LA KHARISIRI
La Kharisiri, según algunos testigos, que la vieron
caminar por las inmediaciones de La Ceja de la ciudad de El Alto, era una mujer elegante,
capaz de atraer a cualquiera con el relámpago de su belleza; tenía los dientes
encasquillados con oro y los ojos rutilantes como estrellas; se contoneaba al caminar y batía
sus largas
trenzas, que le caían como lazos desde la nuca hasta el final de la espalda; poseía donaire para exhibir
sus indumentarias y accesorios de chola paceña. Se presentaba vestida con
varias enaguas y la pollera con alforzas plisadas en el vuelo; su blusa
estaba bordada con hilos
dorados, exactamente como el corsé sin mangas y la chaqueta que, ceñida a su
escultural figura, estaba confeccionada de la misma tela de
la pollera.
Los testigos, asegurándose de decir la verdad y nada
más que la verdad, contaban que la Kharisiri podía ser confundida con una comerciante
aymara, como quien, luego de invertir sus ganancias en negocios rentables, se
hizo dueña de una incalculable fortuna, no solo porque vestía prendas de alta
costura, sino también porque usaba accesorios de fina orfebrería. Lucía grandes pendientes de oro, con perlas
barrocas y diamantes; anillos en todos los
dedos y un adorno de fina pedrería en el sombrero; un chal de vicuña, prendido
sobre el hombro izquierdo con un enorme gancho de oro de cuya cadena pendía una
bellísima perla neta. Así, ataviada de
chola, se sentía más coqueta, bonita y atractiva.
En
cambio para los pobladores de las comunidades agrarias, que crecieron con los
relatos y las creencias de sus antepasados, la Kharisiri era un ser llegado del
más allá, una mujer que se alimentaba con grasa humana y profanaba las tumbas
para extraer los dientes de oro de los difuntos, que por las noches deambula en
forma humana y que durante el día se transforma en oveja con cuernos de
carnero, en mula de alta parada y en llama con corona aurea entre las
orejas. Y que, a diferencia de los
espíritus terrestres de la cosmovisión andina, nunca aparecía convertida en
perro, gato, gallo u otro animal doméstico o silvestre.
Cuando
la Kharisiri se adueñaba de la noche, como una sombra en apagados fulgores, y se
daba a la tarea de extraer la grasa de algún pasajero desprevenido, se ataviaba
con ropas oscuras, cubría sus trenzas con una capa larga y su rostro con una
capucha negra. No en vano un conductor del Wayna bus, que
trabajaba en horario nocturno, había advertido desde hacía tiempo a una enigmática
mujer que, algunos fines de semana y pasada la medianoche, se subía cerca del
cementerio y se sentaba en el último asiento. Estaba siempre sola y no dejaba ver
su cara, tenía las uñas crecidas y sucias, los pies descalzos y un olor a
cadáver descompuesto. Parecía una mujer demoniaca y, como toda mujer que
encarna el Mal, se acercaba a cualquier hombre que se recogía de un
acontecimiento social, sobre todo, si estaba borracho y quedaba profundamente
dormido.
Así sucedió una noche, la Kharisiri se subió al Wayna bus y se sentó en el último asiento. El autobús avanzó contra
el viento y bajo un cielo cargado de nubes, hasta que el conductor frenó de
súbito y recogió a un hombre que le hizo señas desde una esquina sin
luminarias.
El hombre, recogiéndose de una fiesta tradicional, con mixturas en los
hombros y la cabeza, entró tambaleándose y, con la mirada arrastrándose por los
asientos vacíos, se sentó muy cerca de la Kharisiri, justo allí donde el
conductor no alcanzaba a verlo a través del espejo retrovisor.
La Kharisiri, que no atraía a los pasajeros con su belleza física ni
mediante engaños amorosos, sino con la armonía de su cantarina voz, esperó que
el hombre entornara los ojos y se quedara dormido, cómodamente arrellanado en
el asiento.
Ella lo observo de hito en hito, calculándole la edad, el peso y la
estatura. Estaba claro que el incauto, con aspecto de bonachón y cuerpo
rollizo, encajaba en los gustos de su preferencia. Ella sabía que no era lo
mismo un hombre raquítico que otro entrado en carnes, como no era lo mismo la
grasa de un niño que la de un adulto que, tras haberse acumulado durante años
bajo los pliegues de la piel, tenía más utilidades, como la elaboración de
ungüentos y curas maravillosas, y hasta sabía mejor que el cebo de los puercos
criados en granja.
El conductor siguió su ruta por las callejuelas periurbanas de la ciudad de
El Alto, sin mirar lo que sucedía en el fondo del Wayna bus, mientras la Kharisiri, canturreando una melodía similar
a la de una canción de cuna, se acercó sigilosamente hacia su víctima, que dormía
con la cabeza ladeada y las manos en los bolsillos.
Una vez que tenía
todo el control sobre el trasnochado, como si le hubiese encantado el alma o ajayu, aprovechó para desabrocharle la
chaqueta, desabotonarle la camisa y recostarlo sobre el asiento. Inmediatamente después, ella levantó su capa con una mano y
buscó su cartera con la otra. Su cartera, de mayor tamaño que las ordinarias, era
una suerte de maletín donde guardaba las jeringas, los frascos de cristal y los
instrumentos necesarios para extraer la grasa humana. Sacó un afilado escalpelo,
que brilló como una navaja de obsidiana ante la luz de sus ojos, lo manipuló
con la destreza de un cirujano y le abrió una herida en el costado derecho del cuerpo, a
la altura de las costillas flotantes, por donde le extrajo la grasa abdominal con
una jeringa conectada a un frasco de cuello ancho. No conforme con eso, le
extrajo también la médula de los huesos. Luego cerró la herida con los dedos,
sin suturar ni grapar, hasta dejarla como una fina cicatriz que, más cicatriz,
parecía el leve rasguño de un gato.
La
Kharisiri, antes de que el Wayna bus
llegara a su parada final, descendió como si nada hubiese sucedido con el
último pasajero. Caminó con su capa batida por el viento y desapareció como sombra
en la inmensidad de la noche.
Al día siguiente,
el parroquiano que abordó el autobús después de haber asistido a una fiesta,
donde compartió bebidas alcohólicas adulteradas, no recordaba absolutamente
nada de lo sucedido ni sentía malestar alguno en su organismo, hasta que, al
cabo de unos días, se enfermó repentinamente, como embestido por una aguda
anemia, y, tras violentos dolores en el abdomen y espasmos que lo revolcaban de
un lado a otro, murió rodeado de sus familiares, quienes, al confirmar que padecía
de una enfermedad desconocida por las ciencias médicas, no dudaron de que se
trataba de un mal que no era de este mundo, ya que su cadáver presentaba signos
de haber sido atacado por la Kharisiri.
–Si hubiese
estado con olor a ajos y no a tragos, de seguro que no hubiese pasado lo que ha
pasado –dijo uno de los presentes–, porque la hediondez del ajo suele ahuyentar
a la Kharisiri.
–Tampoco le hubiese pasado lo que le pasó –dijo otro– si hubiese tenido un wayruro como amuleto en el bolsillo,
porque el wayruro, como la santa Biblia y el crucifijo, protege a los
humanos de los seres diabólicos llegados del más allá….
El mismo día que sepultaron al hombre que perdió la
vida tras una enfermedad incurable, la Kharisiri salió de su escondite y volvió
a recorrer por las calles alteñas, contoneándose con singular belleza y su
hermoso traje de chola paceña.
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