martes, 28 de septiembre de 2010


GALEANO EN EL SUEÑO

1

En un país cuyo nombre no recuerdo, los mineros se organizaron en milicias populares, mientras yo viajaba junto a Eduardo, quien acababa de lanzar al mundo sus Memorias de la Nieve.

2

Cuando llegué a un pequeño caserío, de terreno árido y pedregoso, entré en una casa de paredes expuestas al sol, donde distinguí las figuras de quienes estaban ya muertos. Ninguno me dirigió la mirada ni la palabra, pero alguien me abordó por las espaldas y me condujo del brazo hacia una habitación, desde cuyas hendiduras veía llegar al patio, una a una, a personas desconocidas.

3

Al cabo de un tiempo, escuché una voz que decía: Mañana estallará la insurrección. Salí al encuentro de la voz, comunicándole que en el trayecto me encontré con Eduardo, quien venía a sumarse a nuestra causa, pero que, por algún motivo desconocido, se quedó en una ciudad sin nombre, a la espera de un nuevo aviso. Y, mientras la voz hablaba en un idioma desconocido, veía pasar y repasar a hombres y mujeres con el fusil al hombro.

4

Más tarde, lejos del rumor de un río que zumbaba entre los cerros, propuse tender los camastros, y ahí nomás, un minero, escupiendo la coca contra el suelo, me comentó que su mujer y sus hijos habían iniciado la huelga.

5

Bajo un cielo cuajado de estrellas, la habitación se llenó de gente, que hablaba y reía con voz de humo. Eduardo entró barriendo el aire. Le saludé desde el fondo y lo invité a retomar la conversación iniciada en el viaje. Él me miró a los ojos y nada me contestó.

6

Cuando todos estaban dormidos, uno al lado del otro, a mis espaldas alguien rompió a llorar. Abrí los ojos y giré con vértigo. No sabía quién era, pero estaba seguro de que los sollozos provenían de un hombre que no dormía. Al poco rato distinguí la cara de Eduardo Galeano, en medio de una cuerda de perros que cercó la habitación. Alargué el brazo sobre su hombro y le pregunté: ¿Por qué lloras? Me miró con ojos tristes y contestó: Porque al nacer el día nos matarán a todos.

domingo, 26 de septiembre de 2010


LIBROS PRESTADOS Y PERDIDOS

La billetera que perdí una noche de sábado, después de una sonada tertulia entre escritores, me la devolvieron días después por correo, adjunta a una nota remitida por la policía de Estocolmo, en la que se leía: Plånbok hittat (billetera encontrada). Como comprenderán, me quedé atrapado entre el asombro y la alegría; primero, porque había perdido las esperanzas de recobrarla; y, segundo, porque estaba casi intacta, con las doscientas coronas en efectivo, el carné de identidad, las fotografías personales y la tarjeta de crédito.

Sin embargo, esa misma noche, en la misma estación del metro y a la misma hora, perdí el libro que me prestó un poeta amigo, cuya recomendación de cuidarlo y no perderlo se tornó en una inesperada pesadilla. Desde entonces no he vuelto a saber nada más del libro, aunque me consuela la idea de que el autor del hallazgo tuvo más interés en el contenido de la obra de Jaime Saenz que en el contenido de la billetera; una actitud sorprendente en una época en la cual no es frecuente que un peatón tropiece con un bien ajeno y, sin pensar dos veces, se dé la molestia de devolvérselo a su dueño.


De todos modos, ésta no fue la primera vez que perdí un libro ni la primera vez que no me lo devolvieron, pues ya antes, por distraerme con algo que no debía, perdí el libro de Galeano en uno de los vagones del metro. Y, aunque lo busqué desesperadamente entre los asientos y pasillos, no lo encontré. Tampoco estaba en el depósito de la estación de Rådmansgatan, donde van a dar los objetos extraviados en el tráfico; un hecho que me hizo suponer que lo tenía algún lector hispanohablante, pues sólo a él podía interesarle Las venas abiertas de América Latina, tanto por estar escrita en su lengua original como por tratarse de uno de los ejemplares de la primera edición lanzada por Siglo XXI. Además, de seguro que ese lector avispado sabía que todo buen libro es la extensión de la memoria y la imaginación colectivas, el instrumento más importante de transmisión de cultura, desde el instante en que sus páginas compendian no sólo los conocimientos acumulados por la humanidad a través de los siglos, sino también la voz del autor deseoso de transmitir sus propias ideas y sentimientos.

En otra ocasión, mientras el sol reverberaba en la nieve, salí de casa con la intención de leer en el trayecto el libro de Franz Kafka. Cuando tomé el autobús y me senté con el hombro afianzado contra la ventanilla, saqué el libro del portafolio y me dispuse a leer con el mismo cariño que recomendaba Pablo Neruda. Ahí nomás, en medio del paisaje blanquecino que contemplaba a través de los vidrios empañados por el vaho de la respiración, me dejé vencer por un torbellino de ideas y, sin saber lo que hacía, puse el libro a un lado. Cuando bajé del autobús y me metí en el metro, advertí que el libro se me olvidó en el asiento. Entonces, como saliendo de un mal sueño, corrí con las esperanzas de recuperarlo. Mas al llegar a la parada vacía y fría, comprendí que era demasiado tarde, pues no volví a ver el autobús ni El proceso de Kafka.


A partir de ese hecho, tomé algunas precauciones para evitar que se me sigan perdiendo los libros, como eso de no llevar a la calle libros prestados ni libros que no tengan el formato de bolsillo, aun sabiendo que un libro, léase donde se lea, es siempre un buen compañero y un maestro que enseña y no regaña. De otro lado, los libros prestados son distintos a los libros comprados. Los libros prestados tienen la propiedad de buscarnos enemistad en caso de perderlos y poseen la magia de atraer la atención del lector que desea leerlos. Un libro comprado, en cambio, pierde su magia desde el instante en que uno se convierte en su dueño. Con el libro comprado se puede adornar el estante o nivelar la pata coja de un mueble, justamente, porque uno es el dueño y puede hacer con él lo que quiera: revenderlo, regalarlo o tirarlo.

A propósito de los libros prestados, cuando recién llegué a Suecia, sin libros en la mano y directamente de la cárcel, conocí a un amigo latinoamericano que, en su condición de lector fanático, me enseñó la forma de cómo prestarme libros en la Stadsbibliotek de Estocolmo, sin pagar un solo centavo y del modo más sencillo. Desde ese día, consciente de que la biblioteca es la memoria de la humanidad, me entró la costumbre de leer libros prestados, hasta que una tarde de verano, mientras salía de la biblioteca, pensando en abrir las tapas y recorrer por el laberinto de sus páginas, me volví a encontrar con el mencionado amigo, quien me invitó a tomar una cerveza con la intención de asaltarme los libros. Y así lo hizo. Cuando salí del baño del restaurante, me encontré con la mesa vacía; no estaba él ni la bolsa de libros. Lo doloroso era que no sabía cómo ni dónde ubicarlo, desconocía su nombre completo y la dirección donde vivía. Sólo entonces comprendí lo que debe sentir el amante cuando le arrebatan un amor prestado.

Como les contaba, el último libro que perdí fue Imágenes paceñas, de Jaime Saenz. Lo pedí prestado de un poeta amigo, quien, al enterarse de la mala noticia, me dijo: Hay libros que no se pueden perder, porque están hechos de cariño. Por eso mismo, más por salvar la amistad y recobrar el sentido de la confianza, lo busqué por todos lados sin encontrarlo en ninguno. Al final, no tuve más remedio que mandarlo a pedir desde Bolivia, donde es probable que tampoco lo encuentren por tratarse de una edición limitada.

Como toda mala experiencia es una buena lección en la vida, aprendí que perder un libro prestado puede ser tan doloroso como perder una joya preferida, sobre todo, cuando su valor no estriba en el precio real sino en el cariño con el cual se lo cuida, aparte de que la lectura de un buen libro, desde el instante en que se abren sus tapas y se recorre por sus páginas, es una maravilla que proporciona la extraña sensación de felicidad y sabiduría.

lunes, 20 de septiembre de 2010


VÍCTOR MONTOYA EN PEKÍN

Desde hace tiempo tenía ganas de viajar a China; un deseo que se cumplió el 2002, en parte, gracias a la colaboración de la Embajada de Bolivia, que logró los contactos necesarios con la Facultad de Lenguas Extranjeras de la Universidad de Pekín, donde dicté una conferencia sobre mi obra y mi quehacer literario.

Cuando llegué al aeropuerto, con la idea de visitar también la gran Muralla, la Ciudad Prohibida, el Palacio de Verano y la célebre Plaza de Tian'anmen, lo primero que sentí fue el soplo de un hálito primaveral, bajo un sol que, en el mes de febrero, contrastaba con el nevado y helado invierno sueco.


Con el paso de los días, advertí que esta megaciudad, poblada por más de 22 millones de habitantes, estaba acosada por los abundantes humos procedentes de la contaminación atmosférica y que cada mañana, al despuntar el alba y descorrer las cortinas de la habitación en el Hotel Xinqiao, había un manto parecido a la neblina que impedía ver más allá de doscientos metros, hasta que poco a poco iba disipándose para dar paso a un tímido sol que asomaba en las alturas.


Los edificios viejos de la ciudad estaban siendo reemplazados por los inmensos rascacielos. Los habitantes de los barrios antiguos se estaban reubicando en nuevos apartamentos del mismo tamaño que sus antiguas residencias. Sin embargo, todos coincidían en señalar que el sentimiento de comunidad y el estilo de vida de los hútòng jamás serían reemplazados.

Los hútòng o callejones conectan el interior de la vieja ciudad de Pekín. Generalmente son rectos y corren de este a oeste, de modo que las puertas de las viviendas pueden abrirse hacia el norte y el sur para seguir las normas del Feng Shui. Algunos son realmente estrechos y sólo permiten el paso de unos pocos peatones al mismo tiempo. El vehículo de transporte que reina en los hútòng es la bicicleta. Así que, estando ya en el lugar, me monté en un carrito tirado por una bicicleta, con el propósito de pasear por el casco más conocido de la ciudad que, a pesar de la modernización acelerada, conserva todavía su encanto oriental y su arquitectura ancestral.


Con todo, tengo la sospecha de que estos barrios, que mantienen la tradición y recuerdan la China tradicional, corren el peligro de desaparecer con el paso del tiempo. Por ejemplo, la zona más antigua de la ciudad, con sus casas con techos de ladrillos y esquinas en forma de cuernos, sigue siendo demolida desde los cimientos para dar paso a los edificios levantados por los gringos al mejor estilo de Tokio y Nueva York, con bancos, negocios, supermercados y uno que otro McDonald´s; un evidente pasó de la economía de Estado del sistema comunista a la economía de mercado del sistema capitalista. No en vano el Distrito Central de Negocios de Pekín, en el área de Guomao, es reconocido como el nuevo núcleo de la vida económica y financiera de la ciudad, y en él se ubican oficinas y sedes corporativas de distintas empresas regionales, grandes almacenes y viviendas de lujo. Wangfujing y Xidan, sin ir más lejos, son calles famosas por sus tiendas de lujo y centros importantes para las industrias de electrónica e informática, así como para la investigación farmacéutica.


En Pekín, a pesar de las consecuencias negativas de la urbanización moderna, como la demolición de los hútòng, la contaminación del aire y el congestionamiento en las carreteras, llama la atención la gran Muralla China, cuya construcción costó el sudor y la sangre de millones de hombres de los estratos más humildes de la sociedad feudal.

La Muralla China

Un autobús, repleto de turistas nacionales y extranjeros, nos transportó por una carretera llena cerros áridos y escarpados, muy parecidos a los del altiplano boliviano, hasta que nos detuvimos cerca de la puerta de Badalón, desde donde se podía admirar esta obra impactante y colosal, construida y reconstruida entre el siglo V a. C. y el siglo XVI, para proteger la frontera norte del Imperio de los ataques de las hordas nómadas xiongnu de Mongolia y Manchuria, que habitaban el norte de Asia y realizaban frecuentes incursiones en los territorios vecinos con propósitos de pillaje.


En Badalón, a unos 80 kilómetros al noroeste de Pekín, la muralla tiene alrededor de ocho metros de altura como promedio, con una base de seis metros de anchura, que en algunas partes, según cuenta la tradición, permitía el galope de cinco caballos uno al lado del otro. Se afirma también que con las piedras y los ladrillos empleados en esta obra se podría levantar una pared de cinco metros de altura y uno de ancho alrededor de la Tierra. No lo sé, es posible que sea una exageración como cuando se dice que la Muralla es la única construcción que se divisa desde la luna.

Impresionan las empinadas laderas, cubiertas de vegetación, y la forma serpenteante de la Muralla que se pierde a lo lejos. El ojo alcanza a ver varias de las torres de vigilancia, que fueron construidas a lo largo de las paredes, o directamente integradas en ellas, con escaleras únicas y de acceso difícil, que servían para confundir al enemigo.

Me asombré cuando me contaron que por estas tierras deambularon también los camellos, como animales de carga y de transporte. Quizás por eso, no muy lejos del Badalón y a un lado de la Muralla, había un Camello -no embalsamado sino vivito y coleando-, en el cual los turistas podían montar a horcajadas y tomarse una fotografía para el recuerdo.


Asomarse a las atalayas de esta antigua fortaleza militar, o simplemente caminar por sus proximidades, contemplándola y recorriéndola palmo a palmo, es una experiencia inolvidable para cualquier interesado en la cultura e historia de este país milenario, donde la Muralla, que atraviesa montañas y ríos, seguirá siendo por antonomasia una de las Siete Maravillas del Mundo.

Conferencia en la Universidad

En la conferencia que se programó en la Universidad de Pekín, además de presentar mi obra, hablé sobre la temática minera en la literatura boliviana. Todo el programa, incluidas las elegantes invitaciones, fue preparado por la Embajada de Bolivia, que contó con el acesoramiento del profesor Yuan Zhonglin, quien hace años vivió como consejero y traductor de la Embajada China en la ciudad de La Paz.


En la universidad, antes y después de la conferencia, tuve el placer de conversar con los profesores y estudiantes, quienes, sin haber salido jamás del país, hablaban el español con un dejo colombiano, como si el mismísimo García Márquez les hubiese impartido lecciones de fonética.
 

Los profesores y estudiantes se entusiasmaron con la idea de traducir algunos de mis cuentos, bajo la responsabilidad del professor Ding Wenlin, décano de la Facultad de Español, quien, meses más tarde, me comunicó que se mutilarían algunos párrafos de los cuentos, sobre todo, aquéllos que contenían descripciones eróticas. Me explicó, asimismo, que éste era un problema de carácter técnico y que todo el mundo sabía que en la China hay una censura oficial contra toda literatura que atenta contra la salud moral y las buenas costumbres conyugales. Me quedé de piedra y le contesté de inmediato que lo mejor era parar la traducción y postergar el proyecto de edición.
 

Al término de la conferencia, y poco después de dedicarles mis libros a los profesores y estudiantes, me invitaron a cenar en un restaurante, donde degusté del variado y exquisito arte culinario chino que, sin ninguna exageración, es toda una fiesta para el paladar y la mirada. No obstante, debo reconocer que el aperitivo, que era un destilado de arroz y que me sirvieron con todas las reverencias del caso, me pasó por la garganta como una cascada de fuego. No dije nada, salvo que el trago era más fuerte que el Tequila y el Vodka. Después sirvieron las comidas sobre unas mesas circulares y giratorias, y yo, como es natural, me desquité del trago de arroz con una deliciosa comida de estilo mandarín. Se trataba del afamado pato a la pekinesa que, aparte de estar hecha a base de una receta que se remonta al siglo XIII, venía acompañado de una salsa de cereales, rodajas de puerro y unas tortitas especiales. Al final, por sugerencia de los comensales, rematé la cena con un té chino, al cual los naturistas le atribuyen poderes curativos.
 

En la cena estuve acompañado del Ministro de la Embajada de Bolivia -un típico funcionario de la Cansillería de la República que, por su formalismo y su excesivo “usteo”, me dejó pensando que nuestra representación en el exterior está llena de arribistas que se dan aires de diplomáticos de carrera-, y por el embajador Óscar “Motete” Zamora, a quien nunca le usteé, porque lo consideraba un hombre de izquierdas, al menos así lo conocía desde siempre, desde cuando la dictadura de Hugo Banzer lo buscaba por cielo y tierra, tras haberse proclamado como el Comandate Rolando de la organización de inspiración maoista Unión de Campesinos Pobres (UCAPO). Aunque fungía de embajador, no tenía por qué darle el trato de señor y mucho menos de ustearle. Es más, nuestro trato fue de compañero a compañero y respeto mutuo. Se portó muy bien conmigo, desde cuando nos comunicamos por teléfono un par de meses antes de mi viaje y luego de que nos fundimos en un abrazo cordial en la sede de la Embajada de Bolivia en Pekín. Además, aprovechamos nuestra amistad para conversar sobre las relaciones bilaterales entre ambos países y, como no podía ser de otra manera, para recordar a varios de los dirigentes mineros que convirtieron el distrimo de Siglo XX en un verdadero baluarte de las luchas sociales. Incluso tuvo la gentileza de enseñarme a comer con los palillos chinos; una destreza que él aprendió asistiendo a los congresos del Partido Comunista Chino, donde el participaba en representación del Partico Comunista de Bolivia (Marxista-Leninista).

La cena culminó entre abrazos y despedidas. Los amigos chinos me llevaron hasta el hotel, donde seguía pensando en que Napoleón Bonaparte tenía razón cuando sentenció: Dejen dormir a China. No despierten al gigante porque cuando despierte conmoverá al mundo.

El Palacio de Verano

Al día siguiente desperté con las mismas ganas de seguir conociendo los sitios más emblemáticos de la ciudad. Así experimenté que darse un paseo por el Palacio de Verano es, como dirían los chinos más tradicionalistas, una placentera sensación para el alma. Verla y palparla de cerca, con su exuberante vegetación y sus lagos, es como estar en un paraíso terrenal.


El Palacio, situado a unos 12 kilómetros del centro de Pekín  y en medio de un extenso parque -que más que parque parece un enorme jardín de casi 300 hectáreas, fue originariamente construido en 1750 por el Emperador Qianlong, a orillas del lago Kunming y la Colina de la Longevidad Milenaria.


Otra de las obras imponentes es el Gran Corredor, un pasillo techado de más de 750 metros de largo, que la emperatriz Cixi ordenó construir para poder moverse por el Palacio, que ella misma lo reestableció en 1899 y lo utilizó como su residencia temporal a partir de 1901. El techo del corredor está decorado con más de 14.000 pinturas con escenas sobre la historia china.


Andar y desandar por las calzadas del Palacio de Verano, donde se combinan la mano del hombre y la naturaleza salvaje, es sentirse transportado a tiempos y lugares remotos, sobre todo, cuando se tiene en frente al Barco de Mármol que, praticamente, está en pleno lago, como surcando las aguas quietas y esmeraldinas bajo un sol radiante. Esta nave, que en la actualidad puede ser abordada por los turistas, fue utilizada por la emperatriz Cixi para celebrar sus fiestas y tertulias, con todas las extravagancias que lo permitía su privilegiada condición social.

La Ciudad Prohibida

La Ciudad Prohibida, localizada en el centro exacto de la ciudad, fue el Palacio Imperial durante las dinastías Ming y Qing, así como la sede del gobierno chino hasta 1911.


Este lugar, cuyo nombre original es Ciudad Púrpura Prohibida, es un inmenso e imponente conjunto de edificaciones, donde no estaba permitido el acceso de la gente, salvo de los servidores, esposas y concubinas del emperador, hasta después de la Revolución Popular.

El Palacio Imperial está situado al norte de la Plaza de Tian’anmen y es una de las mayores atracciones turísticas del mundo. Con el transcurso de los años, y avivado por las leyendas que giran en torno al emperador y sus mujeres, la Ciudad Prohibida se ha envuelto en un manto de misterio y realismo mágico. No deja indiferente a nadie que pone sus pies en este territorio, que tan bien aparece retratado en la película El último emperador de Bernardo Bertolucci.


No es para menos. El simple hecho de atravesar sus paredes externas, que miden como 30 metros de altura, y sus enormes puertas, da la sensación de haberse metido, sin permiso alguno, en un sitio ajeno a este mundo.

La Plaza de Tian'anmen

La Plaza de Tian’anmen, o Plaza de la Puerta de la Paz Celestial, no sólo es la más grande del mundo -con 880 metros de norte a sur y 500 metros de este a oeste, con un área total de 440.000 metros cuadrados-, sino también uno de los símbolos de la China republicana, ya que fue aquí donde el líder del Partido Comunista proclamó la nueva República Popular el 1 de octubre de 1949.


A cualquiera que la visite, le asalta la idea de que con su construcción se pretendió crear una gran explanada en la que se pudieran desarrollar masivos actos de adhesión al regimen de Mao Zedong, al estilo de los que se realizaban en la Plaza Roja de Moscú.

Frente a la puerta de Tian'anmen destacan los puentes del Río de las Aguas Doradas, nombre dado a los fosos interiores y exteriores de la ciudad Imperial. Se sabe, por otro lado, que el puente central llamado Yulu, más ancho que los otros y decorado con dragones tallados en mármol, era de uso exclusivo del emperador.


La plaza está dividida en el Gran Salón de la gente hacia el lado oeste, el Museo de Historia y el Museo de la Revolución hacia el este y en el sur el Mausoleo donde yace el cuerpo embalsamado del fundador de la República Popular China. En el centro se eleva un obelisco de piedra, de 38 metros de altura, y exhibe una inscripción en la cual se lee: Los héroes del pueblo son inmortales. El Mausoleo de Mao Zedong, con forma cuadrangular, está precedida en sus dos frentes por grupos escultóricos en homenaje a los campesinos, soldados, obreros y estudiantes que apoyaron la causa comunista.


La Plaza de Tian’anmen, a lo largo del Siglo XX, ha sido escenario de numerosos acontecimientos históricos, desde el movimiento del 4 de mayo de 1919 hasta la llamada Revuelta en 1989, que conmocionó al mundo entero, porque las protestas liderizadas por estudiantes e intelectuales, descontentos con la burocracia y autoritarismo de la cúpula del Partido Comunista, fueron arremetidos brutalmente por las fuerzas del ejército, dejando un reguero de muertos y heridos. A mí, que seguí los sucesos a través de los medios de comunicación, me impactó la imagen de esa persona que, decidida a ofrendar su vida a cambio de una mayor democracia y libertad, se enfrentó a las tanquetas, sin más armas que la valentía y la furia contenida.

Fotografías:

1. En la Muralla China
2. Ciudad con la atmósfera contaminada
3. Un hútòng o callejón antiguo de la ciudad
4. Un paseo en bicicleta por la ciudad vieja
5. Centro comercial en Pekín
6-7. En la Muralla China
8. Con los catedráticos Lin Yi An y Yuan Zhonglin
9. En la conferencia sobre literatura boliviana
10. Dedicando libros a profesores y estudiantes
11. El entonces embajador Óscar “Motete” Zamora
12. El Palacio de Verano
13. El Gran Corredor
14. El Barco de Marmol
15-16. En la Ciudad Prohibida
17. En la Plaza de Tian'anmen
18. Monumento en homenaje a los campesinos, soldados, obreros y estudiantes que apoyaron la causa comunista
19. Una escena de la Revuelta en 1989

miércoles, 15 de septiembre de 2010


CÁNDIDA, EL NEGRO Y EL PERRO

Cándida, la artista porno, ha escandalizado a la apacible y conservadora ciudad minera, donde instaló un local a media luz, para ofrecer un espectáculo erótico, en el que un hombre negro y un perro hacían el papel de partenaires masculinos.

La función comenzaba con una danza hindú, que en los antiguos templos babilónicos y egipcios simbolizaba la concepción y el nacimiento, la reconciliación de la mujer con todo su cuerpo, empezando en el vientre y terminando en los tobillos. Aunque la danza no era de seducción y menos de contemplación, adquirió un carácter erótico en el cuerpo de Cándida, quien, además de masturbarse con vibradores importados desde París, terminaba el espectáculo con la intervención de su esclavo sexual, quien pasaba el día atado a la cama como un animal doméstico y por las noches se alternaba con un perro en un acto zoofílico, distinto y original, que provocaba varios minutos de suspendido aliento, no sin antes arrancar de sus casillas a los espectadores acostumbrado a los atavismos y las tradiciones austeras de la vida matrimonial.

Se decía que Cándida provenía de tierras extrañas, donde las mujeres eran diosas que encarnaban la armonía de lo sensual y lo sagrado, que dominaban los secretos del amor y eran capaces de conducir a un hombre hasta el umbral de la muerte y devolverlo nuevamente convertido en un sabio en las artes de amar. Por eso mismo, la presencia de Cándida, en medio de una población proclive a las supersticiones, constituyó uno de los hechos más insólitos después de la aparición misteriosa de la Virgen del Socavón.

Las mujeres casadas, remontadas en cólera y celos, la maldecían persignándose tres veces y la acusaban de ser un castigo divino o una víbora llegada del infierno para envenenar a las familias más conservadoras de la ciudad. Cuando la veían pasar por las calles, con un abrigo de pieles como único atuendo, la escupían con un desprecio que se hacía cada vez más intenso entre las mujeres, cuyos maridos empezaron a perder la noción de las buenas costumbres conyugales.

Así transcurrieron varios meses, hasta que una noche, reunidas en la plaza principal, decidieron desmantelar el local de Cándida, quien, en poco tiempo y a fuerza de ofrecer sus encantos, se convirtió en la manzana de la discordia y en la imagen emblemática del libertinaje sexual. La muchedumbre marchó rumbo al antro de perdición, ubicado en un barrio periférico de la ciudad, donde Cándida, envuelta en siete velos, se mostraba en el escenario vestida de Salomé, la princesa judía que sedujo al tirano Herodes con su danza, y que, a cambio de su virginidad, le pidió la cabeza degollada de San Juan Bautista.

Los espectadores le seguían los pasos con los ánimos caldeados, mientras ella se despojaba los velos al ritmo de la música, transformándose en una bailarina de harén, las joyas pendientes del cuerpo, un diamante incrustado en el diente y una perla reluciente en el ombligo. Su vientre era liso, casi adolescente, y sus senos hinchaban el sostén con la misma armonía que sus nalgas hinchaban la bombacha. Las posibilidades expresivas de su pelvis, el meneo de sus caderas y el temblor de sus senos, hacían de ella una hembra irresistible a las tentaciones masculinas.

Afuera no había luna ni estrellas y el viento embestía desde los cerros, rugiendo como bestia herida. Las nubes, negras y cargadas, se desplazaban en el cielo, y las mujeres, atravesando las calles donde se perdían las luces y las voces, se aproximaban al local de esa mujer que todas las noches hechizaba a los hombres con la danza del vientre.

Cuando el Negro irrumpió en el escenario, conduciendo a un perro que vivía enjaulado como pájaro, su sombra se proyectó en el telón del fondo, recortado como la silueta del Minotauro. Al mostrarse bajo el ruedo de luz descolgado desde las pantallas, el público se quedó mirándolo con el mayor asombro que imaginarse pueda, pues el Negro, el cuerpo de gladiador y la piel lustrosa como el cuero, lucía un dragón blanco tatuado en el pecho, un barco pirata en la espalda y varias mujeres desnudas a lo largo de los brazos.

Cándida, levantándose sobre la punta de los pies, bailó dando giros vertiginosos y, deleitando a los espectadores con una gracia que le brotaba hasta por los poros, se dejó caer en los brazos de ese hombre cuyos tatuajes, dignos de una atracción circense, eran un espectáculo aparte.

El Negro, aunque sentía celos de sus propios ojos, no sabía cómo dejar de exhibir a Cándida en ese ámbito saturado de tabaco y sudor, donde noche tras noche la poseía entre miradas encendidas y voces que se oían como el susurro de una serpiente entre las hojas.

Afuera, las mujeres seguían avanzando en tropel, las mantas y polleras desplegadas al viento. El rumor de sus voces chocaba contra las puertas y se alzaba hacía el cielo encapotado, donde los truenos parecían los rugidos de un animal extraño.

El Negro, cimbreando el cuerpo al ritmo del timbal, no la miraba a los ojos sino a los senos, que se bamboleaban con fruición dentro del sostén anudado a la altura del esternón. Cándida, consciente de que tenía delante de ella al esclavo sexual de su vida, se entregó en cuerpo y alma a un erotismo poco habitual, devolviéndoles a los espectadores más viejos el don de la fantasía y la potencia viril. El Negro enganchó una cadena en la collera de cuero y se puso en cuatro patas, imitando al perro que los miraba desde una de las esquinas del escenario. Cándida, dispuesta a ser ama y señora en el acto, lo sujetó por la cadena y lo paseó desnudo, hasta que él asumió sus instintos de animal salvaje y agitó la verga como un rabo entre las piernas. Fue entonces cuando Cándida, tras un golpe de palmas, lo incitó a lamerle los pies y a poseerla sobre los cueros esparcidos en el escenario. El Negro le husmeó el sexo y le desató las amarras del sostén con los dientes, poco antes de que ella se sintiera encendida por las llamas del amor y se quitara la bombacha de un tirón, dejando al descubierto la blancura de su cuerpo enteramente depilado. Luego se tendió de espalda y ofreció el centro de su cuerpo, abierto como una jugosa fruta tropical. El Negro la abordó con una aterradora sumisión de esclavo y, levantándole las piernas a la altura de los hombros, la penetró con todo el peso de su cuerpo. En ese instante, entre los espectadores, cundió una excitación desenfrenada, que les aceleró la respiración y los latidos del corazón. En tanto Cándida, mordiéndose el labio inferior y quejándose en un idioma desconocido, atrapó entre sus piernas la cintura del Negro, quien, a tiempo de eyacular, emitió un sonido gutural, como un toro embravecido, y se tumbó contra el suelo dando gritos de placer.

Cándida le lanzó una mirada veloz y, arreglándose la cabellera arracimada sobre la cara por el sudor de la piel, se puso en postura de cuatro y retrocedió hacia donde estaba el perro, la lengua colgante, babeante, y la verga candente como un clavo recién sacado del fuego.

En ese trance, las mujeres forzaron la puerta y ocuparon el local con la firme decisión de reducirlo a escombros. Los espectadores, sacudidos por los insultos y el sentimiento de culpa moral, huyeron en desbandada, cubriéndose el rostro con lo que había. El Negro y el perro se escondieron detrás del telón, mientras Cándida permaneció en medio del escenario, donde varias mujeres, iluminadas por el furor y la venganza, la rodearon dispuestas a destrozarla con las manos. Una de ellas, con una enorme verruga en la mejilla, le dio una bofetada increpándola:

–¡Puta! –luego añadió–: ¡Contigo llegó el infierno a nuestras casas!...

Las demás, blandiendo los brazos como armas, la arañaron y arrancaron los cabellos de cuajo. Cándida, sin quejarse ni moverse, dejó que le cayeran los golpes y los insultos, hasta cuando el Negro, que volvió a su condición humana y recobró los sentidos de la razón, salió en defensa de su amor. Entonces, las mujeres, al verlo desnudo y en su estado más natural, se echaron para atrás y salieron por donde entraron.

Pasado el incidente, que sacudió los cimientos de la ciudad minera, no se volvió a saber más de Cándida, del Negro ni del perro, salvo la historia de que este espectáculo se inició en Antofagasta, tierra de burdeles y pescados fritos, donde el Negro conoció a Cándida en un club clandestino del puerto, donde la escuchó cantar en un dialecto saharaui, con inflexiones del árabe clásico, y la vio mover el vientre al ritmo del timbal, con la magia y elegancia de las mujeres orientales. Terminada la función, el Negro la abordó instintivamente y, atraído por el olor a jazmín que le recordaba el pecho de su madre, la invitó a cenar alcuzcuz y a compartir la cama. Esa noche, apenas el cielo se vistió de estrellas y la luna asomó su pálida cara por la ventana, el Negro se sometió a los bajos instintos de Cándida, quien, al fundirlo con el fuego de su cuerpo, lo convirtió en su esclavo sexual y en sombra que la seguía por donde fuera.

miércoles, 8 de septiembre de 2010



Vincent van Gogh, cuya genial obra fue reconocida sólo después de su muerte, es un claro ejemplo del artista atormentado por la incomprensión, los fracasos amorosos, los estragos de la pobreza y el amor desmedido por el arte. Su corta pero intensa vida ha marcado un hito entre los pintores de su época. El vídeoclip, que anima un relato breve de Víctor Montoya, fue realizado y producido por Miro Coca Lora. Estocolmo, Suecia, marzo de 2009.

VAN GOGH

–¡Tu oreja! ¿Dónde está tu oreja? –gritó el tabernero, asustado, impresionado.

–Me la corté de un tajo...

–Y ahora, ¿cómo terminarás de pintar tu autorretrato?

–Con una venda en la herida, como si tuviera un maldito dolor de muelas.

El tabernero lo miró compasivo, como quien intenta comprender una vida marcada por la angustia existencial, hasta que de pronto, a modo de reconfortarle los ánimos, le dijo:

–De seguro que ahora se venderán tus cuadros en la galería de tu hermano Théo.

–No lo creo –suspiró Van Gogh, envuelto en un manto de melancolía–. A estas alturas de mi vida, nada ni nadie puede mejorar el estilo de mi arte; ni el comer pintura amarilla, ni la sangre derramada, ni las raciones de alcohol, ni los vómitos y mucho menos los consejos de Gauguin, quien se metió en la cama con la misma puta que un día antes me prometió su amor.

–¿Y qué piensas hacer? –preguntó el tabernero.

Van Gogh, presa de una honda depresión, pensó un instante. Vació la última copa de un trago y contestó:

–Me pegaré un tiro y me iré al más allá, en las vibraciones cromáticas de un cuadro de girasoles.

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Autorretrato. Óleo pintado entre 1887-1888

jueves, 2 de septiembre de 2010


VÍCTOR MONTOYA EN EL MAR NEGRO, RUMANIA

La mañana que desperté en un hotel de Mamai, el rumor del Mar Negro llegaba como una sinfonía de corales. Me puse de pie y descorrí las cortinas para que la luz penetrara a raudales, y, a poco de que el calor se hizo sofocante, abrí la puerta del balcón para que la brisa inundara la habitación. Después clavé la mirada en el horizonte y quedé deslumbrado al ver que los turistas estaban ya tendidos en la playa, bajo un sol que destellaba suspendido en las alturas.


Por un instante, ante la superficie de las aguas engalanadas con sus matices más inusuales y sus olas coronadas de espumas rompiéndose contra las rocas, como empujadas por los alisios más transparentes de este mundo, pensé en el porqué de su nombre, si sus aguas eran tan azules como las del Danubio. Sin embargo, sabía que este nombre le atribuyeron los viejos marineros que, en tiempos de tormenta, veían cómo los nubarrones se reflejaban en las aguas cristalinas. Otras creencias refieren que este nombre le pusieron las viudas de los navegantes que, en medio de gigantescas olas y aguas revueltas, desaparecían en sus tenebrosas profundidades.


A la mañana siguiente, luego de servirme el desayuno a base de chorizos de Sibiu -producto nacional rumano-, salí del hotel rumbo a Constanza, donde pasó su destierro el poeta latino Ovidio. Tenía el propósito de tomar el yate a motor y surcar las aguas del Mar Negro, cuya vastedad constituyó uno de los escenarios de Medea, la intrigante tragedia escrita por Eurípides en el año 431 a. de J.C.

La ciudad de Constanza se yergue sobre unos acantilados a un centenar de metros más allá del Puerto de Tomis, donde estaba el yate mecido por las olas y atestado de turistas que disparaban el flash de sus cámaras, mientras murmuraban en una suerte de idiomas confundidos en la Torre de Babel.


Cuando el yate zarpó arreando las espumas, salí a contemplar las olas y, arrimado en la cubierta de la popa, me imaginé a los héroes griegos tripulando la nave Argos, con las velas desplegadas al viento y la proa en dirección a Cólquida, donde Jasón, hijo del rey destronado de Yolco, tenía la misión de rescatar el vellocino de oro, que Aetes, rey de Colco y padre de Medea, consagró a Ares y lo guardó bajo la custodia de un temible dragón. A ratos, mirando la batalla de las olas como suicida falso, me imaginaba a los argonautas venciendo los obstáculos del mar, sobre todo, las Rocas Simplégades, escollos flotantes que entrechocaban y cuya travesía sólo podía vencerse esperando el momento propicio en que las rocas se separaban misteriosamente.


Según la mitología griega, apenas la nave Argos atracó en las costas de Cólquida y sus tripulantes desembarcaron espada en mano, Medea, la bella hija de Aetes y experta en artes ocultas, se enamoró de Jasón y, por medio de sus hechizos y sortilegios, hizo que éste saliera triunfante de todos los peligros. Primero le quito el temor como mala hierba y luego lo ayudó a uncir al yugo los toros que echaban fuego por las fauces, a sembrar el mortífero campo con sus brazos y, finalmente, le entregó un licor mágico para envenenar al dragón, que guardaba entre sus pliegues el vellocino de oro.


Aetes, enterado de ello, decidió aprehender a los culpables, pero Jasón y Medea huyeron con el vellocino en su poder y llevando a Apsirto en calidad de rehén. El furibundo rey Aetes acosó a los argonautas en el Mar Negro. Mas justo cuando iba a dar con ellos, Medea ejecutó el plan cruel que tenía tramado: decapitó a su hermano Apsirto y esparció sus restos en las aguas color vidrio azulado. Su padre, consternado por el crimen, detuvo su nave y juntó los restos de su heredero. Ancló en la costa oeste del Mar Negro, donde le dio sepultura y fundó la ciudad de Tomis.

Una vez que los argonautas arribaron a Yolco, Jasón depositó el vellocino de oro en manos del ilegítimo rey Pelias. Pero Medea, inconforme con el hecho, causó la muerte de Pelias, persuadiendo a sus hijas hervirlo en un caldero so pretexto de rejuvenecerlo. Consumado el crimen, Medea y Jasón se refugiaron en Corinto, donde tuvieron dos hijos y vivieron a lo largo de diez años, hasta que Jasón, asumiendo todo su poder gracias a los sortilegios e influencias de Medea, anunció segundas nupcias con la hija de Creonte, rey de Corinto.


Medea, herida en lo más íntimo de su ser y desgarrada por la pasión de los celos, decidió vengarse de la infidelidad de su esposo. Incendió el palacio de Creonte y dio muerte a los frutos de su vientre. Jasón, al entrar corriendo en la casa donde estaba la parricida, se enfrentó al amargo desenlace de su boda y, sin concebir que los impulsos salvajes de los celos pueden trocarse en mortíferas armas, miró aterrado la marcha triunfal de Medea, quien, llevándose el cadáver de sus hijos degollados, huyó en una carroza tirada por dragones.

Cuando el yate retornó al puerto de Tomis, yo seguía pensando en Medea, en esa tragedia griega que Eurípides, el poeta desafortunado en el amor, la hizo inmortal y la convirtió en una de las más bellas creaciones del arte dramático de todos los tiempos.


Recorrer por las callejuelas de Constanza, cuyo casco antiguo se alza en una colina, desparramándose hacia el mar, es como torcer el curso del tiempo y volver a experimentar la grandeza de otras épocas. Esta ciudad, según los cronistas, fue construida por los colonizadores jónicos y conquistada por los romanos poco después del nacimiento de Cristo. Fueron ellos quienes hicieron del puerto uno de los centros comerciales más importantes de la costa oeste del Mar Negro, y quienes levantaron obras públicas cuyos mosaicos y columnas pueden apreciarse todavía en todo su esplendor.


La caminata por la ciudad, desde cualquier punto donde se empiece, conduce inevitablemente hacia el afamado Puerto de Tomis, donde destaca, a orillas del mar, el imponente Casino, construido en 1910, y donde tanto los más diestros jugadores de poker como los comensales de paladares exigentes se disponen a disfrutar del esparcimiento y de lo mejor de la cocina rumana. Verlo por fuera, con su arquitectura singular, que recuerda más a los templos que a los salones de juegos de azar, es tan impresionante como verlo por dentro. A ratos, uno se pregunta cómo pueden existir este tipo de casinos, donde sólo algunos tienen acceso, mientras otros apenas cruzan por la puerta, contemplándolos a prudente distancia.


No pude resistir a la tentación de ingresar en sus interiores y ocupar una mesa llena de copas y platos, listo para saciar la sed y mitigar el hambre. Y, como es natural, tras una suculenta comida y un cansacio que venía arrastando desde el mediodía, fue necesario una siesta en el mismísimo comedor, donde los demás comensales, mirándome por el rabillo del ojo, pasaban y repasaban susurrándose en el oído palabras que reprochaban mi conducta indecorosa y poco elegante.

La ciudad, en el período bizantino, cambió el nombre de Tomis por el de Constanza y, años después, fue conquistada por los turcos, quienes dejaron también huellas a su paso, más allá del simple látigo de punta metálica, los baños envueltos en vapor y el kebab. Ahí tenemos la mezquita, cuyo interior luce alfombras orientales y desde cuya cúpula esférica, como desde el minerate, puede verse el panorama de la ciudad y las olas espumosas del mar.


En el centro de la ciudad, mezcla de estilo bizantino y romano, se levanta majestuosa la estatua del poeta latino Ovidio, quien fue desterrado por el emperador Augusto, a causa de un delito jamás revelado en la historia. No obstante, en estas tierras bárbaras de Tracia, cerca de las montañas del Danubio y país extremo del Imperio Romano, cuyo idioma no entendía Ovidio y cuyo clima se le hizo insoportable, vivió y escribió el poeta en la soledad, yendo y viniendo por las aguas azules del Danubio, y frecuentando una pequeña isla del Mar Negro, que hoy lleva su nombre y conserva su gloria.

Camino del hotel, después de haber recorrido por el mismo trayecto donde estuvo Medea, me preguntaba qué más se podía esperar de Rumania, aparte de conocer el Mar Negro y visitar el castillo del conde Drácula en Transilvania.


Al clarear el nuevo día, de una vacación intensa pero maravillosa, tenía previsto encontrarme con el pintor Florín Brojbâ, quien, al enterarse que me dedicaba a la literatura y el periodismo, se propuso hacerme un retrato en acuarela. Le acepté encantado y sin pensar dos veces, consciente de que él era un pintor joven que prometía un porvenir brillante en el mundo del arte y, asimismo, convencido de que sólo un retrato puede detener el tiempo en la vida de un hombre.

Por la tarde, tenía planificado pasear por el delta del Danubio, venciendo los charcos pantanosos, separando los cañaverales con las manos y deleitándome con el vuelo rasante de los pelícanos, hasta que se desdibujaran los últimos destellos del ocaso. Toda una experiencia que se funde en el crisol de la memoria.

Ese mismo año, acaso sin proponérmelo, observé un malestar generalizado entre los rumanos, quienes estaban hartos de la corrupción y burocratización de los líderes del partido gobernante, que acumularon riquezas a costa de la pobreza del pueblo. Seis meses después de mi retorno a Suecia, y sin sospechar que el Partido Comunista estaba al borde de un colapso definitivo, estalló la revolución en Timişoara y, más tarde, en Bucarest, en diciembre de 1989.


Las masas enardecidas ganaron las calles, atacaron el palacio de gobierno, ganaron el apoyo del ejército y capturaron al dictador Nicolae Ceauşescu junto a su esposa y consejera Elena Ceauşescu. Los sometieron a un juicio precipitado y contundente, que más parecía una parodia que un hecho real, y los fusilaron sin contemplaciones el día de Navidad, con las esperanzas de poner fin a una Era y dar inicio a otra que les garantizara mayor libertad, pan y democracia. Así nació la nueva nación rumana, como si se tratara de un drama de Ovidio, donde los buenos son siempre buenos y los malos están condenados a purgar sus penas y sucumbir en el polvo del olvido.

Fotografías:

1. En el Puerto de Tomis
2. Frente al Mar Negro
3. Entre los pescadores de mármol, en Constanza
4. Los argonautas entre las Rocas Simplégades
5. Jasón y Medea. Óleo de J. W. Waterhouse, 1907
6. Jasón con el vellocino de oro
7. Medea. Óleo de Eugène Delacroix, 1838
8. El casco antiguo de la ciudad de Constanza
9. El Casino
10. Siesta en el restaurante del Casino
11. Al pie del Monumento de Ovidio
12. Víctor Montoya retratado por Florín Brojbâ
13. La revolución en diciembre de 1989

UN CUENTO MINERO DE BALDOMERO LILLO

Desde siempre, en mis aficiones a la lectura, me sentí seducido por las novelas y los cuentos de ambiente minero, que en Bolivia conforman todo un género literario, debido a que ese sector del proletariado fue durante decenios la columna vertebral de la economía nacional y la vanguardia indiscutible de las luchas sociales, y, por consiguiente, una fuente de inspiración para pintores y escritores.

Otra de las razones que determinó mi preferencia por la narrativa minera, al margen de toda consideración ideológica, se debe al hecho de haber vivido en Llallagua y Siglo XX, entre familias cuyas vidas estaban marcadas por la vorágine de la mina. Por lo tanto, para quienes compartimos de cerca las tragedias y grandezas de esos gigantes de las montañas, es natural que las novelas y los cuentos mineros, como es el caso de Socavones de angustia de Fernando Ramírez Velarde y El Tunsteno de César Vallejo, sean obras con las cuales nos identificamos plenamente, quizás, porque al leerlas nos sentimos tocados en las fibras más íntimas.

En este contexto, la lectura de El Chiflón del Diablo de Baldomero Lillo, cuya existencia desconocía aproximadamente hasta mediados de los años ‘80, fue una experiencia que me devolvió hacia mis orígenes y un buen motivo para compartir con ustedes el drama de los obreros del subsuelo a través de esta breve reseña, que espero eche algunas luces sobre este autor poco conocido en nuestro medio.

Baldomero Lillo (Chile, 1867-1923), trabajó en la pulpería del centro minero de Lota, donde conoció muy de cerca la trágica realidad de su gente. En 1898 se trasladó a la capital en busca de mejores condiciones de vida y, tras ser galardonado en algunos certámenes literarios, publicó sus volúmenes de cuentos más conocidos: Sub-Terra (1904) y Sub-Sole (1907). Colaboró en varias revistas y en los diarios santiaguinos Las Últimas Noticias y El Mercurio.

El Chiflón del Diablo, que integra el volumen de cuentos Sub-Sole, está ambientado en las minas de carbón, probablemente en la región de Lota, Coronel o Lebu. La tragedia que narra el autor transcurre entre los años 1890-1900 y durante un crudo invierno, justo cuando las lluvias eran más intensas y las puertas y ventanas se abrían y cerraban con estrépito impulsadas por el viento.

Cabe destacar que Baldomero Lillo está considerado como uno de los impulsores del realismo proletario en la literatura latinoamericana, ya que sus relatos, más que simples reportajes de la realidad de su época, son verdaderas joyas de la narrativa chilena. En su obra se nota una mano maestra que dispone los temas dándoles una organización que mantiene vivo el interés del lector y, lo que es más importante, porque exaltan valores universales de inconfundible humanismo.

Baldomero Lillo nos plantea desde un principio, con patética y brutal objetividad, el problema de la explotación y el maltrato al cual es sometido el obrero por parte de una compañía imperialista. Asimismo, el autor asume una actitud de crítica social, a modo de solidarizarse con las familias mineras que pugnan por conquista una sociedad más equitativa para todos.

EL Chiflón del Diablo es una clara denuncia de las injusticias sociales que sufre el obrero en el interior de la mina, destacando no sólo la desigual distribución de las riquezas, sino también la visión que el empresario tiene del minero, quien, en los momentos de mayor pesimismo, acepta con resignación su fatal destino. Es decir, El Chiflón del Diablo muestra la vida del minero como una galería oscura o un túnel sin salida, en una etapa histórica en que el proletariado chileno estaba recién estructurándose como clase en sí y clase para sí dentro del sistema de producción capitalista.

El cuento es de carácter colectivo, pues no se narra el problema de uno o dos hombres, sino el crimen perpetrado contra toda una clase social. El joven protagonista, Cabeza de Cobre, representa a todos sus compañeros, y su madre, María de los Ángeles, simboliza a todas las mujeres de las minas, a esas amas de casa que dignifican la lucha de emancipación desde el instante en que ellas, a diferencia de los hombres que contemplan silenciosos y taciturnos su tragedia, levantan los brazos por encima de sus cabezas y, enseñando los puños ebrias de coraje, claman: ¡Asesinos, asesinos!, ante la presencia, en el caso de este cuento, del ingeniero inglés, típico representante de la compañía imperialista, insensible ante el dolor humano.

En el desenlace del cuento, la madre del Cabeza de Cobre, que jamás dejó de cavilar en aquellas odiosas desigualdades humanas y en el peligro que implica el trabajo en el interior de la mina, se suicida lanzándose a un abismo, poco después de contemplar el cadáver de su hijo, quien es rescatado de un derrumbe acaecido en la galería de El Chiflón del Diablo; un final trágico que, sin duda, constituye una de las características que identifican a las novelas y los cuentos de ambiente minero.

Baldomero Lillo, haciendo gala de un estilo depurado, concede también a la naturaleza un papel principal en el cuento, consciente de que el contexto minero es un poderoso auxiliar literario, que da mayor realce a la miseria o tragedia humanas, aun a riesgo de contrastar con el conflicto que preocupa a los personajes; más todavía, la descripción de la naturaleza andina, en el estilo directo y sencillo de Lillo, se presenta como el implacable enemigo de los desamparados y, consiguientemente, como un protagonista inevitable del cuento.

REFLEXIONES DE UN ESCRITOR

1. El autor y la obra

El autor es su obra. A través de ella refleja su vida, lo que piensa y lo que siente. Cada uno de sus personajes es un fantasma que le brota desde el fondo del alma. El escritor, además de esconderse detrás de lo que escribe, está diseminado entre los personajes de su obra; ellos cargan a cuestas los pedacitos del autor, ellos son los portavoces de su fuero interno y ellos realizan las aventuras que concibe en la imaginación, aunque ninguno acabe siendo su retrato más perfecto. Basta leer una obra literaria para identificar al autor que se refugia detrás de las páginas impresas, pues los personajes literarios, como las obras de arte, son simples medios que canalizan los pensamientos y sentimientos de su creador.

La literatura, aun sin llegar a ser demasiado intimista, está revestida de la personalidad secreta del autor, quien habla con la voz prestada de sus personajes; de otro modo, el escritor estaría condenado a sobrevivir con toda la carga emocional e intelectual que le pesa en la vida y la conciencia. La literatura, en el fondo, es una suerte de válvula que permite airear los sueños y las pesadillas.

No es casual que el escritor, que crea una obra en sus instantes de mayor lucidez intelectual, obedezca a impulsos interiores y a la necesidad de expresarse mediante la palabra escrita, pues el mismo hecho de escribir constituye un acto que se desata desde la intimidad, con la esperanza de hacer ecos en el pensamiento y el corazón de quienes se identifican -consciente o inconscientemente- con las sensaciones y experiencias que le transmite el autor. Además, si la literatura es una forma de conocimiento, entonces debe tratarse de conocer al autor a través de su obra, penetrando en sus tinieblas, descubriendo sus sueños y fantasías. Ésta es la fuerza de la literatura, la fuerza de la ilusión, la fuerza del sueño. Ya que si el hombre es todavía capaz de alimentar sus ilusiones, si es todavía capaz de soñar, entonces es un hombre libre.

2. Las preferencias

De entrada, y sin perder fuerza ni autoridad moral, debo manifestar que no creo en los autores que escriben con trivialidad e indiferencia; por el contrario, prefiero la literatura que está escrita con pasión y hasta con dramatismo, y prefiero a los artesanos de la palabra escrita que crean sus obras impulsados por una necesidad vital; algunas veces, por subvertir el orden establecido por los poderes de dominación y, otras, porque no les queda más remedio que escribir para sobrevivir a su propia realidad.

No creo en la literatura por la literatura, en eso de que es lo mismo escribir sobre el filamento de un foco que escribir sobre las grandes pasiones humanas. Tampoco creo en los escritores a sueldo, en quienes se someten a los dictados de una corriente de moda y actúan como peones de la industria editorial, que convierte al escritor en un slogan de marketing para satisfacer la demanda de los consumidores y amasar jugosas ganancias a nombre de la literatura; prefiero a los autores que escriben sobre los temas que les dicta el corazón y en la literatura de quienes tienen un compromiso con su realidad y su tiempo.

3. Persecución y censura

Sé que la literatura es una forma artística que puede transgredir las normas establecidas en una sociedad desigual y competitiva, quizás por eso, las clases dominantes han intentado reducirla a un mero estetismo, pues temen que se convierta en un instrumento tan reivindicativo como es el púlpito o la tribuna parlamentaria. De ahí que las instituciones del Estado, casi en todas las épocas y lugares, han perseguido a los escritores que se han declarado partidarios de las fuerzas del cambio; sobre ellos se han dictado censuras y condenas de muerte, aunque la historia ha demostrado que las grandes creaciones literarias pertenecen, frecuentemente, a los sujetos que fueron rechazados por su actitud contestataria. No obstante, las grandes obras de nuestra civilización, que empezaron como obras marginales o subversivas, se han convertido, con el transcurso del tiempo, en el vivo testimonio de un pasado oscurantista y retrógrado, que censuraba la fantasía y la libertad de expresión del artista.

Asimismo, los poderes de dominación tienden a acallar a los escritores rebeldes y a cuantos se identifican con la causa de los desposeídos. La prensa burguesa se empeña, una y otra vez, en desconocer su existencia y en quebrantarles la cerviz. Los escritores que se niegan a ser escribanos de los dueños del poder, corren el riesgo de ser silenciados y, en consecuencia, marginados del debate y de las corrientes avaladas no sólo por las instituciones culturales, sino también por los regímenes de turno, que convierten a los escritores en una suerte de lacayos al servicio de sus intereses, anulando de este modo su independencia de crítica contra quienes, amparados por la ley del más fuerte y la impunidad, cometen atropellos de lesa humanidad.

4. El compromiso social

Estoy consciente de que la literatura no cambia el curso de la historia ni la conducta esencial del ser humano, ya que de poseer esta virtud, el mundo sería un paraíso y el hombre habría dejado de ser el lobo del hombre. Sin embargo, así la literatura no tenga el poder de transformar las bases estructurales de una sociedad decadente ni la conducta -casi siempre- desastrosa de la gente, al menos nos permite testimoniar las vicisitudes de nuestro medio y nuestro tiempo.

El escritor, como cualquier otro ciudadano preocupado por los acontecimientos políticos que sacuden los cimientos de la sociedad en que vivimos, no está eximido de asumir un compromiso social, sobre todo, cuando se vive en un mundo de vertiginosas transformaciones. El escritor no es ajeno a su realidad desde el instante en que intenta describir o explicar lo que sucede en su entorno y, por decir de otra manera, desde el instante en que trata de convertir en palabras todo lo que ve, oye o siente.

El escritor, impulsado por su gran sensibilidad social, es un individuo capaz de inclinarse instintivamente hacia las grandes causas humanas y ser consciente de las injusticias, y por mucho que viva como Don Quijote -el caballero de la triste figura, el loco soñador que luchaba contra los molinos de viento en defensa de sus nobles ideales- no abandona sus convicciones de justicia y libertad: libertad política frente a las tiranías, libertad de crítica frente al fanatismo de cualquier secta política o religiosa, libertad moral y exaltación de los derechos del corazón frente a los prejuicios sociales, sexuales y raciales, libertad de creación frente a los preceptos esquemáticos del pasado y el presente.

En la actualidad se discute con calor si es legítimo o no que el artista, como tal, se inhiba de tomar partido en las contiendas políticas e ideológicas. Los llamados defensores de el arte por el arte se enfrentan a los paladines del arte comprometido, arguyendo que el arte está al margen de la problemática social, sin considerar que el escritor, aun sin llegar a ser un personaje importante e influyente en la vida de la sociedad, es un individuo cuya obra está ligada a una época y a un contexto determinados. Por eso mismo, no existe escritor que esté enteramente desvinculado del acontecer sociopolítico de su tiempo y de su medio.

A lo largo del siglo XX han fracasado varias corrientes ideológicas y alternativas de gobierno. Empero, no entiendo por qué el fracaso de ciertas ideologías totalitarias tenga que ser un obstáculo para asumir un compromiso con el destino de los desposeídos y, en concreto, de los pueblos que requieren del concurso de quienes se consideran trabajadores de la cultura.

En lo que a mí respecta, no tengo ningún motivo, ni interno ni externo, para renunciar a mis principios ideológicos ni dejar de sentirme un escritor comprometido con la causa de los marginados. Yo escucho el eco de mi conciencia y sigo los pasos de mi corazón, pues a estas alturas de la historia no es lo mismo ser que no ser. Es decir, prefiero tomar partido por quienes están abajo y hacer que mi literatura, aun no siendo tan magnífica como la de Homero, Cervantes o Shakespeare, sea un modesto aporte en el ámbito social, un modo de comunicar mis pensamientos y sentimientos al mayor número de lectores. Sé que no es tarea fácil, pero tampoco imposible.

5. Entre la soledad y el romanticismo

Creo que desde muy joven me sentí atraído intuitivamente por la vida de los personajes que son distintos a los demás. No es extraño que sienta un respeto profundo por la personalidad de Greta Garbo, quien vivió y murió rodeada por una aureola de misterio que constituyó la constante de su vida. La Diva nos enseñó que el silencio, a veces, tiene más palabras que el discurso sobre el silencio; más todavía, siempre me imaginé que los escritores solitarios son diferentes a los demás, incluso en su forma de hablar, caminar, sentarse y beberse una copa de trago, ya que tanto el estilo de sus vidas como sus obras exaltan la soledad y el laberinto sin salidas, donde habitan los seres destinados a vivir entre las brumas del olvido, alejados de una sociedad hecha a golpes de espectáculo y publicidad.

Admiro a los escritores periféricos que, además de poseer el coraje de quitarse los chalecos de fuerza que les impone su entorno social, toman el camino de la soledad, quizás porque les resulta más cómodo o, simple y llanamente, porque padecen de la fobia de ágora, pues incluso al final de sus vidas deciden enfrentarse a la muerte como caballeros solitarios, y, aunque algunos de ellos no dejan ni siquiera un testamento para la posteridad, prefieren que hasta su entierro sea un acto absolutamente privado, sin discursos ni ceremonias a su memoria.

Cómo no admirar la vida y obra, entre otros, de Kafka, Joyce, Vallejo, Pessoa, Onetti, Rulfo y Saenz, si fueron seres que escribían al margen de los dictados literarios de su época y hasta poseían una personalidad distinta a la de sus contemporáneos. No cabe duda, eran seres que vivían obsesionados por el silencio y el olvido; eran tímidos, introvertidos y muy poco dados a la espectacularidad. Y, sin embargo, nunca los consideré seres asociales; por el contrario, los imaginaba solitarios y solidarios a la vez, ya que el hecho de llevar una vida retraída y dedicada al quehacer literario no implica estar incapacitado para interpretar el dilema del hombre moderno: la elección entre la libertad y la esclavitud, la tristeza y la alegría, el odio y el amor, el deseo y el deber.

No es casual que, en mis horas de soledad y silencio, me identifique con el espíritu romántico del siglo XIX, con esa suerte de tristeza, melancolía, ansiedad y nostalgia, entre otras cosas, porque no estoy de acuerdo con una sociedad injusta y competitiva, cuya rigidez y convencionalismos hacen que resulte, si acaso no imposible, difícil vivir inmerso en ella; mas no por esto el escritor deja de ser un hombre intrépido cuya vida es, unas veces, una constante lucha con el mundo que le rodea y, otras, con la realidad conmovedora de su mundo interior.

En cualquier caso, no tengo nada que reprocharles ni cuestionarles a los escritores románticos; por el contrario, admiro su gran desprendimiento de amor y rebeldía, ese desasosiego constante que expresa la fuerza de su tristeza y su hondo sentimiento de soledad, como en el caso de Keats, Bécquer y Lord Byron, éste último, un romántico por excelencia, cuya personalidad rebelde e impetuosa influyó decisivamente en los escritores modernos; primero, porque su obra expresa lo que sentía su corazón -casi siempre emocionado por el soplo del amor- y, segundo, porque su vida era el reflejo de su forma de combatir contra todo lo que se tiene por verdad inmutable en el terreno de la creación artística.

Sé de sobra que el romanticismo es una actitud ante la vida, un modo de ser y de actuar en la sociedad, no sólo porque este tipo de escritor sea un hombre solitario y silencioso al que arrastra un destino fatal, sino también porque en la profundidad de su personalidad, como en el de sus personajes literarios, se esconde un hombre generoso y tierno, que sueña en el amor y la libertad, aunque la tristeza y decepción lo llevan a buscar el aislamiento y la soledad, donde la naturaleza, en el mejor de los casos, resulta ser su única amiga y confidente. Por eso mismo, siendo la soledad una de las piedras de toque de esta corriente literaria, no es raro que el romántico vea reflejada la melancolía de su espíritu a la hora del ocaso, en la hojarasca del otoño, en la desolación de la luna y en los cielos constelados de la noche. Ya se sabe que unos sucumbieron en el campo de batalla, otros en duelo, algunos se suicidaron y unos pocos enloquecieron. Pero ninguno se arrepintió de lo que hizo. Cada cual asumió con responsabilidad sus actos, quizás porque vivían enamorados de la muerte y creían en la paz de la soledad y los sepulcros.

6. La libertad de creación

Rechazo las escuelas literarias, las reglas a las que debe someterse la obra literaria, y propugno el vuelo libre de la fantasía, dejando que las ideas se desplieguen contra toda clase de tiranía personal o literaria; más todavía, si la crítica del arte y la literatura están sujetas a los lineamientos trazados por las superestructuras del poder. Ya manifesté que prefiero a los escritores que escriben a espaldas de las corrientes literarias de moda y los dictados de una casa editorial. Estoy convencido de que el verdadero escritor no escribe tanto sobre los temas que le solicitan, sino sobre los temas que eligen a su escritor. De modo que todo artesano de la palabra escrita, cuya fantasía no puede estar sometida a las normas dictadas por las modas literarias, debe darle rienda suelta a su capacidad creativa, ejerciendo su vocación con absoluta libertad, lejos de las cadenas políticas o religiosas que intentan atar sus pensamientos y sentimientos. El escritor, sin obedecer a normas ajenas a su personalidad, debe escribir a partir de su propia convicción y cosmovisión, sin que por esto se sienta el ombligo del mundo.

El escritor es libre de manipular con los recursos de la imaginación y el lenguaje. En este contexto, y sin necesidad de cuestionar los postulados del realismo social, es tan literatura lo que hace Uslar Pietri, quien se siente particularmente atraídos por la figura del dictador, que las novelas del llamado realismo mágico de García Márquez o cualquiera de las obras experimentales de Julio Cortázar. De ahí que la afirmación de que un escritor que separa su vida de su obra sea un mal escritor, apenas es una verdad a medias, pues la literatura es un territorio libre, donde todos tienen la opción de exponer a los santo-demonios de su imaginación; eso sí, sin dejar de obedecer los dictados del corazón, que, al fin y al cabo, es el único juez capaz de decidir lo que está bien y lo que está mal.

Estoy convencido de que el verdadero escritor, sin dejar de preocuparse por los problemas que aquejan a la colectividad, es un ser que habla en primera persona, no tanto por egocentrismo -o egolatría- como por exponer a trasluz las razones y sinrazones de su fuero interno, sin que por esto se levanten barreras entre la expresión íntima del autor y la expresión del sentimiento colectivo.

Ahora bien, si a esta forma de escribir se denomina intimista, entonces qué se dirá de los escritores como Dostoievski, Kafka, Proust o Joyce, cuyas obras son consideradas cumbres en la literatura universal. Pienso, sinceramente, que sin esa vivencia personal, sin ese testimonio existencial, no hubiese sido posible la existencia de estos escritores, cuya lucidez intelectual los llevo a reflejar, mejor que nadie, la realidad conmovedora de su medio y su tiempo.