jueves, 7 de marzo de 2019


CONSIDERACIONES GENERALES SOBRE LITERATURA JUVENIL

Alguna vez me preguntaron: ¿Qué deben leer los jóvenes? Pensé unos segundos y contesté: Todo lo que caiga en sus manos. No existen recetas ni fórmulas precisas para recomendar cuáles son los libros que deben y no deben leer los jóvenes, ya que, contra toda premisa didáctica, son ellos mismos quienes deciden qué libros son de su preferencia.

Si bien es cierto que la definición de literatura juvenil va asociada, de manera tradicional, a la literatura infantil, es cierto también que cada una de ellas guarda características que las diferencian por el tratamiento de los temas, las formas narrativas y el manejo de un léxico determinado. Si los niños tienen un vocabulario restringido, se supone que los jóvenes, que se encuentran en otra etapa de su desarrollo lingüístico, manejan una competencia lectora que les permite acceder a una literatura que no siempre está clasificada como juvenil por las editoriales ni por los bibliotecólogos, y mucho menos por los profesores que enseñan lenguaje y literatura en las aulas de educación secundaria.

La literatura, que en cierto modo influye en la vida de los jóvenes, no siempre tiene que abordar temas relacionados a los conflictos emocionales y existenciales propios de la juventud, en vista de que una de las principales funciones de la literatura consiste en ganarlos hacia el mundo de los libros, a partir de una lectura lúdica, que les permita el escapismo, la gratificación instantánea, el placer de leer historias que les abran puertas hacia lo desconocido y los inviten a viajar en la fantasía hacia mundos ajenos al suyo, ya que la buena literatura es aquella que despierta el interés de los lectores mucho más que enseñarles conocimientos científicos para su formación profesional.

Los libros para los jóvenes, que si bien sirven como instrumentos de información y formación, no tienen por qué cumplir con el requisito de presentar personajes reales o ficticios con los cuales puedan identificarse los jóvenes, quienes están buscando consolidar su identidad personal o resolver algún conflicto social, educativo o familiar. La obra literaria, en primera instancia, más que transmitir valores morales y lecciones didácticas, está destinada a atrapar el interés del lector y estimular el hábito de la lectura, con o sin la guía de un profesor.   

Con esto no se quiere eludir la lectura de obras de carácter didáctico, que abundan en el amplio espectro de la literatura juvenil, gracias a que algunos autores, capaces de fusionar la fantasía con el conocimiento científico, ofrecen una lectura tanto lúdica como didáctica, sin que los jóvenes lectores lo adviertan durante el proceso de la lectura.

La literatura como material didáctico en la enseñanza

Cuando los educadores se refieren a la literatura juvenil, desde un punto de vista didáctico, señalan los requisitos formativos que deben reunir las obras literarias en función de los objetivos educativos preestablecidos por los programas pedagógicos, que no siempre consideran el interés de los jóvenes lectores, sino los objetivos trazados por un sistema educativo que, más que promover el hábito de la lectura, usa la obra literaria como material auxiliar en la enseñanza de otras materias curriculares, como la gramática, la comprensión lectora y, en el peor de los casos, para impartir lecciones morales y éticas, según ciertos principios ideológicos o creencias religiosas; cuando en realidad, la lectura de una obra literaria debía ser una suerte de ejercicio de libertad y de reflexión crítica ante las creaciones literarias.

No faltan los docentes, pedagogos y literatos que, en afán de completar un programa de educación secundaria, convierten la literatura juvenil en una literatura educativa, reduciéndola a favor de la lectura funcional, con el propósito de usarla como material de apoyo didáctico en las prácticas de lectura y escritura de los alumnos, a veces, sin que las obras estuvieran en consonancia con los  intereses, conocimientos y formación integral propios de la edad juvenil.


No es difícil imaginar cuáles son los criterios y fundamentos que los docentes ponen en juego a la hora de elegir determinadas obras literarias para sus alumnos. Se supone que no es necesariamente por la connotación literaria, sino por la función didáctica de éstas, conforme puedan facilitarle el trabajo a realizarse en el aula. Por consiguiente, en esta elección, nada acertada y por demás arbitraria, influye decisivamente el grado de formación profesional del docente, su propia experiencia como lector y las concepciones ético-morales que maneja para definir lo que es buena o mala literatura para los alumnos.

Las mismas editoriales, más por un afán comercial que por contribuir al Plan Lector, han creado colecciones específicas dirigidas a los adolescentes de educación secundaria, con criterios que consideran el valor literario, el valor moral y la explotación de los mecanismos de identificación psicológica de los lectores con el personajes de una obra que, así bien cumple con las expectativa del educador y el educando, no fue pensado ni creado para ser leído como material auxiliar o didáctico en la enseñanza de la asignatura de lenguaje y literatura.

La difusa franja entre adolescencia y juventud

La denominada literatura juvenil, destinada al adolescente que cabalga entre el mundo infantil y juvenil, se encuentra mucho más cerca de la literatura de evasión concebida para los lectores adultos. Y, sin embargo, los términos literatura infantil y literatura juvenil se emplean como sinónimos, y los libros se clasifican en el marco de la denominada literatura infanto-juvenil, aun sabiendo que esta etiqueta es muy subjetiva y relativa, pues no pocos adolecentes, al hallar sus obras preferidas entre los libros destinados a los niños, sienten un rechazo instintivo por este tipo de clasificación arbitraria, porque lo último que desea un adolescente es ser tratado como un niño cuando él mismo se considera una persona mayor; es más, los adolescentes se inclinan por elegir obras que son leídas por los adultos, debido a que la caracterización psicológica de los personajes y las historias narradas no difieren mucho entre la literatura juvenil y la literatura para los adultos que, acéptese o no, abordan los mismos temas: el amor, la tragedia, el desengaño, el sexo, las aventuras sobrenaturales, los conflictos familiares, los primeros amores, la timidez, el bullying y muchos otros que afloran en la etapa de la pubertad y que forman parte de la condición humana. Por lo tanto, las obras literarias denominadas por los expertos como crossover books ponen en entredicho la pretendida distancia entre la literatura juvenil y la escrita para los adultos.

Asimismo, la buena literatura juvenil es aquella que puede ser también leída por los adultos, sobre todo, si el adulto se enfrenta a la lectura de una obra que le plantea estructuras más complejas en su tratamiento temático y un lenguaje más elaborado que exige el manejo de un amplio vocabulario para poner a prueba su comprensión lectora y gozar de la belleza estética de la obra. 

Aunque éste no deja de ser un tema controvertido, cabe advertir que es difícil establecer un límite cronológico entre el adolescente y el joven, entre el joven y el adulto, ya que nadie puede trazar una línea exacta de cuándo empieza y finaliza la etapa de la juventud. A propósito de este tema, en 1985, la Asamblea General de Naciones Unidas definió como jóvenes a las personas entre los 15 y 24 años de edad; en tanto la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño definió la infancia hasta los 18 años; de modo que una persona entre los 12 y 18 sería definida como adolescente; una etapa que oscila entre la infancia y la juventud. Ahora bien, estas definiciones varían de un país a otro, dependiendo de factores socioculturales, económicos y credos religiosos.


Cuando hablamos de la narrativa para jóvenes, casi de manera espontánea y sin mayores reflexiones, nos referimos a los libros destinados a los adolescentes que se encuentran en la educación secundaria, aunque el término joven involucra también a quienes son mayores de 18 años. En este contexto, la definición de literatura juvenil es mucho más amplia que la atribuida exclusivamente a los lectores adolescentes.

La literatura para jóvenes es aquella que está dirigida a los lectores mayores de 12 años, a quienes han dejado de tener un pensamiento mágico y han pasado a tener un pensamiento lógico. No obstante, la buena literatura juvenil puede ser leída no solo por los adolescentes, sino también por quienes se consideran jóvenes a los 25 ó 40 años de edad; al fin y al cabo, lo que importa no es si una obra ha sido creada con la idea puesta en los lectores jóvenes, sino que la obra sea buena tanto por la forma como por el contenido. De ser así, todos coincidiríamos en el criterio de que una buena obra literaria puede ser leída, lejos de todo concepto moral y consideración didáctica, por los adolescentes, jóvenes y adultos.

El placer de leer por puro placer

Nadie pone en duda el planteamiento de que los alumnos adolescentes necesitan acceder al goce pleno de la literatura, en procura de satisfacer sus inquietudes emocionales, despejar sus dudas y curiosidades; más todavía, se sabe que los jóvenes no leen, por iniciativa propia e interés personal, los libros recomendados por los tecnócratas de la educación, sino aquellos que están al margen de los programas establecidos para las asignaturas de lenguaje y literatura en la educación secundaria.

Los jóvenes, de manera intuitiva y con toda su capacidad intelectual y lingüística, eligen los cómics, las revistas de súper héroes, las publicaciones populares y los libros que poco o nada tienen que ver con el sistema educativo. Son libros cuyos temas oscilan entre la realidad y la fantasía, como los de aventuras de Stevenson, Kipling, London, Defoe o Julio Verne que, además, tienen personajes adolescentes, que conducen a territorios lejanos, exóticos o, al menos, diferentes a los que los lectores experimentan en su entorno cotidiano. Los jóvenes siempre se han sentido atraídos por historias contextualizadas en lugares desconocidos y tiempos indefinidos, quizás por eso tienen preferencia por las novelas fantásticas, de terror o ciencia ficción.

Por otro lado, los estudiantes de educación secundaria, por inquietudes propias de su edad, destacan las obras que abordan los vericuetos del amor y el desamor. No es casual que lean cuentos y novelas con argumentos románticos y protagonistas adolescentes, cuyas acciones reflejan las preocupaciones y curiosidades de toda persona que cruza el umbral de la pubertad. A pesar de este inusitado interés entre los adolescentes, en la mayoría de los libros clasificados como literatura juvenil se nota la ausencia del tratamiento de la sexualidad, aunque éste ha sido uno de los temas recurrentes en la vida de los individuos desde la noche de los tiempos, ya que nadie es ajeno a la sexualidad como parte integrante del desarrollo humano, y así lo comprenden los lectores adolescentes que, en los tiempos modernos y con una tecnología que pone en sus manos toda la información sobre el tema, se  despojaron de los caparazones que los protegían del mundo complicado de los adultos y los mantenían recluidos en el paraíso eterno de la dulce infancia.

En este caso, para dar paso a una literatura transgresora de las buenas costumbres ciudadanas, no queda otra alternativa que permitirles leer obras que les toca las fibras íntimas de su personalidad, así esta lectura los lleve a cuestionar los preceptos morales del mundo religioso, las normas rígidas de los padres y educadores; y, sobre todo, que les permita hallar la luz entre las sombras de las sensaciones del amor y las relaciones sexuales.


Cabe recordar que al alumno no siempre le encanta lo que le gusta al profesor, ya que los gustos sobre lo que es bueno o malo en literatura es tan relativo que, frecuentemente, se da la paradoja de que el profesor lee un tipo de obras y el alumno lee otras, a partir de su propio interés personal y sin pensar si las obras elegidas le entregarán o no conocimientos válidos para su formación profesional.

Entonces, por deducción lógica, lo mejor será dejar que los propios jóvenes elijan el libro que desean leer, sin que el profesor de lenguaje y literatura ejerza presiones de carácter didáctico o pedagógico. En la educación secundaria es preferible que no existan fuerzas coercitivas que obliguen al adolescente a leer libros que no son de su interés, habida cuenta que la lectura de obras literarias debía contribuir a formar verdaderos lectores y no a crearles antídotos o mecanismos de defensa contra la literatura impuesta a fuerza de exigirles una lectura obligatoria.

Dejarlos elegir, en absoluta libertad, un libro que llama poderosamente su atención, es la única manera de acercarlos al ámbito de la literatura y estimular su hábito de lectura; de lo contrario, como en toda enseñanza obligatoria, le despertará un rechazo instintivo hacia la lectura y un resentimiento contra las obras ajenas a su interés. Por cuanto la enseñanza de la literatura en el nivel secundario requiere estar anclada en el interés de los jóvenes lectores que, por lo general, tienen más preferencia por las obras que no están contempladas en los actuales programas escolares elaborados por los tecnócratas de la educación. 
  
Los libros deben leerse por el puro placer de leer, y no para enriquecer el vocabulario, aprender la gramática ni tener lecciones de cómo escribir un texto con una sintaxis correcta e impecable. Por lo tanto, pasarle al alumno una literatura engorrosa implicará alejarlo de la literatura; es más, éste acabará por odiar la lectura de los libros recomendados por los especialistas. Y, desde luego, nunca dejará de preguntarse: ¿Por qué tengo que analizar con tanto detalle los libros? ¿No podría leerlos por puro placer e iniciativa personal?

Ya se sabe que para gustar de un libro hay que leerlo con alegría y amor, como recomendaba Pablo Neruda; una reflexión que nos induce a pensar que debemos leer lo que es de nuestro interés y agrado, al menos, si consideramos que la lectura tiene que ser una forma de felicidad, una suerte de escape de la realidad que nos circunda, una válvula de escape que permita transportarnos, por medio de las acciones de los personajes y las historias narradas, a otros contextos diferentes a los que experimentamos aquí y ahora.

Incluso un libro que aborda temas cotidianos y realistas, debe ofrecernos la posibilidad de poner en marcha nuestra imaginación, como si la historia narrada la estuviésemos viviendo en carne propia, en vista de que la literatura no es un tratado de filosofía ni una enciclopedia lingüística para eruditos, sino un espacio de libertad, relajamiento y felicidad.

martes, 5 de marzo de 2019


LA KHARISIRI

La Kharisiri, según algunos testigos, que la vieron caminar por las inmediaciones de La Ceja de la ciudad de El Alto, era una mujer elegante, capaz de atraer a cualquiera con el relámpago de su belleza; tenía los dientes encasquillados con oro y los ojos rutilantes como estrellas; se contoneaba al caminar y batía sus largas trenzas, que le caían como lazos desde la nuca hasta el final de la espalda; poseía donaire para exhibir sus indumentarias y accesorios de chola paceña. Se presentaba vestida con varias enaguas y la pollera con alforzas plisadas en el vuelo; su blusa estaba bordada con hilos dorados, exactamente como el corsé sin mangas y la chaqueta que, ceñida a su escultural figura, estaba confeccionada de la misma tela de la pollera.

Los testigos, asegurándose de decir la verdad y nada más que la verdad, contaban que la Kharisiri podía ser confundida con una comerciante aymara, como quien, luego de invertir sus ganancias en negocios rentables, se hizo dueña de una incalculable fortuna, no solo porque vestía prendas de alta costura, sino también porque usaba accesorios de fina orfebrería.  Lucía grandes pendientes de oro, con perlas barrocas y diamantes; anillos en todos los dedos y un adorno de fina pedrería en el sombrero; un chal de vicuña, prendido sobre el hombro izquierdo con un enorme gancho de oro de cuya cadena pendía una bellísima perla neta. Así, ataviada de chola, se sentía más coqueta, bonita y atractiva.

En cambio para los pobladores de las comunidades agrarias, que crecieron con los relatos y las creencias de sus antepasados, la Kharisiri era un ser llegado del más allá, una mujer que se alimentaba con grasa humana y profanaba las tumbas para extraer los dientes de oro de los difuntos, que por las noches deambula en forma humana y que durante el día se transforma en oveja con cuernos de carnero, en mula de alta parada y en llama con corona aurea entre las orejas.  Y que, a diferencia de los espíritus terrestres de la cosmovisión andina, nunca aparecía convertida en perro, gato, gallo u otro animal doméstico o silvestre.

Cuando la Kharisiri se adueñaba de la noche, como una sombra en apagados fulgores, y se daba a la tarea de extraer la grasa de algún pasajero desprevenido, se ataviaba con ropas oscuras, cubría sus trenzas con una capa larga y su rostro con una capucha negra. No en vano un conductor del Wayna bus, que trabajaba en horario nocturno, había advertido desde hacía tiempo a una enigmática mujer que, algunos fines de semana y pasada la medianoche, se subía cerca del cementerio y se sentaba en el último asiento. Estaba siempre sola y no dejaba ver su cara, tenía las uñas crecidas y sucias, los pies descalzos y un olor a cadáver descompuesto. Parecía una mujer demoniaca y, como toda mujer que encarna el Mal, se acercaba a cualquier hombre que se recogía de un acontecimiento social, sobre todo, si estaba borracho y quedaba profundamente dormido.

Así sucedió una noche, la Kharisiri se subió al Wayna bus y se sentó en el último asiento. El autobús avanzó contra el viento y bajo un cielo cargado de nubes, hasta que el conductor frenó de súbito y recogió a un hombre que le hizo señas desde una esquina sin luminarias.

El hombre, recogiéndose de una fiesta tradicional, con mixturas en los hombros y la cabeza, entró tambaleándose y, con la mirada arrastrándose por los asientos vacíos, se sentó muy cerca de la Kharisiri, justo allí donde el conductor no alcanzaba a verlo a través del espejo retrovisor.

La Kharisiri, que no atraía a los pasajeros con su belleza física ni mediante engaños amorosos, sino con la armonía de su cantarina voz, esperó que el hombre entornara los ojos y se quedara dormido, cómodamente arrellanado en el asiento.

Ella lo observo de hito en hito, calculándole la edad, el peso y la estatura. Estaba claro que el incauto, con aspecto de bonachón y cuerpo rollizo, encajaba en los gustos de su preferencia. Ella sabía que no era lo mismo un hombre raquítico que otro entrado en carnes, como no era lo mismo la grasa de un niño que la de un adulto que, tras haberse acumulado durante años bajo los pliegues de la piel, tenía más utilidades, como la elaboración de ungüentos y curas maravillosas, y hasta sabía mejor que el cebo de los puercos criados en granja.

El conductor siguió su ruta por las callejuelas periurbanas de la ciudad de El Alto, sin mirar lo que sucedía en el fondo del Wayna bus, mientras la Kharisiri, canturreando una melodía similar a la de una canción de cuna, se acercó sigilosamente hacia su víctima, que dormía con la cabeza ladeada y las manos en los bolsillos.

Una vez que tenía todo el control sobre el trasnochado, como si le hubiese encantado el alma o ajayu, aprovechó para desabrocharle la chaqueta, desabotonarle la camisa y recostarlo sobre el asiento. Inmediatamente después, ella levantó su capa con una mano y buscó su cartera con la otra. Su cartera, de mayor tamaño que las ordinarias, era una suerte de maletín donde guardaba las jeringas, los frascos de cristal y los instrumentos necesarios para extraer la grasa humana. Sacó un afilado escalpelo, que brilló como una navaja de obsidiana ante la luz de sus ojos, lo manipuló con la destreza de un cirujano y le abrió una herida en el costado derecho del cuerpo, a la altura de las costillas flotantes, por donde le extrajo la grasa abdominal con una jeringa conectada a un frasco de cuello ancho. No conforme con eso, le extrajo también la médula de los huesos. Luego cerró la herida con los dedos, sin suturar ni grapar, hasta dejarla como una fina cicatriz que, más cicatriz, parecía el leve rasguño de un gato.

La Kharisiri, antes de que el Wayna bus llegara a su parada final, descendió como si nada hubiese sucedido con el último pasajero. Caminó con su capa batida por el viento y desapareció como sombra en la inmensidad de la noche.

Al día siguiente, el parroquiano que abordó el autobús después de haber asistido a una fiesta, donde compartió bebidas alcohólicas adulteradas, no recordaba absolutamente nada de lo sucedido ni sentía malestar alguno en su organismo, hasta que, al cabo de unos días, se enfermó repentinamente, como embestido por una aguda anemia, y, tras violentos dolores en el abdomen y espasmos que lo revolcaban de un lado a otro, murió rodeado de sus familiares, quienes, al confirmar que padecía de una enfermedad desconocida por las ciencias médicas, no dudaron de que se trataba de un mal que no era de este mundo, ya que su cadáver presentaba signos de haber sido atacado por la Kharisiri.

–Si hubiese estado con olor a ajos y no a tragos, de seguro que no hubiese pasado lo que ha pasado –dijo uno de los presentes–, porque la hediondez del ajo suele ahuyentar a la Kharisiri.

–Tampoco le hubiese pasado lo que le pasó –dijo otro– si hubiese tenido un wayruro como amuleto en el bolsillo, porque el wayruro, como la santa Biblia y el crucifijo, protege a los humanos de los seres diabólicos llegados del más allá….

El mismo día que sepultaron al hombre que perdió la vida tras una enfermedad incurable, la Kharisiri salió de su escondite y volvió a recorrer por las calles alteñas, contoneándose con singular belleza y su hermoso traje de chola paceña.