sábado, 30 de abril de 2011



El presente vídeoclip, que bien puede sintetizar la angustia y la soledad de un escritor, fue animado y realizado por Miro Coca Lora. Es más, Víctor Montoya escribió  con anterioridad el microcuento “Muerte anunciada”, en cuyas escasas líneas se puede leer: “Aún no había nacido cuando los diarios anunciaron mi muerte. Cincuenta y cinco años después, al leer por casualidad el aviso necrológico en la Red de Internet: ‘Escritor suicida se quitó la vida en circunstancias desconocidas...’, no tuve más remedio que cargar el revólver y pegarme un tiro”.

viernes, 29 de abril de 2011


LA OBSESIÓN POR EL VOLUMEN

Una de las cosas que me sigue llamando la atención es el volumen de los cuerpos, esa suerte de gordura que habita en el subconsciente colectivo, y que los pintores nos ayudan a visualizar a través de sus obras de arte. Así el pintor colombiano Fernando Botero, que luce una barbita mefistofélica y un rostro que parece arrancado de uno de sus cuadros, me reafirmó la obsesión por el volumen, puesto que sus creaciones, llenas de sensualidad y tridimensionalidad, constituyen un arte empeñado en distorsionar las formas de la figura humana, como quien sigue una vieja tradición de pintores que se inspiraron en la abundancia y la redondez. Ahí tenemos, por ejemplo, los cuadros de Giotto, Miguel Angel, Renoir y de los pintores del realismo barroco. Es cuestión de observar los cuadros de Rubens para constatar que, durante el siglo XVI, la belleza de una mujer estaba en la armonía de sus volúmenes y en la blancura de su piel, casi tan fina como la porcelana china. Las figuras de Rubens responden al gusto estético de una época, en la que la gordura representaba el bienestar social y la alegoría al pecado carnal.

En ese contexto, los personajes de Fernando Botero, que son verdaderos monumentos a la desmesura y la belleza, me devolvieron a mi obsesión por el volumen, sobre todo, cuando vi sus esculturas expuestas en los Campos Elíseos de París, en esa avenida que se extiende desde la plaza de la Concordia, en cuyo centro se erige un obelisco rosa en honor a un dios egipcio, hasta el majestuoso Arco del Triunfo. Las 31 esculturas de Botero se alzaban sobre sus pedestales como una sinfonía de hierro y de volúmenes, y, por supuesto, con una energía capaz de reafirmar ese viejo ideal de que la belleza también está en lo feo, en lo obeso y, por qué no decirlo, en esas criaturas humanas que rompen con los cánones estrictos de la perfección corporal.

Asimismo, al mirar las figuras de Botero, recuerdo la anécdota que alguna vez me refirió un poeta amigo, quien se sintió atraído desde siempre por las abultadas posaderas de una hembra; más concretamente, desde cuando salió de compras con una tía solterona que, sin necesidad de menear la plenitud de sus caderas, provocaba un aluvión de piropos por donde iba. Según me confesó, los hombres que la veían cruzan por las calles, con un donaire hecho a la medida de su belleza, le dedicaban versos de amor o la desvestían con la mirada, hasta cuando ella desaparecía detrás de la esquina, conservando el mismo orgullo y la misma dignidad que aprendió desde la cuna. De modo que mi amigo, consciente de que los volúmenes protuberantes de una mujer pueden causar estragos en el tráfico o traumas insuperables, no ha dejado de sentirse seducido por quienes exhiben los mismos atributos que su tía solterona.


No es casual que Vargas Llosa, en su fantástico relato erótico, Candaules, rey de Lidia, haga hincapié en las partes redondas de Lucrecia, esposa de Candaules, quien no estaba orgulloso de su reino, ni de sus hazañas en los campos de batalla, sino del voluminoso trasero que la Providencia concedió a su esposa; ese hechicero lugar donde la espalda pierde su casto nombre, y que él no llamaba posterior, ni culo, ni nalgas, ni posaderas, sino, simple y llanamente, ¡grupa!, pues cada vez que ella se agachaba para besar la alfombra o se despojaba de sus ropas, él tenía ante sus ojos un paraíso carnal, y cada vez que la poseía tenía la sensación de estar sobre una yegua, cuya abundancia era capaz de despertar las fantasías más desaforadas de los súbditos, quienes no cesaban de envidiar al rey por tener ese mundo trasero en sus manos.

Por lo que a mí respecta, atento lector, la obsesión por el volumen me atrapó cuando vivía en un centro minero del altiplano boliviano, donde los hombres tenían preferencia por las mujeres que ostentaban con orgullo los excesos de su cuerpo, convencidos de que la abundancia de las partes posteriores compensaba los defectos de la cara. Por eso mismo, sin la intención de agredir a las flacas ni generalizar el gusto estético por lo gordo, debo reconocer que sigo aferrado a la idea de que no hay nada mejor que una mujer que nos despierta el apetito a la carne (con el perdón de los vegetarianos) y nos enseña que los humanos, reproducidos en el mundo por creación divina o por evolución, somos algo más que un armazón de huesos; más todavía, no pienso renunciar a mi obsesión por el volumen, así la sociedad actual continúe postulando los cánones estéticos definidos por la delgadez, según los cuales el nuevo ideal de la belleza femenina está relacionada con las muchachas anoréxicas, las maniquíes construidas con fibras de vidrio o con las sex-symbol de caderas rectas, pechos de silicona y nalgas planas como las paletas de Botero.

Imágines:

1. The Bath (1989), Fernando Botero
2. The Morning After (1990), Fernando Botero

martes, 19 de abril de 2011


EL DÍA MUNDIAL DEL LIBRO

–El 23 de abril se celebra el Día Mundial del Libro –dijo el Tío*, acomodándose en su trono.

–Así es –confirmé–. Y dicen que el primer libro que llegó a nuestras tierras fue la Biblia, como una de las poderosas armas de la conquista.

–Ah, carachos –se iluminó el Tío–. ¿Y por qué se dice eso?

–Porque la Biblia fue usada como un símbolo de dominación y poder. La anécdota de la conquista del imperio de los Incas nos da la respuesta. Según el cronista Garcilaso de la Vega, cuando Atahuallpa hizo su ingreso a la plaza de Cajamarca, en medio de una multitud y un aparato ceremonial esplendoroso, lo recibió el fraile Vicente Valverde, el mismo que, por intermedio del intérprete Felipillo, le explicó las intenciones del Rey de España y le entregó el libro sagrado. Atahuallpa tomó el objeto en la mano, lo hojeo, lo agitó cerca del oído y, al comprobar que no sonaba ni tenía voz, lo arrojó por los suelos, como quien no quiere someterse a los caprichos de otro soberano ni a los designios de un Dios desconocido.

–¡Qué interesante! –exclamó el Tío–. ¿Y cómo reaccionó el frailecito ante la irreverencia del Inca?

–Los cronistas cuentan que casi se le saltaron los ojos y que, alzándose la sotana para correr mejor, se retiró gritando: ¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio!

El Tío se partió de la risa. Pero a punto de amainar su ronca voz, y viéndolo enrojecer de júbilo, le dije en serio:

–Lo grave es que Atahuallpa arrojó la Biblia por ignorancia y no porque sabía que el libro contenía la palabra de Dios, las profecías y los evangelios. Los conquistadores, horrorizados por la actitud pecadora del Inca y dispuestos a imponer su religión a sangre y fuego, irrumpieron a galope de caballos y entre estampidos de cañones y arcabuces. Así es como el imperio de los hijos del sol, desde el fatídico encuentro con los hombres enfundados en armaduras de hierro, quedó atrapado entre la cruz y la espada. Así también comenzó una nueva historia y el ritual de dominación mediado por el libro, cuya palabra escrita, además de ser una forma de comunicación, es una herramienta del conocimiento convertida en poder.


–Ahora entiendo mejor –dijo el Tío, con una ráfaga de lucidez sobrenatural–. Si el conocimiento es poder, entonces el libro es su mejor instrumento.

–Algo más –aclaré–, los libros, por medio del poder de la palabra, son armas contra la ignorancia y la incultura.

–No estoy muy de acuerdo con esa afirmación –irrumpió el Tío–. Los habitantes del imperio incaico no eran ignorantes porque carecían de libros. Eran sabios en lo suyo, como yo que, con libros o sin ellos, provengo de la tradición oral. Gran parte de mi vida corresponde a la memoria colectiva de los vencidos, quienes recién están reescribiendo la historia oficial para dar mayor espacio a su propia versión. Por eso mismo, quiero que oficies como mi escribano, para que contribuyas a dar un vuelco a la historia oficial escrita por los vencedores y saques a relucir la versión de los vencidos. Por lo demás, como nunca necesite de la palabra escrita, te sugiero que te quedes con tus libros, con esos mamotretos que pesan más que la pata de un muerto y adornan los estantes de tu biblioteca; mientras yo, como todo sabio entre los sabios, me quedaré con los cuentos, las fábulas, los mitos y las leyendas de la tradición oral, que también constituyen una fuente de sabiduría de las civilizaciones precolombinas que desconocían la Biblia, que de seguro es el libro de los libros.

Me quedé callado ante el brillante razonamiento del Tío, hasta que él, con el rostro encendido por el fuego de sus ojos, me lanzó una pregunta inesperada pero necesaria:

–Después de la Biblia, ¿qué otros libros llegaron a nuestras tierras?

–No sé exactamente –contesté–, pero sin duda llegaron pergaminos escritos con tinta y algunos libros empastados en cuero, como llegó el Quijote de la Mancha, no cabalgando en su Rocinante, sino en las carabelas y las alforjas de quienes veían a conquistar el llamado Nuevo Mundo, ávidos de riquezas y de gloria.

El Tío me miró con un gesto de duda, se rascó la barbilla y asistió:

–Ahora me puedes decir, ¿cómo evolucionó el arte de la escritura y de la imprenta?

–Es una larga historia –le dije–. Los hombres primitivos no conocían la escritura. Su lenguaje era únicamente oral y se expresaban por medio de dibujos simples. Pero la escritura con imágenes era complicada, pues requería demasiados signos para ser entendida y su aprendizaje era lento. De modo que los escribanos como yo, conscientes de que en todo idioma existen palabras difíciles de representarlas con dibujos, se vieron obligados a inventar grafemas para significar los distintos sonidos del alfabeto. Con el transcurso del tiempo apareció la imprenta, capaz de imprimir muchas copias sobre el papel. Su invento se le atribuye a Gutenberg, quien, asociado con Johann Fust, publicó la Biblia latina a dos columnas, en 1455, y perfeccionó en Estrasburgo el proceso de impresión con tipografía móvil, dándole a la imprenta un desarrollo considerable, hasta llegar a la prensa de rodillo y al uso de las rotativas, que en la actualidad consiguen imprimir grandes rollos de papel en poco tiempo.
El Tío escuchó sin interrumpirme un solo instante. Así que, como pocas veces, aproveché para seguir con mi cotorra:

–A estas alturas de la historia, cuando todas las sociedades están inundadas de libros, es difícil imaginar que primero fue la palabra, y la palabra fue Dios, pues el torrente de publicaciones parece indicar que su inicio no está en la creación del mundo, sino en un cataclismo intelectual más espectacular que el mito de Babel, donde el lenguaje de los hombres fue confundido por castigo divino.

–¡Ya, déjate ya de macanas! –prorrumpió el Tío–. Tú metes a Dios hasta en la sopa. ¿O me dirás que también está entre los libros que tratan sobre mí vida? Mas bien dime, ¿por qué se celebra el Día Mundial del Libro cada 23 de abril?

–Porque es una fecha para reflexionar sobre el invalorable aporte del libro al patrimonio cultural de la humanidad y para recordarles a los gobernantes y gobernados que, a pesar del galopante desarrollo de la cibernética y las ediciones digitales, el libro impreso seguirá siendo el pilar fundamental del conocimiento, la educación y la reflexión crítica.

–¡No te he preguntado eso, carajo! –levantó la voz el Tío–, sino por qué un día 23 y no otro.

–Ah –reaccioné inmediatamente, como pateado por una corriente eléctrica–, porque en esta fecha nacieron o fallecieron grandes figuras de la literatura universal, como Miguel de Cervantes, William Shakespeare, Garcilaso de la Vega, Maurice Druon, K. Laxness, Vladimir Nabokov, Josep Pla y Manuel Mejía Vallejo, entre otros. Y en homenaje a ellos se celebra el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor desde 1996, impulsado por la Unión internacional de Editores y la Unesco...

El Tío se quedó pensativo, como reflexionando en la real importancia del libro. Poco después, con la mente iluminada por la sabiduría, clavó su mirada de fuego en mis ojos y ordenó:

–Ya puedes retirarte. Otro día pensaré cómo escribiremos la Biblia del Diablo.


Me retiré extrañado de que el Tío, quien lo ve, lo oye y lo sabe todo, desconociera algunos detalles de la historia del libro. O, simplemente, a modo de poner a prueba mis escasos conocimientos, dejó que respondiera sus preguntas como si me tomara un examen oral.

* Dios y diablo de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinden pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

Imágenes:

1. Biblia abierta, pintura de Vincent Van Gogh
2. Dibujo de Felipe Guamán Poma de Ayala
3. Páginas del Codex Gigas (Código del Diablo)

lunes, 11 de abril de 2011


LA CHINASUPAY

Todas las mañanas al clarear el día, el minero contaba sus sueños y pesadillas. Pero esta vez, despertó al revés y se levantó callado, como si durante el sueño se hubiese tragado la lengua. Se puso el overol percudido por la copajira y ajustó las botas de goma sobre los “p’olqos” de lana. Se levantó haciendo tintinear la hebilla del cinturón, se caló el guardatojo hasta las cejas, levantó su bolsa de Calcuta y avanzó en dirección a la puerta.

Su mujer, recostada todavía en la cama, lo siguió con la mirada; pero al verlo abrir la puerta, lo detuvo con la voz:

–¿Ya te vas?

El minero se volvió y quedó parado, mirándola.

–No me has contado tus sueños ni te has despedido de las “wawas” –le dijo, sin elevar la voz ni bajar la mirada.

–Soñé con algo horrible, tan horrible que prefiero callar.

–¿Cómo? –dijo–. ¿Ya no me confías tus sueños?

El minero no contestó ni sí ni no. Después avanzó hacia ella, se sentó en el borde de la cama y dijo:

–Te voy a contar, pero a condición de que no me preguntes nada. Su mujer se quedó mirándolo, expectante, en silencio. El minero hundió la cabeza entre las manos y, como si recién estuviese llegando del otro lado de la vida, empezó su relato:

–En el sueño se me apareció la Chinasupay. Estaba parada cerquita de la cama, entre el velador y la cabecera; tenía cuernos y cola, los cabellos de serpiente y los ojos rojos como el achiote. Estaba envuelta en una manta y sujetaba un cuchillo en la mano…

Su mujer, absorta por el relato, tuvo la sensación de que su corazón daba un vuelco y que sus pelos se le ponían de punta. Era la primera vez que la Chinasupay se apareció en los sueños de su marido.

–… Yo la miré asustado. Ella me mostró sus dientes y los alacranes de su lengua. Intenté moverme y gritar, pero fue imposible. Estaba más quieto y más mudo que una piedra –continuó el minero–. La Chinasupay se abrió la manta y me mostró los pechos grandes como tutumas de chicha, mientras por abajo derramaba sapos y gusanos. Después levantó el cuchillo, me lo clavó en el pecho y me cortó en pedazos. Yo tenía la cabeza intacta y seguía con vida. Escuchaba mi respiración y veía cómo mi corazón latía en el suelo arrancado ya de mi pecho, y cómo los pedazos de mi cuerpo se movían como la cola partida de una lagartija…
Su mujer, tensa como una cuerda, se cobijó entre sus hijos que dormían a su lado, sin saber cómo interpretar la simbología de ese sueño macabro.

–… Al final –concluyó el minero–, la Chinasupay desapareció con un silbido de humo y de fuego. Yo junté los pedazos de mi cuerpo y escapé del sueño, como por un túnel oscuro y largo…

Su mujer lanzó un suspiro hondo e intentó relajar la tensión de sus nervios.

–Es hora de que te vayas a la mina –le dijo, mirando las agujas del reloj que marcaban las cinco y cuarto.

El minero besó a sus hijos, se levantó de la cama y salió de la casa, sin despedirse de su mujer ni del gato que ronroneaba entre las mantas y polleras.

Glosario

Chinasupay: Diablesa. Amante del Tío de la mina.
P’olqos: Medias rústicas de lana de oveja.
Wawa: Niño, niña. Recién nacido.

martes, 5 de abril de 2011


EL PARAÍSO DE SAPOS Y CULEBRAS

La culebra es famosa desde el sexto día de la creación divina. Al decir de los expertos, la aparición de la primera culebra coincide con la creación del hombre, así como la aparición del primer sapo coincide con la creación de la mujer. Sapo y culebra probaron la fruta prohibida del Paraíso e incurrieron en el pecado de la carne. Desde entonces, la culebra es un diablito que quiere meterse en el infiernito del sapo.

Cuando la culebra está tranquila, se encoge como una lombriz aterrada, pero cuando está en acción, se pone dura como el garrote y adquiere dimensiones que, para el gusto o el susto de los sapos, duplica y hasta triplica su tamaño.

La rigidez de la culebra es factible gracias a la estructura anatómica de su cuerpo, cuyas arterias se llenan con la sangre que fluye a su interior, rellenando las lagunas vacías. Así aumenta de espesor y longitud. Al término de su rigidez, la culebra vuelve a su calibre normal, las lagunas se vacían de sangre y las paredes se vuelven flácidas; sólo entonces, la culebra tiene la virtud de doblarse y enroscarse, sin romperse ni quebrarse.

Las culebras, a diferencia de los sapos caseros, son callejeras y aventureras. Se arrastran de huerto en huerto, hacen ruidos de cascabel, se yerguen como cobras y acechan al sapo que encuentran a su paso. Las culebras más mundanas y hambrientas se comen incluso a los sapos rechonchos del hortelano, en cambio las culebras más exigentes y delicadas se comen sólo a los sapos sin dueño. Las culebras, por su propia naturaleza, son saperos, exceptuando a unas pocas que no comen sapos sino culebras.

La culebra que tiene mucha experiencia y se ha comido muchos sapos, sabe diferenciar entre los sapazos, los sapos y los sapitos. Sabe también que los sapos tienen una lengüita sensible escondida en la comisura de sus labios. A veces, la lengüita puede desarrollarse tanto que puede parecerse a la culebra. Cuando esto ocurre, el sapo puede actuar como sapo sapero y comerse a otros sapos del huerto.

Toda vez que la culebra quiere acceder al interior del sapo, seducida por sus zonas encantadas, el sapo abre la boca como flor carnívora, hincha la lengüita y babea una sustancia lubricante. Algunos sapos, aunque carecen de dentadura, pueden contraer los músculos y morder a la culebra, mas su mordedura no es dolorosa sino sabrosa.

Según confesiones de un sapo anónimo: Los sapos de esta clase son conocidos como sapos mordedores; tienen fama, son perseguidos y apetecidos.

Las culebras, como en el reino de los sapos, se diferencian en el color, la forma y el tamaño: hay culebras cortas y culebras largas, culebras gruesas y culebras delgadas; algunas culebras tienen la cabeza grande y otras pequeña. El color de las culebras varía según la raza: hay culebras blancas, amarillas, cobrizas, negras..., y culebras cuyos colores son el resultado del cruce de dos o más razas diferentes. Hay culebras de piel granulada y culebras de piel lisa, culebras peludas y culebras lampiñas. Las culebras de tamaño grande son culebrones, las de tamaño regular culebras y las de tamaño pequeño culebritas, y con esto queda claro que existen culebras para el gusto de todos los sapos.

La culebra, como el célebre batracio, es un animal popular en todas las culturas. A su nombre, tanto mujeres como hombres, le han dedicado innumerables cuentos, cantos y poemas. Está presente en los mitos y las leyendas, en las fábulas y los aforismos, y lo que es más importante, tarde o temprano, está en boca de los sapos que, desde el día de su creación, son verdaderos encantadores de culebras.

Si el sapo es un animal medicinal, que sirve para curar el mal de caderas de los hombres, entonces la culebra es un animal tan útil como el sapo, pues su piel se usa en la peletería, su veneno es una medicina potencial y su grasa es un ungüento apreciado por las mujeres. Por cuanto la culebra, desde que el mundo es mundo, es un animal inofensivo, así tenga fama de ser la criatura maligna que tentó al sapo en el Paraíso.