viernes, 27 de abril de 2018


EL KIMSACHARANI

Pedrito, muchos años después de que abandonó su hogar, aún recordaba aquel increíble episodio de su infancia, cuando el kimsacharani se convirtió en una serpiente de tres cabezas.

El kimsacharani, hecho de cuero trenzado y con tres pequeños lazos terminados en nudos, era un instrumento de castigo que no podía faltar en su casa, donde su papá, un hombre gruñón que no aguantaba pulgas, estaba acostumbrado a cascarle cada vez que se portaba mal o cometía una travesura que no era de su agrado.

El kimsacharani era negro como las trenzas de su mamá y tenía un orificio en el mango. Pendía siempre de un clavo de acero, a la altura del dintel de la puerta de ingreso a la sala, y parecía un objeto tan sagrado como el crucifijo que estaba a su lado.

Pedrito no entendía cómo se podía exhibir, como si fuese una reliquia familiar, un objeto temido por los niños que sabían que este chicote de tres colas, conocido también como el Sambito, servía para educar a chicotazos a los hijos que cometían alguna falta o desobedecían las órdenes de sus padres, sin considerar que los niños, por razones físicas y emocionales, no debían ser sometidos a castigos crueles, inhumanos y degradantes.
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El papá de Pedrito, que se hacía pagar en casa las broncas que tenía con el jefe de su trabajo, estaba convencido de que los azotes que él recibió en su vida, desde que nació hasta que se casó, lo ayudaron a corregir sus malos hábitos y le enseñaron a tener una mejor vida familiar. Por eso mismo, nadie podía sacarle de la cabeza la idea de que no era bueno usar un chicote, confeccionado con el cuero curtido de una llama, para educar a los hijos inquietos y rebeldes.

Pedrito, siempre que dirigía su mirada hacia el kimsacharani, imaginándolo como un instrumento que inventó el diablo, sentía una sensación que le hacía estremecerse por dentro. Un solo chicotazo lo dejaba zapateando de dolor, con los pantalones mojados y los pelos de punta. Lo peor era que, mientras más se quejaba y lloraba, su papá descargaba toda su furia hasta dejarle con la espalda colorada como el tomate y las nalgas ardiéndole como si hubiese caído en un cubilete de brasas.

Así como su papá estaba acostumbrado a golpearlo, Pedrito estaba acostumbrado a recibir el castigo con los puños y los dientes apretados. Al final, sentía que todo su cuerpo, pequeño para su edad, estaba flagelado como el lomo de un jumento de carga. Algunas veces, cuando lo veía a su papá con el kimsacharani en la mano, decidido a sacarle lo malo y meterle lo bueno, se acordaba de los héroes de las películas, donde los protagonistas portaban un látigo que, luego de chasquear en el aire, golpeaba contra la humanidad del enemigo. Aunque su papá no era un arqueólogo aventurero, como Indiana Jones, usaba el kimsacharani con una impresionante destreza. Otra veces, cuando el castigo lo dejaba marcas en la piel, se acordaba del Zorro, de ese héroe enmascarado que, incluso cabalgando al galope sobre Tornado, podía marcar la letra Z con la punta de su látigo.


La vez que su papá lo azotó a las cuatro de la mañana, antes de irse al trabajo y por una travesura que hizo un día antes, Pedrito pensó cómo podía deshacerse del kimsacharani, hasta que se le ocurrió la idea de esconderlo en el baúl que estaba debajo de su cama; pero pensó un poco más y, de pronto, se dio cuenta de que el baúl no era el mejor sitio para hacer desaparecer un objeto de dimensiones considerables. Entonces se le vino otra idea más brillante: tirarlo al techo de paja, tal cual le explicó uno de sus compañeros de escuela, quien, un día que lo vio poniéndose saliva sobre sus heridas, le dijo:

Si no quieres que tu papá te pegue más, lo que tienes que hacer es lo siguiente: salir al patio de tu casa, ponerte de espaldas contra la pared, cerrar los ojos y, apuntando hacia el techo de paja, arrojar el kimsacharani por encima de tu cabeza.

Pedrito, esa misma mañana, apenas se levantó de la cama, se dirigió a la sala donde estaba colgado el kimsacharani, lo tomó con las manos temblorosas, salió al patio y, ¡zas!, se deshizo de ese instrumento de castigo que, de solo mirarlo, le ponía los pelos de punta y la piel de gallina.

Cuando su papá regresó del trabajo, buscó el kimsacharani como aguja en el pajar, pero no lo encontró. Preguntó a todos dónde estaba el Sambito, pero nadie le contestó, menos Pedrito que, a pesar de estar muerto de miedo, selló los labios, entornó los ojos y se limitó a negar con la cabeza.
   
Su papá buscó al Sambito por todas partes y, al no encontrarlo, se fue al mercado  para comprar otro. La vendedora, una señora gorda como la letra O y mala como una madrastra perversa, mientras le vendía un nuevo kimsacharani, le dijo que todo papá debía tener a mano ese objeto para hacerles chupar unito a los niños desobedientes y malcriados. Un solo chicotazo era suficiente para hacerles andar de puntitas.

Cuando Pedrito vio el nuevo kimsacharani colgado del mismo clavo donde estaba el anterior, el mismo que él arrojó al techo de paja de la cocina, se le estremeció el cuerpo y pensó que los castigos no habían terminado, no al menos como se lo explicó uno de sus compañeros de escuela.

Atormentado por los castigos que le propinaba su papá, Pedrito pensó que tenía que haber otra manera de deshacerse del kimsacharani. En eso nomás, como iluminado por una luz celestial, se le vino a la mente la idea de suplicarle al Supremo para que haga desaparecer al Sambito de una vez y para siempre.

Entonces se arrodilló al lado de su cama, apoyó los codos sobre la almohada y, juntando la palma de las manos, rezó todas las noches con los ojos cerrados, hasta que un día, cuando su papá iba a coger el kimsacharani para azotarlo como casi todos los días, éste voló de sus manos y, retorciéndose en el aire, se transformó en una serpiente de tres cabeza. Reptó con la velocidad de un rayo y desapareció en la hendidura del machihembrado de la sala.

Su papá, por primera vez en su vida, dio un salto atrás y pegó un grito de espanto. No podía creer lo que pasó con el kimsacharani delante de sus ojos; tenía el rostro de un pajarito aterrado y el cuerpo temblándole como pillado por una descarga eléctrica.

Pedrito, que estaba calladito en un rincón, con la espalda encorvada y los ojos con legañas, miró la escena con una enorme satisfacción, como si por primera vez estuviera libre de la crueldad de su papá, quien, desde ese milagroso día, dejó de comprar kimsacharanis y dejó de golpearlo, como si por fin hubiese entendido de que éste no era un chicote para educar a los niños, sino un instrumento que inventó el diablo para flagelar a los condenados al infierno. 

martes, 17 de abril de 2018


MONTOYA PRESENTARÁ DOS NUEVAS OBRAS EN LLALLAGUA

El prolífico escritor boliviano, en el marco de la celebración del Día Mundial del Libro, presentará sus más recientes creaciones: Retratos y Microficciones.

En el libro Retratos, el lector tiene la sensación de estar inmerso en una fascinante galería de cuarenta y cinco crónicas e imágenes, que recrean historias de vida a partir de pinturas como El yatiri, de Arturo Borda; Saturno devorando a sus hijos, de Francisco de Goya; Atardecer en el paseo Karl Johan, de Edvard Munch; Eva, de Fernando Botero; y La mujer barbuda, de José de Ribera.

Asimismo, el autor revela las impresiones que le causaron los retratos de personajes del ámbito cultural, deportivo y político, como el Gigante de Paruro, Ernesto Che Guevara, Julio Cortázar, los pies de Pelé, Ernesto Cavour, Augusto Pinochet y el Tío de mina, entre muchos otros.

En el libro Microficciones, ilustrado por el artista plástico Jorge Codas, el autor ofrece una serie de cuentos breves, donde la realidad y la fantasía se funden con una fuerza capaz de atrapar el interés del lector de principio a fin. Se trata de una estupenda selección de microcuentos que, narrados en pocas palabras, estimulan la imaginación y convocan a una reflexión necesaria.

El evento se llevará a cabo el lunes 23 de abril, en la Plaza de Armas de Llallagua, a Hrs. 16:00.

Los comentarios estarán a cargo de los profesores de literatura Rubén Marconi y Josué Moya. 

La presentación de los libros cuenta con los auspicios de la Honorable Alcaldía Municipal, la Universidad Nacional Siglo XX  y el Archivo Histórico de la Minería Nacional/Regional Catavi.

martes, 10 de abril de 2018


TEODORA, LA PALLIRI DE LOS DESMONTES

Teodora es originaria del pueblo de Chayanta, tiene 35 años y seis hijos. Trabaja desde hace unos cinco años como palliri en los desmontes de Llallagua. Su faena, que comienza cuando el sol comienza a despuntar tras los cerros de Catavi, consiste en machucar y rescatar, martillo en mano y sin más armas que su coraje, las chispas de mineral incrustadas en las granzas que conforman los desmontes que, en realidad, constituyen poderosos reservorios de mineral, lo mismo que las lamas del K’enko, donde desembocaron los residuos del Ingenio Victoria de Catavi, una vez realizado el proceso de concentración del estaño, que debía ser embolsado en sacos de Calcuta antes de ser transportado hacia Estados Unidos o Inglaterra.
 
Teodora vive en una habitación que, más que habitación, parece una pocilga. Vive acompañada por sus hijos y sus animales domésticos. No conoce el agua potable, la luz eléctrica ni la cocina a gas. Sus pocos muebles son cajones de dinamita y no tiene más bienes que un paupérrimo salario, que no le alcanza ni para llenar el estómago de sus seis wawas.

Teodora, como la mayoría de las mujeres que trabajan en los desmontes, a cielo abierto y sin más herramientas que sus manos, forma parte de ese ejército de mujeres abandonadas por sus parejas. Su mamá murió con una enfermedad desconocida y su papá, desde que lo retiraron de la empresa a causa de su mal de mina, se dedicó a la bebida y murió con cirrosis.

Ella se juntó con su marido a los dieciséis años. Él la hizo ver las estrellas y le prometió un paraíso que nunca llegó a conocer. Sus hijos, que no son precisamente una bendición de Dios, llegaron uno tras otro, hasta que su esposo, que era flojo, machista, borracho, mujeriego y maltratador, un día se enroló con otra mujer más joven y la abandonó junto a sus pequeños hijos, sin dejarle un solo centavo para comprar la comida.

Por un tiempo se sintió sola y lloró hasta el cansancio, pero, al final, cayó en la cuenta de que no le quedaba otra que seguir luchando para mantener a sus hijos, quienes, a pesar de las innumerables privaciones y dolores de cabeza, son la mayor razón de su vida. Un día, sobreponiéndose a los prejuicios propios de un medio machista y patriarcal, sujetó sus trenzas debajo del sombrero de paja, se puso overol y se calzó botas de goma. Cargó su martillo y merienda en un aguayo, se despidió de sus hijos y salió a ganarse el pan del día en los desmontes, conocidos también con el nombre genérico de colas, que son los residuos de la producción minera y que durante varias décadas fueron acumulándose como cerros café-plomizos cerca de los campamentos mineros.

Desde entonces no ha dejado de soñar en un futuro mejor para ella y sus hijos. Quiere trabajar en el interior de la mina, así tendría más derechos y más ingresos; es decir, ganaría un salario más digno que el que gana como palliri; pero éste deseo es solo un sueño, que nunca se hará realidad. Teodora está consciente de que el privilegio de ser minera no le corresponde a ella, sino a las mujeres que perdieron a sus maridos a causa de la silicosis o en un accidente laboral de interior mina. 

A pesar de los pesares, está conforme con ser palliri, aunque tanto sacrificio no siempre es recompensado de manera justa, aparte de que tiene que trabajar en condiciones infrahumanas, desafiando las inclemencias del tiempo y en un ambiente donde está expuesta a peligros que acechan a cualquier hora del día. Así como no faltan los accidentes y enfermedades, tampoco faltan los malhechores que, al verla sola entre los pliegues de los desmontes, intentan abusarla por el simple hecho de ser mujer; por fortuna,  ella aprendió a defenderse con el martillo o la piedra que siempre carga en el bolsillo de la pollera.

Teodora tiene su puesto de trabajo, bajo el sol y bajo la lluvia, en la misma zona donde hasta la época de la llamada relocalización de 1985, se deslizaban pequeños vagones metaleros enganchados a unos andariveles de acero, de grueso calibre, bien tensados entre un extremo y otro. Los pequeños vagones, vistos a la distancia y recortados contra el cielo, no sólo parecían pequeñas naves extraterrestres, sino que transportaban, por encima de los campamentos mineros, los deshechos expulsados de la Planta Sink and Flaut hacia los desmontes de granza, donde las palliris, como Teodora, se ganaban el sustento diario rescatando las chispas de mineral con la pura fuerza de sus manos.

El poco dinero que gana como palliri, machucando granzas con estaño de baja ley, no equivale ni siquiera al salario básico vital, pero ella, que aprendió desde niña el arte de ahorrar centavo a centavo, sabe cómo administrar lo poco que gana, conforme alcance para el plato de comida y la educación de sus hijos.

Teodora no sabe leer ni escribir. Nunca asistió a la escuela. Toda su vida, más que ser vida, fue un infierno. Experimentó las discriminaciones sociales y raciales desde siempre. Vivió en carne propia la violencia intrafamiliar y trabajó desde que tenía uso de razón, tanto dentro como fuera del hogar. Ella es un eslabón más de una larga cadena de mujeres que dejan su vida en los campamentos mineros, como antes la dejaron sus padres y los padres de sus padres. Por eso sufre harto por dentro y se parte el lomo trabajando, con la ilusión de que sus hijos sigan estudiando. Ella le ruega a Dios para que ellos no sean mineros ni palliris como sus antepasados. Lo que Teodora quiere es que sus hijos se alejen, de una vez y para siempre, de esos sombríos socavones que, desde la época de la colonia, han sido verdaderos tragaderos de vidas humanas.