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jueves, 1 de mayo de 2025

EN LOS INFIERNOS DEL MUNDO MINERO

Cuando llegó a mis manos el libro Mineros, del fotógrafo suizo Jean-Claude Wicky, quien dejó la obra en una pequeña biblioteca de Uncía, con una dedicatoria de su puño y letra: Para la Biblioteca Municipal Uncía. Este libro, fruto de mucho tiempo afectuosamente compartido con los mineros. Con todo mi afecto, Jean-Claude Wicky, me sorprendió ver las extraordinarias fotografías, en blanco y negro, en torno a una realidad que hace vibrar de pasmo y de coraje. Me quedé vacío de palabras de solo ver a los mineros empujando los carros metaleros o sentados, alrededor de la estatuilla del Tío, en las penumbras de las galerías, donde no faltan los trabajadores, de rostros famélicos y cenicientos, de cuerpos esmirriados y casi esqueléticos, enfrentándose a las rocas para extraer los filones de estaño a fuerza de dinamitas, combos, barrenos, picos, palas y taladros. 

Entre las páginas del libro, publicado por Lunwerg Editores, España, en 2002, y dedicado A los mineros bolivianos, cuya tarea diaria consiste en buscar su destino en las profundidades de la tierra, me llamó la atención, sobre todo, esta fotografía tomada, a 540 metros bajo tierra, en una de las minas del legendario Cerro Rico de Potosí, donde se ven, desde la cintura para abajo, a dos mineros semidesnudos, en medio de una temperatura que parece tenerlos cerca de las puertas del infierno.

No cabe duda de que Jean-Claude Wicky conocía la mina por dentro y por fuera. En estas tierras áridas, con montañas de laderas escarpadas, donde reina el viento y el frío, y donde los campamentos crecieron alrededor de las bocaminas, hizo muchos amigos entrañables y encontró el principal motivo de su trabajo como fotógrafo; más que eso, como un artista en la toma de fotografías.

Todo su interés por retratar la tragedia minera, que perturba los pensamientos y sentimientos, comenzó después de haber visitado una mina en el antiguo Cerro de Potosí, donde impactado por la realidad del inhumano trabajo que realizan los topos humanos, se dijo a sí mismo: Un día haré un trabajo fotográfico sobre el mundo de los mineros bolivianos; una idea que plasmó diez años después, en 1984, cuando retornó a Bolivia decidido a reflejar, con su cámara a cuestas, el mundo miserable de los mineros y sus familias.

Durante varios meses compartió con ellos, visitando los campamentos construidos en las laderas inhóspitas de los cerros, cubiertas de arbustos silvestres y paja brava, donde el viento habla su propio idioma, soplando y resoplando casi sin respiro, como afirma el propio fotógrafo, quien estuvo aprendiendo lecciones de vida en las minas de los distritos de Colquiri, Caracoles, Chorolque, Huanuni, Siglo XX, Viloco, Ánimas y Siete suyos, solo para citar algunos.

No es casual que él mismo manifieste que llegó a conocer de cerca la vida de las familias mineras, sus alegrías, sus sufrimientos, sus esperanzas, sus rebeldías y sus terribles aguardientes. En los campamentos conoció la sempiterna pobreza  y retrató el rostro demacrado y los ojos sin brillo de los niños, las amas de casa, las palliris y los ancianos, antiguos mineros que forjaron riquezas para que otros vivan en la opulencia mientras ellos se hundían en la miseria.

Desde la primera vez que entró en la mina, el reino del Tío, el guardián de las riquezas minerales, a quien los mineros le rinden culto y le solicitan permiso para perforar las rocas y explotar los filos de mineral, se dio cuenta de que las lúgubres galerías se bebieron el sudor y la sangre de los mineros desde la época de la colonia. Quizás por eso mismo, en una de las páginas de su libro, rememora la frase que alguna vez los mineros le soplaron en los oídos: Nuestra riqueza siempre ha sido la fuente de nuestra pobreza.

Jean-Claude Wicky entraba en la mina al despuntar el alba, cuando todavía estaba oscuro y salía entrada la noche, cuando el manto de la oscuridad seguía cubriendo los campamentos mineros. Se acostumbró a no ver la luz del día por varias horas y a pensar que la oscuridad era tan agobiante como estar metido en una tumba. De ahí proviene el subtítulo de su libro: Todos los días… la noche.

En el laberinto de las galerías, apenas iluminadas por la luz mortecina de la lámpara enganchada en el guardatojo, aprendió a rociar el suelo con aguardiente, como una suerte de ofrenda a la Pachamama y al mitológico Tío; es más, con ese mismo quemapecho, que le ofrecían los mineros y que él sorbía del gollete de la botella, templaba sus ánimos y su cuerpo antes de proceder a tomar las fotografías que eran de su interés.

Este suizo andariego, que en su juventud fue futbolista de 1ra. división y en su vejez un acucioso observador de su entorno, ha pasado mucho tiempo en las entrañas de la tierra, recorriendo kilómetros y kilómetros por las galerías abiertas como tubos hechos de rocas, como serpientes reptando en la oscuridad, donde no se oye más que la respiración de uno mismo, las goteras de las bóvedas y el chapoteo de las botas en las charcos de copajira. En los parajes de algunas galerías tenía que avanzar de cuclillas, aspirando el polvo metálico que destroza los pulmones de los mineros. Aprendió a avanzar a gatas por los piques que amenazan con derrumbarse a cada instante, para luego trepar por buzones y chimeneas, como una araña queriendo huir de los embudos de la muerte.

Solo así, a costa de penetrar en el vientre de la montaña y en el alma de los hombres que entregan su vida a la Pachamama, ha logrado fijar, con los poderosos lentes de su cámara, esas magníficas imágenes que tienen el poder de testimoniar la dantesca realidad de los mineros bolivianos. Por lo tanto, se puede afirmar, sin temor a equivocarnos, que Jean-Claude Wicky penetró en el alma de los mineros como ellos penetran en las rocas a punta de barrenos y perforadoras, en un intento por producir riquezas, pero no para ellos, sino para los dueños de las minas, que primero fueron de los conquistadores en la época colonial, después de los barones del estaño en la época republicana y de la Corporación Minera de Bolivia desde 1952.

En algunas de las minas de la cordillera andina, que él conoció más que ningún boliviano, penetró en las secciones ubicadas en los niveles más bajos y de mayor profundidad, donde la temperatura suele superar los 45 grados Celsius, debido a la falta de ventilación adecuada, el contacto entre los óxidos del mineral con el oxígeno y el sistema de extracción de minerales. Sin embargo, su obstinada obsesión por lograr las mejores imágenes, en condiciones desfavorables para cualquier fotógrafo, no le fue tarea fácil, pues tuvo que enterrarse con los trabajadores en las profundidades más recónditas del mundo minero, sin vacilar un solo instante, pero preguntándose a sí mismo: ¿Cómo se puede fotografiar la humedad, el calor asfixiante, la falta de oxígeno, el olor acre del mineral que impregna los cuerpos? ¿Cómo se puede fotografiar la oscuridad espesa de la mina, más impenetrable que la roca, que borra todo sentido de la orientación, toda noción de tiempo y de distancia, una oscuridad que quema los ojos y hace que tu cuerpo desaparezca?

Esta fotografía, por ejemplo, fue captada en una de las galerías de una mina en Potosí, donde la temperatura alcanzaba los 50 grados y la humedad casi podía palparse. Me imagino que él se acomodó en el mejor ángulo del paraje para capturar el instante tal cual quería, levantó la cámara resbaladiza por el sudor en las manos, ajustó el visor a la altura del ojo y, con un mágico clic del disparador, capturó la foto teniendo la sensación de que la cámara se fundía en el calor, mientras el sudor le perlaba en la frente y la respiración se le anudaba en la garganta.

Estos mineros, además de estar expuestos al aire contaminado en un ambiente extremadamente caluroso, que les causa deshidratación y severas complicaciones para la salud, trabajan con el torso y la espalda desnudos, apenas en calzoncillos y las botas de caucho apisonando el suelo barroso y resbaladizo, mientras las gotas ácidas de la copajira, desprendiéndose desde la bóveda del paraje, empapan sus cuerpos brillantes por la grasa y el sudor que les corre como si estuviese metidos en el sauna. 

El calor es tan intenso que ellos, de cuando en cuando, se sacan las botas para vaciar el sudor acumulado en ellas y se lavan la cara con el agua de la botella o, en último caso, con su propio orín que, además de tener propiedades medicinales, es el único liquido refrescante para aplacar el sofocante calor en esas extremas condiciones de trabajo.

En estas galerías, semejantes a las catacumbas del averno, los mineros, que lucen las extremidades con las venas enraizadas como cuerdas debajo de la piel, no tienen el cuerpo cubierto de polvo sino de sudor, de un sudor que parece mojarles hasta los pulmones convertidos en coladeras por el polvo de sílice.

Estoy seguro que Eduardo Galeano, de haber estado en este mismo paraje, hubiera tenido que repetir su relato sobre el mar, que les contó, en el festín de su despedida, a sus amigos mineros en Llallagua, donde estuvo un año después de la masacre de San Juan, acaecida el 24 de junio de 1967, habida cuenta de que estos mineros de último nivel, exhaustos por el trabajo y flagelados por el calor, le hubieran suplicado al unísono: Y ahora, hermanito, dinos cómo es la mar.

Él se hubiera quedado mudo y atónito, porque no hubiera sabido qué decir,  pero ante la insistencia de: cuéntanos, cuéntanos cómo es la mar, Galeano no hubiera tenido más remedio que acudir a su léxico de cuentacuentero, hasta encontrar las palabras capaces de traerles el mar y hacer que las olas empapen sus sudorosos cuerpos, como sacándoles de la galería hacia una superficie donde la luz es más diáfana y el aire más puro.

Sin lugar a dudas, Este hubiera sido su segundo desafío en el arte de narrar, después de que en 1968, estando en Llallagua, les contó sobre cómo era el mar a sus amigos mineros, quienes le prepararon una despedida, entre cantos, tragos de aguardiente y chistes, hasta que uno de ellos, al despuntar el alba y antes de que la sirena del sindicato les convoque a trabajar, puso a prueba su capacidad de narrador para responder a la pregunta: Y ahora, hermanito, dinos cómo es la mar.

Las fotografías de Jean-Claude Wicky, registradas entre los años 1984 y 2001, son un testimonio de sus repetidas visitas a Bolivia, ocasiones en las que visitó varias veces los campamentos mineros y varias veces se internó en los profundos socavones.  Su experiencia vivida en primera persona, en una treintena de minas, fue suficiente para captar impactantes imágenes en blanco negro y dejar un legado visual sobre la inhumana explotación de los mineros en las gélidas cumbres del altiplano. Al hojear el libro, que fue editado simultáneamente en varios idiomas, uno se da cuenta de que Jean-Claude Wicky (Moutier, Suiza, 1946 – Biel/Bienne, Suiza, 2016), conoció muy de cerca las minas y a las familias mineras, entre quienes encontró amigos para toda la vida.

Los mineros lo acompañaron a recorrer por las tenebrosas galerías y ellos aparecen retratados en sus espectaculares fotografías, que han recorrido Europa, América Latina y Estados Unidos, donde su denominada serie de mineros bolivianos (1984-2001) fue exhibida en Museos y Galerías de Arte, recibiendo los sinceros aplausos de los visitantes y los aclamados comentarios en la prensa oral y escrita.

Jean-Claude Wicky palpó de cerca el cotidiano vivir de los mineros, penetrando en el vientre de la Pachamama, para verlos arañar las rocas y extraer el metal del diablo, esas fabulosas vetas de estaño, enraizadas en las montañas de los Andes, que hizo ricos a los tres barones del estaño (Simón I. Patiño, Mauricio Hochschild y Félix Avelino Aramayo) y pobres a los topos humanos, que parecen buscar riquezas, mientras mastican los sinsabores de la pobreza.

En Mineros. Todos los días… la noche están registradas no solo las condiciones de un trabajo inhumano, sino también el alma de los mineros bolivianos, como quien tuvo la genial iniciativa de tomarles una radiografía para conocer sus desgracias y esperanzas. En este libro se habla con imágenes sobre una realidad que no puede describirse con mil palabras o, por si dudan, pregúntenselo a Eduardo Galeano.

miércoles, 19 de junio de 2024

EL ESCULTOR DESAPARECIDO

El Monumento al Minero es una magnífica obra realizada por un artista orureño, cuyos datos personales no quedaron en la memoria de los obreros que protagonizaron la revolución nacionalista de 1952. Nadie recuerda su nombre completo, tampoco se sabe si está vivo o está muerto.

Algunos dicen que fue un solterón solitario y solidario a la vez, un hombre empeñoso y trabajador, y que todo el tiempo que tenía, quitándole tiempo al tiempo, era para levantar obras de arte escultórico en plazas y parques. Otros, los pocos que lo conocieron mientras estaba modelando, con sus callosas manos y su deslumbrante ingenio, el Monumento al Minero, aseveran que soñaba con irse al Brasil en busca de una mulata que tuviera los atributos que les faltaba a las altiplánicas.

Lo cierto es que el escultor dejó plantado el Monumento al Minero en la histórica Plaza de la población de Siglo XX y que luego desapareció sin dejar rastro alguno, como si se hubiese esfumado como el humo del cigarrillo. Nadie recuerda su físico ni su rostro, salvo que era un artista que daba la vida por el arte.

Los mineros más antiguos dicen que lo vieron entrar a la mina, que lo vieron vagar como un demente por las oscuras galerías y que nunca más volvió a salir a la luz del día. ¿Será que el Tío se lo tragó huesos y todo? ¿Quién sabe? Los mineros cuentan que lo que es del Tío es del Tío, devorador de vidas humanas cuando olvidan tributarle alimentos sólidos y líquidos.

El Monumento al Minero luce estoico sobre su pedestal, la mirada altiva y el cuerpo fornido, la perforadora en una mano y el fusil en la otra. Pero del escultor, su creador y artífice, no se sabe nada, absolutamente nada, nada y nada…

miércoles, 30 de agosto de 2023

 

ESTATUA DE FILEMÓN ESCÓBAR EN CATAVI

La mañana del 27 de agosto de 2023, en la Plaza 6 de Agosto de la población de Catavi, perteneciente al municipio de Llallagua de la provincia Rafael Bustillo del departamento de Potosí, se descubrió la estatua de Filemón Escóbar, histórico líder sindical y dirigente político de renombre nacional. La estatua fue realizada por Wilson Zambrana, galardonado pintor y escultor orureño.

El acto programado por la Sub alcaldía, con el principal objetivo de rescatar una parte de la memoria histórica del proletariado de la Empresa Minera Catavi, contó con la participación de las autoridades ediles y las fuerzas vivas de esta población memorable y revolucionaria. Asimismo, estuvieron presentes los familiares de Filemón Escóbar, su viuda, sus hijos y nietos, pero también algunas personalidades del ámbito político, sindical y cultural, quienes hicieron usó de la palabra para destacar la vida y obra de uno de los dirigentes sindicales que nunca temió en generar encendidas polémicas con sus pensamientos, discursos y acciones políticas en los contextos donde se sentía convocado por su conciencia de clase y su función de protagonista de las luchas sociales.

Por otro lado, los miembros del Movimiento Cultural Pictórico Miguel Alandia Pantoja, invitados al acto de descubrimiento de la estatua de Filemón Escóbar, expusieron, en la Plaza 6 de Agosto, reproducciones de las pinturas del muralista llallagueño, quien fuera camarada y amigo personal del dirigente minero. La exposición llamó la atención de los presentes por la calidad estética de las obras plásticas y el mensaje revolucionario que Alandia Pantoja plasmó en sus murales y pinturas realizadas a caballete.

Filemón Escóbar nació en la ciudad de Uncía en 1934 y falleció en la ciudad de Cochabamba en 2017. En su prolongada y ardua actividad política, en defensa de los derechos laborales y sindicales, destacó desde su juventud en el Sindicato de Siglo XX. Ejerció como dirigente de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB) y la Central Obrera Boliviana (COB). 

En 1986, mientras era secretario general del sindicato Mixto de Trabajadores de Catavi, redactó la Tesis de Catavi, cuyo argumento central fue oponerse al Decreto 21060 y la relocalización, y crear un plan de emergencia,para la rehabilitación de COMIBOL y la diversificación de la producción. El documento fue aprobado primero por el sindicato de Catavi y posteriormente, como documento oficial de los trabajadores bolivianos, en el XXI Congreso Nacional Minero, realizado en la ciudad de Oruro, entre el 12 y 19 de mayo de 1986. Poco después, con los argumentos de esta misma tesis se realizó la Marcha por la Vida durante el gobierno neoliberal de Víctor Paz Estenssoro.

Filemón Escóbar, en su dilatada actividad política y sindical, ocupó un escaño en la Cámara de Diputados entre 1989 y 1993. En el periodo legislativo 2002-2003, ocupó la vicepresidencia del Senado, cuando ocupaba la secretaría general del Movimiento Al Socialismo (MAS), partido que fundó junto a la Confederación de Trabajadores del Trópico Cochabambino y del que se apartó por diferencias políticas e ideológicas.

Entre sus obras destacan: Testimonio de un militante obrero (1984); La tesis de Catavi (1986); La mina vista desde el guardatojo (1986); De la revolución al Pachakuti: El aprendizaje del respeto recíproco entre blancos e indios (2008); El Evangelio es la encarnación de los derechos humanos (2011); Semblanzas (2014). Escribió tanto como leyó, motivado por la necesidad de transmitir, de su puño y letra, sus experiencias vividas y sufridas, y sin más esperanzas que dejar un testimonio aleccionador para los luchadores sociales del presente y el futuro.

La estatua de Filemón Escóbar está donde debe estar, cerca de los predios del sindicato de trabajadores de Catavi, donde se estructuró la empresa estañífera más importante de Bolivia y el mundo, desde que Simón I. Patiño adquirió, en1924, las propiedades del consorcio chileno que extraía nuestro recurso natural en la montaña de Llallagua; en las pampas de este mismo distrito se ejecutó la masacre minera en diciembre de 1942 y se firmó el Decreto de la Nacionalización de las Minas el 31 de octubre de 1952.

Aunque la empresa Minera Catavi quedó desmantelada después de la relocalización, en la actualidad puede constatarse que ha experimentado una reestructuración inminente, con la refacción de sus edificios emblemáticos, como el Teatro, la Casa Gerencia  (actual Archivo Histórico Minero) y los baños termales, entre otros. A todo esto se han añadido las nuevas viviendas familiares y la construcción de los flamantes edificios de la Universidad Nacional Siglo XX, que tendrá varias de sus carreras extendidas en este distrito, donde hasta fines de este año contará también con la carrera de Formación Político Sindical (FPS), cuyo edificio será el mejor símbolo de esta universidad que nació como un proyecto revolucionario de los trabajadores, quienes, desde principios de las décadas de los años 70, pugnaron por tener una Casa Superior de Estudios para los hijos de los mineros y campesinos, con estructura orgánica y compromiso social.

La estatua de Filemón Escóbar, sin lugar a dudas, se convertirá en un punto más de atracción turística para los visitantes tanto nacionales como extranjeros, interesados en conocer el pasado histórico del combativo sindicato de trabajadores de Catavi, que desde su nacimiento fue el hermano mellizo del sindicato de Siglo XX, donde Filemón Escóbar se formó políticamente e hizo sus primeras armas junto a otros líderes y caudillos del movimiento obrero boliviano.

jueves, 13 de abril de 2023


SEMBLANZA SOLICITADA DE UN DIRIGENTE MINERO

Acaba de publicarse, bajo el sello de Ediciones La Cueva del Tío, el folleto Cirilo Jiménez Álvarez, sindicalista revolucionario, cuyo autor es el escritor Víctor Montoya, quien conoció en persona a este luchador social que formaba parte de la vida política, educativa y cultural de la ciudad minera de Llallagua. 

Cirilo Jiménez Álvarez nació en Tacaraní, comunidad campesina en el Norte de Potosí, el 14 de julio de 1930. En su niñez y adolescencia se dedicó a la agricultura, hasta que, una vez retornado del cuartel, se hizo minero a los 20 años de edad. Fue dirigente sindical en los distritos de Catavi y Siglo XX, miembro de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB) y la Central Obrera Boliviana (COB).

Este sindicalista revolucionario creyó en el poder del deporte y los libros, pero su principal opción fue la educación. Promovió la creación de la Universidad Nacional Siglo XX y se constituyó en su primer vicerrector y rector obrero. Durante las dictaduras militares, sufrió la persecución política y el confinamiento. Murió en Cochabamba, como consecuencia de un paro cardiaco, el 5 de noviembre de 2018. 

lunes, 5 de diciembre de 2022

EL MONUMENTO AL MINERO TIENE NOMBRE Y APELLIDO

El planteamiento de erigir un monumento en homenaje a los mineros y colocarlo en la Plaza del Minero, se aprobó de manera unánime en 1953, en la gestión del dirigente Gabriel Porcel, quien, por decisión de una apoteósica asamblea, fue elegido como Secretario General, y se terminó el proyecto del monumento durante la gestión de Irineo Pimentel, quien ocupó la secretaria general del Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX en 1954, remplazando a Gabriel Porcel, que ese año pasó a cumplir funciones en calidad de Control Obrero en la Empresa Minera Catavi.

La obra le fue encomendada al escultor orureño Bracamonte y los trámites para su concretización fueron gestionados por el sindicato. El escultor se fijó en la recia personalidad del obrero Félix Trujillo Omonte, lo miró de arriba abajo y decidió que este perforista de interior mina, por su contextura física y su rostro de k’achamozo (joven hermoso), era el modelo perfecto para plasmar el Monumento al Minero.

¿Quién era, en realidad, el modelo? En su expediente personal se establecen los siguientes datos: Félix Trujillo Omonte nació en Quillacollo, Cochabamba, el 27 de febrero de 1925. Era concubino de Angélica Torrez Daga, natural de Poopó y nacida el 31 de mayo de 1930, con quien tuvo seis hijos: Carlos, Germán, Delfina, Victoria, Félix y Nora. Ingresó a trabajar en la empresa Patiño Mines, el 27 de febrero de 1942, el mismo año que se produjo la masacre minera en las pampas de Catavi. Le designaron la Ficha No. 5008 y el Archivo No. 50879, tras aceptar en el Departamento de Empleos, imprimiendo el sello de sus huellas digitales, las siguientes condiciones impuestas por el Contrato de Trabajo:

Conste que yo, Félix Trujillo Omonte, convengo en trabajar con la PATIÑO MINES & ENTERPRISES CONSOLIDATED (Inc.), en calidad de Jornalero, en las condiciones siguientes:

1°- Me comprometo a cumplir y respetar los reglamentos de la Empresa.

2°- Ejecutaré los trabajos que se me encomienden, con puntualidad, corrección y honorabilidad, acatando las órdenes e instrucciones de mis superiores.

3°- Conservaré mi ficha de identidad para presentarla en cualquier momento, no pudiendo, bajo ningún pretexto cambiarla; y, en caso de extraviarla, abonaré, en calidad de multa, la suma de DIEZ BOLIVIANOS, descontables por planilla.

4°- Declaro estar conforme con el examen médico hecho en mi persona, y haber recibido un ejemplar del certificado médico de ingreso.

5°- Las inasistencias a mi trabajo, sin licencia podrán ser multadas discrecionalmente por la Gerencia de la Empresa, con una suma que no excederá de cinco bolivianos, así como también, en igual forma podrán ser multadas las faltas que yo cometiera contra las disposiciones del Reglamento Interno de la Patiño Mines & Enterprises Consolidated Incorporated.

6°- La Empresa me pagará un jornal de bolivianos, 32.70…… salvo de darme trabajo a contrato en cuyo evento me reconocerá únicamente el avío de pulpería establecido por ella.

7°- Este contrato es válido por treinta días. Si no hay manifestación de contrario, quedará tácitamente renovado de treinta en treinta días. Cesará de hecho sin lugar a indemnización alguna, en cualquier de los casos siguientes: a) por reducción de trabajo; b) por notificación de retiro con 15 días da aviso; c) por infracción de los Reglamentos de la Empresa; y d) por un simple aviso dado por parte del obrero, manifestando su deseo de retirarse de los trabajos de la Empresa.

8°- El obrero deberá presentarse al trabajo, inmediatamente o en el término máximo de tres días, a partir de la fecha; caso contrario quedará nulo este contrato.

9°- El que suscribe Jefe de la Oficina de Empleos, como encargado de la PATIÑO MINES & ENTERPRISES CONSOLIDATED (Inc.), para recibir trabajadores, acepta el presente contrato en las condiciones antedichas.

ACEPTO

Patiño Mines Enterprises Consolidated (lnc.)

V° B°

G. Barrón

PREFECTO DEL DEPARTAMENTO.

En la Empresa, desde el día en que aceptó las condiciones del Contrato de Trabajo, prestó sus servicios como jornalero, enmaderador, carrero y cabecilla perforista, en las secciones La Blanca, La Salvadora y Laguna.

El dirigente Gabriel Porcel aceptó la sugerencia del escultor y determinó que a Félix Trujillo Omonte se le pagaran sus jornales por quince días hábiles, mientras estuviese posando como modelo delante del escultor, quien no demoró en indicarle las poses que debía asumir para que la escultura resultara tal cual tenía pensado desde que le propusieron realizar un monumento para colocarlo en la Plaza del Minero, como una prueba de que los campamentos y las poblaciones, que nacieron y crecieron al pie de una gibosa montaña, merecían tener un monumento que representara al trabajador minero y fuese una suerte de emblema digno de ser admirado y respetado por propios y extraños.

El modelaje y diseño de la maqueta se llevaron a cabo en una de las viviendas del campamento Gualberto Villarroel, ante las miradas de algunos curiosos que se agolpaban en la puerta de la vivienda donde posaba Félix Trujillo Omonte, con la frente altiva y la mirada tendida en el horizonte, como anunciando el nacimiento de una sociedad sin explotados ni explotadores.

La curiosidad de los vecinos se prolongó por vario días, hasta que la maqueta del minero, de 70 cm, estaba lista para ser presentada al Secretario General del Sindicato, don Irineo Pimentel Rojas, quien fijó la mirada en la maqueta, extraordinariamente trabajada por el artista orureño, y dio su visto bueno para luego ser procesado en los hornos de la fundición de Catavi, donde la maqueta cobraría otras dimensiones, esta vez vaciada en bronce, con una altura de 2.50 metros, el fusil con una medida de 1.30 mts. y la chicharra (perforadora) de 1.50 mts.; una maravilla que sería del pasmo de los obreros de la fundición, quienes, orgullosos del resultado de su trabajo, que se materializó pieza por pieza para luego soldar las partes de la cabeza, el tronco y las extremidades, se tomaron una fotografía delante del magnífico monumento, que lucía espectacular no solo por sus imponentes proporciones, sino también por el enorme significado que tendría para los mineros y sus familias que, por primera vez en sus vidas, verían un monumento en homenaje a los seres que vendían su fuerza de trabajo a cambio de un mísero salario, a los trabajadores que dejaban sus pulmones en los tenebrosos socavones para extraer el mineral y hacer ricos a unos pocos, mientras ellos vivían hacinados en los campamentos, con una escalera de hijos y a cuatro mil metros sobre el nivel de la pobreza.

El pedestal del monumento

Según testimonios de los trabajadores más antiguos, se sabe que, mientras se realizaba el vaciado en bronce en los hornos de la fundición, empezó a construirse, en los predios de la Plaza del Minero, una estructura de piedra y argamasa que serviría como pedestal para colocar el monumento, con una altura de cinco metros y en forma de cúpula, con aberturas en las partes laterales representando el socavón y algunas escenas mineras; en la parte frontal se puso un carro metalero, empujado por un minero carrero, quien, con la lámpara eléctrica enganchada en la parte frontal del guardatojo, el rostro jaspeado por el polvo y ataviado con sacón, botas de goma y mameluco salpicados por la copajira, era el que mejor personalizaba el trabajo de explotación del estaño extraído desde el vientre de la Pachamama.


Se dice que el diseño del pedestal fue realizado por los ingenieros de la empresa y la obra fina por el personal del departamento de construcciones, hasta que, por fin, una vez que todo estaba listo, el monumento fue descubierto el 21 de diciembre de 1954, en homenaje al Día del Minero Boliviano. Así es como esta obra de arte pasó a formar parte del sindicalismo revolucionario y de la historia del movimiento obrero de Siglo XX, Llallagua y Catavi.

Tiempo después, en el pedestal de la enorme figura de bronce, de más de dos metros de alto, se vio la necesidad de colocar en la parte frontal, detrás de una estructura de vidrio y metal, la estatuilla del Tío de la mina, el ser que representa lo profano y lo sagrado en la cosmovisión andina, el personaje central en la mitología minera, a quien le rinden pleitesía ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y botellas de aguardiente. 

Félix Trujillo Omonte falleció en el Hospital Obrero de la Empresa Minera Catavi, el 15 de julio de 1963, a los escasos 38 años de edad, sin volver a ver su tierra valluna, donde trabajó como labrador en su infancia y adolescencia. Según el certificado médico extendido por el Departamento Médico de la Empresa, firmado por Dr. Carlos Torricos T., se constata que el deceso se debió a: colecistitis crónica, colecistectomía, apendicetomía, enfisema sub-cutáneo, colapso periférico; en palabras más sencillas, la causa de la muerte fue por fibrosis nodular (silicosis o mal de mina, conocida también como enfermedad profesional).

El modelo Félix Trujillo Omonte, como todos los mineros, acabó sus días con los pulmones destrozados por la silicosis, dejando a una numerosa familia en la orfandad. Su viuda se conformó con un miserable pago por desahucio e indemnización por varios años de servicios en la Empresa, mientras los jerarcas de la COMIBOL vivían a cuerpo de rey y percibían altos salarios a costa de quienes fallecían al borde de la infinita miseria, dejando a una viuda sin consuelo y una escalera de huérfanos que no tenían más remedio que buscarse otra vida lejos de los campamentos mineros, lejos de los socavones dispuestos a tragarse a quienes se internaban en el laberinto de sus galerías. ¡Qué desgracia más grande para un minero que, además de haber sido el modelo de un escultor, se convirtió en la imagen más visible y fotografiada en la Plaza del Minero de Siglo XX!

Félix Trujillo Omonte fue el perforista que, sin saber la importancia que tendría en la Plaza del Minero, se convirtió en un monumento que, aparte de formar parte del patrimonio histórico del movimiento obrero, se conservará para siempre en la mente y el corazón de los habitantes de los distritos mineros, que escribieron a sangre y fuego las páginas más memorables de la historia boliviana.

El Monumento al Minero como patrimonio histórico

Este memorable monumento, que se yergue en plena Plaza del Minero de Siglo XX, cual gigante de bronce acostumbrado a batirse como un titán contra las rocas, como tantas veces se batió contra los enemigos declarados de la clase obrera, es uno de los mejores que existen en los centros mineros del país.


Ya se sabe que el modelo tenía un físico debidamente proporcionado, puesto que el monumento, una combinación de arena, argamasa, bronce y roca, lo muestra con el torso desnudo, los músculos de hombre acostumbrado al trabajo duro y rudo. Así era Félix Trujillo Omonte, quien, con el pie derecho por delante y asentado la bota sobre las rocas del pedestal, el pantalón arrugado y el cinturón de correa gruesa y hebilla impresionante, que sujeta en la parte posterior la batería de su lámpara engancha al guardatojo, convierte al minero en el héroe de las luchas sociales, portando el fusil en una mano y la perforadora en la otra, como si estuviese decidido a ponerse siempre a la vanguardia de la nación oprimida y conquistar mejores condiciones de vida y de trabajo. Por eso mismo, merece permanecer como patrimonio histórico de la clase obrera, que desde siempre soportó los látigos de la opresión imperialista; se trata, pues, de un monumento que sirve para dejar constancia de que los mineros fueron quienes forjaron la patria con la fuerza de sus brazos y su indiscutible conciencia de clase.

El Monumento al Minero es una esfinge que evoca a los obreros combativos, que algunas veces sufrieron amargas derrotas en las contiendas que costaron baños de sangre, a los que estaban dispuestos a ofrendar su vida a la causa de la revolución proletaria, a los que fueron víctimas de las masacres perpetradas por las fuerzas represivas al servicio de las oligarquía minero-feudal y las tropas del ejército que actuaron al mando de las dictaduras militares.

El Monumento al Minero es también un reconocimiento al trabajo de esos esforzados hombres de los socavones que, escupiendo sangre por la tuberculosis y silicosis, lo dieron todo por el progreso del país a través de una actividad que durante el siglo XX fue el pilar fundamental de la economía nacional. El Monumento al Minero es, asimismo, un reconocimiento a la labor ardua y arriesgada de los trabajadores del subsuelo, sobre todo, cuando la seguridad industrial nunca ha sido una prioridad para los dueños de la empresa, salvo la explotación despiadada para acumular ganancias millonarias a costa de la miseria y el desmerecido sacrificio de los obreros.

El Monumento al Minero es la figura más emblemática de la Plaza del Minero de Siglo XX, cumple la función de conservar la memoria histórica de un proletariado que, durante la exploración de los recursos mineralógicos, fue revolucionario por excelencia. No cabe duda que representa a la clase social antagónica de la burguesía en un sistema de producción capitalista, que tuvo la injerencia de consorcios transnacionales, interesados en la explotación extractivista de los recursos naturales en una nación con enormes desigualdades sociales.

 

lunes, 28 de noviembre de 2022

LA HISTÓRICA PLAZA DEL MINERO

Pasar y repasar por la histórica y gloriosa Plaza del Minero de la población de Siglo XX, sea de día o sea de noche, evoca mucha nostalgia y recuerda un pasado que dignificó las luchas de los mineros nortepotosinos, quienes, con el verbo encendido y su afilada conciencia política, estaban dispuestos a transformar las tareas democráticas burguesas en socialistas, acaudillando a la nación oprimida por el imperialismo y sus sirvientes nativos.

Hablar de la Plaza del Minero es hablar del sindicalismo revolucionario, de ese sindicato que se creó en 1941 y luego construyó su sede con piedra labrada sobre las ruinas de otro edificio que tenía las paredes de adobes y el techo de paja.

En la Plaza del Minero, en momentos en que el ardor de las luchas obreras alcanzaba su mayor esplendor, se realizaban las apoteósicas asambleas, donde no faltaban los discursos que anunciaban el fin del sistema capitalista y el nacimiento de una sociedad con libertades democráticas y justicia social. Los discursos, beligerantes e incendiarios, se pronunciaban al son del ulular de la sirena del sindicato, que servía para convocar a los obreros al trabajo, pero también para convocarlos a las asambleas cuando urgía tomar decisiones en épocas de convulsiones políticas y sociales.

La Plaza del Minero fue el escenario donde se libraron intensas batallas ente los guardianes de la oligarquía minero-feudal, las dictaduras militares y los gobiernos neoliberales. No pocas veces, los obreros, armados con cachorros de dinamitas y fusiles en mano, se enfrentaron a las tropas castrenses y los agentes de la policía, como leones azuzados por sus cazadores, sin perder las perspectivas libertarias ni las esperanzas de coronar una victoria en el campo de batalla.

Cuando el país se encontraba al borde de una guerra civil, durante el gobierno rosquero de Enrique Hertzog, la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia declaró una huelga general. El gobierno ordenó el apresamiento de Juan Lechín y Mario Torrez y envió dos avionetas que ametrallaron los campamentos de Siglo XX, provocando un muerto y varios heridos. Las valerosas amas de casa y los mineros, enardecidos por los violentos hechos, sitiaron la Superintendencia de Siglo XX y tomaron como rehenes a varios técnicos norteamericanos de la Patiño Mines, exigiendo la libertad de sus dirigentes el 29 de mayo de 1949. Horas después, en la segunda planta de la sede sindical, donde se encontraban los rehenes, se suscitó, en circunstancias no del todo esclarecidas, la muerte de John O’Connor, Albert Kreffting y el jefe del campamento de Siglo XX.

En la misma segunda planta, donde estaba –y sigue estando la combativa y varias veces intervenida militarmente– Radio La Voz del Minero, fue victimado a tiros Rosendo García Maisman, dirigente minero y militante del Partido Comunista, en la madrugada del 24 de junio de 1967; es decir, el mismo día que se produjo la horrenda masacre de San Juan.

Las paredes de la sede sindical, con impactos de bala en el frontis, son testigos mudos de las intervenciones militares, las protestas de los obreros y las masacres perpetradas por los regímenes dictatoriales. En el mismo frontis luce el histórico balcón de la segunda planta, donde descollaron las figuras de los dirigentes mineros, amas de casa y estudiantes de secundaria, dispuestos a pronunciar sus arengas contra los enemigos de la clase obrera y el pueblo boliviano.

En la histórica plaza de la población de Siglo XX, además del Monumento al Minero, que no solo es una obra escultórica elaborada con un alto criterio estético, sino también un atractivo turístico de esta tierra minera, se encuentran la estatua de Federico Escobar, la Palliri y Filemón Escóbar, pero también los bustos de Irineo Pimental y César Lora, cuyo pedestal, que parece un sólido bloque de hormigón armado, está lleno de plaquetas conmemorativas y altorrelieves, como la imagen del desaparecido Isaac Camacho y el perfil del líder trotskista Guillerno Lora, incluyendo las inscripciones colocadas en un lugar significativo del busto tallado en mole de granito por el artista Indio Víctor Zapana.

El busto de César Lora fue inaugurado a finales de julio de 1975, en un acto sencillo pero significativo. La inauguración contó con numeroso público que se agrupó alrededor de una fogata que desprendía chispas bajo el cielo cuajado de estrellas. En las plaquetas pueden leerse diversas inscripciones; por ejemplo, en la que está en la parte superior, dice: Homenaje a los mártires obreros asesinados por el gorilismo: César Lora, 29 de julio de 1965. Isaac Camacho, julio de 1967; Julio C. Aguilar, julio de 1965. C.R. del P.O.R. Siglo XX, 29 de julio de 1975. En la plaqueta empotrada en el centro se lee: Los trabajadores de Siglo XX-Catavi a César Lora e Isaac Camacho. Mártires de la revolución proletaria. Siglo XX-Catavi, 29 julio 1975 y en la plaqueta empotrada en la parte inferior, con fondo rojo y letras en alto relieve, se lee: A Guillermo Lora, el redactor de la ‘Tesis de Pulacayo’, Siglo XX, mayo 2009.

El Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX se mantuvo vigente por más de medio siglo, desde el 10 de enero de 1941, fecha de su fundación, hasta 1987, año en que entornó sus puertas, tras el cierre de las minas nacionalizadas dependiente de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL) y la famosa Marcha por la Vida, en agosto de 1986. Desde entonces, el sindicato más combativo del país pasó a la historia con sus luces y sus sombras, como cuando llega el ocaso de un día que despertó con una deslumbrante alborada.

Ahora que la sede sindical está vacía y la Plaza del Minero está siendo avasallada por comerciantes minoristas, es obligación de las autoridades ediles conservarla para la posteridad, para que las generaciones del presente y el futuro sepan que en este distrito minero, que parece haber quedado en el olvido tras la relocalización, nacieron, vivieron y se formaron los dirigentes sindicales más combativos del movimiento obrero boliviano.

La Plaza del Minero es uno de los sitios más preciados de esta tierra minera, bañada de mineral, lágrimas, sudor y sangre; es más, los bustos y monumentos conmemorativos son las piezas más visuales y visitadas del paisaje de la población de Siglo XX, en vista de que preservan la esencia misma de un centro minero que tiene un pasado, presente y futuro. La Plaza del Minero, por su valor político, social, cultural e histórico, es el símbolo del heroísmo de una clase social que forjó el destino de la patria profunda y, por eso mismo, el lugar más emblemático y turístico del norte de Potosí. No en vano, el Concejo Municipal de Llallagua, a solicitud de la Asociación de Rentistas Mineros Regional Llallagua y conforme establece la Ley No. 131/2017 del 23 de junio de 2017, Declara a la Plaza del Minero Monumento Histórico de Grandes Revolucionarios y Líderes Sindicales.

 

domingo, 9 de enero de 2022

MINEROS ARMADOS EN UNA FOTOGRAFÍA HISTÓRICA

Cuando fijé la mirada en esta sorprendente fotografía, grabada con luz y reproducida en papel mate, lo primero que me pregunté fue quién era el hombre llevado en hombros. No sabía si era César Lora o su hermano mayor Guillermo, pero no pasó mucho tiempo para que el autor de la fotografía despejara la duda. Es Guillermo Lora. La foto se tomó en 1965, en la calle Linares, pero no recuerdo exactamente la fecha, dijo Juan Bastos (conocido también como el Fiero Bastos), quien se dedicó a registrar, con su cámara Kodak en mano, la historia de los mineros y pobladores de Llallagua, Catavi y Siglo XX.

El fotógrafo, experto en el arte y la técnica de obtener imágenes, conservaba una invalorable joya en su laboratorio, donde reveló los negativos de los carretes de películas sensibles a la luz, perpetuando a los personajes más destacados del sindicalismo revolucionario, quienes fueron sus amigos personales y cuyas imágenes fueron captadas por su cámara tanto dentro como fuera de la mina; en asambleas, congresos y reuniones en el local de Radio La Voz del Minero, donde los mejores exponentes de los partidos políticos deliberaban sus planteamientos ideológicos, disputándose la dirección del Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX.

Ahora que el fotógrafo descansa en paz, esperemos que todo este material gráfico, de incalculable valor testimonial y documental, sea recuperado y clasificado por sus herederos, para luego ser puestos a disposición de alguna institución pública o privada que pueda conservarlo y ponerlo al servicio de los investigadores de temas vinculados a la historia del movimiento obrero boliviano. Este poderoso arsenal de fotografías, que forma parte de la historia del sindicalismo minero, debe ser conocido y declarado patrimonio de los llallagueños, pues, de otro modo, sería lamentable que estas joyas gráficas se pierdan entre los polvos de un depósito oscuro y olvidado.

Si la fotografía data de 1965, debe considerarse que fue tomada durante el régimen de René Barrientos Ortuño, quien, y a nombre de la Doctrina de Seguridad Nacional, introducida por el Departamento de Estado de los Estados Unidos, y asesorado por los agentes de la CIA, protagonizó el golpe de Estado en noviembre de 1964. Ni bien se estableció en la silla presidencial, desató una sañuda persecución contra los dirigentes políticos y sindicales, rebajó los salarios a niveles de hambre y se propuso aplastar al comunismo internacional con todos los medios a su alcance, no solo desterró a los subversores a zonas inhóspitas, sino que también cometió crímenes de lesa humanidad.

Sin embargo, a pesar de los peligros que representaba el gobierno de facto, los mineros seguían bregando por hacer respetar sus derechos fundamentales, como el fuero sindical, el aumento salarial y la reincorporación de sus compañeros despedidos a sus fuentes laborales. Fue en estas circunstancias que fue tomada esta fotografía, donde se ve a un piquete de mineros armados, quienes, mostrándose como los indomables soldados de las milicias obreras, cargaban en hombros al ideólogo trotskista entre fusiles, pancartas y banderas rojas ornamentadas con la hoz, el martillo y el número cuatro en referencia a la Cuarta Internacional.

Cuando Guillermo Lora, secretario general del Partido Obrero Revolucionario (POR), llegaba a Llallagua para dirigir la escuela de cuadros, que se prolongaban por varios días, era conducido en hombros de los mineros por las calles de la población civil de Llallagua y los campamentos mineros de siglo XX, hasta arribar al Pabellón de los Solteros, en cuyos dos cuartos ampliados por Filemón Escóbar, entre humos de cigarrillos y discusiones acaloradas, se realizaban las reuniones y ampliados de los militantes poristas.

Hermógenes Peláez, en una entrevista concedida para el libro Guillermo Lora, el último bolchevique (2021), del periodista Ricardo Zelaya Medina, recuerda: Cuando Guillermo venía, el Partido ya había crecido, en hombros sabíamos manejarle. De arriba bajaban las manifestaciones, de Cancañiri, y les esperábamos en la plaza, en el Club Racing, todos los militantes, unos 50 ó 60. Y de ahí en hombros lo sabíamos llevar hasta la Plaza del Minero (pág. 199).

Es probable que Guillermo Lora, en esta fotografía, esté sentado a horcajadas sobre los hombros del dirigente minero Cirilo Jiménez u otro obrero de fornido físico, cabellera hirsuta y bigotes recortados a la usanza de los actores de la época de oro del cine mejicano. Algunos niños curiosos, con la mirada volteada hacia atrás, van por delante y a paso ligero. Los obreros visten con chaquetas de cuero y otros con sacos de paños de la tierra, pero la mayoría de ellos llevan el atuendo de mineros, el guardatojo calado hasta las orejas y los botines con puntas de fierro, que la empresa les distribuía en las pulperías a cuenta de su salario.

Es ineludible que en la escuela de cuadros, el ideólogo del POR, autor de la Tesis de Pulacayo, inagotable panfletista y el mejor intérprete del trotskismo latinoamericano, disertaba sobre temas políticos y organizativos del Partido Obrero Revolucionario, además de hablarles de la importancia de encarnar el programa revolucionario y encaminarse hacia la conquista del poder, pero no a través del foco guerrillero ni las propuestas de los gobiernos nacionalistas, sino a través del programa revolucionario que debía encarnar la clase destinada a acaudillar la revolución de obreros y campesinos, hacia el socialismo y la dictadura del proletariado, ya que solamente el proletariado, bajo la dirección de su programa político, podía salvar a los explotados de la barbarie capitalista.

En este piquete de mineros armados, que ganaban las calles voceando consignas combativas contra la bota militar y el imperialismo, se encontraban algunos luchadores obreros como Pablo Rocha, Ángel Capari, Filemón Escóbar, Julio C. Aguilar, Isaac Camacho, Benigno Bastos, Víctor Siñanis, Flavio Ayaviri, Pedro Guzmán, René Anzoleaga, Sánchez y un largo etcétera de jóvenes militantes y simpatizantes del Partido. Y, claro está, en consideración de algunos, el personaje que debía ser llevado en hombros era César Lora, el verdadero organizador del Partido en las minas de Siglo XX, el indiscutible líder de los trabajadores, el que avizoraba la revolución sabiendo que esta no se haría con papeles ni panfletos, sino con los fusiles en las manos y con coraje a prueba de balas, sin dubitaciones ni mediatintas. César Lora era, sin lugar a dudas, el maestro de los mineros y campesino, a quienes les enseñaba las concepciones de los clásicos del marxismo en idioma quechua, el mejor visionario de la revolución obrera-campesina proyectada desde la lámpara enganchada en el guardatojo.

Por la realidad que refleja la fotografía es fácil suponer que César Lora, a pesar de su condición de líder nato del sindicalismo minero, no tenía afanes de figurón ni quería hacerse el caudillo por imposturas; prefería mantenerse al nivel de las bases, como era su costumbre, ajeno al culto de la personalidad, incluso cuando los acontecimientos lo colocaban de manera natural en la cúspide de los acontecimientos sociales que se agitaban desde abajo, pero desde muy abajo, desde el seno mismo de los trabajadores que lo elegían como al portavoz de sus reivindicaciones por su alto grado de conciencia política, casi siempre en actitud beligerante y discursos al rojo vivo.

Cualquiera que contemple esta fotografía, con la mirada puesta en los fusiles, se preguntará: ¿De dónde sacaron las armas? ¿Acaso provenían de la revolución del 1952 o las adquirieron en otras circunstancias? Lo cierto es que cuando el régimen de René Barrientos Ortuño despidió a decenas de sindicalistas subversores de sus fuentes laborales, ellos tenían que buscar la manera de mantener a sus familias. Pastor Peláez recuerda que César Lora, con la lucidez mental que lo caracterizaba, dijo: Carajo, De qué vamos a vivir, pues, tenemos que ‘jukear’ el mineral; palabras que pronto se convirtieron en consigas.

El jukeo consistía en formar un grupo de obreros retirados de la empresa y otro grupo de desocupados para explotar las vetas de estaño, cuyos concentrados eran entregados en bolsas de Calcuta a la misma Empresa Minera Catavi, una vez que César Lora convenció a los administradores para que declaren el jukeo como una actividad legal, para así evitar el quiebre de la empresa, la rebaja de los salarios y el despido forzoso de los obreros.

Con una parte de esos dineros recaudados del jukeo compraron una volqueta Ford de color rojo y las armas que debían ser usadas para emprender la insurrección armada de las masas y la instauración del gobierno obrero-campesino. Pastor Peláez, quien tenía escondidas las armas, tapadas con una calamina, en el patio de la casa de su madre, en la calle 9 de Abril de la población civil de Llallagua, confesó: Y con esa misma plata nos hemos comprado la volqueta y el armamento (…) Teníamos metralletas, fusiles M-1, una cosa de 50 (Zelaya Medina, Ricardo. Guillermo Lora, el último bolchevique, 2021, pág. 179) .

De modo que en la época del régimen dictatorial de René Barrientos Ortuño, los obreros estaban armados con las metralletas y fusiles que desenterraban en el patio de la casa de la madre de Pastor Peláez, quien era más conocido por el sobrenombre de Sabu, debido a su larga cabellera y su parecido físico con Sabu Dastagir, actor de origen hindú que, en los años cuarenta del siglo pasado, protagonizó películas como El ladrón de Bagdad y El libro de la selva, entre los más destacados de una larga producción cinematográfica; películas que se proyectaban en los cines de los centros mineros de Uncía, Catavi, Siglo XX y Cancañiri. 

Estas mismas armas se habían ya usado el 28 y 29 de octubre de 1964, en el enfrentamiento contra las tropas del Ejército en las áridas pampas de Sora Sora, a medio camino entre Huanuni y Oruro, donde se dieron bajas en ambos bandos y en cuyas refriegas, que duraron horas de fuego cruzado de proyectiles, hubo varios combatientes gravemente heridos.

Las columnas de obreros, disciplinados y fuertemente armados con ametralladoras, fusiles y dinamitas, estaban comandadas por César Lora, Isaac Camacho y Cirilo Jiménez. Ellos se lanzaron al combate con el propósito de llegar hasta Oruro y apresurar la caída del gobierno de Víctor Paz Estenssoro, que se puso al servicio de los intereses del imperialismo, traicionando los objetivos estratégicos de la revolución nacionalista del 9 de abril de 1952.

El 14 de septiembre, después de la masacre de San Juan, en la madrugada del 24 junio de 1967, volvieron a remover el escondite y a sacar las armas totalmente carcomidas; las tuvieron que limpiar y engrasar, una por una, para luego distribuirlas entre los obreros más jóvenes y osados, así fue como desde entonces, las armas nunca más se recuperaron, al mismo tiempo que el gobierno de Barrientos, con el asesoramiento de los mercenarios de la CIA, seguía con su objetivo de liquidar a los movimientos izquierdistas que se oponían a la dictadura; no tuvo reparos en acabar con los dirigentes más esclarecidos de los sindicatos revolucionario. Así fue como asesinaron a César Lora en julio de 1965 y desaparecieron a Isaac Camacho un mes después de haber provocado un baño de sangre en junio de 1967.

Esta imagen nos deja un testimonio de la gloriosa época del proletariado minero, de ese sector laboral que, en el marco de las luchas sociales, difundían el claro mensaje de que los pobres, explotados y marginado serían los que controlarían el poder político en beneficio de las grandes mayorías, que soportaban los látigos del imperialismo y de los gobiernos que no representaban los intereses de quienes deseaban vivir en un país más justo, libre y equitativo. 

Esta fotografía histórica, atesorada en los archivos del fotógrafo llallagueño Juan Bastos, es un buen ejemplo de que en las minas de Sigo XX, había una organización de militantes y simpatizantes de la organización trotskista dispuesta a empuñar las armas y conquistar el poder político, para establecer el gobierno obrero-campesino, que hoy por hoy, en el siglo XXI y tras el decreto 21060 y el cierre de las minas nacionalizadas, que liquidó a las direcciones revolucionarias de la clase obrera, parece más una ilusión lejana que una escena propia de la realidad actual.

Este testimonio de luces y de sombras, revelado mediante un procedimiento químico en el laboratorio, muestra que los obreros estaban decididos a asumir su rol histórico bajo las banderas del socialismo, la única sociedad capaz de abolir las discriminaciones sociales y raciales; es más, es una fehaciente prueba de que los obreros, armados por César Lora e Isaac Camacho, estaban dispuestos a emprender la insurrección popular, prestos a batirse con las tropas del Ejército y lograr una victoria en los campos de batalla, para conquistar, palmo a palmo y con las armas en las manos, los ideales trazados por la Tesis de Pulacayo.

Son lecciones de vida y de lucha, y de esto deben aprender las actuales autoridades de gobierno, los dirigentes de la Central Obrera Boliviana (COB) y la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), que deben reivindicar las tesis políticas aprobadas en las asambleas y los congresos mineros, sin claudicar ni traicionar la independencia política de los oprimidos ante los gobiernos de turno, ya sean estos civiles o militares, de derecha o izquierda, debido a que el proletariado siempre tuvo sus propios principios y objetivos desde que se constituyó en clase en sí y para sí, en la clase revolucionaria por excelencia, en la vanguardia de la nación oprimida que pugnaba por liberarse de la opresión imperialista.

Las gloriosas épocas del pasado ya no existen en Llallagua, ni en Catavi, ni en Siglo XX, que fueron los baluartes de las luchas sociopolíticas durante la pasada centuria. Lo único que ha quedado son los vestigios de los dirigentes sindicales más importantes del país, una historia que debe rescatarse para las futuras generaciones, para que sepan que los distritos mineros del norte de Potosí parieron a hombres y mujeres que supieron armarse de coraje para defender sus derechos más elementales y sus ganas de transformar la sociedad capitalista, donde pocos tienen mucho y muchos no tienen nada, en una sociedad socialista más digna, solidaria y humana.

Imágenes:

1.     Piquete de mineros armados, Siglo XX-Llallagua, 1965. Foto de Juan Bastos.

2.     Guillermo Lora.

3.     César Lora e Isaac Camacho. Viñeta realizada por el muralista Miguel Alandia Pantoja.

 

miércoles, 2 de junio de 2021

ENRIQUE ARNAL, PINTOR DE RECUERDOS Y SOLEDADES

El artista plástico Enrique Arnal Velasco nació en el centro minero de Catavi, al norte del departamento de Potosí, el 19 de marzo de 1932. Su padre Luis trabajó como jefe de contabilidad en la planta administrativa de la “Patiño Mines”, donde el niño Enrique descubrió su vocación de pintor de la mano de su madre Emma, quien también trazaba líneas y coloreaba imágenes en sus tiempos libres.

Si nos referimos a Enrique Arnal es porque la mayoría de los pobladores cataveños desconocen su existencia y su invalorable aporte a las artes plásticas del país y el mundo. En consecuencia, es necesario que se lo conozca y reconozca en la tierra que lo vio nacer, ya que fue una estrella que brilló, con méritos y luz propia, en la constelación de los artistas que dedicaron su vida a la creación de obras que, además de formar parte del patrimonio cultural de un valeroso pueblo, son la caja de resonancia de su fuero interno, irradiándose a través de formas y colores distribuidos armónicamente en los lienzos cual si fuesen discos cromáticos encajados en un gigante caleidoscopio. 

Enrique Arnal, acostumbrado a los torbellinos de polvo y los gélidos silbidos del viento, reflejó en sus obras pictóricas sus vivencias de infancia, que dejaron imborrables huellas en su memoria de niño nacido entre los cerros agrestes y mineralizados del altiplano, donde aprendió a gatear y dar sus primeros pasos, cayéndose sobre el tupido césped de uno de los chalets situados cercas de la Casa Gerencia, sede de la poderosa Patiño Mines & Interprises Consolidated (Inc.), que por entonces era la mayor proveedora de estaño del mundo y el centro neurálgico de la economía nacional.

Quienes lo conocieron en persona, lo describen como un hombre de vigoroso físico, tímido y reservado, determinado, determinante y de opiniones lapidarias. Nunca admitió que el arte estuviese controlado por los sistemas de poder, tampoco se vinculó a ninguna corriente ideológica ni partido político, pero siempre tuvo presente su compromiso con los más necesitados y marginados de la sociedad, quizás, debido a la vieja amistad que mantuvo con Marcelo Quiroga Santa Cruz, a quien conoció en el Instituto Americano de La Paz.

Enrique Arnal tuvo una infancia feliz; digo feliz, porque supongo que su familia llevaba una vida sin premuras cotidianas ni preocupaciones económicas. Incluso poseían cámaras fotográficas y filmadoras, en una época en que las familias mineras no tenían ni la salud completa y hacían todo lo imposible para sobrevivir a la miseria a la que fueron sometidas por el sistema de explotación capitalista.  

Una vez que concluyó sus estudios secundarios, decidió dedicarse a las artes plásticas en la que fue un auténtico autodidacta, pero con una vocación natural para el dibujo, el grabado y la pintura, en la que destacó como uno de los mejores artistas plásticos de su época. Así fue que, tras doce años de actividad dedicada íntegramente a la creación pictórica, obtuvo una beca de la Fundación Simón I. Patiño, que le permitió estudiar en París entre 1966 y 1967. Más tarde, obtuvo otra beca del Programa Fulbright para realizar estudios en Virginia, EE.UU.

Enrique Arnal, lejos de los compromisos políticos y sociales de la revolución nacionalista de 1952, desarrolló su obra en la soledad y en series temáticas, que proyectaban su mundo interno, sus experiencias oníricas y su inquietud por crear una pintura con estética introspectiva y estilo personal, aunque en una parte de su producción se nota una marcada influencia del cubismo, sobre todo, en su representación del mundo pétreo del altiplano y otras temáticas nacionales.

Desde 1954, año en que tuvo su primera exposición individual en el Cuzco, Perú, a sus 22 años de edad, exhibió sus obras en diferentes ciudades sudamericanas, Estados Unidos y Europa. Participó en numerosas exposiciones colectivas, eventos y concursos nacionales e internacionales. Fue el tercer artista en ser galardonado con el Gran Premio “Pedro Domingo Murillo” en 1955. Desde entonces, se hizo merecedor de numerosos galardones en mérito a la gran calidad de sus pinturas hechas con fuerza expresiva y sentido ético.

Enrique Arnal era un hombre de carácter solitario y meditabundo. Algunos de sus colegas lo consideraban “el pintor del silencio y de la soledad del hombre, tanto andino como universal”. Podía estar días enteros recluido en su estudio, sin otra compañía que la música clásica y obsesionado en convertir sus ideas en obras de arte, vinculadas a una vida espiritual y temperamento creativo. Su soledad de artista fue confirmada por su hijo Matías Arnal, quien, en una entrevista, manifestó: “Tengo tantos recuerdos de mi padre, desde mi primera memoria siempre en su estudio, cuando vivíamos en Bolivia, quedaba en el altillo de nuestra casa y él con su pincel y con música clásica. Él armaba un hermoso entorno. Tenía paz y armonía, y se dedicaba plenamente al arte”.

El artista agrupó sus obras en series temáticas, que iban desde la figura humana solitaria hasta los animales domésticos y silvestres, pasando por los paisajes sintéticos y pueblos pétreos, como todo artista interesado en universalizar lo local, lo cotidiano y lo vivencial. En sus cuadros no están ausentes las montañas andinas, la tragedia de los mineros, la naturaleza muerta, los bodegones, la represión política y otros que formaban parte del mundo de su memoria, como cuando realizó una serie de pinturas testimoniales de la época en que fue perseguido y preso político, en las que plasmó las sesiones de interrogatorios y atropellos a la dignidad humana, que tenían lugar en las mazmorras de la dictadura militar de los años 70.

Hubo varios períodos en su vida en los que realizó pinturas representando la figura humana (hombres y mujeres, en algunos casos desnudos), armado con una paleta cromática, donde predominaban los colores oscuros interrumpidos por tonos vivos y contrastantes, negando así cualquier componente figurativo, folklórico, y abandonándose libremente a las figuras geométricas, su articulación y relación dentro de la composición.

Su honda sensibilidad lo llevó a pintar una serie inspirada en el “aparapita”, ese cargador de los mercados de abasto de las ciudades que, con el lazo o mantón al hombro y su indumentaria de ser marginal, quedó retratado, de  cuerpo entero y el rostro velado, en los cuadros pintados al óleo sobre lienzo, donde predominan pocos pero efectivos colores, como son los matices oscuros, los tonos tierra acompañados de grises y negros, que parecen haber sido elegidos de manera consciente para ajustarse a la lóbrega realidad del “aparapita”.

Una de las pasiones de Enrique Arnal fue pintar animales: toros, caballos, gallos, perros, bisontes y, sobre todo, cóndores, inspirado en los recuerdos de su infancia, un periodo de su vida en que tuvo un contacto directo con el ganado vacuno y caballar, los asnos y las mulas, animales que eran empleados en el transporte del mineral. En una de las fotografías del álbum familiar, captada en blanco y negro en el patio de una de las viviendas que ocupaban los técnicos de la “Patiño Mines”, se lo ve posando entre dos terneros y al lado del Cóndor Martín. En otras fotografías se lo ve disfrazado de vaquero y montado en el caballo que le regaló su padre. Por lo tanto, no es casual que, a mediados de la década de 1970, se hubiese dedicado a pintar una serie de cóndores, con una explosión de colores que dignifican la majestuosidad de esa mítica ave, que es uno de los símbolos patrios y el que mejor representa a los pobladores de la Cordillera de los Andes.

La fascinación por el ave de carroña, longeva y de gran envergadura cuando está con las alas desplegadas, estaba vinculada a sus vivencias de niñez, cuando conoció y acarició a un cóndor que sobrevolaba por las poblaciones mineras del norte de Potosí, y que los mineros lo bautizaron con el nombre de Cóndor Martín, que cumplía con la función de mensajero de la Empresa Minera, cuyos administradores, a modo de pagarle por sus servicios, determinaron darle una ración diaria de carne en la “pulpería”. El Cóndor Martín, que lo impactó decisivamente en su infancia, fue el que inspiró esa serie de aves, de plumaje negro-azabache y pico terminado en gancho, que se aprecian en sus magistrales cuadros que actualmente están dispersos en instituciones culturales y colecciones privadas.

Huelga informarle al lector que la Regional Catavi del Archivo Histórico de la Minería Nacional de la COMIBOL, en el número 20 de su “Serie de Literatura Minera”, publicó el folleto “El Cóndor Martín” (2021); un compendió realizado por el Escritor Víctor Montoya. El folleto contiene textos escritos por seis autores en torno al ave que sobrevoló por los azulinos cielos de las poblaciones mineras, dejando una estela de historias que, ampliadas en mayor o menor grado con episodios imaginativos, fueron convertidas en una suerte de leyendas y relatos fantásticos. Los textos, como no podía ser de otra manera, fueron ilustrados con las magníficas pinturas de Enrique Arnal.

Es evidente que los recuerdos de su infancia marcaron la temática de su obra hecha a grandes brochazos, porque junto a los paisajes del entorno andino y los animales que lo sedujeron en sus primeros años, está el mundo minero con su energía mítica y telúrica. Se trata de una serie de obras pintadas con gran sensibilidad y visión muy particular, que él denominó “Mitología Minera”, con oscuros socavones, aislados de la superficie expuesta a luz del sol, donde los obreros trabajaban en condiciones infrahumanas, peleándose con las rocas de la montaña, que escondía en sus entrañas los yacimientos de estaño y se tragaba la vida de los mineros para que unos pocos se hagan millonarios y vivan a cuerpo de rey.

No cabe duda de que Enrique Arnal reprodujo, en gran parte de su obra pictórica, los sucesos que le impactaron mientras crecía en el centro minero de Catavi. Por eso mismo, en varios de ellos, los paisajes, unos abstractos y otros más realistas, corresponden a ese entorno geográfico, donde pasó los primeros ocho años de su niñez, contemplando la realidad social y la tragedia humana. No en vano en los años de 1980, tras una larga ausencia del país, pintó la serie denominada “Mitología Minera”, que condensan los recuerdos que marcaron su pasado, ya que en las galerías de su memoria se mantuvieron intactos los rasgos físicos de los obreros y los socavones que conoció de la mano de su padre.

En el centro minero de Catavi, el artista tuvo una infancia llena de gratos momentos y travesuras inolvidables, que compartió con su mejor amigo Cirilo, hijo de un trabajador minero, con quien osaba aventuras como eso de colgarse de los vagones de los andariveles que transportaban la granza de la planta de concentración de mineral, a través de maromas tendidas de un punto a otro, hacía los denominados “desmontes”, donde Enrique Arnal y su amigo, lejos del control de los padres, jugaban ensuciándose las ropas con el polvo y la “copajira” de los relaves.   

Enrique Arnal se desempeñó también como gestor cultural del arte. Creó la Galería “Arca”, que estuvo activa en la ciudad de La Paz, entre 1968 y 1970. Posteriormente, según cuenta Norah Claros Rada, influyó de manera determinante en la creación de la Galería de Arte Emusa en 1974, un espacio donde podía exhibirse obras de manera profesional y permitía realizar otras actividades artísticas y culturales.

Ejerció como docente en la Carrera de Artes Plásticas de la Universidad Mayor de San Andrés, de 1978 a 1980, dos años en los que muchos estudiantes se beneficiaron de la experiencia y la capacidad didáctica del maestro Enrique Arnal. Además, uno de sus importantes aportes fue la obra de investigación “Breve diccionario biográfico de pintores bolivianos contemporáneos” (La Paz, 1986), que contó con la colaboración de Silvia Arze y fue editado por INBO; un compendio en el cual se reunió información sobre los pintores bolivianos del siglo XX.

Enrique Arnal, que también se desempeñó como Director del Instituto Latinoamericano de Relaciones Internacionales (ILARI) y cumplió funciones diplomáticas como Agregado Cultural (Ad-honoren) de las embajadas de Bolivia en México y Francia, fue uno de los artistas más importantes de la plástica nacional contemporánea y un cataveño que aportó muchísimo al arte nacional, tanto como lo hicieron otros artistas nortepotosinos, como Miguel Alandia Pantoja (Llallagua, 1914 – Lima, Perú, 1975), Benedicto Aiza Álvarez (Uncía, 1952 – La Paz, 2009), Mario Vargas Cuellar (Catavi, 1942), Marcelo Mamani Coca (Catavi, 1959) y Zenón Sansuste Zapata (Catavi, 1962), entre otros.

Enrique Arnal Velasco vivió aferrado a los recuerdos atesorados desde la infancia, hasta el día en que falleció, tras una larga enfermedad, en la ciudad de Washington, DC., lejos de su tierra natal, el 10 de abril de 2016. Desde luego que su muerte nos privó de un artista plástico de enorme potencialidad, quien supo plasmar su ingenio creativo en obras imperecederas para el patrimonio cultural de la nación boliviana y el mundo entero. No obstante, estamos seguros de que, en su tránsito por los senderos de la muerte, Catavi seguirá siendo la cuna de su nacimiento, el territorio donde transcurrió su infancia y el centro minero que inspiró su obra pictórica que, en medio de un torbellino de pinturas, paletas, pinceles, rodillos y espátulas, fundió el imaginario popular y las experiencias personales con sus nobles sentimientos hechos de pura sensibilidad e inconmensurable fuerza creativa.