miércoles, 28 de noviembre de 2012


MUSEO ANTONIO PAREDES CANDIA 

A poco de estar viviendo en El Alto, una entrañable compañera me comentó que muy cerquita del Mercado Satélite estaba el museo que lleva el nombre de don Antonio Paredes Candia, el escritor paceño que se alteñizó por voluntad propia. No dejé pasar mucho tiempo y, por pura curiosidad, tuve ganas de conocer el lugar donde construyeron el edificio. Así es como una mañana, tras recorrer por un laberinto de calles, bajo un sol que no calienta sino que quema en estas alturas de la cordillera andina, me topé con un mirador de fachada rosada y un frontis de color violeta en el cual se leía: Museo de Arte Antonio Paredes Candia. Era el mismo edificio que andaba buscando. 

A unos pasos de la entrada principal se erige el monumento al escritor y al lado está la tumba que él mismo eligió. No es para menos, ya que don Antonio Paredes Candia, después de pelearse casi diez años con los burócratas de la municipalidad, buscando un terrero para edificar su anhelado museo, encontró, con la ayuda de su sobrino que por entonces fungía como burgomaestre, un terreno para ver realizada la obra de su vida: construir el primer museo en El Alto, justo en el mismo lugar donde antes estaba el estanque de agua. No se equivocó, pues el edificio está en medio de una población en permanente renovación, con gente joven y rebelde, que quiere que el museo dignifiqué la cultura que siempre se mereció esta ciudad.

Don Antonio Paredes Candia, con todos los peros impuestos por sus detractores, dejó su legado no sólo en el museo, sino también en la ciudad, donde puso el nombre de héroes e ilustres personalidades a las calles y avenidas. Tampoco está por demás decir que fue enemigo declarado de los individuos que, ostentando su embestidura de autoridades, cometían atropellos indignos contra los más indefensos del pueblo. Asimismo, odiaba a los gobernantes que se aprovechaban de los recursos naturales de su “infortunada patria” para amasar fortunas, como lo hizo Gonzalo Sánchez de Lozada, quien, además, tuvo la osadía de ensangrentar al pueblo alteño, antes de huir de las manos de una turba enfurecida dispuesta a lincharlo y colocarlo en la picota del escarnio.

Cabe recordar que el afamado escritor paceño fue vecino de Villa Ingenio por más de quince años y que participó en todas las actividades de su zona, donde vertieron su sangre el mayor número de víctimas de la Guerra del Gas, en ese Octubre Negro del 2003, que se tornó más negro todavía por el sollozo de una población herida y conmocionada. Fue en esa ocasión en la que don Antonio Paredes Candia, con la experiencia y valentía que lo caracterizaban, no dejó de fustigar a los rebeldes ni dudó en calificar de ¡asesino! al mandatario de la nación, en medio de voces eufóricas y aplausos de una muchedumbre dispuesta a defender los recursos naturales al son del grito de guerra: ¡El Alto de pie, nunca de rodillas!  

En este museo, aún poco visitado y conocido por propios y extraños, se levantaron los cimientos de un mirador circular desde el cual se divisa una parte de La Hoyada, con sus edificios y cumbres nevadas bajo el límpido sol del altiplano. No cabe duda que, con una torre más alta y un magnífico telescopio, podría también contemplarse toda la ciudad de El Alto, que se extiende a lo largo y ancho de la meseta como un aguayo de múltiples colores.

Aunque don Antonio Paredes Candia no era alteño de nacimiento, como los millares de pobladores que habitan en esta urbe, se sentía un alteño de corazón y lo dio todo por esta ciudad, incluso sus reliquias personales, como su abrigo, sombrero, chalina, bastón y hasta su poncho de vicuña, que lucen en la sala que él ocupó en los últimos años de su vida. Todo hace pensar que este escritor de bastón y colita plateada, presintiendo el ocaso de su existencia, preparó todos los detalles de su entierro, disponiendo que sus bienes -valuado actualmente en medio millón de dólares y consistentes en una colección de más de 500 obras de arte, entre pinturas, esculturas, pieza de cerámica y su biblioteca particular con más de once mil libros- pasen a depender del museo y que sus restos, en cumplimiento de su propio deseo, sean enterrados en el patio de la entrada principal, a manera de custodio permanente, para que los visitantes sepan que allí estuvo y pisó fuerte uno de los mejores compiladores de las costumbres y tradiciones bolivianas.

El museo, que fue inaugurado el 29 de mayo de 2002, es dependiente del Gobierno Autónomo Municipal de El Alto y el primer patrimonio cultural de la ciudad. Ahora sólo falta que se convierta en un espacio más dinámico, con una biblioteca considerable y un predio al cual deben acudir los niños, jóvenes y adultos, para apreciar los cuadros, leer las obras literarias y constatar que, a veces, un granito de arena puede llegar a ser una espléndida montaña, como le hubiera gustado a don Antonio Paredes Candia, quien fue un amante desmedido de la lectura y el arte desde su infancia. 

En la planta baja del museo se encuentra la sala de artes gráficas y acuarela denominada Wálter Solón Romero, la misma que posé 11 obras de arte en exposición y una vitrina de Arte Sacro en la cual se exhiben pinturas coloniales y esculturas. En esta misma planta se encuentra instalada la sala de pinturas Antonio Llanque Huanca, con obras de artistas nacionales e internacionales, y, como corolario, aquí mismo se encuentra la sala Antonio Paredes Candia, donde pueden apreciarse las ediciones de los libros que escribió a lo largo de su vida y, lo que parece un hecho insólito, donde están algunas de sus prendas de vestir, las condecoraciones que recibió y su escritorio.

En el segundo y tercer nivel se encuentra la sala de arqueología Carlos Ponce Sanginés, en la que se exponen 161 piezas arqueológicas entre metales y líticos. Asimismo, se encuentran tres figuras del Ekeko, con su vestimenta de los años 1890, 1900 y 1945. Desde este nivel, es cuestión de subir unas gradas para ingresar en la sala de escultura denominada Víctor Zapana Serna. Aquí se encuentran las esculturas realizadas en diferentes materiales, como piedra, mármol, madera, bronce y cerámica; obras de grandes maestros como Víctor Zapana Serna, Marina Nuñez del Prado, Fausto Aoiz, Agustín Callisaya, Emiliano Luján, Gil Imaná, Gonzalo Condarco, Alfredo La Placa. Gíldaro Antezana, Mario Conde, Roberto Mamani Mamani, Ricardo Pérez Alcalá, Alfredo Saiquita, Efraín Ortuño, Fernando Montes y Alejandro Sanz, entre otros.

Ya dije que el museo está ubicado en el corazón de la zona de Ciudad Satélite. No sé si esto es suficiente para que sea visitado por la gente, pero tengo la sensación de que ya constituye un monumento a la cultura en esta urbe de aguerridos luchadores. De modo que don Antonio Paredes Candia puede descansar tranquilo, porque si bien no hizo realidad su sueño de cambiar el nombre de El Alto por el nombre del caudillo indígena Túpac Katari, al menos dejó bien plantando un museo que es el orgullo de los alteños y en el cual él depositó todo su amor y sabiduría.

viernes, 23 de noviembre de 2012


EL LUSTRABOTAS DE EL ALTO

El lustrabotas, que todas las mañanas está sentado detrás de su caja de lustrar, dispuesto a cumplir las órdenes del peatón que requiere de sus servicios, parece ya una figura ornamental en la esquina de la plaza del Mercado Satélite de la ciudad de El Alto, donde todos y todos los días lo ven lustrar a sol y sombra; viste casi siempre pantalones de lana, chaqueta envejecida, gorra con visera y un pasamontañas al mejor estilo del subcomandante Marcos, a modo de taparse el rostro y encubrir su identidad, como si ganarse la vida boleando calzados no fuese un trabajo digno, sino un estigma que mella la dignidad humana; razón suficiente para no revelar su nombre, su edad ni su vida privada. 

Lo extraño es que este hombre, de mediana estatura y espalda encorvada, que a diario se dedica a embetunar los calzados, limpiarlos y darles lustre, tiene los zapatos remendados por doquier y cubiertos de polvo, como si jamás hubiese pasado un cepillo sobre ellos; un detalle que causa asombro y evoca el dicho popular: En casa de herrero, cuchillo de palo y en casa de herrero, cuchara de palo, o, en este caso, En casa de lustrabotas, zapatos remendados.

Un mañana, picado por la curiosidad y mientras me lustraba los calzados, no resistí a la curiosidad de preguntarle el porqué escondía su cara detrás de un pasamontañas. 

Él levantó la mirada, cepillo y betún en mano, y contestó: 

–Para evitar las miradas de menosprecio de quienes se consideran seres superiores y porque no quiero que mis hijos, que están estudiando en el colegio, se sientan discriminados por el simple hecho de tener un padre lustrabotas… 

Algunas tardes, cuando nadie requiere de sus servicios, se sienta al lado de su caja de lustrar y lee una Biblia que apenas cabe en la palma de sus manos; es más, su pequeña Biblia, de tanto haber sido leída y releída, presenta los bordes y el lomo manchados por el betún blanco, negro y café.

El día que lo abordé por sorpresa, bajo un cielo despejado y sol radiante, lo encontré leyendo las descripciones del Apocalipsis. 

–Cómo estás, cumpa –le dije.

Me reconoció de inmediato por el tono de la voz y guardó la Biblia en el bolsillo de su chaqueta. Después levantó la cabeza, me clavó con la mirada y contestó:

–Estoy apenado, jefe. El Señor nos tiene preparado un castigo atroz.

–¿Cómo así? –le pregunté, acomodando mi calzado sobre su caja de lustrar.

–Sí, jefe –replicó, poniéndose manos a la obra. Luego añadió–: El Apocalipsis será grave, muy grave… Por ejemplo, las profecías advierten que de un abismo de la tierra saldrá mucho humo y que del humo saldrán saltamontes, que cubrirán la tierra y que nos picarán como escorpiones. Estos saltamontes parecen caballos de guerra, listos para entrar en combate. En la cabeza llevan algo parecido a una corona de oro y sus caras son igual que nuestras caras; sus crines son como cabellos de mujer, su cola tiene un aguijón como de escorpión y sus dientes son similares a los colmillos de un león; sus cuerpos están protegidos como por una armadura de hierro y sus alas resuenan como el estruendo de muchas carrozas tiradas por caballos que entran relinchando en la batalla… 

–¿Y tú crees en todo eso? 

–Cómo no pues, jefe... –asintió con la convicción de todo hombre que posee el alma pura y limpia como los calzados recién lustrados–. Además, este castigo será sólo el comienzo por adorar a los demonios, a las imágenes de dioses falsos y por escuchar a los falsos profetas, porque después vendrán otros suplicios que durarán siete años, como ese castigo en el que padeceremos por quemaduras de fuego y de hambruna. Entonces, de no tener qué comer, los padres se comerán a sus hijos y los hijos se comerán a sus padres, y cada hombre y cada mujer comerán la carne de su prójimo. En las Sagradas Escrituras se dice también que pasaremos por terribles tormentos y que los más pecadores serán arrojados a un lago de fuego…

–¡Pucha, caray! ¡Qué grave! –exclamé. 

–Así es, jefe –afirmó–. Esto es lo que más temo y me temo que después vendrán cosas peores, como los Jinetes del Apocalipsis, quienes traerán, como castigo divino, numerosas plagas a la humanidad...

Al cabo de unos minutos, haciendo sonar un trapito en el aire, sacó el brillo a mis calzados, con la misma destreza de quien domina el oficio desde la niñez. No es para menos, este hombre, que se cubre la cara con un pasamontañas para poner a salvo su identidad, ejerce este oficio desde chango, como cualquiera de esos rapaces alteños retratados en el novelín Ellos no tenían zapatos, de don Antonio Paredes Candia, quien contó los avatares de un grupo de niños que bajaban como lustrabotas a la ciudad de La Paz, con la esperanza de ganarse el pan del día con el sudor de la frente, pero bajo las miradas muchas veces despectivas de la gente. 

Terminada la sesión del boleado, dejé caer la moneda de un peso en la cuenca de su mano, abrigada con un guante de lana destejida y llena de betún, y me dispuse a seguir mi rumbo, tras agradecerle por el servicio y sus palabras. Él me siguió con la mirada y dijo en tono amigable a mis espaldas:

–Que Dios te bendiga, jefe…

No alcancé a voltear la cabeza ni a contestarle, pero sí a esbozar una sonrisa, mientras avanzaba hacia la parada del minibús, con los calzados relucientes como recién salidos de fábrica. 

lunes, 19 de noviembre de 2012


ELDA ALARCÓN DE CÁRDENAS, 
LA MATRIARCA DE LA LITERATURA INFANTIL BOLIVIANA

Después de muchos años de haber conservado su nombre en la mente y haber abrigado los deseos de conocerla personalmente, tuve la ocasión de estrecharle la mano, abrazarla con cariño y dirigirle palabras de sincera admiración el 5 de septiembre pasado, en la sala anexa del Espacio Simón I. Patiño de la ciudad de La Paz, donde hizo su ingreso a la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, con todos los honores que ameritan su larga trayectoria en el ámbito de la educación y la literatura destinada a los niños y las niñas de nuestro país.

Algo que no sabía de su vida, sino hasta que conversé con ella, es que esta dama de palabra elocuente, memoria lúcida y trato afable, fue víctima de las represiones desencadenas por las dictaduras militares que asaltaron el poder a fines del siglo XX. La acusaron de pertenecer a organizaciones de extrema izquierda y de estar involucra en actos subversivos. Estuvo detenida en el Ministerio del Interior, el Departamento de Orden Político y la cárcel de Achocalla. Mas su compromiso con las ideas libertarias, la responsabilidad con su familia y la educación boliviana, la mantuvieron a salvo de las acusaciones vertidas por los enemigos declarados de la democracia, la libertad y la justicia.

Doña Elda Alarcón de Cárdenas, nacida en febrero de 1928, es la matriarca indiscutible de la literatura infantil boliviana, no sólo porque, en su condición de maestra normalista y fundadora del Comité de Literatura Infantil y Juvenil en 1964, dedicó su tiempo, sensibilidad y profesionalismo a los pequeños grandes lectores, sino también porque es la primera autora que se animó a escribir un ensayo titulado Literatura Infantil (1969), que ella misma usó como material de estudio en la cátedra que dictaba en la Escuela Normal Integrada Simón Bolívar. 

Este mismo ensayo, que llegó a mis manos gracias a la amistad y gentileza de don Werner Guttentag, me sirvió de mucho durante el proceso de elaboración de mi libro Literatura Infantil. Lenguaje y fantasía (2003), en cuyo capítulo dedicado a las condiciones que debe reunir un libro escrito para los infantes -quienes en el pasado fueron tratados como hombrecitos en miniatura y no siempre han tenido acceso a una literatura apropiada para su edad, desde el punto de vista lingüístico, emocional e intelectual-, cité textualmente las palabras de doña Elda, quien apunta: Literatura para ofrecerle al párvulo ha existido seguramente desde que la humanidad se considera como tal; pero intuitiva o arbitrariamente elaborada para él, no respondía a las características de su desarrollo, puesto que éstas eran totalmente desconocidas; no olvidemos al homúnculo citado por tantos pedagogos, considerado como un hombre en miniatura, para quien por lo tanto no podían existir consideraciones especiales (Editorial Juventud, La Paz, 1985, p. 23).

No es para menos, pues esta excelente poeta, ensayista y docente universitaria, supo encaminar con acierto su intelecto hacia el mundo que más necesita de sus conocimientos pedagógicos y su voz orientadora en el campo de la literatura infantil y juvenil; una profusa labor que le ganó el respeto de sus colegas y fue reconocida con la Gran Cruz de la Educación Boliviana, en Grado de Oficial, en 1979, y, en 1998, le hizo merecedora de la medalla y el diploma CEBIAE Forjadores de la Educación.

En cierta ocasión, cuya fecha no recuerdo exactamente, una nieta suya, que vive en Suecia, me hizo llegar por correo un libro dedicado y, en una conversación telefónica, me dijo: Mi abuelita lee en la prensa boliviana todo lo que usted escribe. Entonces, sin salir de mi asombro, me quedé pensando en que doña Elda y yo éramos como arrieros recorriendo por los mismos senderos trazados por el interés de impulsar una literatura que contemplara el mundo fantástico de los niños y las niñas. ¡Qué felicidad!

Sin embargo, lo cierto es que nunca pude comunicarme con ella para agradecerle por su amabilidad y gentileza, que desde luego no es un gesto frecuentes entre las mujeres y los hombres de letras en un país como el nuestro, donde el costo de envío de un libro por correo, fuera de las fronteras patrias y al otro lado del Océano Atlántico, está por encima de las nubes o cuesta un ojo de la cara. De todos modos, jamás dejé de abrigar las esperanzas de encontrarla algún día en La Paz para estrecharla entre mis brazos y agradecerle por ese libro que hoy ocupa un lugar preferente en mi biblioteca particular.     

  
Luego de mantener una charla amena en el anexo del Espacio Simón I. Patiño, me enteré de que viene preparando la edición de sus obras completas, tanto en verso como en prosa. ¡Enhorabuena, doña Elda! Y, como no podía faltar, están también en marcha las versiones actualizadas y corregidas de sus investigaciones sobre pedagogía y literatura infantil. No cabe duda de que sus lectores/as y admiradores/as tendremos la grata sorpresa de reencontrarnos, a través de la lectura, con una de las autoras que ocupa un sitial merecido en el parnaso de los precursores de la literatura infantil boliviana, donde  están Óscar Alfaro, Rosa Fernández de Carrasco, Alberto Guerra Gutiérrez, Beatriz Schulze Arana, Hugo Molina Viaña y Nery Paz Nava Bohórquez, entre otros.     

Doña Elda Alarcón de Cárdenas, a pesar de los años idos y a pesar de las mareas de la existencia humana, no dejará de declamarnos sus poemas para niños escritos en español y aymara, ni dejará de contarnos las travesuras de Manuelito entre los pastores ni las leyendas de los Andes, mientras siga navegando hacia la eternidad en uno de esos barquitos de papel que ella misma construyó, como el Arca de Noé, para poner a salvo la literatura infantil y juvenil, que fue uno de los alicientes de su alma y uno de los motores principales de su vida. 

Imágenes:

1. Elda Alarcón de Cárdenas en el Espacio Patiño, La Paz, septiembre, 2012
2. Víctor Montoya y Elda Alarcón de Cárdenas

martes, 13 de noviembre de 2012


Y LOS PONCHOS ROJOS, ¿DÓNDE ESTÁN?

Estando en La Paz, tenía muchas ganas de conocer Achacachi (Jach'ak'achi, en aymara), ese pueblo sobre el cual leí tantas confabulaciones en la prensa nacional, a través de la Red de Internet, mientras vivía en Estocolmo.

En mi mente se agolparon las imágenes y los textos que me acercaron a la fama de los achacacheños, quienes, en algunos medios de información, aparecían como feroces guerreros. Se decía que los comunitarios lincharon a sangre fría a dos presuntos ladrones, que cometieron delitos de robo junto a una pandilla de jóvenes que se dieron a la fuga ante la acción directa de las Juntas Vecinales, que no cesaban en dar con sus paraderos bajo la instauración de un estadio de sitio civil. Daba la sensación de que Achachachi era un pueblo sin ley, con pandillas de delincuentes dedicados a robar objetos de valor de los vecinos y asaltar, a mano armada, los puestos de los comerciantes más prósperos del pueblo.  

Después se me grabó la noticia de que se había formado en Warisata un ejército escarlata para combatir al gobierno de Gonzalo Sánchez de Losada en septiembre del 2003. Los insurgentes, ataviados con poncho rojo, pasamontaña, chalina, q’urawa, lluch’u, ch’uspa y wiskha, fueron conocidos como los Ponchos Rojos y se decía que, aferrados a fusiles Máuser, reliquias de la Guerra del Chaco, estaban dispuestos a defender la integridad territorial de Bolivia y a meter bala contra los enemigos del movimiento indígena, que durante siglos había soportado el menosprecio y la desidia de los gobiernos mestizos y criollos. 

La leyenda negra de este ejército escarlata creció rápidamente cuando se dijo que se los vio entrenarse junto a guerrilleros especializados en Cuba y Venezuela, y que realizaban pruebas espartanas para comprobar la fiereza, en el combate, de sus jóvenes diestros en el manejo de las armas y la palabra. Sin embargo, la detonante mayor fue cuando el 23 de noviembre de 2007, en un acto público y en señal de amenaza contra los líderes de los cívicos cruceños, degollaron a dos perros que, agitando sus patitas ante las miradas absortas de los presentes, lanzaron su último suspiro entre estertores de agonía. Esta demostración de bravura, como es de suponer, removió los sentimientos más nobles de la gente y el repudio generalizado tanto dentro como fuera del país, porque nadie podía concebir la idea del porqué unos luchadores de la libertad se ensañaban de manera brutal contra dos indefensos animales, que nada tenían que ver los regímenes coloniales ni la injusticia social.

Estos fueron algunos de los antecedentes que me motivaron a viajar a este pueblo que, a pesar de todo lo que se especuló en la prensa, era similar a cualquier otro pueblo de los Andes. En efecto, viajar en microbús significaba contemplar una parte de la belleza del altiplano, las cumbres nevadas de la cordillera, las orillas del lago Titicaca, más azules bajo un cielo despejado, y los ayllus pintorescos a lo largo del trayecto, con casitas de construcción rústica, árboles esparcidos por doquier y animales pastando en los campos y las quebradas de los ríos.
    
Para cualquiera que recorra el trayecto entre El Alto y Achacachi, el territorio de acción de los temibles Ponchos Rojos y la provincia Omasuyos del departamento de La Paz, es un placer para el alma y una visión inquietante para la mente, que no cesa de explicarse cómo esta población que está a 96 km hacia el norte de la capital de Bolivia, a 3.854 metros sobre el nivel del mar y en lado este del lago sagrado, hizo correr tanta tinta y se ganó la fama de ser un sitio harto peligroso, si lo cierto es que Achacachi fue en otrora la capital del señorío aymara Umasuyus, que resistió al embate de la invasión del imperio incaico en defensa de sus tradiciones ancestrales. La resistencia contra los quechuas fue tan significativa que todavía hoy existen pobladores que se comunican en un aymara puro y antiguo, y se sienten orgullosos de su estoicismo y espíritu guerrero, que también afloró con pujanza a la llegada de los conquistadores ibéricos.

Desde la ventanilla del minibús, y a considerable distancia, divisé en una colina el monumento de Túpac Katari, quien, honda en mano y la mirada tendida en el horizonte, parece custodiar al pueblo, presto a defender a sus hermanos de raza ante la invasión de cualquier tropa que intentará avasallar los derechos legítimos de los achacacheños, que ya tiene un lugar privilegiado en los anales de la historia nacional, desde el instante en que los Ponchos Rojos, llevando sus inseparables armas debajo del poncho y los chicotes alrededor del cuello, dieron la alarma de que estaban dispuestos a defender los intereses indígenas a sangre y fuego.

Cuando el minibús ingresó al pueblo, levantando polvareda y bajo un sol que caía a plomo, apareció en una de las calles el frontis del Estadio Municipal, donde pendía un gigante cartel con la imagen sonriente del Presidente del Estado Plurinacional y una consiga que decía: Bolivia cambia, Evo cumple. 

Ni bien llegué a la plaza principal y me apeé de la movilidad, que cargó a más pasajeros de lo debido, pregunté dónde quedaba la sede de los Ponchos Rojos. Allá donde el diablo perdió el poncho, me contestó un peatón queriendo pasarse de listo. Luego le pregunté a una señora que estaba sentada en la puerta de su tienda. Me miró extrañada y me contestó: Ésos son unos forajidos, desalmados, cada vez que se reúnen en la cancha, se vienen al pueblo al son de pututus y haciendo silbar sus chicotes en el aire, para asaltar las tiendas de los comerciantes. Nosotros les tememos como a la mismísima muerte. Me quedé pensando por un instante en lo que dijo la señora y proseguí mi camino, sin dejar de indagar sobre el paradero de estos achacacheños que han sembrado, con sus dichos y acciones, el pánico entre los comerciantes que pululan en las calles principales.


En la pequeña plaza del pueblo, cuyo nombre proviene de los vocablos jach’a (grande) y k’achi (peñasco puntiagudo), me sorprendió ver el busto del Gran Mariscal de Zepita entre el follaje de los árboles, con el rostro lampiño y luciendo su casaca de general, ornamentada de medallas y gruesas charreteras, a la usanza de los guerreros de la independencia. No era para menos, aunque Andrés de Santa Cruz fue uno de los padres de la patria y oriundo de una población cercana a Achacachi, jamás dejó de ser el hijo de una familia de la nobleza colonial. Y, por lo tanto, mi sorpresa fue verlo convertido en emblema en el mismísimo corazón del pueblo, donde los Ponchos Rojos defendían con intransigencia los ideales más radicales de los ideólogos del indigenismo boliviano.

No muy lejos de la plaza, me encontré con un viandante que lucía sombrero, terno y chicote al cuello. Le pregunté si sabía algo acerca de los Ponchos Rojos. Hizo un alto en su camino y me explicó que eran personas normales y que no hacían daño a nadie; al contrario, eran personas políticamente conscientes y que no buscaban otra cosa que la justicia social y el respeto a favor de los indígenas que, desde la llegada de los conquistadores, sufrieron la discriminación, marginación y el menosprecio; primero por parte de los colonizadores y después por parte de los gobiernos k’aras. Entonces, los Ponchos Rojos dijeron basta a los gobiernos opresores y proclamaron la consigna de nunca más se debe tratar a los indios como animales. Asimismo, lanzaron la consigna de reconstruir el Kollasuyo, marcando a fuego el regreso al ayllu con todas las virtudes y costumbres tradicionales, y adoptando la forma de producción del sistema comunitario, como las que todavía se practican en algunas comunidades aymara-quechuas.

Las explicaciones y los argumentos de este indígena, que tenía el rostro adusto, los ojos pequeños y la mirada profunda, me dejó meditando en que los rebeldes de ponchos rojos, a pesar de que tenían la razón a su lado, estaban destinados a sucumbir bajo el gobierno de Evo Morales, quien en un principio les dio su apoyo, enalteciendo el poncho rojo no sólo porque representaba la lucha por reconquistar los recursos naturales, sino también porque había inspirado el uniforme que hoy caracteriza al Regimiento Colorados de Bolivia Escolta Presidencial, y, claro está, tiempo después les volvió las espaldas y les pidió deponer las armas en aras de la paz social.

Al caer la tarde, volví a meterme en un minibús rumbo a la ciudad de El Alto, y mientras iba dejando atrás las calles empedradas, las casas de adobes, las tiendas atestadas de aguayos y a los achacacheños de trato afable, pensaba que en esta población de aproximadamente 15.000 habitantes, compuesta por qullas (collas) y mistis (mestizos), sobreviven varias tradiciones de su pasado histórico, como las organizaciones comunitarias ancestrales, ahora convertidas en sindicatos agrarios, que defienden los intereses de los productores agropecuarios en las comunidades, ayllus y haciendas. 

Eso sí, debo confesar que, por mucho que lo intenté una y otra vez, no encontré en mi recorrido a un solo Poncho Rojo, custodio del orgullo y la tradición aymaras, salvo la frustración de haber viajado casi para nada, tras haber tejido en mi mente un mundo de ilusiones en torno al ejército escarlata, que en su momento despertó sentimientos tanto de amor como de odio entre los mismos indígenas del Kollasuyo.

Imágenes:

1. Víctor Montoya con un indígena en Achachachi
2. Los Ponchos Rojos