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miércoles, 19 de julio de 2023

LA ESCRITURA COMO TABLA DE SALVACIÓN

En el ciclo primario, en una escuelita que lleva el nombre del escritor Jaime Mendoza, fui un alumno regular y tenía serias dificultades en el aprendizaje de la lectura y escritura, debido más a problemas emocionales que neurológicos. No obstante, aunque no leía los libros de texto con el mismo interés y entusiasmo que advertía en el resto de mis compañeros, tenía una preferencia por leer las tiras cómicas de los diarios, las revistas de series, las historietas de Walt Disney o los cómics, que estimulaban mi interés por la lectura durante mi infancia y pubertad; más todavía, entre mis actividades extraescolares, me dedicaba a fletar revista los fines de semana en las puertas de los cines, donde los niños y adolescentes pagaban unas monedas por ver o leer las revista expuestas en una suerte de bastidor artesanal, que yo mismo construí con listones, bolsas de plástico y ligas que mi madre usaba para sujetar la cintura de los calzones. Mi oficio de revistero se prolongó hasta el día en que un ventarrón se llevó mis revistas por los aires, deshojándolos delante de mis ojos, como si hubiesen caído en el ojo de un huracán.

Cuando ingresé al ciclo medio, motivado por mi actividad política, empecé a leer a los clásicos del marxismo que, aun siendo de difícil comprensión para un novato en materia de sociología, economía y filosofía, me interesaban más que los libros de textos que se aplicaban en la enseñanza de las asignaturas de lenguaje y literatura. Ya entonces, a los 16 años de edad, me sentí picado por el deseo de crear un periódico escolar, donde los alumnos pudiesen manifestar, sin la mediación de los profesores, sus pensamientos y sentimientos.

Ese pequeño periódico, que se financiaba con la venta de los escasos ejemplares, llegó hasta el tercer número y luego desapareció por las mismas razones por las que dejan de circular las publicaciones que tienen buenas intenciones pero que no cuentan con recursos sostenibles. De modo que, frustrado en ese noble proyecto, pensé que el oficio de la literatura no era rentable ni una profesión con la que se podía vivir holgadamente, pero aun así, no perdí el interés por seguir manifestándome por medio de la palabra escrita ni dejé que la llama literaria que ardía en mi corazón se apagara como una vela.

Publicar mis octavillas en el periódico estudiantil de Mayo fue una experiencia maravillosa, que me permitió descubrir, acaso sin quererlo ni saberlo, que en mi fuero interno, en lo más profundo de mi ser, anidaba un escritor que, con el andar del tiempo, se manifestó en una celda solitaria y maloliente de la cárcel, donde me encerraron a los 18 años de edad, debido a mi compromiso social y mis actividades políticas contra la dictadura militar de los años 70.

En la cárcel, que fue mi gran escuela, aprendí de otros presos políticos que la libertad de expresión era uno de los principios elementales de los derechos humanos y uno de los instrumentos más útiles para la convivencia ciudadana. Allí mismo, recluido en un rincón de la celda, comprendí que no era saludable ambicionar las riquezas ni la vida sofisticada de la gente pudiente. Desde luego que, en mi caso, no fue un aprendizaje difícil, ya que desde mi infancia estaba acostumbrado a morder dos veces el pan duro antes de cada bocado y a limpiarme el trasero con una piedra a falta de papel higiénico. Por lo tanto, estaba contento de tener lo poco que tenía. No necesitaba trabajar como una bestia para acumular dinero, ni mandarse la parte ante nadie, ni derrochar fortuna alguna en trivialidades, ni mofándose de los menos afortunados, riéndome a costa de los excluidos del banquete de los ricos. 

Por otro lado, durante el periodo que pasé en la prisión, leí libros de literatura boliviana y latinoamericana, que otros presos me los prestaban y arrojaban por la mirilla de la celda, donde empecé a escribir mi primer libro de testimonio, con el mismo bolígrafo y en el mismo cuadernillo que me entregaron los torturadores para que delatara a mis compañeros de lucha, apuntando sus nombres y el lugar donde se escondían de la persecución desencadenada por la dictadura. Ese primer libro, que escribí burlando la vigilancia de los carceleros, se publicó en el exilio en 1979, con el título de Huelga y represión.

De modo que en mi adolescencia, por demás incomprendida y turbulenta, me aferré a la escritura como un náufrago se aferra a una tabla de salvación, consciente de que por medio de la creación literaria llegaría a ser un hombre libre, ya que la palabra escrita no conoce cárceles que la encierren ni balas que la maten. Así es como en mi adolescencia, hecha de luchas y represiones, de amores y desamores, de pesadillas y esperanzas, decidí dedicarme, casi por una necesidad existencial, al oficio de hilvanar palabras y a contar historias con absoluta libertad, porque sabía que en mi castillo construido con el material y la fuerza de la imaginación, podían convivir en armonía los personajes reales y ficticios que nacían de mi interior como criaturas del alma.

Por eso mismo, siempre pensé que las y los adolescentes, que deseaban escribir sus pensamientos y sentimientos, debían enfrentarse sin temor al papel en blanco o a la pantalla digital; primero, porque uno aprende a escribir escribiendo y, segundo, porque a través de la escritura, en la que uno adquiere sapiencia y experiencia poquito a poco, se aprende a convivir con los ángeles y demonios que, muchas veces, no nos dejan vivir ni dormir en paz.

Ejercer el arte de la escritura, si bien no nos proporciona una vida llena de bienes materiales ni reconocimientos, al menos nos permite ser libres mientras tengamos a mano un tema candente que, más que ser un material explosivo, parece un mechero a punto de encenderse con el fuego de la palabra. Es probable que no se gane en reputación con los pensamientos adversos a los intereses de los poderes de dominación, pero estoy seguro que se gana en experiencia, que es un bien que se aprende cada día de los errores inherentes a la condición humana. La literatura, en este contexto y sin dejar de causar placer estético entre los lectores que se acercan al arte de la palabra escrita, ha sido un ejercicio que permitió liberarme de mis propias ataduras, evitar los tropezones y denunciar las injusticias sociales.

martes, 7 de febrero de 2023

VIDA Y MUERTE DE BANDIDO

Acaba de publicarse el folleto El celoso guardián del Archivo Histórico Minero de Catavi, cuyo autor es el escritor Víctor Montoya. La crónica, basada en la vida y muerte de un can de raza mestiza, es un testimonio que confirma que el perro no solo es el mejor amigo del hombre, sino también un compañero capaz de cumplir con una función laboral como cualquier individuo que tiene derechos y responsabilidades, siempre y cuando se lo trate con paciencia y cariño, con muchísimo cariño, que es el sentimiento del corazón que mejor suelen captar los perros en su relación con los humanos.

Este hermoso y obediente perrito se llamaba Bandido. Fue abandonado por sus primeros dueños y, durante mucho tiempo, deambuló aprendiendo a sobrevivir junto a una manada de canes callejeros, hasta que un buen día fue adoptado de nuevo y convertido en el celoso guardián del Archivo Histórico Minero de Catavi.

El contenido del folleto, además de ser un sentido y oportuno homenaje al mejor amigo del hombre, es una breve historia que merece ser compartida entre los animalistas y entre quienes tienen un sincero amor por estos maravillosos seres que nos alegran la vida y nos llenan de lealtad todos los días.  


 

lunes, 21 de junio de 2021


 LA CRÓNICA LITERARIA

Aquí es preciso aclarar que mi crónica El autocarril ‘Al Capone’ de Simón I. Patiño no corresponde, por diversas razones, al género del ensayo, la investigación histórica y mucho menos a una biografía científica de Patiño y su autocarril, sino al género de la crónica, que está a medio camino entre el artículo periodístico y el relato literario; la prueba está en que carece de citas bibliográficas y notas a pie de página.

La crónica, por si acaso alguien tuviera dudas, es un género literario muy usual en el periodismo moderno. No siempre sigue la misma metodología de la historiografía científica, porque tiene elementos interpretativos muy propios del narrador, quien no solo se limita a informar, sino también a ponerle, de manera consciente, un toque de subjetividad. La crónica es un género ambivalente, una suerte de relato mixto entre el periodismo informativo y el relato literario, una forma escritural en la que el narrador, a veces, elige relatar el suceso en primera persona, como si él mismo fuese el principal protagonista de la historia en cuestión.

Es evidente que mi crónica, El autocarril ‘Al Capone’ de Simón I. Patiño, al no ser un tratado científico, tiene mucho de subjetividad. Aunque el autor respeta el orden temporal y cronológico del hecho histórico concreto, narra en absoluta libertad y con todas las licencias que amerita el caso, partiendo del principio de que la crónica, por su propia naturaleza, es un género literario que tiene una base real, pero a la vez mucho de ficción o imaginación.

Si bien es cierto que la estructura de la crónica, como cualquier otro relato real o ficticio, debe tener inicio, nudo y desenlace, es también cierto que se la distingue por el estilo del autor, quien pone su impronta en la esencia misma del texto; de ahí que no es casual que el lector puede reconocer, aun sin haber visto el nombre del autor impreso en la página, quien está detrás del texto, como quien escucha una canción en la radio y reconoce de inmediato la inconfundible voz del cantante.

La crónica es de carácter más narrativo que descriptivo, es una prosa que se encuentra entre la información y la interpretación, entre la objetividad y la subjetividad. Además, el cronista busca describir los hechos relatados de acuerdo con su propia visión crítica de los hechos, a menudo con frases dirigidas al lector, como si estuviese entablando un diálogo en torno a un tema que les atañe a los dos.

Otra cosa, lo que yo hice en mi crónica El autocarril ‘Al Capone’ de Simón I. Patiño, simple y llanamente, fue escribir algo inspirado en ese lujoso objeto que me llamó poderosamente la atención cuando lo vi en el Museo Ferroviario de Machacamarca; más todavía, lo que yo hago, en mi condición de escritor literario, es re-contar o re-crear un hecho de la realidad desde una perspectiva literaria, que no está sujeto a los antecedentes documentales o bibliográficos rigurosos, que sí son –y en esto no hay discusión–, instrumentos indispensables que usan los investigadores en las diversas áreas del conocimiento humano.

El cronista, más que un periodista de noticias, reconstruye los hechos históricos prestándose los recursos narrativos de la literatura, para elaborar un texto con cierto valor estético, que no necesariamente suministra la información de la manera esquemática y documental, como lo hace el historiador o investigador, quienes, antes de escribir un artículo informativo o científico, primero deben realizar un trabajo de acopio de material en base a fuentes primarias, documentos archivísticos y bibliográficos; en cambio un escritor literario, como es mi caso, escribe textos que oscilan entre la realidad y la fantasía, como son los cuentos, las novelas o las crónicas, que se mueven sobre andamiajes de subjetividad e imaginación, independiente del tema que se aborde, incluidos los de carácter histórico.

Ya se ha dicho que en la crónica, que tiene su propio espacio y tiempo, se utiliza un estilo personal y, en el mejor de los casos, un lenguaje literario en el que los sustantivos y adjetivos dan énfasis y verisimilitud a las descripciones de los hechos narrados, que desde luego tiene mucho de subjetividad, al no ser una simple noticia que transcribe los acontecimientos secuenciales de manera puntual y tal cual sucedieron en la realidad, en un momento y espacio determinados.

Por si no estuviese clara la explicación hasta aquí, les daré tres ejemplos sobre obras literarias que abordan temas históricos que, a pesar de tener una base real y una extensa bibliografía, presentan muchos elementos subjetivos que caracterizan a las obras de ficción:

1. Cuando Augusto Céspedes escribió la novela el Metal del diablo, nunca tuvo la intención de escribir la biografía de Simón I. Patiño, sino una caricatura del magnate minero, con todos los recursos narrativos que permiten re-crear un tema desde la perspectiva literaria. A pesar de que Patiño intentó comprar toda la edición del libro para quemarla en la hoguera, los lectores se apoderaron de la obra y la hicieron suya, debido a que, aun siendo una novela parecida al panfleto literario y no una biografía del empresario minero, contenía muchas descripciones que reflejaban la historia real de la minería, como el saqueo imperialista de los recursos naturales, la inconmensurable fortuna de Patiño y la explotación despiadada de la los mineros, que no solo eran reprimidos, sino también masacrados.

2. Cuando García Márquez escribió la novela El general en su laberinto, en torno a la vida, guerras y frustraciones de Simón Bolívar, los historiadores pegaron el grito en el cielo, pues consideraban que el escritor había mellado la dignidad y personalidad del libertador de cinco naciones. Ante el aluvión de críticas malintencionadas, el escritor colombiano, que tenía la piel de elefante para resistir las picaduras de la crítica, les contestó que él no quiso escribir un nuevo libro de historia, una biografía documentada sobre el Libertador, sino una obra de creación literaria en la cual se lo mostrara de manera más humana, desmontándolo del caballo, desenfundándole el sable y haciéndolo amar a las mujeres que amaba, a diferencia de cómo se lo retrata en los libros oficiales de historia y en los libros de texto escritos por los investigadores.

3. Cuando Eduardo Galeano escribió la trilogía Memoria del fuego, sobre la historia de América Latina, de manera más creativa y literaria que Las venas abiertas…, tanto los investigadores de temas históricos, como los doctores en literatura, lo criticaron apenas se publicó el primer volumen, intitulado Los nacimientos. Los historiadores le dijeron que Memoria del fuego no era un libro de historia sino de ficción. Los literatos le dijeron que no era una obra literaria sino un libro de historia, con notas a pie de página y una extensa bibliografía. Eduardo Galeano escuchó a unos y a otros, a quienes se hacían los expertos y querían pasarse de listos, y les contestó, con el sarcasmo que lo caracterizaba, que él escribió una obra que no fuera fácil de ser encasillada en un determinado género literario, sino una obra que desconcertara y rompiera la cabeza de los investigadores en historia y de los doctores en literatura. Lo que él quiso fue escribir una obra sobre la historia de América Latina, pero combinando varios géneros literarios, conforme pudiese aportar, con un estilo narrativo muy personal, los datos de los vencidos, recuperando los pasajes humanos de amores y desamores, pero, sobre todo, recreando los pasajes históricos que fueron barridos de un plumazo por los investigadores de la historia oficial.

Ahora bien, espero que los ejemplos citados sirvan para que se sepa, de una vez y para siempre, que la novela, el cuento y la crónica literaria no es lo mismo que un tratado científico o un texto de investigación, como no es lo mismo un disco de amor que un mordisco.

Mi crónica El autocarril ‘Al Capone’ de Simón I. Patiño, tal cual fue concebida desde un principio, es un producto donde se funden la realidad y la fantasía, con el propósito de narrar una historia que sucedió en un tiempo y lugar determinados, pero que el autor alimentó la narración con herramientas que son más literarias que científicas, en vista de que la crónica, a pesar de los pesares, es una crónica y punto.

domingo, 6 de octubre de 2019


EL TRAGO DE MOKHOCHINCHI

Doña Pascualina Copa, orureña de veinticinco años, viuda y madre de dos niñas, al no saber cómo mantener a su pequeña familia, después de la inmolación de su esposo en la Guerra del Chaco, abandonó su ciudad natal y se instaló en la población minera de Huanuni, donde se dedicó a la venta callejera de mokhochinchi, bebida refrescante que preparaba a base de duraznos pelados y deshidratados, con azúcar y canela al gusto.

En muy poco tiempo, doña Pascualina Copa se hizo conocida en la plaza principal de la villa minera y entre los viandantes, que la distinguían por su menuda estatura y su trato amable; lucía un sombrero sobre su cabellera peinada en trenzas; vestía siempre con una mantilla, una pollera con varios pliegues, sombrero de paja y, como pocas mujeres del comercio informal, llevaba amarrada a la cintura una chauchera de alpaca, donde guardaba las monedas y billetes que ganaba con la venta del apetecido refresco de mokhochinchi.

Todos los días, desde tempranas horas de la mañana, se la veía sentada detrás de una mesa llena de jarras y vasos de cristal, con la mirada vigilante y las ganas de sacar adelante a sus hijas. No le iba nada mal en el negocio, incluso despertaba la envidia de las demás comerciantes, las mismas que, ya sea bajo el sol o bajo la lluvia, veían cómo doña Pascualina Copa complacía a sus clientes ansiosos por aplacar su sed con uno o más vasos de mokhochinchi.
   
Ellas no conocían la receta para preparar la bebida refrescante, que se popularizó en la población tras la llegada de la joven viuda, quien parecía estar acompañada de la buena suerte y la fortuna. Tampoco sabían que doña Pascualina Copa preparaba el mokhochinchi antes de acostarse, que todas las noches, ni bien sus hijas se quedaban dormidas, se ajustaba el mandil blanco y se metía en la cocina, donde vertía un kilo de duraznos secos en una olla, que luego la llenaba con tres litros de agua para remojarlos.

A la mañana siguiente, apenas la luz del alba asomaba por las rendijas de la puerta, se levantaba de la cama, se metía en la cocina a quitar la tapa de la olla, donde estaban remojándose los duraznos, para agregarle dos tazas de azúcar, diez clavos de olor y dos palitos de canela en rama. Después encendía la hornilla a querosén, acomodaba la olla sobre el fuego lento y la dejaba hervir alrededor de dos horas. Al finalizar la cocción, retiraba la olla del fuego y dejaba enfriar el mokhochinchi, hasta que quedara listo para ofrecerlo bien frío en su puesto de venta.

A varios años de repetir la misma rutina, doña Pascualina Copa logró acumular la suficiente cantidad de dinero para comprar una casa en la zona central de Huanuni, a la que se mudó junto a sus hijas, quienes para entonces habían empezado ya sus estudios de secundaria en un colegio fiscal.

Como la casa tenía una amplia sala, además de los dormitorios, cocina y baño, doña Pascualina Copa pensó que podía convertirla en un boliche, pero sólo los fines de semana y los días festivos, ya que el resto de la semana seguiría vendiendo el refresco de mokhochinchi.

En la sala puso cuatro mesas, con sus respectivas sillas, y un mesón de madera maciza cerca de la puerta de acceso al boliche. Así empezó con el expendió de bebidas alcohólicas, hasta que, tras un sueño en el que mordió un durazno con sabor agridulce, se le ocurrió la brillante idea de que podía preparar, con los mismos duraznos secos, un brebaje que sería del gusto de los parroquianos acostumbrados a gastar su dinero en bebidas espirituosas. Así fue como se puso manos a la obra, sin darle más vueltas a su idea ni perder tiempo en dubitaciones. Se metió en la cocina y siguió el mismo procedimiento de la preparación del refresco de mokhochinchi, con la diferencia de que esta vez contendría aguardiente y lo serviría caliente, como cualquier otro ponche que se ofrecía en épocas de invierno. Remojó los duraznos secos en agua y alcohol, le agregó canela, clavo de olor y los dejó reposar en la olla.


Al día siguiente, se levantó con una extraña sonrisa en los labios y prosiguió con la preparación del brebaje, con la esperanza de darle un toque final a su idea. Hizo hervir el contenido de la olla alrededor de dos horas, preparó el azúcar hasta dejarlo como un almíbar semioscuro y luego lo vació en la olla para disolverlo totalmente, removiéndolo con un cucharón de palo; al final, tomó una espumadera y coló el contenido de la olla en una cacerola con tapa, donde vertió más aguardiente, lo suficiente como para embriagar al borracho más experimentado y exigente.

Ese mismo viernes por la noche, mientras sonaba la música en los parlantes del boliche, ella llenó los vasos de cristal con el brebaje dulzón y humeante, agregándole una o dos k’isas. Los acomodó en una bandeja y se los ofreció, como el cariño de la casa, a los primeros parroquianos que acudieron al boliche.

Ellos agradecieron el gesto de generosidad y bebieron a sorbos el almíbar mezclado con alcohol, sintiendo que el invento de doña Pascualina Copa les quemaba la lengua, la garganta y el pecho.

–Este trago está delicioso, doña Pascualina –le comentaron–. Tiene un grado de alcohol elevado y un gusto muy especial.

Ella les regaló una sonrisa, meneó la cabeza y no dijo nada.

–¿Y cómo se llama este nuevo trago –le preguntaron relamiéndose los labios.

Ella pensó un instante y contestó:

–Se llama mokhola

Desde esa noche, esa bebida pasó a conocerse con el nombre genérico de mokhola, popularizándose entre los trabajadores mineros y empleados de la Bolivia Tin and Tungsten Corporation de Huanuni.

Doña Pascualina había logrado su cometido. Los clientes se multiplicaron en su boliche y el famoso trago de mokhochinchi, conocido en otras regiones con el nombre de guacho, se apoderó del gusto y la mente de los lugareños.

Cuando los parroquianos le solicitaban la mentada mokhola, ella les servía en vasos de cristal, con las k’isas que se chuparon el mejor contenido de alcohol.

A esas alturas del negocio, el nombre de la inventora del trago de mokhochinchi  bailaba en boca de todos y sonaba en todos los oídos; un efecto sensacional que le permitió ganar lo suficiente como para mandar a sus hijas, ya jovencitas, a estudiar en la ciudad de Oruro, desde luego, con todos los gasto y gustos pagados. 

Doña Pascualina Copa, conocida también como La Viuda, estaba sola desde que se fueron sus hijas. Recién entonces fue cortejada por uno de sus pretendientes, quien se ofreció ayudarla en el negocio y en todo lo que fuera necesario. Ella aceptó las buenas intenciones del hombre y no tardó en darle un asidero en su casa, consciente de que una mujer, independientemente de la edad y el estado civil, necesitaba la compañía de un hombre que la proteja y la ame sin condiciones.

La relación amorosa de doña Pascualina Copa duró algunos años, hasta que una noche, mientras preparaba el trago de mokhochinchi, su concubino entró solo sólo un instante en la cocina, se puso a probar el dulzor del brebaje, pero tuvo tan mala suerte que el hueso del durazno, al término de vaciarse el vaso, se le deslizó por la lengua y se le atascó en la garganta. El hombre, presa del pánico, intentó arrojarlo pero sin lograrlo. Se retorció en violentos espasmos, con los ojos desorbitados como los de un cordero degollado, y, antes de que doña Pascualina Copa alcanzara a entrar en la cocina, perdió la respiración y cayó arrastrando la olla de mokhola al piso, en medio de un ruido de cristales rotos y un denso olor a canela y alcohol.

La policía hizo las averiguaciones del caso en torno a las causas de la insólita muerte del hombre de mediana edad y, tras un peritaje que no demoró demasiado, llegó a la conclusión de que el concubino de la dueña del boliche falleció por bronco aspiración, en la que no hubo culpables ni testigos.

Doña Pascualina Copa, que quedó sin pareja por segunda vez, fue absuelta de toda sospecha, pero las autoridades municipales, en coordinación con las instancias policiales, prohibieron la venta de la afamada mokhola, arguyendo que no era una bebida apropiada para los borrachos, quienes, tras una ingesta excesiva de este brebaje dulzón y caliente, podían atragantarse con el hueso del durazno y perder la vida por bronco aspiración, como sucedió con el concubino de la inventora del trago de mokhochinchi.

Doña Pascualina Copa, sintiéndose culpable de haber inventado una bebida que podía causar la muerte por un descuido, se retiró del negocio, vendió su casa y retornó a la ciudad de Oruro, para dedicarse por entero al cuidado de sus hijas; al fin y al cabo, no necesitaba trabajar más, ya que en Huanuni, donde empezó vendiendo refrescos de mokhochinchi y terminó ofreciendo la apetecida mokhola, había ganado lo suficiente como para vivir tranquila por el resto de sus días.

Glosario

K’isas: Duraznos secados al sol.
Mokhochinchi: Refresco de durazno deshidratado, más conocido como orejón; se hace hervir en agua los duraznos, se le añade canela y azúcar al gusto.
Mokhola: Brebaje elaborado de manera artesanal, a base de alcohol y duraznos secados al sol.

martes, 14 de mayo de 2019


LOS AMIGOS IMAGINARIOS

¿Es normal que los niños tengan amiguitos secretos?, me preguntó una madre, refiriéndose a los amigos imaginarios de sus hijos. Es normal, le contesté, no hay por qué preocuparse. Lo cierto es que la mayoría de los niños, que se encuentran en edad preescolar, suelen tener uno o más amigos imaginarios, quienes forman parte de lo que se denomina en psicología infantil juegos simbólicos, en los cuales los niños representan, por medio de la manipulación de símbolos y el animismo, no sólo el mundo adulto, sino también el de los personajes ficticios, a quienes les asignan un papel tutelar o lúdico en sus actividades de esparcimiento.

Se entiende que el amigo imaginario es alguien que no existe en la realidad, pero que los niños vivencian como si fuera real. El amigo imaginario puede ser de distinta naturaleza y puede tomar la forma de una persona, animal o cosa. En ocasiones, puede ser un objeto no ficticio, como un peluche, una muñeca u otro juguete, con el que los niños, luego de fantasear un espacio determinado dentro o fuera de la casa, juegan, conversan, discuten y hasta pelean.

En la etapa o estadio pre-operacional, según las teorías evolutivas y cognitivas de Jean Piaget, los niños, aproximadamente entre dos y siete años de edad, son los que tienden a crean, con más facilidad e inventiva, a los amigos imaginarios, ya que son capaces de entender, representar, recordar y crear imágenes de objetos en sus mentes sin tenerlos frente a ellos. La mayoría de los niños, independientemente de su origen social, racial o cultural, imaginan amigos invisibles; algunas veces, inspirados en personas del ámbito real y, otras, inspirados en personajes ficticios como son los súper héroes.

Algunos investigadores afirman que dos de cada tres niños tienen amigos imaginarios y que es más frecuente en quienes son primogénitos o hijos únicos. Lo que implica que el amigo imaginario es fruto de la soledad que sienten los niños en un ambiente rodeado de adultos, aunque es evidente que existen también niños que juegan o hablan con su amigo imaginario y que no son hijos únicos ni sienten la necesidad de llenar con ellos la ausencia de otros niños en su entorno social.

Lo peor es creer que los niños que tienen amigos imaginarios son casos clínicos, que deben ser tratados por psicólogos o pediatras, al menos, así se pensaba antes de que se estudiara detenidamente la conducta psicosocial y el proceso mental de la infancia. En la actualidad, los expertos manifiestan que la invención de amigos imaginarios no es un fenómeno patológico ni problemático, sino algo normal en la vida de la mayoría de los niños y que los padres no tienen por qué alarmarse. Incluso hay estudios que afirman que la invención de amigos imaginarios es un fenómeno recurrente en los niños más sensibles, con mayor imaginación y fantasía. Se dice también que los niños, que tuvieron amigos imaginarios en la infancia, son más creativos en la adolescencia y hasta puede llegar a desarrollar actividades artísticas con mayor facilidad que el resto de sus compañeros.

Los niños, tanto en su vida real como en sus juegos, pueden hacer alarde de personajes y situaciones imaginativas, no pocas veces delirantes, en vista de que su percepción cognitiva del mundo que le rodea se diferencia del pensamiento lógico y racional de los adultos, quienes, con frecuencia y quizás de manera involuntaria, olvidan que los niños tienen su propio mundo hecho de ilusiones y fantasías.

Los adultos no siempre comprenden el pensamiento mágico de los niños y, por lo tanto, no siempre comprenden que pueden existir amigos imaginarios, aunque estos personajes ficticios no sólo abundan en la imaginación de los niños, sino también de los adultos, quienes, a veces, hablan en solitario imaginando que tienen un interlocutor válido delante de sus ojos. De modo que los amigos imaginarios forman parte de la fantasía de todos los individuos que tienen la necesidad de compartir sus ideas con alguien que no está presente de un modo físico, pero sí de un modo imaginado, como si de veras estuviera presente en el momento que se lo convoca.

Cuando se observa el juego de los niños, que se desarrolla casi siempre en un escenario creado por la fantasía, se advierte que su imaginación no conoce límites espaciales ni temporales. El escenario donde se ejecutan las acciones, en compañía de los amigos imaginarios, existe sólo en la mente de quienes determinan, además, el rol que desempeñarán cada uno de ellos mientras dure el juego, debido a que esta etapa está marcada por el egocentrismo, basada en el , mío y yo, lo que significa que los niños tienen dificultad en considerar el punto de vista de los demás.
La invención de los amigos imaginarios, aparte de ser una suerte de experimento lúdico en la actividad de los niños, es la mejor manera de poner a prueba el poder de la fantasía, capaz de romper con los formalismos lógicos y hacer trizas el racionalismo de quienes ponen en duda el pensamiento mágico del mundo infantil, donde los sujetos y objetos inanimados cobran vida como por arte de magia. Esto demuestra que una de las principales características de los infantes es su capacidad de crear juegos con los recursos propios de la imaginación, que no es una facultad adquirida sino innata en los seres humanos. 

Si los adultos no fantasean con un amigo imaginario, no al menos en presencia de sus amigos del mundo real,  es por el temor a que los tilden de perturbados mentales o desquiciados psíquicos. Lo mismo le ocurre cuando les llama la atención algún libro de la literatura infantil. Si lo leen, lo hacen a hurtadillas por el temor a ser descubiertos por otros adultos, que los tratarían como personas inmaduras o proclives al infantilismo.

Sin embargo, esto no ocurre cuando observamos que los niños introducen en sus juegos a los sujetos del mundo adulto, imitando a las personas o animales en su forma de comportarse y relacionarse con sus semejantes. El niño puede jugar a ser médico, como la niña puede jugar a ser paciente, lo mismo que la niña puede imitar el rol de una maestra y el niño el rol de un alumno. Tal vez por eso Sigmund Freud, estudiando este fenómeno desde la perspectiva psicoanalítica, afirmó que el niño, en su deseo de ser adulto, imita en el juego lo que de la vida de los mayores ha llegado a conocer; en cambio el adulto, a diferencia del niño, se avergüenza de sus fantasías y las oculta a los demás, porque las considera elucubraciones muy personales e íntimas, y que, en rigor, no tiene por qué comunicárselas a otros.

Por otro lado, los amigos imaginarios, que  nacen y se desarrollan en la fantasía de los niños de manera espontánea e inconsciente, les sirven no sólo para divertirse con ellos, sino también para compartir sus preocupaciones, frustraciones, angustias, temores y traumas. A veces, les atribuyen a ellos sus propios sentimientos negativos, usándolos como chivos expiatorios. No es casual, por ejemplo, que los niños ensayen con un amigo imaginario una situación que les provoca ansiedad, como cuando saben que tienen que ir al dentista o tienen que dormir solos en un cuarto oscuro.

Asimismo, los amigos imaginarios surgen como respuestas a las idealizaciones e ideas positivas. Junto a estos personajes tienen espacio para satisfacer algunas necesidades que no se les brinda en su entorno habitual. En tales circunstancias, sobre todo cuando hay carencias afectivas, los niños tienen la necesidad de inventarse amigos imaginarios para realizar a través de ellos sus anhelos y deseos. De ahí que algunos psicólogos recomiendan a los padres entender las conversaciones que los niños sostienen con sus amigos imaginarios, porque a través de estas pueden revelarse los sentimientos que anidan en su fuero interno.

Los niños se comunican con ellos como si estuvieran presentes en el espacio físico donde se desarrolla el juego. Hablan con ellos como si tuviesen voz y vida propias, aunque sólo se trate de un soliloquio en el plano real. Los niños intercambian ideas y experiencias con sus amigos imaginarios durante el proceso del juego, como cuando un escritor, mientras escribe sus cuentos, novelas o piezas de teatro, conversa con los personajes ficticios de su creación, a quienes puede darles y quitarles la vida con el golpe de la imaginación. Los lectores, como los niños que crean amigos imaginarios, pueden sentir también la presencia de los personajes ficticios mientras leen una obra literaria.

Los niños dicen que se imaginan amigos por el puro placer que sienten. Les encanta la fantasía. Estos niños gozan de la interacción social, de modo que si no pueden encontrar a un compañero de juegos en la realidad, se inventan uno. Los  amigos imaginarios suelen acompañarlos, sin pedirles nada a cambio, en sus momentos de soledad y necesidad existencial. De ahí que los niños que son hijos únicos, a tiempo de empezar un determinado juego, suelen tener la necesidad de buscarse amigos imaginarios, para sustituir la ausencia de una hermana o un hermano.

Sin embargo, esto no implica que estos niños, que juegan con amigos imaginarios en casa, estén incapacitados para participar en los juegos de socialización, que se desarrollan en los jardines de infantes o las escuelas de educación primaria, habida cuenta de que los niños, de un modo general, prefieren jugar con sus amigos reales, no sólo porque hay más variedades de roles que se asignan en el juego, sino también porque el juego compartido con otros niños tiene varios beneficios para su desarrollo integral, ya que a través del juego aprenden a relacionarse con sus semejantes; aprenden, por ejemplo, a ceder, a cooperar, a ser compañeros y a ponerse en distintos roles, mientras dura el proceso del juego. Por esta razón, es imprescindible que jueguen con niños reales, para que se hagan conscientes que no siempre el malo es malo y el bueno es bueno; en cambio si juegan siempre con sus amigos imaginarios, no tendrán posibilidad de intercambiar roles y no asimilarán los valores humanos útiles para relacionarse con sus semejantes en una colectividad donde todos individuos son iguales pero a la vez diferentes.

Los adultos, ya sea en el plano familiar o escolar, deben considerar que los amigos imaginarios, que aparecen en la mente de los niños durante el proceso del juego, se van tal como llegaron. Además, siguiendo las teorías de Jean Piaget, los amigos imaginarios suelen desaparecer cuando los niños se encuentran en el estadio de las operaciones concretas, entre los siete y los doce años de edad, porque su desarrollo emocional, lingüístico e intelectual le permite diferenciar la realidad de la fantasía.

Más adelante, a partir de los doce años de edad, los niños ya no tienen dificultades en aplicar sus conocimientos o habilidades, adquiridos en situaciones concretas, a situaciones abstractas. De acuerdo a las teorías de Piaget, en el estadio de las operaciones formales, los niños tienen la capacidad para resolver problemas abstractos a través de razonamientos lógicos.

Entonces queda claro que los amigos imaginarios, que aparecen en estadio pre-operacional del desarrollo cognitivo, en el que los niños no comprenden la lógica concreta ni pueden manipular mentalmente la información abstracta, desaparecen automáticamente cuando ingresan a otra etapa de su desarrollo intelectual, al denominado estadio de las operaciones formales, porque dejan de tener un pensamiento mágico y pasan a tener un pensamiento más lógico y racional como la de cualquier adulto.

jueves, 7 de marzo de 2019


CONSIDERACIONES GENERALES SOBRE LITERATURA JUVENIL

Alguna vez me preguntaron: ¿Qué deben leer los jóvenes? Pensé unos segundos y contesté: Todo lo que caiga en sus manos. No existen recetas ni fórmulas precisas para recomendar cuáles son los libros que deben y no deben leer los jóvenes, ya que, contra toda premisa didáctica, son ellos mismos quienes deciden qué libros son de su preferencia.

Si bien es cierto que la definición de literatura juvenil va asociada, de manera tradicional, a la literatura infantil, es cierto también que cada una de ellas guarda características que las diferencian por el tratamiento de los temas, las formas narrativas y el manejo de un léxico determinado. Si los niños tienen un vocabulario restringido, se supone que los jóvenes, que se encuentran en otra etapa de su desarrollo lingüístico, manejan una competencia lectora que les permite acceder a una literatura que no siempre está clasificada como juvenil por las editoriales ni por los bibliotecólogos, y mucho menos por los profesores que enseñan lenguaje y literatura en las aulas de educación secundaria.

La literatura, que en cierto modo influye en la vida de los jóvenes, no siempre tiene que abordar temas relacionados a los conflictos emocionales y existenciales propios de la juventud, en vista de que una de las principales funciones de la literatura consiste en ganarlos hacia el mundo de los libros, a partir de una lectura lúdica, que les permita el escapismo, la gratificación instantánea, el placer de leer historias que les abran puertas hacia lo desconocido y los inviten a viajar en la fantasía hacia mundos ajenos al suyo, ya que la buena literatura es aquella que despierta el interés de los lectores mucho más que enseñarles conocimientos científicos para su formación profesional.

Los libros para los jóvenes, que si bien sirven como instrumentos de información y formación, no tienen por qué cumplir con el requisito de presentar personajes reales o ficticios con los cuales puedan identificarse los jóvenes, quienes están buscando consolidar su identidad personal o resolver algún conflicto social, educativo o familiar. La obra literaria, en primera instancia, más que transmitir valores morales y lecciones didácticas, está destinada a atrapar el interés del lector y estimular el hábito de la lectura, con o sin la guía de un profesor.   

Con esto no se quiere eludir la lectura de obras de carácter didáctico, que abundan en el amplio espectro de la literatura juvenil, gracias a que algunos autores, capaces de fusionar la fantasía con el conocimiento científico, ofrecen una lectura tanto lúdica como didáctica, sin que los jóvenes lectores lo adviertan durante el proceso de la lectura.

La literatura como material didáctico en la enseñanza

Cuando los educadores se refieren a la literatura juvenil, desde un punto de vista didáctico, señalan los requisitos formativos que deben reunir las obras literarias en función de los objetivos educativos preestablecidos por los programas pedagógicos, que no siempre consideran el interés de los jóvenes lectores, sino los objetivos trazados por un sistema educativo que, más que promover el hábito de la lectura, usa la obra literaria como material auxiliar en la enseñanza de otras materias curriculares, como la gramática, la comprensión lectora y, en el peor de los casos, para impartir lecciones morales y éticas, según ciertos principios ideológicos o creencias religiosas; cuando en realidad, la lectura de una obra literaria debía ser una suerte de ejercicio de libertad y de reflexión crítica ante las creaciones literarias.

No faltan los docentes, pedagogos y literatos que, en afán de completar un programa de educación secundaria, convierten la literatura juvenil en una literatura educativa, reduciéndola a favor de la lectura funcional, con el propósito de usarla como material de apoyo didáctico en las prácticas de lectura y escritura de los alumnos, a veces, sin que las obras estuvieran en consonancia con los  intereses, conocimientos y formación integral propios de la edad juvenil.


No es difícil imaginar cuáles son los criterios y fundamentos que los docentes ponen en juego a la hora de elegir determinadas obras literarias para sus alumnos. Se supone que no es necesariamente por la connotación literaria, sino por la función didáctica de éstas, conforme puedan facilitarle el trabajo a realizarse en el aula. Por consiguiente, en esta elección, nada acertada y por demás arbitraria, influye decisivamente el grado de formación profesional del docente, su propia experiencia como lector y las concepciones ético-morales que maneja para definir lo que es buena o mala literatura para los alumnos.

Las mismas editoriales, más por un afán comercial que por contribuir al Plan Lector, han creado colecciones específicas dirigidas a los adolescentes de educación secundaria, con criterios que consideran el valor literario, el valor moral y la explotación de los mecanismos de identificación psicológica de los lectores con el personajes de una obra que, así bien cumple con las expectativa del educador y el educando, no fue pensado ni creado para ser leído como material auxiliar o didáctico en la enseñanza de la asignatura de lenguaje y literatura.

La difusa franja entre adolescencia y juventud

La denominada literatura juvenil, destinada al adolescente que cabalga entre el mundo infantil y juvenil, se encuentra mucho más cerca de la literatura de evasión concebida para los lectores adultos. Y, sin embargo, los términos literatura infantil y literatura juvenil se emplean como sinónimos, y los libros se clasifican en el marco de la denominada literatura infanto-juvenil, aun sabiendo que esta etiqueta es muy subjetiva y relativa, pues no pocos adolecentes, al hallar sus obras preferidas entre los libros destinados a los niños, sienten un rechazo instintivo por este tipo de clasificación arbitraria, porque lo último que desea un adolescente es ser tratado como un niño cuando él mismo se considera una persona mayor; es más, los adolescentes se inclinan por elegir obras que son leídas por los adultos, debido a que la caracterización psicológica de los personajes y las historias narradas no difieren mucho entre la literatura juvenil y la literatura para los adultos que, acéptese o no, abordan los mismos temas: el amor, la tragedia, el desengaño, el sexo, las aventuras sobrenaturales, los conflictos familiares, los primeros amores, la timidez, el bullying y muchos otros que afloran en la etapa de la pubertad y que forman parte de la condición humana. Por lo tanto, las obras literarias denominadas por los expertos como crossover books ponen en entredicho la pretendida distancia entre la literatura juvenil y la escrita para los adultos.

Asimismo, la buena literatura juvenil es aquella que puede ser también leída por los adultos, sobre todo, si el adulto se enfrenta a la lectura de una obra que le plantea estructuras más complejas en su tratamiento temático y un lenguaje más elaborado que exige el manejo de un amplio vocabulario para poner a prueba su comprensión lectora y gozar de la belleza estética de la obra. 

Aunque éste no deja de ser un tema controvertido, cabe advertir que es difícil establecer un límite cronológico entre el adolescente y el joven, entre el joven y el adulto, ya que nadie puede trazar una línea exacta de cuándo empieza y finaliza la etapa de la juventud. A propósito de este tema, en 1985, la Asamblea General de Naciones Unidas definió como jóvenes a las personas entre los 15 y 24 años de edad; en tanto la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño definió la infancia hasta los 18 años; de modo que una persona entre los 12 y 18 sería definida como adolescente; una etapa que oscila entre la infancia y la juventud. Ahora bien, estas definiciones varían de un país a otro, dependiendo de factores socioculturales, económicos y credos religiosos.


Cuando hablamos de la narrativa para jóvenes, casi de manera espontánea y sin mayores reflexiones, nos referimos a los libros destinados a los adolescentes que se encuentran en la educación secundaria, aunque el término joven involucra también a quienes son mayores de 18 años. En este contexto, la definición de literatura juvenil es mucho más amplia que la atribuida exclusivamente a los lectores adolescentes.

La literatura para jóvenes es aquella que está dirigida a los lectores mayores de 12 años, a quienes han dejado de tener un pensamiento mágico y han pasado a tener un pensamiento lógico. No obstante, la buena literatura juvenil puede ser leída no solo por los adolescentes, sino también por quienes se consideran jóvenes a los 25 ó 40 años de edad; al fin y al cabo, lo que importa no es si una obra ha sido creada con la idea puesta en los lectores jóvenes, sino que la obra sea buena tanto por la forma como por el contenido. De ser así, todos coincidiríamos en el criterio de que una buena obra literaria puede ser leída, lejos de todo concepto moral y consideración didáctica, por los adolescentes, jóvenes y adultos.

El placer de leer por puro placer

Nadie pone en duda el planteamiento de que los alumnos adolescentes necesitan acceder al goce pleno de la literatura, en procura de satisfacer sus inquietudes emocionales, despejar sus dudas y curiosidades; más todavía, se sabe que los jóvenes no leen, por iniciativa propia e interés personal, los libros recomendados por los tecnócratas de la educación, sino aquellos que están al margen de los programas establecidos para las asignaturas de lenguaje y literatura en la educación secundaria.

Los jóvenes, de manera intuitiva y con toda su capacidad intelectual y lingüística, eligen los cómics, las revistas de súper héroes, las publicaciones populares y los libros que poco o nada tienen que ver con el sistema educativo. Son libros cuyos temas oscilan entre la realidad y la fantasía, como los de aventuras de Stevenson, Kipling, London, Defoe o Julio Verne que, además, tienen personajes adolescentes, que conducen a territorios lejanos, exóticos o, al menos, diferentes a los que los lectores experimentan en su entorno cotidiano. Los jóvenes siempre se han sentido atraídos por historias contextualizadas en lugares desconocidos y tiempos indefinidos, quizás por eso tienen preferencia por las novelas fantásticas, de terror o ciencia ficción.

Por otro lado, los estudiantes de educación secundaria, por inquietudes propias de su edad, destacan las obras que abordan los vericuetos del amor y el desamor. No es casual que lean cuentos y novelas con argumentos románticos y protagonistas adolescentes, cuyas acciones reflejan las preocupaciones y curiosidades de toda persona que cruza el umbral de la pubertad. A pesar de este inusitado interés entre los adolescentes, en la mayoría de los libros clasificados como literatura juvenil se nota la ausencia del tratamiento de la sexualidad, aunque éste ha sido uno de los temas recurrentes en la vida de los individuos desde la noche de los tiempos, ya que nadie es ajeno a la sexualidad como parte integrante del desarrollo humano, y así lo comprenden los lectores adolescentes que, en los tiempos modernos y con una tecnología que pone en sus manos toda la información sobre el tema, se  despojaron de los caparazones que los protegían del mundo complicado de los adultos y los mantenían recluidos en el paraíso eterno de la dulce infancia.

En este caso, para dar paso a una literatura transgresora de las buenas costumbres ciudadanas, no queda otra alternativa que permitirles leer obras que les toca las fibras íntimas de su personalidad, así esta lectura los lleve a cuestionar los preceptos morales del mundo religioso, las normas rígidas de los padres y educadores; y, sobre todo, que les permita hallar la luz entre las sombras de las sensaciones del amor y las relaciones sexuales.


Cabe recordar que al alumno no siempre le encanta lo que le gusta al profesor, ya que los gustos sobre lo que es bueno o malo en literatura es tan relativo que, frecuentemente, se da la paradoja de que el profesor lee un tipo de obras y el alumno lee otras, a partir de su propio interés personal y sin pensar si las obras elegidas le entregarán o no conocimientos válidos para su formación profesional.

Entonces, por deducción lógica, lo mejor será dejar que los propios jóvenes elijan el libro que desean leer, sin que el profesor de lenguaje y literatura ejerza presiones de carácter didáctico o pedagógico. En la educación secundaria es preferible que no existan fuerzas coercitivas que obliguen al adolescente a leer libros que no son de su interés, habida cuenta que la lectura de obras literarias debía contribuir a formar verdaderos lectores y no a crearles antídotos o mecanismos de defensa contra la literatura impuesta a fuerza de exigirles una lectura obligatoria.

Dejarlos elegir, en absoluta libertad, un libro que llama poderosamente su atención, es la única manera de acercarlos al ámbito de la literatura y estimular su hábito de lectura; de lo contrario, como en toda enseñanza obligatoria, le despertará un rechazo instintivo hacia la lectura y un resentimiento contra las obras ajenas a su interés. Por cuanto la enseñanza de la literatura en el nivel secundario requiere estar anclada en el interés de los jóvenes lectores que, por lo general, tienen más preferencia por las obras que no están contempladas en los actuales programas escolares elaborados por los tecnócratas de la educación. 
  
Los libros deben leerse por el puro placer de leer, y no para enriquecer el vocabulario, aprender la gramática ni tener lecciones de cómo escribir un texto con una sintaxis correcta e impecable. Por lo tanto, pasarle al alumno una literatura engorrosa implicará alejarlo de la literatura; es más, éste acabará por odiar la lectura de los libros recomendados por los especialistas. Y, desde luego, nunca dejará de preguntarse: ¿Por qué tengo que analizar con tanto detalle los libros? ¿No podría leerlos por puro placer e iniciativa personal?

Ya se sabe que para gustar de un libro hay que leerlo con alegría y amor, como recomendaba Pablo Neruda; una reflexión que nos induce a pensar que debemos leer lo que es de nuestro interés y agrado, al menos, si consideramos que la lectura tiene que ser una forma de felicidad, una suerte de escape de la realidad que nos circunda, una válvula de escape que permita transportarnos, por medio de las acciones de los personajes y las historias narradas, a otros contextos diferentes a los que experimentamos aquí y ahora.

Incluso un libro que aborda temas cotidianos y realistas, debe ofrecernos la posibilidad de poner en marcha nuestra imaginación, como si la historia narrada la estuviésemos viviendo en carne propia, en vista de que la literatura no es un tratado de filosofía ni una enciclopedia lingüística para eruditos, sino un espacio de libertad, relajamiento y felicidad.

sábado, 15 de diciembre de 2018


EL LENGUAJE POSESIVO Y PATRIARCAL

El lenguaje, que ha evolucionado a lo largo de la historia, modificándose conforme a los cambios experimentados en las estructuras socioeconómicas, es un vehículo de transmisión del pensamiento de una colectividad, que maneja códigos lingüísticos para expresar sus ideas, usos y costumbres.

Desde el remoto pasado, como consecuencia natural de la ideología patriarcal, se perpetuaron los patrones lingüísticos que empoderaron a los hombres como a la fuerza dominante en la sociedad, que convirtió a la mujer en ciudadana de segunda categoría, habida cuenta de que el lenguaje, al tratarse de una construcción sociocultural establecida durante milenios, es un legado que usan los humanos, indistintamente de la edad o identidad sexual, para comunicarse con sus semejantes.

El lenguaje sexista y patriarcal, en la mayoría de las culturas, se usa como un instrumento que favorece más al género masculino que al femenino, al margen de que las mujeres ocuparon tradicionalmente los escalones más bajos de la pirámide social, económica y cultural, mientras los hombres tenían el control de las instituciones que normaban la conducta de la convivencia ciudadana desde una perspectiva posesiva y machista, como si su palabra hubiese sido la única que tenía más autoridad y credibilidad ante la colectividad.

Aunque la dominación del hombre sobre la mujer se inició aproximadamente hace seis millones de años, cuando la agricultura dio una sobreproducción que requirió de otras fuerzas de trabajo, la formación de un ejército y un Estado, la supremacía del hombre se acentuó y reprodujo patrones sexistas ancestrales en el comportamiento humano.

Desde que se estableció la propiedad privada sobre la propiedad colectiva, la supremacía masculina se reflejó también en el manejo del lenguaje cotidiano y los individuos se acostumbraron a hablar de manera posesiva, incluso a creer que poseen sensaciones que ni siquiera son materiales, como el dolor, amor o problema. No en vano es frecuente escuchar la frase: Tengo un problema, como si la palabra problema fuese un elemento concreto que se posee y no una expresión abstracta de las dificultades.

Es lógico que en una sociedad donde no sólo se poseen bienes materiales para la satisfacción y el goce personal, sino también privilegios de los cuales gozan unos pocos a costa de otros, como los dueños de los medios de producción del sistema capitalista, donde unos cuantos se benefician de las ganancias generadas por la fuerza de trabajo de las mayorías, entre las que se encuentran las mujeres.

El concepto de posesión y la palabra tener se manifiestan, asimismo, en otros planos de la vida sociocultural. De modo que es natural que la gente diga: mi médico (y no el médico que me trata la enfermedad), mi profesor (y no el profesor que me enseña), mi arquitecto (y no el arquitecto que construye la casa), como si estos profesionales formaran parte de su propiedad privada, aunque la necesidad de poseer no es una facultad innata de los seres humanos, programada genéticamente desde la noche de los tiempos, sino una facultad adquirida en un contexto social determinado, donde las personas no sólo poseen bienes materiales, sino también personas, como si estas no fuesen sujetos sino objetos sin alma ni cerebro.

El Estado burgués, basado en la propiedad privada de los medios de producción y la desigualdad social, institucionalizó el supuesto derecho que tiene el hombre sobre la mujer. Se puede afirmar que el Estado tiene el ADN patriarcal y a nadie le resulta extraño que el hombre hable de la mujer como un bien privado o un objeto adquirido en un bazar.

Lo cierto es que el verbo tener se emplea siempre que se quiere hablar de manera posesiva. El hombre cuando se refiere a sus hijos habla como si fuesen su propiedad privada y cuando habla de la madre de sus hijos suele decir: mi mujer o mi esposa y no la mujer con quien comparto mi vida y es la madre de nuestros hijos. El hombre se hace la idea de que es dueño y amo de la mujer, como parte de una sociedad donde prima la propiedad privada y la mentalidad patriarcal.

El hombre cree poseer el cuerpo y los sentimientos de la mujer; cuando en realidad, los sentimientos, el cuerpo y los pensamientos le pertenecen solo a ella y que nadie puede convertir el amor ajeno en una propiedad privada. Sin embargo, en una sociedad patriarcal, el hombre cree haber privatizado todo como por mandato divino, incluso el amor y el dolor; sensaciones que no pueden verse ni tocarse y mucho menos poseerse, medirse o pesarse. Por lo tanto, lo que se llama tener dolor o tener amor no son más que expresiones simbólicas o metafóricas.

Si bien es cierto que la revolución industrial, que trajo consigo un inusitado desarrollo de la economía y la tecnología, incorporó a la mujer al sistema de producción capitalista, convirtiéndola en una obrera asalariada, es cierto también que la convirtió en un ser doblemente explotada, ya que el rol de la mujer, como madre y esposa, no puede analizarse al margen de la sociedad capitalista, que hizo de ella una esclava doméstica y una esclava de los medios de producción, aparte de que el Estado patriarcal, basado en la propiedad privada y la desigualdad social, institucionalizó el supuesto derecho que tiene el hombre sobre ella, cuya principal función consiste en procrear hijos, atender al marido y aportar, en el mejor de los casos, a la economía familiar.

El lenguaje machista y patriarcal es el reflejo de una sociedad construida de manera jerárquica y piramidal, donde los hombres ocupan la cúspide, con todos los privilegios y ventajas que les concede su condición de machos, y las mujeres ocupan la base de la pirámide social, sin más derecho que ser madres, esposas o hijas, aunque ellas sean -y siempre fueron- el motor que se mueve, desde el silencio y el anonimato, detrás de los hombres y de muchas de las ideas que transformaron las estructuras socioeconómicas y la vida cultural de las sociedades existentes hasta nuestros días.