viernes, 29 de octubre de 2010


MICROCUENTOS DE VÍCTOR MONTOYA

La revista de arte y cultura sin fronteras DÍAyNOCHE, dirigida desde hace varios años por la francesa Vanessa Tio Groset, publicó el libro digital Microzoología, una serie de 34 microcuentos que re-crean el reino animal desde una perspectiva poco frecuente en la literatura hispanoamericana. El libro ha sido ilustrado por el talentoso artista paraguayo Jorge Codas y el diseño, sorprendente por su originalidad y frescura, estuvo a cargo de Vanessa Tio Groset.

Esta edición de Microzoología, además de estar acompañada por una extensa presentación bio-bibliográfica del autor y una entrevista realizada en exclusiva, puede descargarse en versión pdf o leerse en línea, ingresando a la siguiente dirección: http://www.dynonline.net/es/interior/lapluma/victor-montoya/microcuentos-/el-mundo-de-victor-montoya.html

Microzoología, lleno de matices lexicales y sentido del humor, es un fino regalo para los lectores cuya sensibilidad intelectual y emocional exige una literatura que ofrezca un escaparate de historias construidas con precisión de orfebre y unas imágenes gráficas que, aparte de ensamblarse perfectamente con los cuentos, invitan al territorio de la fantasía con una explosión de formas y colores hecha con maestría.

El reciente libro de Víctor Montoya pone a prueba la capacidad de síntesis en el manejo del lenguaje del autor, quien está consciente de que un cuento siempre será mejor mientras sea más breve.

La entrevista

A continuación incluimos una entrevista que, en exclusiva, el autor concedió a Vanessa Tio Groset, directora de la Revista DÍAyNOCHE y responsable de la edición del libro.

DIAyNOCHE -¿Quién es y cómo es Víctor Montoya con la pluma en la mano?

Víctor Montoya -Soy un escritor boliviano residente en Estocolmo desde hace más de tres décadas. Con la pluma en la mano o, por mejor decir, con las teclas del ordenador en la mano, me convierto en un auténtico cazador de palabras, sin más intención que crear historias tanto ficticias como reales. Aunque mi pasión por la literatura tiene un fondo vocacional, siempre consideré que escribo más por una necesidad existencial, que por asumir una pose de intelectual extravagante.

DyN-¿Cuáles son los resultados de tu experiencia en Suecia a partir de las expectativas que tuviste al salir de tu país natal?

V.M -Los resultados de mi experiencia en Suecia han sido positivos desde todo punto de vista. Sin embargo, debo aclarar que cuando salí de Bolivia no tenía expectativas, puesto que no salí voluntariamente, sino porque una dictadura militar, que me tenía encerrado entre los barrotes de una cárcel, decidió lanzarme al exilio. De modo que llegué a Suecia sin saber dónde estaba aterrizando y sin sospechar lo que me deparaba el destino. Así que no tuve expectativa alguna a tiempo de dejar mi país natal, salvo la de recobrar mi libertad y trocar en realidad el sueño de convertirme algún día en escritor. Por fortuna, ambas cosas se han cumplido satisfactoriamente en este país escandinavo que, desde un principio, me acogió solidariamente y con los brazos abiertos.

DyN -Teniendo en cuenta tu intención implícita de mirar la naturaleza en tu libro, ¿cómo ves la responsabilidad del escritor en la creación del futuro ecológico del planeta?

V.M -El escritor, como cualquier otro ciudadano en un Estado de derecho, tiene la responsabilidad y la obligación de velar por el futuro ecológico del planeta. Es necesario que en los tiempos que corren, plagados de injusticias sociales y devastaciones del sistema ecólógico, asumamos una actitud militante en defensa de la naturaleza para poner a salvo no sólo la vida de los animales en peligro de extinción, sino también la paz social que, por desgracia, se ve cada vez más amenazada por los intereses mezquinos de quienes se creen los dueños absolutos del mundo y de los sistemas de poder.

DyN -¿Qué prentendes con este libro?

V.M -La única pretensión que tengo, una pretensión muy modesta por lo demás, es la de ofrecer a los lectores una lectura entretenida, con microcuentos que re-crean el reino animal con todo su poder de sugerencia. Pienso que este libro, a diferencia de las fábulas, no tiene senso-moral, pero sí una buena dosis de humor y un modo particular de abordar la zoología, que constituye una de las temáticas vitales de la gran literatura y la tradición oral.

DyN -DIAyNOCHE inaugura con este libro su anhelado proyecto de ediciones literarias, ¿qué significa para vos este emprendimiento conjunto?

V.M -Celebro la buena iniciativa de DIAyNOCHE y abrigo las esperanzas de que todos sus proyectos alcancen un buen puerto. Para mí, en lo personal, es un alto honor contarme entre sus colaboradores. El proceso de la edición digital de este libro, además de haberme dejado pasmado como a un niño, ha permitido que me deleite con la imaginación desbordante de Jorge Codas, un verdadero talento de la creación pictórica paraguaya, y, al mismo tiempo, me ha permitido conocer y reconocer la capacidad creativa de otra persona genial como eres tú, Vanessa, que en cada cosa que haces le pones tu alma, corazón y vida. El diseño del libro habla por sí mismo, pero también habla de tu gran sensibilidad por las artes visuales. En síntesis, pienso que la experiencia fue muy grata y espero que pronto podamos coincidir en un nuevo proyecto.

DyN -Un mensaje final a todos los seguidores del arte…

V.M -El arte, como el pan de cada día, es un elemento indispesable para todos. El arte nos permite contemplar la naturaleza y el alma humana como en un caleidoscopio, donde todas las formas y todos los colores forman parte de un mismo universo hecho de realidad y fantasía. Todos los humanos tenemos derecho al arte y el arte debe ser la mejor expresión de nuestro fuero interno.Vivir sin arte es lo mismo que vivir en la oscuridad.

lunes, 25 de octubre de 2010


VÍCTOR MONTOYA EN CAPRI, ITALIA

En Italia, cansado ya de comer pasta y mozzarella, decidí marcharme a Capri, a 17 millas marinas al sur de Nápoles.

Aquella mañana, de cielo intensamente azul, me embarqué en el muelle Berevello y fijé mi asiento en la popa del vapor para contemplar el magnífico escenario de la ciudad napolitana, cuyas casas extendidas a lo largo de la costa, salpicadas de gaviotas y cubiertas de neblina, parecían flotar en medio de la ascensión de las aguas.


Mientras el vapor ganaba la distancia, recordaba las leyendas de las míticas sirenas, quienes, tendidas sobre las rocas de las islas del Mediterráneo, solían desviar el rumbo de las naves y atraer con su canto a los marineros más audaces, que Ulises, el Rey de Itaca y héroe del sitio de Troya, ordenó a los tripulantes atarlo en el mástil mayor para no caer seducido. Al expirar este recuerdo, alimentado por el poema épico de Homero, vislumbré la isla de Capri, alzándose entre el cielo y el mar.


Cuando el vapor atracó en el muelle, me apeé en el puerto de Capri, que se abre al mar a lo largo de una playa infinita y una plazuela trepando hacia los montes cual manada de cabras. Inmerso ya en una topografía pintoresca, poblada por una exuberante flora mediterránea, pude ver las casas dispuestas en forma de anfiteatros, con sus terrazas y bóvedas alargadas, sus pórticos y ventanas mirando el horizonte del mar, y sus fachadas calcáreas, reavivadas por el rojo pompeyano, más rojo todavía bajo el luminoso cielo azul. Entonces, sin poder controlar el estupor ni la emoción, ascendí por un laberinto de callejuelas angostas y empinadas, hasta llegar al centro de Capri, conocida como la Piazzetta, desde cuyo mirador, que parecía una terraza suspendida en el vacío, pude contemplar las grandes rocas aflorando de las aguas y las fértiles pendientes, donde resaltan los frondosos olivares y la copa de los pinos marinos, y, a lo lejos, la inconfundible silueta de Isquia y el golfo partenopeo, dominado por la inquietante figura del Vesubio.


Al mediodía, cuando el estío se hizo implacable, venciendo a las brisas languidecientes, me acerqué a uno de los bares de la Piazzetta en medio de un torbellino de sombrillas y de peatones. Sequé el sudor de mi frente y me senté a la sombra de un quitasol, como quien busca un poquito de aire fresco. Pedí una cerveza para aplacar la sed y el cansancio, y me entretuve observando a un grupo de ingleses y a una pareja de japoneses que pintaban la clásica Torre del Reloj, cuya cúpula alberga unas campanas que doblan cada hora. En esos instantes de plácido sosiego, vi un desfile de mujeres despampanantes que, haciendo gala de su belleza, llevaban sombreros de paja, cestos de mimbre y zapatillas de esparta.

Al cabo de beber la cerveza, que casi siempre es un buen modo de relajarse del calor sofocante, me quedé pensando en la grandiosidad de este sitio que, desde los tiempos en que los colonos griegos establecieron la acrópolis en el siglo V a. de J.C., constituye un verdadero paraíso para la meditación y la creación artística.


El emperador Augusto, al retornar de las campañas orientales el año 29 a. de J.C., desembarcó en la isla deslumbrado por su belleza y mandó a construir suntuosas villas para disfrutar en los veranos. A la muerte de Augusto, su hijo adoptivo Tiberio, quien heredó el Imperio Romano, heredó también el amor por Capri, del cual hizo su asilo dorado, donde pasó el último decenio de su vida. Con el transcurso del tiempo, en este mismo lugar, hecho de asombro y maravilla, se refugiaron varias personalidades de honda sensibilidad, como los poetas que un día vinieron a comer y se quedaron para toda la vida.

A pocos pasos de la Piazzetta, en un estrecho pasadizo, quedé sorprendido por la arquitectura de estilo barroco de la iglesia de San Esteban, cuyo piso interior, cerca del altar mayor, luce un valiosísimo solado de mármol, constituido por una serie de incrustaciones policromas. Pero mayor fue mi sorpresa al salir de la iglesia y enfrentarme a un vericueto de callejuelas serpenteantes, que permiten a sus habitantes darse la mano de balcón a balcón. De manera que cualquier caminante, acostumbrado a las grandes urbes, experimenta la sensación de estar en un burgo medieval, subiendo y bajando por callejuelas que a menudo confluyen en placitas, en las cuales se entrecruzan otras callejuelas caracterizadas por rampas de escaleras. Y por donde quiera que uno vaya, está siempre rodeado de platas que florecen hasta en los sitios más recónditos y sinuosos. Toda esta vegetación remata en los Jardines de Augusto que, aparte de ser el pulmón de la isla y un parque propicio para vivir un romance inolvidable, es un mirador desde el cual se puede abarcar una de las vistas panorámicas más espléndidas de la costa capriota. Es decir, las acantiladas escolleras y las siluetas de los Farallones, esos colosos de roca que se alzan hacia la concavidad del cielo emergiendo de las profundidades esmeraldinas del mar, como obeliscos esculpidos por la naturaleza y el tiempo.


Por mi parte, no conforme con mirar los Farallones desde los Jardines de Augusto, descendí por un sendero empedrado que, de tantos andares y desandares, está lozanamente pulido, y que uno, al primer resbalón, puede ir a dar en el vacío. Estando ya abajo, entre bañistas tendidas sobre las rocas como sirenas modernas y los cambiantes reflejos de las transparencias marinas, me imaginé a los Farallones cual monstruos petrificados en la prehistoria; obsesión que se me intensificó cuando atravesé con la mirada por debajo del arco natural, que formaron las erosiones concediéndole un atractivo singular.


Después fui a Anacapri, atraído por la curiosidad hipnótica de mirar las ochocientas gradas empinadas de la Escalera Fenicia, tallada en roca viva desde la costa norteña de la isla hasta el centro de Anacapri; única construcción rupestre que se ha conservado desde la colonización griega y romana.


No muy lejos de la escalinata, que me provocó una sensación de vértigo, está el museo de la villa de San Michel, construido por el investigador y médico sueco Alex Munthe, con la intención no sólo de vivir en ella, sino también de coleccionar y conservar una serie de obras de arte, que en la actualidad son verdaderos motivos de admiración. El atrio está adornado con bajorrelieves, cabezas de bronce greco-romanas y las paredes están decoradas con antiguos fragmentos de mármol y alabastro, más una serie de epígrafes funerarios. La habitación luce una cama del siglo XV y tiene muebles del renacimiento florentino, esculturas de bronce y un bajorrelieve de mármol del periodo imperial, representando a Apolo mientras ejecuta la lira.


En el despacho, cubierto con mosaicos que representan un motivo pompeyano, se guardan objetos antiguos como una cabeza de joven de terracota y una cabeza de Medusa que, según se cuenta, fue recuperado por Munthe de las profundidades del mar, frente a los Baños de Tiberio. El salón adyacente está dominado por muebles rococó de tipo veneciano y está separado del despacho por columnas de mármol africano, que sostienen un elevadísimo capitel. En la galería de las esculturas despierta la atención del visitante un busto de mármol representando a Tiberio y una reproducción romana de origen griego del siglo IV, que representa a Ulises.


Cuando retorné al puerto de Capri, en un pequeño y repleto autobús, sentí como si descendiera del cielo a la tierra por una carretera angosta y zigzagueante. Ya en el puerto, no muy lejos de una columna romana plantada en el muelle, alquilé una barca de remos para costear la isla y avistar las escarpadas rocas abriéndose en decenas de fisuras y concavidades. Además, desde el mar se pueden apreciar los vestigios de los Baños de Tiberio, donde el emperador vivió sus últimas aventuras amorosas y se zambulló para escapar del calor estival. Aunque Tiberio era ya demasiado viejo cuando se retiró a Capri, algunos de sus biógrafos lo describen como un hombre cruel, acostumbrado a torturar y ejecutar a sus súbditos, haciéndoles dar un salto mortal desde la cumbre más elevada, conocida hoy como “El salto de Tiberio”, y de la cual no queda más que la belleza salvaje de las rocas desplomándose hacia un mar increíblemente diáfano.


Más tarde, como lo tenía previsto, la barca se aproximó, a golpes de remo y orillando la costa, hacia la Gruta Azul. Cuando la vi de cerca, varias ideas se me agolparon en la mente, pues estaba ante una de las cuevas marinas más famosas del mundo, que durante siglos generó supersticiones y confabulaciones míticas; unos creían que estaban habitadas por hermosas sirenas, en tanto otros, infundiendo un hálito de terror y sembrando el pánico, aseveraban que la Gruta era un recinto de brujas y cuna de criaturas monstruosas. No obstante, el emperador Augusto y su sucesor Tiberio ordenaron forrar las paredes con mosaicos y conchas marinas, para así zambullirse en sus aguas y pescar mújoles y anguilas. Al paso del tiempo, los misterios creados en torno a la Gruta Azul han servido como fuentes de inspiración a pintores y escritores.


Apenas la barca abordó la entrada a la Gruta, cuya abertura chata y angosta me obligó a bajar la cabeza para no golpearme en la roca, divisé los espejos de las aguas transparentes, reluciendo con una fosforescencia plateada. Adentro, asediado por estalactitas y estalagmitas, experimenté un fascinante juego de luces que, por un instante, me dejó perplejo y sugestionado. Mas apenas salí de mi asombro, pude explicarme que esas maravillas cromáticas están determinadas por la reverberación de la luz que se filtra por las aberturas de acceso y que, a su vez, las transparencias azul cobalto se deben a la luz que se filtra a través de una abertura submarina.


Al abandonar la Gruta Azul y salir a mar abierto, quedé cavilando en que la luz del día era el alma de Capri, como si toda la isla fuese un gigantesco disco cromático. En la mañana es resplandeciente y viva, exalta los contrastes entre la vegetación, el azul intenso del cielo y los cambiantes reflejos del mar. Al descender el sol a su ocaso, con sus matices rosados, la isla adquiere tonalidades suaves y difusas, hasta desvanecerse en el crepúsculo. Por la noche, ni bien se encienden las luces de las casas y las callejuelas, ganando la oscuridad de Capri, los pescadores isleños desatan sus barcas ancladas en los muelles, recogen sus anchas redes y se hacen a la mar entre lámparas de acetileno.


Mi feliz estadía en Capri, desde un principio, caló hondo en mi memoria; tan hondo que, al zarpar el vapor rumbo a Nápoles, concebí la idea de que si alguna vez se me da la opción de elegir un lugar para refugiarme del bullicio mundano, elegiría, sin pensar dos veces, Capri, la isla encantada del Mediterráneo.

Fotografías:

1. Víctor Montoya en Capri
2. Puerto de Nápoles
3. El muelle de Capri
4. La Piazzetta
5. Monte Solaro
6. Los Farallones, al fondo
7. En la Escalera Fenicia
8. En el Museo Alex Munthe
9. Villa de San Michel
10. Busto de Axel Munthe y el mosaico de un can pompeyano
11-12. La Gruta Azul
13. Capri por la noche
14. Víctor Montoya

sábado, 16 de octubre de 2010


REALIDAD Y COMPROMISO

En la extensa obra del artista Manuel L. Acosta hay pinturas que llaman la atención por su plasticidad y poder expresivo. Son cuadros que convocan a la reflexión y a la toma de conciencia. Una doble dimensión humana que convierte al artista en un retratista de su época y en enemigo declarado de las injusticias sociales, la depredación ecológica y las guerras insensatas.

Los mineros y el Tío

Es interesante observar cómo un pintor de origen malagueño puede sentirse seducido por el tema concerniente a los mineros bolivianos, cuyos antepasados fueron los mitayos de la colonia en tierras americanas. Se tratan de imágenes del más puro realismo que, intitulados “Y Dios creó al hombre” y “Mineros”, nos transportan en la imaginación hacia los ámbitos telúricos del macizo andino, donde reina no sólo el Tío (deidad, dios y diablo de las minas), sino también la grandiosa y dadivosa Pachamama (Madre-Tierra), quien encierra en sus entrañas las riquezas minerales y, en su condición de divinidad femenina, es la principal fecundadora de la naturaleza.


La pintura de Manuel L. Acosta, inspirada en fotografías captadas en el interior de la mina, es una revelación del trabajo dantesco de los mineros que, por su mente proclive a las supersticiones y el sincretismo religioso entre el paganismo ancestral y el catolicismo occidental, conviven en armonía con sus deidades del bien y del mal, como es el caso del temible y venerado Tío, cuya estatuilla de greda y cuarzo fue captada en plenitud por el fotógrafo suizo Jean Claude Wicky.

Los mineros, retratados con un trasfondo oscuro que contrasta con la luz fosforescente de las lámparas enganchadas en los guardatojos (cascos de protección), destacan con su fortaleza física, casi ciclópea y metálica, sujetando la perforadora en sus manos nudosas y taladrando la roca por encima de sus hombros desnudos debido a las altas temperaturas que se presentan en las galerías más recónditas de la mina.


El artista, acaso sin saberlo, está hermanado con los grandes muralistas bolivianos, como Miguel Alandia Pantoja y Wálter Solón Romero, quienes pintaron de un modo monumental la trágica realidad de los trabajadores del subsuelo, exaltando sus luchas, triunfos y derrotas, no sólo para dejar constancia de que fue una clase social revolucionaria por excelencia, sino también porque los mineros constituyeron la columna vertebral de la economía nacional durante el siglo XX. Fueron ellos quienes arrojaron sus pulmones para enriquecer a las oligarquías y fueron ellos las víctimas de la explotación capitalista.

Extraña mucho que este pintor malagueño, cuya infancia transcurrió en el norte de África, pinte la realidad de los Andes con tanta precisión como pinta las comarcas y los paisajes pirenaicos, los parajes solitarios y las altas montañas, tan duras y áridas como las del altiplano boliviano.

Sensibilidad y compromiso

Manuel L. Acosta, desconcertado ante el misterio de la creación y la vida, nos transmite, con sensualismo y dominio del oficio, manifestaciones visuales que su sensibilidad supo reelaborar en su fuero interno como revelando negativos en una cámara oscura, con matices diversos, donde resalta la mezcla de rojos y azules, claroscuros y contrastes que requieren los objetos atrapados en una magnífica obra de arte

No cabe duda de que estamos frente a un artista cuyas pinturas al óleo son una permanente búsqueda de técnicas que, unas veces retratando escenas de la vida real casi con precisión fotográfica y otras veces experimentando con técnicas surrealistas y abstractas, le permitan rescatar los colores a base de transparencias y nuevas texturas, en afán de crear obras destinados a trascender más allá de las galerías de arte y del ámbito comercial que tiende a estrangular al artista.


No es menos ponderable su actitud humanista, principio y fin de su credo pictórico. Se declara artista comprometido con su realidad y su tiempo, no en vano sus cuadros reflejan una clara preocupación social y existencial; una ideología que, identificada con los desposeídos y maltratados, queda plasmada en gran parte de su obra. Es cuestión de contemplar esa serie de pinturas dedicadas a la represión política, la tortura y el crimen institucionalizado por los sistemas de poder, que todavía están latentes en el pozo oscuro de la memoria colectiva de un continente que se desangró durante las dictaduras militares, cuyos atropellos de lesa humanidad sembraron el pánico y el terror.

Sin embargo, como todo artista de fuste, va mucho más allá de la simple observación del drama humano y las injusticias sociales, pues tiene cuadros que abordan tanto la naturaleza muerta como las revelaciones oníricas en sus más diversas facetas, sin caer en la pura expresión estética y decorativa, ni en el mundillo comercial donde suele degenerar el arte.


Manuel L. Acosta es un caso singular en este contexto, puesto que, a diferencia de los pintores comerciales que ejercen el arte por el arte, ha puesto su sensibilidad y talento al servicio de una causa justa. No en vano sus pinturas de denuncia social, que abordan los temas de la represión política, la tortura y el crimen, son gritos lacerantes de protesta y lo ubican entre los pintores que decidieron apostar por un modelo de sociedad más equitativo que el que ofrece el despiadado sistema imperante.

Manuel L. Acosta, consciente de que su obra es el reflejo y testimonio de su modo de percibir el entorno, forma parte de una pléyade de pintores modernos que, lejos del abstraccionismo decorativo y las modas impuestas por el mercado, busca expresiones pictóricas realistas con una carga mucho más humanista y espiritual, en un certero intento de trocar la realidad contemplada en una bella obra de arte.

Perfil del artista

Nace en Málaga, España, en 1944. En 1949 su familia se traslada a Tharguíst (Marruecos). Pasa su infancia en el norte de África. Con 12 años va a vivir a Plan, villa del valle de Chistau, en los Pirineos de Huesca. Años más tarde se traslada a Cataluña y sigue con intensidad los cambios derivados de la transición política. Actualmente está vinculado al movimiento ecologista Alternativa Verde.

Desde muy temprana edad siente interés por el arte y estudia el arte griego y el Renacimiento de manera especial. A los 18 años entra en la escuela-taller del maestro Eduard Tárrega, donde perfecciona el dibujo y la técnica pictórica, iniciando su participación en exposiciones y certámenes, en los cuales logra premios y reconocimientos.

Su primera etapa como pintor está influenciada por artistas que, como Honoré Daumier, transmitían la crítica social a través de sus obras. Reconoce también influencias del Goya negro, de la pintura expresionista y de artistas como Schiele, Von Stuck y Caspar Friedrich, así como las tendencias más abstractas y libres de Barceló o Antoni Clavé, que perfilan su actual estilo.

Imágenes:

1. Manuel L. Acosta
2. Dios y hombre -inspirado en el Tío-, acrílico sobre lienzo
3. Mineros bolivianos, óleo y acrílico sobre tela
4. Ejecución, acrílico
5. Prisionero Guantánamo, acrílico sobre lienzo

jueves, 14 de octubre de 2010


LA PUNK DE LOS AROS DE ORO

Aquella muchacha punk, que se atravesó en mi vida una tarde de verano ardiente, estaba sentada en el centro comercial de Estocolmo, justo en la grada de acceso a una tienda de ropas, donde yo, ignorando su presencia, me acerqué a preguntar el precio de una chaqueta exhibida en el escaparate. La punk me miró con los ojos color de cielo despejado, luciendo un tupé con franjas verdes y rojas, rapadas a punta de navaja.

Me hice a un costado y traté de sortear el paso, pero ella me detuvo del brazo y se levantó de la grada.

–¿Qué quieres? –le pregunté, intentando mirar la pequeña barra metálica atravesada en su lengua.

–Me gustas –contestó con voz suave pero firme. Aplastó la colilla del cigarrillo con la puntera metálica de sus botines de caña alta, y agregó–: Si prefieres, nos vamos a mi apartamento.

Quedé perplejo, sin saber qué contestar, pero midiendo la seriedad de sus palabras.

La punk me tomó de la mano, me enseñó el camino con sus pasos y me condujo por una calle inundada de tiendas y autos. Yo le revelé mi nombre y ella el suyo. Así caminamos dos cuadras, mientras algunos peatones, al vernos pasar, lanzaban miradas de curiosidad, atraídos por el tintineo de los aros que ella llevaba en las orejas, la nariz, los labios, las cejas, los brazos y el cuello.

–Aquí vivo –dijo, enseñándome la puerta de un edificio ubicado en pleno centro de la ciudad.

Cuando entramos en el apartamento con dormitorio, baño y cocina, me enfrenté a una colección de símbolos fálicos y estatuillas eróticas de origen africano. Nos quitamos los zapatos en el zaguán, sin mirarnos ni hablarnos. Ella puso la música de Pink Floyd y entró en la cocina, donde sirvió una copa de Martini haciendo chocar los cristales contra los metales de su cuerpo. Me senté en el sillón tapizado en cuero, mirando la sobria decoración del cuarto, enmarcado por un sofá, una cama de cabecera alta, una sencilla estantería de madera lacada y una vitrina que lucía estatuillas de greda, madera y pedernal, cuyos motivos representaban una libertad sexual para mí hasta entonces desconocida. Las paredes estaban decoradas con una serie de cuadros y grabados de origen oriental. El piso, desde la puerta hasta la cama, tenía una alfombra persa, donde sobresalía el relieve de una mujer desnuda, quien, abrazada al pescuezo de un cisne de alas desplegadas, volaba por encima de un mar en llamas.

La punk se me acercó, moviéndose al compás de la música. Me alcanzó la copa de Martini y empezó a despojarse de su chaqueta de cuero negro. Aflojó su cinturón con hebilla metálica y se quitó los jeans andrajosos, que descubrían una parte de las nalgas y otra parte de las rodillas. Al final se quitó la malla que parecía una telaraña y los calzones que apenas le cubrían el pubis depilado como sus axilas.

Le miré el ombligo y los pezones atravesados por unos aros no más grandes que una moneda de cincuenta centavos. Ella se paseó por el dormitorio, mirándome por el rabillo del ojo, hasta que se dejó caer sobre la cama, las manos en la nuca y las piernas extendidas. Me levanté del sillón y, sintiendo que la temperatura del amor se apoderaba de mi cuerpo, me desvestí sin pensar en otra cosa que en practicar la misma posición que enseñaba la estatuilla africana, donde la mujer estaba en posición de cuatro, en tanto el hombre la acometía por detrás, sujetándola por la cintura. Arrojé las ropas sobre el sillón y me acerqué hacia la punk, dispuesto a concretar mi fantasía. Pero ella, tendida todavía de espalda, dobló las rodillas y abrió las piernas a la luz del día. Fue entonces cuando pude constatar que el tintineo metálico no sólo provenía de los aros que ella cargaba en la cara, el cuello y los brazos, sino también de los aros de oro atravesados en los labios de su sexo.

Ella me apretó contra sus senos y me encendió el fuego del amor con sus besos. Yo ensarté mis dedos en los aros pendientes de su sexo y le quemé con mi aliento, hasta que ella, lanzando gemidos y tintineando como la vitrina de un joyero, pidió que la penetrara con violencia moderada. Me miró a través del espeso rimel de sus pestañas y me clavó sus afiladas uñas en la espalda. Me moví al ritmo que ella controlaba con el meneo de sus caderas y le mordisqueé los pezones acomodados a la altura de mi boca. Después se retorció arrastrando las sábanas y lanzó un grito que rodó por la alfombra persa. Yo caí rendido entre sus brazos y la música de Pink Floyd calló en el estéreo.

Esa misma tarde comprendí que la libertad sexual de la punk, quien aprendió a explicar con el cuerpo lo que no podía hacerlo con palabras, era algo más que una simple aventura amorosa, pues desde el día en que nos conocimos por casualidad en el centro comercial de Estocolmo, nos seguimos amando de una y mil maneras, hasta que ella desapareció misteriosamente de la ciudad, sin dejarme otro recuerdo que los tintineos de sus aros de oro, que noche tras noche me persiguen en los sueños.

domingo, 10 de octubre de 2010


LA PLUMA FUENTE

Esta fotografía, que me recuerda a los escritores que conocí durante la Semana Negra en Gijón, en el verano de 2006, fue captada por el asturiano Zeki, gran amigo, fotógrafo y director de la revista literaria La Gansterera.

Cuando me propuso posar al lado de esta gigante pluma fuente, justo entre el plumín cobrizo y la roca de carbón, no supe -ni lo sé todavía-, quién fue el artista que tuvo la chispeante idea de erigir una pluma fuente en homenaje a los escritores de novelas policíacas que, año tras año, se reúnen en la feria de la Semana Negra, auspiciada y animada desde 1988 por el infatigable Paco Ignacio Taibo II.

La pluma fuente o pluma estilográfica, como el lápiz de grafito y el bolígrafo de tinta espesa, es uno de los instrumentos de escritura más utilizado alrededor del mundo, tanto por su variedad como por su elegancia. Tiene un armazón, compuesto por la base y el tapón, y contiene un depósito de tinta líquida que discurre como la sangre por las venas hacia el plumín, hecho generalmente de acero inoxidable, que al rozar la hoja de papel va dejando su huella indeleble. Cuando la tinta se agota, como todo lo demás en la vida, es cuestión de reemplazar el depósito por otro, rellenarlo con un cuentagotas o absorber la tinta desde un tintero.

Debo reconocer que en más de una ocasión me atrapó la manía de coleccionar pluma fuentes de todos los tamaños, formas y colores, así como en más de una ocasión caí en la tentación de obsequiar algunos entre los amigos y familiares, mientras otros se me perdían como por arte de magia entre los amigos de lo ajeno, quienes, sin resquicios para la duda, sentían la misma fascinación por este instrumento de escritura que, ya sea en la mano o el bolsillo, siempre luce como una joya sin parangón.

Considero que un escritor sin una pluma fuente en la mano es como un soldado sin fusil en un campo de batalla. Quizás por eso, en mi cumpleaños y la Navidad, las acepto encantado, como un niño que se maravilla ante un regalo hecho a la medida de sus sueños y deseos. El simple acto de palpar su estuche liso o afelpado me provoca una sensación de placer y cariño por este objeto fascinante, cuyo mecanismo de funcionamiento parece una invención de los dioses, aunque sé que sus origenes se remontan al antiguo Egipto y sus primeras reseñas históricas datan del siglo X.

Sin embargo, su desarrollo ha sido lento y costoso, hasta que el rumano Petrache Poenaru, estudiante en París, logró patentar su versión más perfecta en mayo de 1827. Desde entonces se han fabricado muchos modelos y ha hecho correr ríos de tinta. En la actualidad, las vitrinas de las librerías exhiben pluma fuentes de lujo, que sirven más de adorno que para escribir a diario, y plumas estilográficas desechables de vivos colores, con precios asequibles y con el sistema de cartuchos de plástico como método de relleno.

La pluma fuente, aparte de ser la mejor herramienta para escribir o dibujar con tinta sobre el papel, es también la musa de algunos artistas que, envueltos por un halo de inspiración, la convierten en una figura escultórica, como ésta que encontré en la feria de la Semana Negra en Gijón, donde el amigo Zeki me tomó la fotografía, quién sabe si impulsado por la intuición de que el escritor y la pluma fuente son el binomio perfecto en el mundo de las letras. O, tal vez, porque sabía de antemano que esta imagen, con sus aciertos y limitaciones, sería la auténtica expresión de un escritor retratado junto a uno de los objetos más preciados de su vida.

lunes, 4 de octubre de 2010



Amor en La Higuera, basado en un hecho real, recrea uno de los episodios menos conocidos en las últimas horas de vida del legendario guerrillero. El vídeoclip fue animado y realizado por Miro Coca Lora.

AMOR EN LA HIGUERA

Cuando el Che llegó a La Higuera, amarrado a un helicóptero militar, tenía la pierna herida por una bala y un aspecto de guerrillero inmortal.

A la mañana siguiente, cuando fui a cumplir con mi deber de profesora, me enfrenté a una realidad que no me dejaría ya vivir en paz. El Che estaba sentado en una banca, dentro de la escuelita, y, al verme, me bromeó:

–¿Qué hace una jovencita tan bonita en este pueblo?

No le contesté. Estaba cohibida y no tenía experiencia de tratar con gente desconocida.

Apenas lo sacaron para tomar fotos, sus ojos me buscaron entre el tumulto para guiñarme. Fue la primera vez que le devolví la mirada, pero algo avergonzada, aunque por dentro sentía una enorme alegría, como quien encuentra el amor de su vida mientras menos se lo espera.

En el pueblo reinaba un clima tenso y la gente hablaba del mensaje del Presidente, quien dijo por la radio que los barbudos eran invasores extranjeros, que se llevarían a punta de cañón a los más jóvenes, que violarían a las mujeres y que nos matarían a todos. No sabía si creer en las palabras del Presidente. Estaba enamorada y el corazón empezó a latirme con más fuerza. Nunca vi a un hombre tan hermoso. Parecía uno de esos personajes que se niegan a afeitarse y cortarse el pelo para parecerse a los héroes de las películas. Así como estaba, con sus ropas rotosas y polvorientas, tenía la apariencia de Cristo, la sonrisa dulce y la mirada tierna.

Esa noche no dormí tranquila. Escuché las voces de los soldados y oficiales, quienes parecían festejar su triunfo entre gritos y bebidas. Después, entrada ya la noche, escuché unos disparos que hicieron estremecerme en la cama.

Al día siguiente de su asesinato, ya en Vallegrande, lo vi tendido en el banco de cemento del lavadero; tenía los ojos irradiando la misma luz que me penetró como un dardo en el pecho. Me puse triste y lloré por dentro, pues no quería que los militares se dieran cuenta de mis sentimientos.

Al abandonar el lavadero, abriéndome paso entre el grupo de soldados, fotógrafos y curiosos, un intenso amor empezó a crecer dentro de mí, mientras una voz misteriosa me gritaba desde el fondo del alma: Ése era el hombre que, como ramilletes de flores, entregó su amor y sus ideales a los enamorados de la libertad.

Desde entonces han pasado muchos años y todavía escucho esa voz, que de seguro era la voz del Che, quien en la palabra y la historia se convirtió en poesía rebelde.

Otra hubiera sido mi vida si no lo hubieran matado ese día. Hasta ahora escucho esos disparos zumbándome en la cabeza y hay noches que no me dejan dormir... Cómo quisiera encontrarlo otra vez, para entregarle mi amor sin pedirle nada a cambio, ahora y en la hora de mi muerte.

El Che asesinado, pintura de Agustín García-Espina Martínez