miércoles, 8 de septiembre de 2010


VAN GOGH

–¡Tu oreja! ¿Dónde está tu oreja? –gritó el tabernero, asustado, impresionado.

–Me la corté de un tajo...

–Y ahora, ¿cómo terminarás de pintar tu autorretrato?

–Con una venda en la herida, como si tuviera un maldito dolor de muelas.

El tabernero lo miró compasivo, como quien intenta comprender una vida marcada por la angustia existencial, hasta que de pronto, a modo de reconfortarle los ánimos, le dijo:

–De seguro que ahora se venderán tus cuadros en la galería de tu hermano Théo.

–No lo creo –suspiró Van Gogh, envuelto en un manto de melancolía–. A estas alturas de mi vida, nada ni nadie puede mejorar el estilo de mi arte; ni el comer pintura amarilla, ni la sangre derramada, ni las raciones de alcohol, ni los vómitos y mucho menos los consejos de Gauguin, quien se metió en la cama con la misma puta que un día antes me prometió su amor.

–¿Y qué piensas hacer? –preguntó el tabernero.

Van Gogh, presa de una honda depresión, pensó un instante. Vació la última copa de un trago y contestó:

–Me pegaré un tiro y me iré al más allá, en las vibraciones cromáticas de un cuadro de girasoles.

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Autorretrato. Óleo pintado entre 1887-1888

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