AMOR EN LA HIGUERA
Cuando el Che llegó a La Higuera, amarrado a un helicóptero militar, tenía la pierna herida por una bala y un aspecto de guerrillero inmortal.
A la mañana siguiente, cuando fui a cumplir con mi deber de profesora, me enfrenté a una realidad que no me dejaría ya vivir en paz. El Che estaba sentado en una banca, dentro de la escuelita, y, al verme, me bromeó:
–¿Qué hace una jovencita tan bonita en este pueblo?
No le contesté. Estaba cohibida y no tenía experiencia de tratar con gente desconocida.
Apenas lo sacaron para tomar fotos, sus ojos me buscaron entre el tumulto para guiñarme. Fue la primera vez que le devolví la mirada, pero algo avergonzada, aunque por dentro sentía una enorme alegría, como quien encuentra el amor de su vida mientras menos se lo espera.
En el pueblo reinaba un clima tenso y la gente hablaba del mensaje del Presidente, quien dijo por la radio que los barbudos eran invasores extranjeros, que se llevarían a punta de cañón a los más jóvenes, que violarían a las mujeres y que nos matarían a todos. No sabía si creer en las palabras del Presidente. Estaba enamorada y el corazón empezó a latirme con más fuerza. Nunca vi a un hombre tan hermoso. Parecía uno de esos personajes que se niegan a afeitarse y cortarse el pelo para parecerse a los héroes de las películas. Así como estaba, con sus ropas rotosas y polvorientas, tenía la apariencia de Cristo, la sonrisa dulce y la mirada tierna.
Esa noche no dormí tranquila. Escuché las voces de los soldados y oficiales, quienes parecían festejar su triunfo entre gritos y bebidas. Después, entrada ya la noche, escuché unos disparos que hicieron estremecerme en la cama.
Al día siguiente de su asesinato, ya en Vallegrande, lo vi tendido en el banco de cemento del lavadero; tenía los ojos irradiando la misma luz que me penetró como un dardo en el pecho. Me puse triste y lloré por dentro, pues no quería que los militares se dieran cuenta de mis sentimientos.
Al abandonar el lavadero, abriéndome paso entre el grupo de soldados, fotógrafos y curiosos, un intenso amor empezó a crecer dentro de mí, mientras una voz misteriosa me gritaba desde el fondo del alma: Ése era el hombre que, como ramilletes de flores, entregó su amor y sus ideales a los enamorados de la libertad.
Desde entonces han pasado muchos años y todavía escucho esa voz, que de seguro era la voz del Che, quien en la palabra y la historia se convirtió en poesía rebelde.
Otra hubiera sido mi vida si no lo hubieran matado ese día. Hasta ahora escucho esos disparos zumbándome en la cabeza y hay noches que no me dejan dormir... Cómo quisiera encontrarlo otra vez, para entregarle mi amor sin pedirle nada a cambio, ahora y en la hora de mi muerte.
El Che asesinado, pintura de Agustín García-Espina Martínez
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