ENRIQUE ARNAL, PINTOR DE RECUERDOS Y SOLEDADES
El artista plástico Enrique Arnal Velasco nació en el
centro minero de Catavi, al norte del departamento de Potosí, el 19 de
marzo de 1932.
Su padre Luis trabajó como jefe de contabilidad en la planta administrativa de la “Patiño
Mines”, donde el niño Enrique descubrió su vocación de pintor de la mano de su
madre Emma, quien también trazaba líneas y coloreaba imágenes en sus tiempos libres.
Si nos referimos a Enrique Arnal es porque la mayoría
de los pobladores cataveños desconocen su existencia y su invalorable aporte a
las artes plásticas del país y el mundo. En consecuencia, es necesario que se
lo conozca y reconozca en la tierra que lo vio nacer, ya que fue una estrella
que brilló, con méritos y luz propia, en la constelación de los artistas que
dedicaron su vida a la creación de obras que, además de formar parte del
patrimonio cultural de un valeroso pueblo, son la caja de resonancia de su
fuero interno, irradiándose a través de formas y colores distribuidos
armónicamente en los lienzos cual si fuesen discos cromáticos encajados en un
gigante caleidoscopio.
Enrique Arnal, acostumbrado a los torbellinos de polvo y los gélidos silbidos del viento, reflejó en sus obras pictóricas sus vivencias de infancia, que dejaron imborrables huellas en su memoria de niño nacido entre los cerros agrestes y mineralizados del altiplano, donde aprendió a gatear y dar sus primeros pasos, cayéndose sobre el tupido césped de uno de los chalets situados cercas de la Casa Gerencia, sede de la poderosa Patiño Mines & Interprises Consolidated (Inc.), que por entonces era la mayor proveedora de estaño del mundo y el centro neurálgico de la economía nacional.
Quienes lo conocieron en persona, lo describen como un hombre de vigoroso físico, tímido y reservado, determinado, determinante y de opiniones lapidarias. Nunca admitió que el arte estuviese controlado por los sistemas de poder, tampoco se vinculó a ninguna corriente ideológica ni partido político, pero siempre tuvo presente su compromiso con los más necesitados y marginados de la sociedad, quizás, debido a la vieja amistad que mantuvo con Marcelo Quiroga Santa Cruz, a quien conoció en el Instituto Americano de La Paz.
Enrique Arnal tuvo una infancia feliz; digo feliz,
porque supongo que su familia llevaba una vida sin premuras cotidianas ni
preocupaciones económicas. Incluso poseían cámaras fotográficas y filmadoras,
en una época en que las familias mineras no tenían ni la salud completa y
hacían todo lo imposible para sobrevivir a la miseria a la que fueron sometidas
por el sistema de explotación capitalista.
Una vez que concluyó sus estudios secundarios, decidió dedicarse a las artes plásticas en la que fue un auténtico autodidacta, pero con una vocación natural para el dibujo, el grabado y la pintura, en la que destacó como uno de los mejores artistas plásticos de su época. Así fue que, tras doce años de actividad dedicada íntegramente a la creación pictórica, obtuvo una beca de la Fundación Simón I. Patiño, que le permitió estudiar en París entre 1966 y 1967. Más tarde, obtuvo otra beca del Programa Fulbright para realizar estudios en Virginia, EE.UU.
Enrique Arnal, lejos de los compromisos políticos y
sociales de la revolución nacionalista de 1952, desarrolló su obra en la
soledad y en series temáticas, que proyectaban su mundo interno, sus
experiencias oníricas y su inquietud por crear una pintura con estética
introspectiva y estilo personal, aunque en una parte de su producción se nota
una marcada influencia del cubismo, sobre todo, en su representación del mundo
pétreo del altiplano y otras temáticas nacionales.
Desde 1954, año en que tuvo su primera exposición individual en el Cuzco, Perú, a sus 22 años de edad, exhibió sus obras en diferentes ciudades sudamericanas, Estados Unidos y Europa. Participó en numerosas exposiciones colectivas, eventos y concursos nacionales e internacionales. Fue el tercer artista en ser galardonado con el Gran Premio “Pedro Domingo Murillo” en 1955. Desde entonces, se hizo merecedor de numerosos galardones en mérito a la gran calidad de sus pinturas hechas con fuerza expresiva y sentido ético.
Enrique Arnal era un hombre de carácter solitario y
meditabundo. Algunos de sus colegas lo consideraban “el pintor del silencio y
de la soledad del hombre, tanto andino como universal”. Podía estar días
enteros recluido en su estudio, sin otra compañía que la música clásica y
obsesionado en convertir sus ideas en obras de arte, vinculadas a una vida
espiritual y temperamento creativo. Su soledad de artista fue confirmada por su
hijo Matías Arnal, quien, en una entrevista, manifestó: “Tengo tantos recuerdos
de mi padre, desde mi primera memoria siempre en su estudio, cuando vivíamos en
Bolivia, quedaba en el altillo de nuestra casa y él con su pincel y con música
clásica. Él armaba un hermoso entorno. Tenía paz y armonía, y se dedicaba
plenamente al arte”.
El artista agrupó sus obras en series temáticas, que iban desde la figura humana solitaria hasta los animales domésticos y silvestres, pasando por los paisajes sintéticos y pueblos pétreos, como todo artista interesado en universalizar lo local, lo cotidiano y lo vivencial. En sus cuadros no están ausentes las montañas andinas, la tragedia de los mineros, la naturaleza muerta, los bodegones, la represión política y otros que formaban parte del mundo de su memoria, como cuando realizó una serie de pinturas testimoniales de la época en que fue perseguido y preso político, en las que plasmó las sesiones de interrogatorios y atropellos a la dignidad humana, que tenían lugar en las mazmorras de la dictadura militar de los años 70.
Hubo varios períodos en su vida en los que realizó
pinturas representando la figura humana (hombres y mujeres, en algunos casos
desnudos), armado con una paleta cromática, donde predominaban los colores
oscuros interrumpidos por tonos vivos y contrastantes, negando así cualquier
componente figurativo, folklórico, y abandonándose libremente a las figuras
geométricas, su articulación y relación dentro de la composición.
Su honda sensibilidad lo llevó a pintar una serie inspirada en el “aparapita”, ese cargador de los mercados de abasto de las ciudades que, con el lazo o mantón al hombro y su indumentaria de ser marginal, quedó retratado, de cuerpo entero y el rostro velado, en los cuadros pintados al óleo sobre lienzo, donde predominan pocos pero efectivos colores, como son los matices oscuros, los tonos tierra acompañados de grises y negros, que parecen haber sido elegidos de manera consciente para ajustarse a la lóbrega realidad del “aparapita”.
Una de las pasiones de Enrique Arnal fue pintar animales: toros, caballos, gallos, perros, bisontes y, sobre todo, cóndores, inspirado en los recuerdos de su infancia, un periodo de su vida en que tuvo un contacto directo con el ganado vacuno y caballar, los asnos y las mulas, animales que eran empleados en el transporte del mineral. En una de las fotografías del álbum familiar, captada en blanco y negro en el patio de una de las viviendas que ocupaban los técnicos de la “Patiño Mines”, se lo ve posando entre dos terneros y al lado del Cóndor Martín. En otras fotografías se lo ve disfrazado de vaquero y montado en el caballo que le regaló su padre. Por lo tanto, no es casual que, a mediados de la década de 1970, se hubiese dedicado a pintar una serie de cóndores, con una explosión de colores que dignifican la majestuosidad de esa mítica ave, que es uno de los símbolos patrios y el que mejor representa a los pobladores de la Cordillera de los Andes.
La fascinación por el ave de carroña, longeva y de
gran envergadura cuando está con las alas desplegadas, estaba vinculada a sus
vivencias de niñez, cuando conoció y acarició a un cóndor que sobrevolaba por
las poblaciones mineras del norte de Potosí, y que los mineros lo bautizaron
con el nombre de Cóndor Martín, que cumplía con la función de mensajero de la
Empresa Minera, cuyos administradores, a modo de pagarle por sus servicios,
determinaron darle una ración diaria de carne en la “pulpería”. El Cóndor
Martín, que lo impactó decisivamente en su infancia, fue el que inspiró esa
serie de aves, de plumaje negro-azabache y pico terminado en gancho, que se
aprecian en sus magistrales cuadros que actualmente están dispersos en
instituciones culturales y colecciones privadas.
Huelga informarle al lector que la Regional Catavi del Archivo Histórico de la Minería Nacional de la COMIBOL, en el número 20 de su “Serie de Literatura Minera”, publicó el folleto “El Cóndor Martín” (2021); un compendió realizado por el Escritor Víctor Montoya. El folleto contiene textos escritos por seis autores en torno al ave que sobrevoló por los azulinos cielos de las poblaciones mineras, dejando una estela de historias que, ampliadas en mayor o menor grado con episodios imaginativos, fueron convertidas en una suerte de leyendas y relatos fantásticos. Los textos, como no podía ser de otra manera, fueron ilustrados con las magníficas pinturas de Enrique Arnal.
Es evidente que los recuerdos de su infancia marcaron
la temática de su obra hecha a grandes brochazos, porque junto a los paisajes
del entorno andino y los animales que lo sedujeron en sus primeros años, está
el mundo minero con su energía mítica y telúrica. Se trata de una serie de
obras pintadas con gran sensibilidad y visión muy particular, que él denominó
“Mitología Minera”, con oscuros socavones, aislados de la superficie expuesta a
luz del sol, donde los obreros trabajaban en condiciones infrahumanas,
peleándose con las rocas de la montaña, que escondía en sus entrañas los
yacimientos de estaño y se tragaba la vida de los mineros para que unos pocos
se hagan millonarios y vivan a cuerpo de rey.
No cabe duda de que Enrique Arnal reprodujo, en gran parte de su obra pictórica, los sucesos que le impactaron mientras crecía en el centro minero de Catavi. Por eso mismo, en varios de ellos, los paisajes, unos abstractos y otros más realistas, corresponden a ese entorno geográfico, donde pasó los primeros ocho años de su niñez, contemplando la realidad social y la tragedia humana. No en vano en los años de 1980, tras una larga ausencia del país, pintó la serie denominada “Mitología Minera”, que condensan los recuerdos que marcaron su pasado, ya que en las galerías de su memoria se mantuvieron intactos los rasgos físicos de los obreros y los socavones que conoció de la mano de su padre.
En el centro minero de Catavi, el artista tuvo una
infancia llena de gratos momentos y travesuras inolvidables, que compartió con
su mejor amigo Cirilo, hijo de un trabajador minero, con quien osaba aventuras
como eso de colgarse de los vagones de los andariveles que transportaban la
granza de la planta de concentración de mineral, a través de maromas tendidas
de un punto a otro, hacía los denominados “desmontes”, donde Enrique Arnal y su
amigo, lejos del control de los padres, jugaban ensuciándose las ropas con el
polvo y la “copajira” de los relaves.
Enrique Arnal se desempeñó también como gestor cultural del arte. Creó la Galería “Arca”, que estuvo activa en la ciudad de La Paz, entre 1968 y 1970. Posteriormente, según cuenta Norah Claros Rada, influyó de manera determinante en la creación de la Galería de Arte Emusa en 1974, un espacio donde podía exhibirse obras de manera profesional y permitía realizar otras actividades artísticas y culturales.
Ejerció como docente en la Carrera de Artes Plásticas
de la Universidad Mayor de San Andrés, de 1978 a 1980, dos años en los que
muchos estudiantes se beneficiaron de la experiencia y la capacidad didáctica
del maestro Enrique Arnal. Además, uno de sus importantes aportes fue la obra
de investigación “Breve diccionario biográfico de pintores bolivianos
contemporáneos” (La Paz, 1986), que contó con la colaboración de Silvia Arze y
fue editado por INBO; un compendio en el cual se reunió información sobre los pintores
bolivianos del siglo XX.
Enrique Arnal, que también se desempeñó como Director del Instituto Latinoamericano de Relaciones Internacionales (ILARI) y cumplió funciones diplomáticas como Agregado Cultural (Ad-honoren) de las embajadas de Bolivia en México y Francia, fue uno de los artistas más importantes de la plástica nacional contemporánea y un cataveño que aportó muchísimo al arte nacional, tanto como lo hicieron otros artistas nortepotosinos, como Miguel Alandia Pantoja (Llallagua, 1914 – Lima, Perú, 1975), Benedicto Aiza Álvarez (Uncía, 1952 – La Paz, 2009), Mario Vargas Cuellar (Catavi, 1942), Marcelo Mamani Coca (Catavi, 1959) y Zenón Sansuste Zapata (Catavi, 1962), entre otros.
Enrique Arnal Velasco vivió aferrado a los recuerdos atesorados desde la infancia, hasta el día en que falleció, tras una larga enfermedad, en la ciudad de Washington, DC., lejos de su tierra natal, el 10 de abril de 2016. Desde luego que su muerte nos privó de un artista plástico de enorme potencialidad, quien supo plasmar su ingenio creativo en obras imperecederas para el patrimonio cultural de la nación boliviana y el mundo entero. No obstante, estamos seguros de que, en su tránsito por los senderos de la muerte, Catavi seguirá siendo la cuna de su nacimiento, el territorio donde transcurrió su infancia y el centro minero que inspiró su obra pictórica que, en medio de un torbellino de pinturas, paletas, pinceles, rodillos y espátulas, fundió el imaginario popular y las experiencias personales con sus nobles sentimientos hechos de pura sensibilidad e inconmensurable fuerza creativa.
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