martes, 5 de marzo de 2019


LA KHARISIRI

La Kharisiri, según algunos testigos, que la vieron caminar por las inmediaciones de La Ceja de la ciudad de El Alto, era una mujer elegante, capaz de atraer a cualquiera con el relámpago de su belleza; tenía los dientes encasquillados con oro y los ojos rutilantes como estrellas; se contoneaba al caminar y batía sus largas trenzas, que le caían como lazos desde la nuca hasta el final de la espalda; poseía donaire para exhibir sus indumentarias y accesorios de chola paceña. Se presentaba vestida con varias enaguas y la pollera con alforzas plisadas en el vuelo; su blusa estaba bordada con hilos dorados, exactamente como el corsé sin mangas y la chaqueta que, ceñida a su escultural figura, estaba confeccionada de la misma tela de la pollera.

Los testigos, asegurándose de decir la verdad y nada más que la verdad, contaban que la Kharisiri podía ser confundida con una comerciante aymara, como quien, luego de invertir sus ganancias en negocios rentables, se hizo dueña de una incalculable fortuna, no solo porque vestía prendas de alta costura, sino también porque usaba accesorios de fina orfebrería.  Lucía grandes pendientes de oro, con perlas barrocas y diamantes; anillos en todos los dedos y un adorno de fina pedrería en el sombrero; un chal de vicuña, prendido sobre el hombro izquierdo con un enorme gancho de oro de cuya cadena pendía una bellísima perla neta. Así, ataviada de chola, se sentía más coqueta, bonita y atractiva.

En cambio para los pobladores de las comunidades agrarias, que crecieron con los relatos y las creencias de sus antepasados, la Kharisiri era un ser llegado del más allá, una mujer que se alimentaba con grasa humana y profanaba las tumbas para extraer los dientes de oro de los difuntos, que por las noches deambula en forma humana y que durante el día se transforma en oveja con cuernos de carnero, en mula de alta parada y en llama con corona aurea entre las orejas.  Y que, a diferencia de los espíritus terrestres de la cosmovisión andina, nunca aparecía convertida en perro, gato, gallo u otro animal doméstico o silvestre.

Cuando la Kharisiri se adueñaba de la noche, como una sombra en apagados fulgores, y se daba a la tarea de extraer la grasa de algún pasajero desprevenido, se ataviaba con ropas oscuras, cubría sus trenzas con una capa larga y su rostro con una capucha negra. No en vano un conductor del Wayna bus, que trabajaba en horario nocturno, había advertido desde hacía tiempo a una enigmática mujer que, algunos fines de semana y pasada la medianoche, se subía cerca del cementerio y se sentaba en el último asiento. Estaba siempre sola y no dejaba ver su cara, tenía las uñas crecidas y sucias, los pies descalzos y un olor a cadáver descompuesto. Parecía una mujer demoniaca y, como toda mujer que encarna el Mal, se acercaba a cualquier hombre que se recogía de un acontecimiento social, sobre todo, si estaba borracho y quedaba profundamente dormido.

Así sucedió una noche, la Kharisiri se subió al Wayna bus y se sentó en el último asiento. El autobús avanzó contra el viento y bajo un cielo cargado de nubes, hasta que el conductor frenó de súbito y recogió a un hombre que le hizo señas desde una esquina sin luminarias.

El hombre, recogiéndose de una fiesta tradicional, con mixturas en los hombros y la cabeza, entró tambaleándose y, con la mirada arrastrándose por los asientos vacíos, se sentó muy cerca de la Kharisiri, justo allí donde el conductor no alcanzaba a verlo a través del espejo retrovisor.

La Kharisiri, que no atraía a los pasajeros con su belleza física ni mediante engaños amorosos, sino con la armonía de su cantarina voz, esperó que el hombre entornara los ojos y se quedara dormido, cómodamente arrellanado en el asiento.

Ella lo observo de hito en hito, calculándole la edad, el peso y la estatura. Estaba claro que el incauto, con aspecto de bonachón y cuerpo rollizo, encajaba en los gustos de su preferencia. Ella sabía que no era lo mismo un hombre raquítico que otro entrado en carnes, como no era lo mismo la grasa de un niño que la de un adulto que, tras haberse acumulado durante años bajo los pliegues de la piel, tenía más utilidades, como la elaboración de ungüentos y curas maravillosas, y hasta sabía mejor que el cebo de los puercos criados en granja.

El conductor siguió su ruta por las callejuelas periurbanas de la ciudad de El Alto, sin mirar lo que sucedía en el fondo del Wayna bus, mientras la Kharisiri, canturreando una melodía similar a la de una canción de cuna, se acercó sigilosamente hacia su víctima, que dormía con la cabeza ladeada y las manos en los bolsillos.

Una vez que tenía todo el control sobre el trasnochado, como si le hubiese encantado el alma o ajayu, aprovechó para desabrocharle la chaqueta, desabotonarle la camisa y recostarlo sobre el asiento. Inmediatamente después, ella levantó su capa con una mano y buscó su cartera con la otra. Su cartera, de mayor tamaño que las ordinarias, era una suerte de maletín donde guardaba las jeringas, los frascos de cristal y los instrumentos necesarios para extraer la grasa humana. Sacó un afilado escalpelo, que brilló como una navaja de obsidiana ante la luz de sus ojos, lo manipuló con la destreza de un cirujano y le abrió una herida en el costado derecho del cuerpo, a la altura de las costillas flotantes, por donde le extrajo la grasa abdominal con una jeringa conectada a un frasco de cuello ancho. No conforme con eso, le extrajo también la médula de los huesos. Luego cerró la herida con los dedos, sin suturar ni grapar, hasta dejarla como una fina cicatriz que, más cicatriz, parecía el leve rasguño de un gato.

La Kharisiri, antes de que el Wayna bus llegara a su parada final, descendió como si nada hubiese sucedido con el último pasajero. Caminó con su capa batida por el viento y desapareció como sombra en la inmensidad de la noche.

Al día siguiente, el parroquiano que abordó el autobús después de haber asistido a una fiesta, donde compartió bebidas alcohólicas adulteradas, no recordaba absolutamente nada de lo sucedido ni sentía malestar alguno en su organismo, hasta que, al cabo de unos días, se enfermó repentinamente, como embestido por una aguda anemia, y, tras violentos dolores en el abdomen y espasmos que lo revolcaban de un lado a otro, murió rodeado de sus familiares, quienes, al confirmar que padecía de una enfermedad desconocida por las ciencias médicas, no dudaron de que se trataba de un mal que no era de este mundo, ya que su cadáver presentaba signos de haber sido atacado por la Kharisiri.

–Si hubiese estado con olor a ajos y no a tragos, de seguro que no hubiese pasado lo que ha pasado –dijo uno de los presentes–, porque la hediondez del ajo suele ahuyentar a la Kharisiri.

–Tampoco le hubiese pasado lo que le pasó –dijo otro– si hubiese tenido un wayruro como amuleto en el bolsillo, porque el wayruro, como la santa Biblia y el crucifijo, protege a los humanos de los seres diabólicos llegados del más allá….

El mismo día que sepultaron al hombre que perdió la vida tras una enfermedad incurable, la Kharisiri salió de su escondite y volvió a recorrer por las calles alteñas, contoneándose con singular belleza y su hermoso traje de chola paceña.

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