los pesares, es una crónica y punto.

sábado, 12 de junio de 2021

VÍCTOR MONTOYA EN NUEVA ANTOLOGÍA INTERNACIONAL

El narrador boliviano es uno de los escritores que integra la antología Un autor, un relato (2021), con su cuento Fiebre de salsa en Estocolmo, cuyo protagonista es un refugiado latinoamericano en un país escandinavo, quien mantiene sus relaciones amorosas en una discoteca ubicada en una zona céntrica de la capital sueca. 

La antología internacional fue publicada por la editorial europea Generis Publishing y presentada de manera virtual el pasado jueves 10 de junio, a través del FB de la Librería ISC, con la participación de Pol Popovic, Selene Vergara, Gabriel Rovira y Juan Ramón Martínez, entre otros.

En la contratapa del libro se afirma: La selección de relatos de esta antología, cuarenta y seis cuentos en total, fue realizada por sus autores. Cada uno ha escogido el relato que mejor representa su obra o el que quisiera que fuera considerado como ejemplo de su producción narrativa. Algunos narradores optaron por los cuentos que han ganado premios otros eligieron trabajos inéditos (…) La compilación contiene relatos de índole realista, fantástica, feminista y sociocrítica. Entre sus páginas, el lector encontrará exploraciones narrativas de las múltiples dimensiones del tiempo y del espacio. Otros textos buscan a definir características individuales y sociales en el quehacer diario o extraordinario. La lucha por la sobrevivencia al igual que el peligro del aburrimiento se suceden en las tramas existenciales de sus protagonistas.

Uno de los principales promotores de esta antología, cuyos autores y autoras tienen una reconocida trayectoria en sus países de origen, fue Pol Popovic Karic, profesor y ensayista mexicano de origen serbio, dedicado a la literatura en español, inglés y francés en el Tec de Monterrey, Campus Monterrey. Pol Popovic es autor de varios libros e investigador en la Cátedra de Literatura Latinoamericana Contemporánea. Tiene un doctorado en literatura contemporánea de la Universidad Iberoamericana, un doctorado en Literatura Francesa por parte de la Universidad de Texas en Austin y también una maestría en Literatura Francesa de la Universidad de Arizona.

Los lectores interesados en adquirir el libro, editado en soporte papel, pueden solicitarlo ingresando a las siguientes direcciones online: www.generis-publishing.com o info@generis-publishing.com

 

miércoles, 2 de junio de 2021

ENRIQUE ARNAL, PINTOR DE RECUERDOS Y SOLEDADES

El artista plástico Enrique Arnal Velasco nació en el centro minero de Catavi, al norte del departamento de Potosí, el 19 de marzo de 1932. Su padre Luis trabajó como jefe de contabilidad en la planta administrativa de la “Patiño Mines”, donde el niño Enrique descubrió su vocación de pintor de la mano de su madre Emma, quien también trazaba líneas y coloreaba imágenes en sus tiempos libres.

Si nos referimos a Enrique Arnal es porque la mayoría de los pobladores cataveños desconocen su existencia y su invalorable aporte a las artes plásticas del país y el mundo. En consecuencia, es necesario que se lo conozca y reconozca en la tierra que lo vio nacer, ya que fue una estrella que brilló, con méritos y luz propia, en la constelación de los artistas que dedicaron su vida a la creación de obras que, además de formar parte del patrimonio cultural de un valeroso pueblo, son la caja de resonancia de su fuero interno, irradiándose a través de formas y colores distribuidos armónicamente en los lienzos cual si fuesen discos cromáticos encajados en un gigante caleidoscopio. 

Enrique Arnal, acostumbrado a los torbellinos de polvo y los gélidos silbidos del viento, reflejó en sus obras pictóricas sus vivencias de infancia, que dejaron imborrables huellas en su memoria de niño nacido entre los cerros agrestes y mineralizados del altiplano, donde aprendió a gatear y dar sus primeros pasos, cayéndose sobre el tupido césped de uno de los chalets situados cercas de la Casa Gerencia, sede de la poderosa Patiño Mines & Interprises Consolidated (Inc.), que por entonces era la mayor proveedora de estaño del mundo y el centro neurálgico de la economía nacional.

Quienes lo conocieron en persona, lo describen como un hombre de vigoroso físico, tímido y reservado, determinado, determinante y de opiniones lapidarias. Nunca admitió que el arte estuviese controlado por los sistemas de poder, tampoco se vinculó a ninguna corriente ideológica ni partido político, pero siempre tuvo presente su compromiso con los más necesitados y marginados de la sociedad, quizás, debido a la vieja amistad que mantuvo con Marcelo Quiroga Santa Cruz, a quien conoció en el Instituto Americano de La Paz.

Enrique Arnal tuvo una infancia feliz; digo feliz, porque supongo que su familia llevaba una vida sin premuras cotidianas ni preocupaciones económicas. Incluso poseían cámaras fotográficas y filmadoras, en una época en que las familias mineras no tenían ni la salud completa y hacían todo lo imposible para sobrevivir a la miseria a la que fueron sometidas por el sistema de explotación capitalista.  

Una vez que concluyó sus estudios secundarios, decidió dedicarse a las artes plásticas en la que fue un auténtico autodidacta, pero con una vocación natural para el dibujo, el grabado y la pintura, en la que destacó como uno de los mejores artistas plásticos de su época. Así fue que, tras doce años de actividad dedicada íntegramente a la creación pictórica, obtuvo una beca de la Fundación Simón I. Patiño, que le permitió estudiar en París entre 1966 y 1967. Más tarde, obtuvo otra beca del Programa Fulbright para realizar estudios en Virginia, EE.UU.

Enrique Arnal, lejos de los compromisos políticos y sociales de la revolución nacionalista de 1952, desarrolló su obra en la soledad y en series temáticas, que proyectaban su mundo interno, sus experiencias oníricas y su inquietud por crear una pintura con estética introspectiva y estilo personal, aunque en una parte de su producción se nota una marcada influencia del cubismo, sobre todo, en su representación del mundo pétreo del altiplano y otras temáticas nacionales.

Desde 1954, año en que tuvo su primera exposición individual en el Cuzco, Perú, a sus 22 años de edad, exhibió sus obras en diferentes ciudades sudamericanas, Estados Unidos y Europa. Participó en numerosas exposiciones colectivas, eventos y concursos nacionales e internacionales. Fue el tercer artista en ser galardonado con el Gran Premio “Pedro Domingo Murillo” en 1955. Desde entonces, se hizo merecedor de numerosos galardones en mérito a la gran calidad de sus pinturas hechas con fuerza expresiva y sentido ético.

Enrique Arnal era un hombre de carácter solitario y meditabundo. Algunos de sus colegas lo consideraban “el pintor del silencio y de la soledad del hombre, tanto andino como universal”. Podía estar días enteros recluido en su estudio, sin otra compañía que la música clásica y obsesionado en convertir sus ideas en obras de arte, vinculadas a una vida espiritual y temperamento creativo. Su soledad de artista fue confirmada por su hijo Matías Arnal, quien, en una entrevista, manifestó: “Tengo tantos recuerdos de mi padre, desde mi primera memoria siempre en su estudio, cuando vivíamos en Bolivia, quedaba en el altillo de nuestra casa y él con su pincel y con música clásica. Él armaba un hermoso entorno. Tenía paz y armonía, y se dedicaba plenamente al arte”.

El artista agrupó sus obras en series temáticas, que iban desde la figura humana solitaria hasta los animales domésticos y silvestres, pasando por los paisajes sintéticos y pueblos pétreos, como todo artista interesado en universalizar lo local, lo cotidiano y lo vivencial. En sus cuadros no están ausentes las montañas andinas, la tragedia de los mineros, la naturaleza muerta, los bodegones, la represión política y otros que formaban parte del mundo de su memoria, como cuando realizó una serie de pinturas testimoniales de la época en que fue perseguido y preso político, en las que plasmó las sesiones de interrogatorios y atropellos a la dignidad humana, que tenían lugar en las mazmorras de la dictadura militar de los años 70.

Hubo varios períodos en su vida en los que realizó pinturas representando la figura humana (hombres y mujeres, en algunos casos desnudos), armado con una paleta cromática, donde predominaban los colores oscuros interrumpidos por tonos vivos y contrastantes, negando así cualquier componente figurativo, folklórico, y abandonándose libremente a las figuras geométricas, su articulación y relación dentro de la composición.

Su honda sensibilidad lo llevó a pintar una serie inspirada en el “aparapita”, ese cargador de los mercados de abasto de las ciudades que, con el lazo o mantón al hombro y su indumentaria de ser marginal, quedó retratado, de  cuerpo entero y el rostro velado, en los cuadros pintados al óleo sobre lienzo, donde predominan pocos pero efectivos colores, como son los matices oscuros, los tonos tierra acompañados de grises y negros, que parecen haber sido elegidos de manera consciente para ajustarse a la lóbrega realidad del “aparapita”.

Una de las pasiones de Enrique Arnal fue pintar animales: toros, caballos, gallos, perros, bisontes y, sobre todo, cóndores, inspirado en los recuerdos de su infancia, un periodo de su vida en que tuvo un contacto directo con el ganado vacuno y caballar, los asnos y las mulas, animales que eran empleados en el transporte del mineral. En una de las fotografías del álbum familiar, captada en blanco y negro en el patio de una de las viviendas que ocupaban los técnicos de la “Patiño Mines”, se lo ve posando entre dos terneros y al lado del Cóndor Martín. En otras fotografías se lo ve disfrazado de vaquero y montado en el caballo que le regaló su padre. Por lo tanto, no es casual que, a mediados de la década de 1970, se hubiese dedicado a pintar una serie de cóndores, con una explosión de colores que dignifican la majestuosidad de esa mítica ave, que es uno de los símbolos patrios y el que mejor representa a los pobladores de la Cordillera de los Andes.

La fascinación por el ave de carroña, longeva y de gran envergadura cuando está con las alas desplegadas, estaba vinculada a sus vivencias de niñez, cuando conoció y acarició a un cóndor que sobrevolaba por las poblaciones mineras del norte de Potosí, y que los mineros lo bautizaron con el nombre de Cóndor Martín, que cumplía con la función de mensajero de la Empresa Minera, cuyos administradores, a modo de pagarle por sus servicios, determinaron darle una ración diaria de carne en la “pulpería”. El Cóndor Martín, que lo impactó decisivamente en su infancia, fue el que inspiró esa serie de aves, de plumaje negro-azabache y pico terminado en gancho, que se aprecian en sus magistrales cuadros que actualmente están dispersos en instituciones culturales y colecciones privadas.

Huelga informarle al lector que la Regional Catavi del Archivo Histórico de la Minería Nacional de la COMIBOL, en el número 20 de su “Serie de Literatura Minera”, publicó el folleto “El Cóndor Martín” (2021); un compendió realizado por el Escritor Víctor Montoya. El folleto contiene textos escritos por seis autores en torno al ave que sobrevoló por los azulinos cielos de las poblaciones mineras, dejando una estela de historias que, ampliadas en mayor o menor grado con episodios imaginativos, fueron convertidas en una suerte de leyendas y relatos fantásticos. Los textos, como no podía ser de otra manera, fueron ilustrados con las magníficas pinturas de Enrique Arnal.

Es evidente que los recuerdos de su infancia marcaron la temática de su obra hecha a grandes brochazos, porque junto a los paisajes del entorno andino y los animales que lo sedujeron en sus primeros años, está el mundo minero con su energía mítica y telúrica. Se trata de una serie de obras pintadas con gran sensibilidad y visión muy particular, que él denominó “Mitología Minera”, con oscuros socavones, aislados de la superficie expuesta a luz del sol, donde los obreros trabajaban en condiciones infrahumanas, peleándose con las rocas de la montaña, que escondía en sus entrañas los yacimientos de estaño y se tragaba la vida de los mineros para que unos pocos se hagan millonarios y vivan a cuerpo de rey.

No cabe duda de que Enrique Arnal reprodujo, en gran parte de su obra pictórica, los sucesos que le impactaron mientras crecía en el centro minero de Catavi. Por eso mismo, en varios de ellos, los paisajes, unos abstractos y otros más realistas, corresponden a ese entorno geográfico, donde pasó los primeros ocho años de su niñez, contemplando la realidad social y la tragedia humana. No en vano en los años de 1980, tras una larga ausencia del país, pintó la serie denominada “Mitología Minera”, que condensan los recuerdos que marcaron su pasado, ya que en las galerías de su memoria se mantuvieron intactos los rasgos físicos de los obreros y los socavones que conoció de la mano de su padre.

En el centro minero de Catavi, el artista tuvo una infancia llena de gratos momentos y travesuras inolvidables, que compartió con su mejor amigo Cirilo, hijo de un trabajador minero, con quien osaba aventuras como eso de colgarse de los vagones de los andariveles que transportaban la granza de la planta de concentración de mineral, a través de maromas tendidas de un punto a otro, hacía los denominados “desmontes”, donde Enrique Arnal y su amigo, lejos del control de los padres, jugaban ensuciándose las ropas con el polvo y la “copajira” de los relaves.   

Enrique Arnal se desempeñó también como gestor cultural del arte. Creó la Galería “Arca”, que estuvo activa en la ciudad de La Paz, entre 1968 y 1970. Posteriormente, según cuenta Norah Claros Rada, influyó de manera determinante en la creación de la Galería de Arte Emusa en 1974, un espacio donde podía exhibirse obras de manera profesional y permitía realizar otras actividades artísticas y culturales.

Ejerció como docente en la Carrera de Artes Plásticas de la Universidad Mayor de San Andrés, de 1978 a 1980, dos años en los que muchos estudiantes se beneficiaron de la experiencia y la capacidad didáctica del maestro Enrique Arnal. Además, uno de sus importantes aportes fue la obra de investigación “Breve diccionario biográfico de pintores bolivianos contemporáneos” (La Paz, 1986), que contó con la colaboración de Silvia Arze y fue editado por INBO; un compendio en el cual se reunió información sobre los pintores bolivianos del siglo XX.

Enrique Arnal, que también se desempeñó como Director del Instituto Latinoamericano de Relaciones Internacionales (ILARI) y cumplió funciones diplomáticas como Agregado Cultural (Ad-honoren) de las embajadas de Bolivia en México y Francia, fue uno de los artistas más importantes de la plástica nacional contemporánea y un cataveño que aportó muchísimo al arte nacional, tanto como lo hicieron otros artistas nortepotosinos, como Miguel Alandia Pantoja (Llallagua, 1914 – Lima, Perú, 1975), Benedicto Aiza Álvarez (Uncía, 1952 – La Paz, 2009), Mario Vargas Cuellar (Catavi, 1942), Marcelo Mamani Coca (Catavi, 1959) y Zenón Sansuste Zapata (Catavi, 1962), entre otros.

Enrique Arnal Velasco vivió aferrado a los recuerdos atesorados desde la infancia, hasta el día en que falleció, tras una larga enfermedad, en la ciudad de Washington, DC., lejos de su tierra natal, el 10 de abril de 2016. Desde luego que su muerte nos privó de un artista plástico de enorme potencialidad, quien supo plasmar su ingenio creativo en obras imperecederas para el patrimonio cultural de la nación boliviana y el mundo entero. No obstante, estamos seguros de que, en su tránsito por los senderos de la muerte, Catavi seguirá siendo la cuna de su nacimiento, el territorio donde transcurrió su infancia y el centro minero que inspiró su obra pictórica que, en medio de un torbellino de pinturas, paletas, pinceles, rodillos y espátulas, fundió el imaginario popular y las experiencias personales con sus nobles sentimientos hechos de pura sensibilidad e inconmensurable fuerza creativa.