viernes, 30 de marzo de 2018


EL FORASTERO

En el pueblo, desparramado en la ladera de una montaña árida y pedregosa, no había otra seña de identidad que una bocamina siempre negra y abierta que, vista a lo lejos y bajo los rayos del sol, parecía las fauces de un monstruo queriendo tragarse a los habitantes, cuya única esperanza estaba depositada en los buenos propósitos de un forastero que un día llegó montado en un caballo alazán, con la promesa de devolverle vida al pueblo, donde hacía mucho que el yacimiento de estaño se agotó como la leche en la teta de una mujer entrada en años.

Los habitantes asistieron a la asamblea organizada en la única y pequeña plaza, para discutir la propuesta del forastero, cuyo nombre extranjero era de difícil pronunciación y cuyo país estaba ubicado, según él mismo relató, en las remotas tierras de allende los mares.

El forastero tenía el pelo cobrizo, un ojo color de esmeralda y otro color de ébano, unos bigotes espesos y revueltos, como los que se ven en las películas sobre la vida de Búfalo Bill. Su estatura era imponente, sus ropas eran de cuero brilloso y en sus musculosos brazos resaltaban tatuajes parecidos a los que exhibían los marineros más avezados y forajidos de ultramar.

La asamblea transcurrió en orden, con la debida calma y mesura, y, por votación unánime, se resolvió que la mina volvería a reactivarse bajo la dirección del forastero, quien se comprometió a invertir todo el dinero que hiciera falta en la explotación de los yacimientos incrustados en la corteza terrestre.

Como es de suponer, el desprendimiento desinteresado de este hombre de aspecto extravagante, que a unos les caía simpático y les inspiraba confianza, no dejaba de intrigar a otros que, intuyendo que algo más se traía entre manos, ponían reparos a sus ideas altruistas y su conducta poco usual entre los pobladores.

Algunos se preguntaban, por ejemplo, cómo podía ser posible que un forastero de paso por un pueblo decida, así por así y de la noche a la mañana, devolverle vida a una montaña que, por medio de su bocamina, estaba clamando que la dejen en paz porque estaba agotada y no rendía más.

Por otro lado, aparte de su nombre, su país de origen y su vida cotidiana en la casa donde estaba hospedado, nadie conocía otros antecedentes del forastero, salvo que era un hombre acaudalado y un aventurero que conocía el mundo entero mejor que la palma de sus manos.

Cuando los mineros empezaron a horadar las rocas, el forastero, con la luz de sus ojos que desprendían lumbres en la oscuridad, les iba enseñando cuál era la dirección que debían tomar, para luego ir abriendo los rajos palmo a palmo, hasta llegar a lo más profundo de la montaña.

El laboreo minero, que se reinició en la bocamina abandonada, se prolongó durante días, semanas y meses. En principio no encontraron más que vetas con minerales de baja ley y algunas aleaciones compuestas de plata, pirita, plomo y zinc, hasta que un buen día, a cientos de metros bajo la superficie y cuando los ánimos empezaban a menguar, dieron con unos filones de estaño que, alumbrados por  la luz mortecina de las lámparas, parecían anacondas brillando con luz propia en la impenetrable oscuridad. Sólo entonces, todos arrojaron el guardatojo por los aires, brincaron de júbilo y se alistaron para ch’allar el fabuloso hallazgo.

Así fue como el pueblo, que antes estaba como largado de la mano de Dios, volvió a cobrar nuevos bríos y requirió de más fuerza de trabajo. Los mineros, que abrían rajos y galerías, destrozando las rocas a plan de palas, picos, barrenos y dinamitas, recobraron la dignidad y se llenaron los bolsillos con las ganancias provenientes de la explotación minera.

En poco tiempo, la mayoría de los habitantes, que tenían las esperanzas perdidas y muy poco que comer, se convirtieron en prósperos comerciantes. Las calles se llenaron de tiendas y los niños volvieron a sonreír, como cuando las flores vuelven a brotar en un marchito jardín. O sea que la presencia del forastero fue un signo de buen augurio y prosperidad.

Todos sabían que el auge económico se debía a la minería, pero lo que no sabían era que el forastero, quien no volvió a salir de la mina desde la última vez que ingresó sin compañía, era el mismísimo Tío disfrazado de forastero, porque cuando los mineros lo buscaron como aguja en el pajar, creyendo que se había precipitado en un buzón o que había perdido la vida debajo de un enorme planchón de roca, advirtieron que en el paraje de la galería más profunda, de donde emanaba una luz parecida a una aureola color naranja, se divisaba la silueta de un hombre sentado en un sillón.

Cuando los mineros se acercaron al lugar y lo miraron de cerca, se quedaron sin palabras y con una sensación aterradora atravesada en el cuerpo, porque el hombre al que andaban buscando, a ese forastero que un día llegó cabalgando al pueblo y que otro día dispuso su fortuna para reactivar la mina, estaba desnudo y petrificado en un trono de roca, con un aspecto diabólico que evocaba al príncipe de las tinieblas, ya que en las chispas de su mirada se reflejaban las llamas del infierno y en sus cuernos se escondían los poderes mágicos de su reino.

–Soy el Tío de la mina –se presentó con voz estruendosa–. Les concederé todo lo que me pidan, siempre y cuando se porten bien conmigo, rindiéndome pleitesía y ofrendándome hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

–¿Y todo eso por qué? –preguntó uno de los mineros, temblando de pies a cabeza.

–Porque soy el amo de ustedes y el dueño de los minerales –contestó deslumbrándoles con el fuego de sus ojos.

A poco de que todos se enteraron de la verdadera identidad del forastero, no tuvieron más remedio que profesarle respeto y cariño, convencidos de que de él dependía la felicidad o la desgracia de una familia en el pueblo. 

miércoles, 21 de marzo de 2018


EXÁMENES Y CALIFICACIONES

Si en una sociedad, regida por la ley de la selva, se premia al más fuerte y se castiga al más débil, entonces en la escuela se castiga al deficiente y se premia al excelente, que, como en todo sistema desigual, no siempre es el más creativo ni inteligente.

La posición privilegiada de ciertos alumnos no está determinada necesariamente por la vocación que tienen para el estudio, como por los conocimientos memorizados mecánicamente, sobre todo, cuando el sistema educativo está estructurado en función de una prueba, cuyos resultados, más que servir para evaluar los conocimientos del alumno, son una suerte de premio o castigo, en los que unos encuentran la frustración y otros la recompensa; más todavía, hay quienes memorizan la lección tres días antes del examen y quienes se olvidan tres días después.

No falta el profesor que utiliza el resultado de las pruebas para clasificar a los alumnos en buenos y malos, aun sabiendo que las notas no influyen en el proceso de enseñanza ni en la adquisición de conocimientos. Por lo tanto, las pruebas, como los llamados test de inteligencia (que miden la capacidad lingüística, la memoria mecánica, las coordinaciones sensomotoras y el grado de conocimientos adquiridos), son una trampa donde pueden caer incluso los alumnos más aplicados, pues toda prueba, basada en las teorías conductistas del Estímulo y la Respuesta (E-R), contiene preguntas que tienen una sola respuesta, cualquier otra alternativa, que no responda al pie de la letra lo que está escrito en el libro de texto, es inmediatamente anulada por el examinador, cuya única función consiste en seguir las pautas establecidas por los tecnócratas de la educación.

En cualquier caso, no se trata de usar los resultados de la prueba como premio o castigo, ya que el niño no actúa instintivamente como el perro de Iván Pavlov, que realiza sorprendentes piruetas gracias a la recompensa (caricias o azucarillo) ofrecida por su amo, sino como un ser humano complejo, cuya conducta está determinada no sólo por los castigos, las recompensas asociadas a su comportamiento y su capacidad intelectual, sino también por otros factores innatos y hereditarios ajenos a las teorías conductistas del Estímulo y la Respuesta (E-R).

Ya se sabe que la mayoría de los alumnos estudian por obligación y memorizan los conocimientos para el día del examen, con la esperanza de obtener la máxima calificación. El alumno sabe que el numerito impreso en la libreta de calificaciones, aparte de indicar el nivel de sus conocimientos, le servirá para proseguir sus estudios superiores, pero no porque estuviese consciente de que un día aplicará estos conocimientos en su vida real, sino porque este numerito le dará acceso a un título profesional, que le permitirá gozar de un estatus social y económico privilegiados.

En un sistema educativo acostumbrado a evaluar los conocimientos a base de un sistema compuesto de números o letras (generalmente en sentido ascendente), el alumno no es tanto lo que es, sino el número o la letra que tiene en la libreta de calificaciones. En este caso, las calificaciones se convierten en sus señas de identidad y lo clasifican como a deficiente o excelente.

El alumno que haya sido suspendido en una asignatura o esté castigado a repetir el año lectivo, sentirá un sensación de derrota y un complejo de inferioridad, que lo afectará por el resto de sus días. Tampoco faltarán quienes, por temor a enfrentarse a la furia de sus padres y a su propia vergüenza, tomen la extrema decisión de quitarse la vida; un drama social que, sin duda, se podría evitar con nuevas formas de evaluar el nivel de conocimientos del alumno.

Sin embargo, a la hora de poner las calificaciones, a nadie parece importarle que el alumno haya reprobado en el examen debido a que tenía problemas psicosociales tanto en la escuela como en el hogar. El profesor no tiene la función de contemplar al alumno en su micro y macro cosmos, sino, simple y llanamente, la obligación de cumplir con el programa escolar establecido, y el alumno la obligación de asimilar lo que debe y no lo que puede y, mucho menos, lo que quiere.

Una escuela que no contempla el aspecto emocional y la situación psicosocial del alumno y su entorno familiar, es también una institución donde suele aplicarse el bullying contra los alumnos más débiles y donde se utilizan las notas como instrumentos de poder, para infundir el miedo y el respeto hacia el profesor, quien, sujeto a su función de autoridad en el aula, decide la calificación que se merece cada alumno, indistintamente de cuales sean los resultados del proceso de enseñanza/aprendizaje.

Ahora bien, a pesar de todas las consideraciones, la sociedad ganaría con un sistema escolar donde el alumno deje de ser un receptor pasivo de los conocimientos y el profesor un simple transmisor del contenido de los libros de texto. Es justo que en una escuela democrática se elimine la sumisión del alumno y el autoritarismo del profesor. Es justo también que se elimine el criterio de que el alumno debe aprender y el profesor enseñar. En una escuela moderna es lógico que exista una enseñanza más reflexiva que memorística y un ambiente en que la motivación prevalezca sobre la obligación. En una escuela moderna y democrática, como bien decía Gregorio Iriarte: El protagonista ya no es el profesor, sino el alumno. Él es el constructor de su propio conocimiento. El mejor educador no es el que enseña muchas cosas, sino el que facilita y anima a que el alumno aprenda.

Por último, valga recordar que el proceso de aprendizaje del alumno es constante, desde el día en que nace hasta el día en que fallece; que aprende mejor por motivación que por imposición, que aprende de sus errores y con la ayuda de los medios didácticos a su alcance; que los conocimientos adquiridos en la escuela no son para el día del examen ni para la satisfacción de los padres, sino para que el propio alumno se realice tanto en el plano personal como profesional; que una educación forzada y autoritaria pueden destruir los propios procesos de desarrollo armónico de la personalidad humana y que, en consecuencia, las calificaciones de un alumno pueden ser tan injustas como injusta es la sociedad en la que vive.