martes, 1 de abril de 2025


miércoles, 19 de julio de 2023
LA ESCRITURA COMO TABLA DE SALVACIÓN
En el ciclo primario, en una escuelita que lleva el
nombre del escritor Jaime Mendoza, fui un alumno regular y tenía serias
dificultades en el aprendizaje de la lectura y escritura, debido más a
problemas emocionales que neurológicos. No obstante, aunque no leía los libros
de texto con el mismo interés y entusiasmo que advertía en el resto de mis
compañeros, tenía una preferencia por leer las tiras cómicas de los diarios,
las revistas de series, las historietas de Walt Disney o los cómics, que
estimulaban mi interés por la lectura durante mi infancia y pubertad; más
todavía, entre mis actividades extraescolares, me dedicaba a fletar revista los
fines de semana en las puertas de los cines, donde los niños y adolescentes
pagaban unas monedas por ver o leer las revista expuestas en una suerte de bastidor
artesanal, que yo mismo construí con listones, bolsas de plástico y ligas que
mi madre usaba para sujetar la cintura de los calzones. Mi oficio de revistero
se prolongó hasta el día en que un ventarrón se llevó mis revistas por los
aires, deshojándolos delante de mis ojos, como si hubiesen caído en el ojo de
un huracán.
Cuando ingresé al ciclo medio, motivado por mi actividad
política, empecé a leer a los clásicos del marxismo que, aun siendo de difícil
comprensión para un novato en materia de sociología, economía y filosofía, me
interesaban más que los libros de textos que se aplicaban en la enseñanza de
las asignaturas de lenguaje y literatura. Ya entonces, a los 16 años de edad,
me sentí picado por el deseo de crear un periódico escolar, donde los alumnos
pudiesen manifestar, sin la mediación de los profesores, sus pensamientos y
sentimientos.
Ese pequeño periódico, que se financiaba con la venta de
los escasos ejemplares, llegó hasta el tercer número y luego desapareció por
las mismas razones por las que dejan de circular las publicaciones que tienen
buenas intenciones pero que no cuentan con recursos sostenibles. De modo que,
frustrado en ese noble proyecto, pensé que el oficio de la literatura no era
rentable ni una profesión con la que se podía vivir holgadamente, pero aun así,
no perdí el interés por seguir manifestándome por medio de la palabra escrita
ni dejé que la llama literaria que ardía en mi corazón se apagara como una vela.
Publicar mis octavillas en el periódico estudiantil 1º de Mayo fue una experiencia maravillosa, que me permitió
descubrir, acaso sin quererlo ni saberlo, que en mi fuero interno, en lo más
profundo de mi ser, anidaba un escritor que, con el andar del tiempo, se
manifestó en una celda solitaria y maloliente de la cárcel, donde me encerraron
a los 18 años de edad, debido a mi compromiso social y mis actividades
políticas contra la dictadura militar de los años 70.
En la cárcel, que fue mi gran escuela, aprendí de otros
presos políticos que la libertad de expresión era uno de los principios
elementales de los derechos humanos y uno de los instrumentos más útiles para
la convivencia ciudadana. Allí mismo, recluido en un rincón de la celda,
comprendí que no era saludable ambicionar las riquezas ni la vida sofisticada
de la gente pudiente. Desde luego que, en mi caso, no fue un aprendizaje
difícil, ya que desde mi infancia estaba acostumbrado a morder dos veces el pan
duro antes de cada bocado y a limpiarme el trasero con una piedra a falta de
papel higiénico. Por lo tanto, estaba contento de tener lo poco que tenía. No
necesitaba trabajar como una bestia para acumular dinero, ni mandarse la parte
ante nadie, ni derrochar fortuna alguna en trivialidades, ni mofándose de los
menos afortunados, riéndome a costa de los excluidos del banquete de los
ricos.
Por otro lado, durante el periodo que pasé en la prisión,
leí libros de literatura boliviana y latinoamericana, que otros presos me los
prestaban y arrojaban por la mirilla de la celda, donde empecé a escribir mi
primer libro de testimonio, con el mismo bolígrafo y en el mismo cuadernillo
que me entregaron los torturadores para que delatara a mis compañeros de lucha,
apuntando sus nombres y el lugar donde se escondían de la persecución
desencadenada por la dictadura. Ese primer libro, que escribí burlando la
vigilancia de los carceleros, se publicó en el exilio en 1979, con el título de
Huelga y represión.
De modo que en mi adolescencia, por demás incomprendida y
turbulenta, me aferré a la escritura como un náufrago se aferra a una tabla de
salvación, consciente de que por medio de la creación literaria llegaría a ser
un hombre libre, ya que la palabra escrita no conoce cárceles que la encierren
ni balas que la maten. Así es como en mi adolescencia, hecha de luchas y
represiones, de amores y desamores, de pesadillas y esperanzas, decidí
dedicarme, casi por una necesidad existencial, al oficio de hilvanar palabras y
a contar historias con absoluta libertad, porque sabía que en mi castillo
construido con el material y la fuerza de la imaginación, podían convivir en
armonía los personajes reales y ficticios que nacían de mi interior como
criaturas del alma.
Por eso mismo, siempre pensé que las y los adolescentes,
que deseaban escribir sus pensamientos y sentimientos, debían enfrentarse sin
temor al papel en blanco o a la pantalla digital; primero, porque uno aprende a
escribir escribiendo y, segundo, porque a través de la escritura, en la que uno
adquiere sapiencia y experiencia poquito a poco, se aprende a convivir con los
ángeles y demonios que, muchas veces, no nos dejan vivir ni dormir en paz.
Ejercer el arte de la escritura, si bien no nos proporciona una vida llena de bienes materiales ni reconocimientos, al menos nos permite ser libres mientras tengamos a mano un tema candente que, más que ser un material explosivo, parece un mechero a punto de encenderse con el fuego de la palabra. Es probable que no se gane en reputación con los pensamientos adversos a los intereses de los poderes de dominación, pero estoy seguro que se gana en experiencia, que es un bien que se aprende cada día de los errores inherentes a la condición humana. La literatura, en este contexto y sin dejar de causar placer estético entre los lectores que se acercan al arte de la palabra escrita, ha sido un ejercicio que permitió liberarme de mis propias ataduras, evitar los tropezones y denunciar las injusticias sociales.
martes, 7 de febrero de 2023
VIDA Y MUERTE DE BANDIDO
Acaba de publicarse el folleto El celoso guardián del Archivo
Histórico Minero de Catavi, cuyo autor es el escritor Víctor Montoya.
La crónica, basada en la vida y muerte de un can de raza mestiza, es un
testimonio que confirma que el perro no solo es el mejor amigo del hombre, sino
también un compañero capaz de cumplir con una función laboral como cualquier
individuo que tiene derechos y responsabilidades, siempre y cuando se lo trate
con paciencia y cariño, con muchísimo cariño, que es el sentimiento del corazón
que mejor suelen captar los perros en su relación con los humanos.
Este
hermoso y obediente perrito se llamaba Bandido. Fue abandonado por sus primeros
dueños y, durante mucho tiempo, deambuló aprendiendo a sobrevivir junto a una
manada de canes callejeros, hasta que un buen día fue adoptado de nuevo y
convertido en el celoso guardián del Archivo Histórico Minero de Catavi.
El contenido del folleto, además de ser un sentido y oportuno homenaje al mejor amigo del hombre, es una breve historia que merece ser compartida entre los animalistas y entre quienes tienen un sincero amor por estos maravillosos seres que nos alegran la vida y nos llenan de lealtad todos los días.
lunes, 21 de junio de 2021
Aquí
es preciso aclarar que mi crónica El autocarril ‘Al Capone’ de Simón I.
Patiño no corresponde, por diversas razones, al género del ensayo, la investigación
histórica y mucho menos a una biografía científica de Patiño y su
autocarril, sino al género de la crónica, que está a medio camino entre el
artículo periodístico y el relato literario; la prueba está en que carece de
citas bibliográficas y notas a pie de página.
La
crónica, por si acaso alguien tuviera dudas, es un género literario muy usual
en el periodismo moderno. No siempre sigue la misma metodología de la
historiografía científica, porque tiene elementos interpretativos muy propios
del narrador, quien no solo se limita a informar, sino también a ponerle, de
manera consciente, un toque de subjetividad. La crónica es un género
ambivalente, una suerte de relato mixto entre el periodismo informativo y el
relato literario, una forma escritural en la que el narrador, a veces, elige
relatar el suceso en primera persona, como si él mismo fuese el principal
protagonista de la historia en cuestión.
Es
evidente que mi crónica, El autocarril ‘Al Capone’ de Simón I. Patiño,
al no ser un tratado científico, tiene mucho de subjetividad.
Aunque el autor respeta el orden temporal y cronológico del hecho histórico
concreto, narra en absoluta libertad y con todas las licencias que amerita el
caso, partiendo del principio de que la crónica, por su propia naturaleza, es un
género literario que tiene una base real, pero a la vez mucho de ficción o
imaginación.
Si
bien es cierto que la estructura de la crónica, como cualquier otro relato real
o ficticio, debe tener inicio, nudo y desenlace, es también cierto que se la distingue
por el estilo del autor, quien pone su impronta en la esencia misma del texto;
de ahí que no es casual que el lector puede reconocer, aun sin haber visto el
nombre del autor impreso en la página, quien está detrás del texto, como quien
escucha una canción en la radio y reconoce de inmediato la inconfundible voz
del cantante.
La
crónica es de carácter más narrativo que descriptivo, es una prosa que se
encuentra entre la información y la interpretación, entre la objetividad y la
subjetividad. Además, el cronista busca describir los hechos relatados de
acuerdo con su propia visión crítica de los hechos, a menudo con frases
dirigidas al lector, como si estuviese entablando un diálogo en torno a un tema
que les atañe a los dos.
Otra
cosa, lo que yo hice en mi crónica El autocarril ‘Al Capone’ de Simón I.
Patiño, simple y llanamente, fue escribir algo inspirado en ese
lujoso objeto que me llamó poderosamente la atención cuando lo vi en el Museo Ferroviario
de Machacamarca; más todavía, lo que yo hago, en mi condición de escritor
literario, es re-contar o re-crear un hecho de la realidad desde una
perspectiva literaria, que no está sujeto a los antecedentes documentales o
bibliográficos rigurosos, que sí son –y en esto no hay discusión–, instrumentos
indispensables que usan los investigadores en las diversas áreas del
conocimiento humano.
El
cronista, más que un periodista de noticias, reconstruye los hechos históricos
prestándose los recursos narrativos de la literatura, para elaborar un texto
con cierto valor estético, que no necesariamente suministra la información de
la manera esquemática y documental, como lo hace el historiador o investigador,
quienes, antes de escribir un artículo informativo o científico, primero deben realizar
un trabajo de acopio de material en base a fuentes primarias, documentos archivísticos
y bibliográficos; en cambio un escritor literario, como es mi caso, escribe
textos que oscilan entre la realidad y la fantasía, como son los cuentos, las
novelas o las crónicas, que se mueven sobre andamiajes de subjetividad e
imaginación, independiente del tema que se aborde, incluidos los de carácter
histórico.
Ya
se ha dicho que en la crónica, que tiene su propio espacio y tiempo, se utiliza
un estilo personal y, en el mejor de los casos, un lenguaje literario en el que
los sustantivos y adjetivos dan énfasis y verisimilitud a las descripciones de
los hechos narrados, que desde luego tiene mucho de subjetividad, al no
ser una simple noticia que transcribe los acontecimientos secuenciales de
manera puntual y tal cual sucedieron en la realidad, en un momento y espacio
determinados.
Por
si no estuviese clara la explicación hasta aquí, les daré tres ejemplos sobre
obras literarias que abordan temas históricos que, a pesar de tener una base
real y una extensa bibliografía, presentan muchos elementos subjetivos que
caracterizan a las obras de ficción:
1.
Cuando Augusto Céspedes escribió la novela el Metal del diablo, nunca
tuvo la intención de escribir la biografía de Simón I. Patiño, sino una
caricatura del magnate minero, con todos los recursos narrativos que permiten
re-crear un tema desde la perspectiva literaria. A pesar de que Patiño intentó
comprar toda la edición del libro para quemarla en la hoguera, los lectores se
apoderaron de la obra y la hicieron suya, debido a que, aun siendo una novela
parecida al panfleto literario y no una biografía del empresario minero,
contenía muchas descripciones que reflejaban la historia real de la minería,
como el saqueo imperialista de los recursos naturales, la inconmensurable
fortuna de Patiño y la explotación despiadada de la los mineros, que no solo
eran reprimidos, sino también masacrados.
2.
Cuando García Márquez escribió la novela El general en su laberinto, en
torno a la vida, guerras y frustraciones de Simón Bolívar, los historiadores
pegaron el grito en el cielo, pues consideraban que el escritor había mellado
la dignidad y personalidad del libertador de cinco naciones. Ante el aluvión de
críticas malintencionadas, el escritor colombiano, que tenía la piel de
elefante para resistir las picaduras de la crítica, les contestó que él no
quiso escribir un nuevo libro de historia, una biografía documentada sobre el Libertador,
sino una obra de creación literaria en la cual se lo mostrara de manera más
humana, desmontándolo del caballo, desenfundándole el sable y haciéndolo amar a
las mujeres que amaba, a diferencia de cómo se lo retrata en los libros
oficiales de historia y en los libros de texto escritos por los investigadores.
3.
Cuando Eduardo Galeano escribió la trilogía Memoria del fuego, sobre la
historia de América Latina, de manera más creativa y literaria que Las venas
abiertas…, tanto los investigadores de temas históricos, como los doctores
en literatura, lo criticaron apenas se publicó el primer volumen, intitulado Los nacimientos. Los historiadores le dijeron que Memoria del fuego no era un libro de
historia sino de ficción. Los literatos le dijeron que no era una obra
literaria sino un libro de historia, con notas a pie de página y una extensa
bibliografía. Eduardo Galeano escuchó a unos y a otros, a quienes se hacían los
expertos y querían pasarse de listos, y les contestó, con el sarcasmo
que lo caracterizaba, que él escribió una obra que no fuera fácil de ser
encasillada en un determinado género literario, sino una obra que desconcertara
y rompiera la cabeza de los investigadores en historia y de los doctores
en literatura. Lo que él quiso fue escribir una obra sobre la historia de
América Latina, pero combinando varios géneros literarios, conforme pudiese aportar,
con un estilo narrativo muy personal, los datos de los vencidos,
recuperando los pasajes humanos de amores y desamores, pero, sobre todo,
recreando los pasajes históricos que fueron barridos de un plumazo por los investigadores
de la historia oficial.
Ahora
bien, espero que los ejemplos citados sirvan para que se sepa, de una vez y
para siempre, que la novela, el cuento y la crónica literaria no es lo mismo
que un tratado científico o un texto de investigación, como no es
lo mismo un disco de amor que un mordisco.
Mi
crónica El autocarril ‘Al Capone’ de Simón I. Patiño, tal cual fue
concebida desde un principio, es un producto donde se funden la realidad y la
fantasía, con el propósito de narrar una historia que sucedió en un tiempo y
lugar determinados, pero que el autor alimentó la narración con herramientas
que son más literarias que científicas, en vista de que la crónica, a
pesar de los pesares, es una crónica y punto.