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viernes, 20 de octubre de 2023

EN LA CASA DE UN ESCRITOR PERUANO

El escritor peruano Roberto Rosario Vidal, contra toda opinión y pronóstico, construyó una hermosa casa al pie de un escarpado cerro, en un terreno que nadie apreciaba en el pasado y que él pagó un precio que, por entonces, no le sacó un ojo de la cara, sino una magnífica idea, como eso de construir una residencia donde cupieran todas las aventuras de su imaginación.

Mi casa se hizo a golpes de paciencia y dedicación, me dijo, mientras el conductor venezolano nos miraba, de tanto en tanto, a través del espejo retrovisor. Roberto se reacomodó en el asiento del auto, señaló con el dedo hacia un cerro y, sonriéndose de sus propias ocurrencias, añadió que ahí estaba su casa, el laboratorio de sus creaciones literarias y el refugio donde se recluía para leer y escribir todo cuanto caía en sus manos y en su mente.

Entretanto el auto recorría, entre semáforos y trancaderas, por una amplia avenida cuyo nombre no recuerdo, él me refería algunas experiencias de su vida como funcionario público del Ministerio de Educación en Desarrollo Comunal; lo que le permitió peregrinar por las provincias y distritos de los departamentos de Lima, Ica y Ayacucho, capacitando a los profesionales del magisterio, pero, eso sí, sin dejar de mencionarme los episodios más cómicos y escabrosos que recreó en algunas de las páginas de sus libros que, sin ser enteramente autobiográficos, son testimonios vividos en primera persona y vivencias experimentadas en carne propia.

La casa está ubicada en las afueras de Lima, allí donde ahora creció una urbanización cosmopolita, con todos los servicios básicos, edificios modernos, escuelas y hasta una universidad; lo suficiente como para intuir que esta barriada periférica será, en poco tiempo más, otra de las zonas residenciales de la capital peruana.

Cuando nos apeamos del auto y nos despedimos del conductor, quien dejó su Venezuela natal para instalarse en Lima con ganas de triunfar a puro pulso, entramos en la casa y cruzamos el living. Roberto se me adelantó un poco y me condujo hacia un patio lleno de árboles y plantas. Miré en derredor, una y otra vez, imaginándome que la construcción no pudo haber sido nada fácil debido a la especial topografía del cerro, que él aplanó con pico, pala y carretilla, para luego construir su nidito familiar casi a su imagen y semejanza, con el asesoramiento de su esposa y el visto bueno de sus hijos. Levantó las habitaciones con amplias ventanas, arborizó el patio y sembró plantas variopintas. En la ladera del cerro, construyó una cascada artificial, con aguas que parecen brotar de las rocas, precipitándose hacia una pequeña fuente que él se ingenió como si formara parte de uno de sus cuentos o novelas de ambiente minero.


Sin embargo, lo que más llamó mi atención fue la perforación que hizo entre las rocas del cerro, con la ilusión de convertirla en una suerte de socavón natural, como quien ha trabajado toda una vida en las cuencas mineras del Perú y que, una vez jubilado tras los años idos y la misión cumplida, no se resigna a perder la costumbre de internarse en una bocamina. No en vano, entre 1989 y 2009, trabajó como consultor en gestión de recursos humanos, iniciando su largo periplo por diversas empresas mineras: Minas San Vicente (Chanchamayo), Quiruvilca, San Simón, Sayapuyo y Cascaminas (La Libertad), Chungar (Cerro de Pasco), Casapalca y San Juan (Lima), Catalina Huanca (Ayacucho). Producto de esta experiencia son los cuentos y las novelas en las que describe la cruda realidad social y económica de los mineros y sus familias.

La mina personal de Roberto Rosario Vidal, como todas las minas del mundo, tiene características y nombre propios. Se llama Mina Bonita, Nivel 435, y está ornamentada con cerámicas incaicas, lámparas, guardatojos y una serie de herramientas que recuerdan al laboreo minero de la época colonial y republicana. Todas las piezas dan la sensación de haber sido recolectadas como reliquias de alto valor histórico y sentimental.

A la pregunta: ¿Por qué esta obsesión de abrir una mina en tu propia casa? La respuesta es única y concluyente: Porque quería tener, aunque sea de manera simbólica, una mina en el patio de mi casa. Además, el cerro me permitió darme este gustito y realizar mi sueño. Entendí, asimismo, que no tuvo que trabajar mucho en su construcción, debido a que el socavón se abrió casi solo en la falda del cerro, cerca de las habitaciones que parecen empotradas en la roca viva y dura.

No salía de mi asombro al constatar que esta casa, arrimada al pie del cerro y con una mina de yapa, era única por su enorme biblioteca, flanqueada por cuadros, cerámicas, pinturas originales, diplomas, pergaminos y medallas, que este escritor acumuló desde su juventud, desde que decidió dedicar su alma e imaginación a los niños y adolescentes peruanos. Las medallas, que lucen dentro de una vitrina contigua al escritorio, le concedieron en diferentes eventos literarios tanto dentro como fuera de su país. Para él son como los trofeos que exhiben los deportistas, convencido de que su esfuerzo no fue en vano y que valió la pena desde todo punto de vista.

Otro detalle. En la entrada a la Mina Bonita, Nivel 435, está la estatuilla del Muki, con aspecto de gnomo o duendecillo orejón, pero no se siente la presencia del Chinchilico, ese ser demoniaco que también merodea a los trabajadores en los socavones del Perú, quizás porque todavía no hay un artista que lo tallara en roca mineralizada o lo esculpiera en greda. Sin embargo, nuestro anfitrión sabe que, más temprano que tarde, el Chinchilico ocupará, con impactante omnipresencia  y legítimo derecho, el lugar que le corresponde en esta casa de singular arquitectura.

La Mina Bonita, Nivel 435, de Roberto Rosario Vidal (Lima, 1948), es una más de sus fantasías hecha realidad, o, al menos, un escenario que permite situarse en una bocamina abierta como el bostezo del Muki, personaje fantástico de la mitología minera peruana, dueño de las riquezas minerales y ser tutelar de los trabajadores, a quienes, a veces, les juega bromas pesadas y les causa espanto escondiéndose entre los pliegues de las rocas y cubriéndose con el oscuro manto de las galerías.

Este escritor del cuento Lámpara de minero (2007), las novelas Volcán de viento (2008) y Pique Esperanza. Volcán de fuego (2018), es, sin duda alguna, uno de los firmes representantes de la literatura minera peruana, tanto así que, en 2021, no dudé en elaborar a cuatro manos la antología La narrativa minera peruano-boliviano, con los textos de una serie de autores de ambos países, con la plena seguridad de que este compendio sería la confirmación de una gran amistad y un trabajo mancomunado que iría reafirmándose con el paso del tiempo.

El escritor peruano, peruanísimo, es un excelente anfitrión y un sincero amigo de los verdaderos amigos. No escatima esfuerzos en enseñar los sitios más emblemáticos de su ciudad natal ni en deshacerse en atenciones. Cualquiera que esté en compañía de este ser de palabras andantes e infinitas anécdotas, como quien está en compañía de un buen libro, tendrá siempre la sensación de que los minutos compartidos son de gran provecho y que de ellos no quedará más que un grato recuerdo, iluminándose con luz propia en la mente y el corazón.  

 

lunes, 2 de agosto de 2021

 

CONFESIONES DE UN LECTOR DE LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

Les cuento que durante mucho tiempo me dediqué a escribir sobre el maravilloso mundo de la literatura infantil y juvenil, no solo porque soy escritor, sino también profesor. Cuando me encontraba en Europa, donde viví por más de 34 años, dirigí talleres de literatura para niños y jóvenes, con la idea de demostrarles a los chicos y grandes que cualquiera podía llegar a ser escritor de cuentos y poemas. De esos talleres resultó el libro Cuentos de jóvenes y niños latinoamericanos en Suecia (1983), que se publicó en Estocolmo y se usó como material de apoyo en la enseñanza del español como idioma materno en algunas escuelas suecas.


Años más tarde, motivado por el hermoso cuento Tormenta en los Andes, escrito por Walter Guevara Arze, quien fue presidente de Bolivia en 1979, decidí elaborar una antología de cuentos bolivianos en los cuales los protagonistas principales fuesen niñas y niños bolivianos. Reuní a 34 de los mejores escritores de entonces y publiqué el libro: El niño en el cuento boliviano (1999), que tuvo muy buena recepción y positivos comentarios en la prensa. Los escritores quedaron felices al saber que sus cuentos se leerían dentro y fuera de Bolivia, y yo, como se imaginarán, tenía el corazón latiéndome como cuando se termina de jugar un partido de fútbol o se ha saltado por mucho tiempo con una cuerda. 

Pero como mi interés por la literatura destinada a los niños y jóvenes seguía creciendo y creciendo como la espuma, no pude resistir la tentación de escribir un libro teórico sobre las condiciones fundamentales que deben reunir los libros que los escritores e ilustradores elaboran con esmero para los pequeños lectores. De esa inquietud, por demás necesaria y apasionante, surgió el ensayo: Literatura Infantil. Lenguaje y fantasía, que ya tiene varias ediciones desde el año 2003. En ese libro quise explicarles a los profesores, padres de familia y a todos quienes trabajan con los niños y adolescentes, lo importante que es la literatura infantil y juvenil para incentivar el hábito de la lectura, pero también para estimular y desarrollar la fantasía, el lenguaje, la inteligencia y la personalidad de los individuos desde su más tierna edad.

Aunque yo vivía en una población minera del norte de Potosí, donde los niños y adolescentes no podíamos disfrutar de la literatura infantil y juvenil, por la falta de bibliotecas escolares y porque casi nadie tenía este tipo de libros en sus hogares, tuve la posibilidad de hacerme de varias revistas de serie que, de alguna manera, me abrieron las puertas de ese fascinante universo donde las historietas estaban ilustradas con imágenes a todo color. Desde luego que esas revistas no correspondían al género de la literaturas infantil y juvenil, pero ocupaban el tiempo libre de los niños y jóvenes, entreteniéndonos en los horrorosos momentos de soledad y aburrimiento.

Desde que aprendí a leer y escribir con la ayuda del libro de texto Alborada, de las profesoras Albertina Condarco de Duchen y Laura Condarco De la Quintana, estaba ya listo para leer otros libros que fuesen de mi interés y no del interés de mis padres ni profesores, pero, por mucho que las buscaba en los anaqueles de la biblioteca pública de la Alcaldía de Llallagua y en la biblioteca del colegio nocturno Primero de Mayo, no las encontraba por ningún lado, como si estuviese buscando una aguja en un pajar. Cuando empecé la educación secundaria, como todo adolescente que termina de cruzar el umbral de la pubertad, tenía las esperanzas de acceder a la literatura que, por razones inherentes a la trágica realidad de los centros mineros, se me había privado en la infancia. Mas pronto me di cuenta de que estaba equivocado, ya que mis profesores de lenguaje y literatura, en lugar de proporcionarme los libros de aventuras de Emilio Salgari, Robert Louis Stevenson o Julio Verne, me dieron a leer libros de la llamada literatura clásica, como El cantar de Mío Cid de autor anónimo, Don Quijote de la Mancha de Cervantes, la Ilíada y La Odisea de Homero; libros escritos de manera abigarrada, con un lenguaje complejo para mi escaso vocabulario y desarrollo lingüístico, con episodios contextualizados en épocas pretéritas de la historia europea y personajes ajenos a mi entorno sociocultural.

A estos libros impuestos por los expertos en literatura, se sumaban las obras de algunos autores hispanoamericanos que, a la hora de pergeñar sus obras, no pensaron en crear una literatura para los adolescentes y mucho menos en satisfacer las expectativas de un joven lector. De modo que esas tediosas lecturas del colegio, que más parecían un castigo dentro del sistema educativo, no estimulaban el hábito de lectura ni potenciaban el afán por seguir explorando en los territorios de la palabra escrita, tras la búsqueda de los cofres donde reposaban las auténticas joyas de una literatura bien lograda en la forma y el contenido.

Entonces, como no tuve una niñez y una adolescencia rodeada de libros de literatura infantil y juvenil, llegué a la edad adulta sin haber leído los cuentos ni los poemas de los escritores/as que dedicaron su tiempo y talento a los niños y jóvenes bolivianos. Quizás debido a eso, tuve que volver a mi pasado para leer y conocer a los autores/as que, desde las décadas de los años 30 y 40 de la pasada centuria, escribieron obras destinadas a los niños y jóvenes de esta patria multilingüe y pluricultural. Leí sus obras con la misma curiosidad y pasión de quien descubre un mundo desconocido y, como envuelto en un halo de alucinación, me nació el deseo de presentar en un libro, estructurado en orden cronológico, un pedazo de la vida y obra de 15 precursores de la literatura infantil y juvenil boliviana (2021), sin otro motivo que dar a conocer lo que es poco conocido y hasta desconocido, y sin otra intención que compartir con otros lectores el interés por conocer primero lo nuestro, antes de cruzar las fronteras nacionales y echarnos a recorrer por los senderos de la literatura universal.

Ahora que he escudriñado en los recovecos de las bibliotecas públicas y privadas, donde encontré incluso varios libros cubiertos de polvo y olvido, me deslumbré con la presencia de tantos autores/as que nos hablan desde las páginas impresas de sus obras y, acaso sin darme cuenta, me propuse seguir escribiendo en torno a la literatura infantil y juvenil boliviana que, como es bien sabido por todos, se despojó de su traje de Cenicienta del siglo pasado para convertirse en la apreciada princesa del presente siglo, cuyas condiciones sociales, económicas y culturales son más favorables para los niños y jóvenes, quienes se constituyen en los pilares vitales de una sociedad donde los libros, además de ser instrumentos de formación y comunicación, son, algunas veces, como casas habitadas por los personajes de la vida real y, otras veces, son como castillos de fantasía habitadas por las criaturas de la imaginación.

Mis indagaciones sobre la literatura infantil y juvenil boliviana, desde que me establecí en la cuna de mi nacimiento, me han dado muchas satisfacciones, permitiéndome entablar amistad con varios de los escritores/as que se dedican con genuina vocación a crear obras dedicadas a los lectores que necesitan alimentar su espíritu con historias protagonizadas por personajes que, de un modo consciente o inconsciente, reflejan su propio fuero interno, compuesto por un puñado de realidades y otro puñado de fantasías, debido a tanto los niños, a diferencia de los adultos, no tienen un pensamiento enteramente lógico y hacen suyas las obras donde los argumentos y personajes se mueven en la sutil frontera donde termina la realidad y comienza la ficción. 

Aquí es necesario reconocer que yo mismo, en mi condición de narrador, nunca escribí un solo libro para niños, consciente de que no cualquiera puede crear una obra que despierte el interés de los lectores, con personajes que tengan vida propia y una temática que sea de su entero agrado, pues una cosa es escribir cualquier folletín a nombre de literatura infantil y otra muy distinta escribir un cuento, novela o poema, concebido desde la perspectiva de los niños y jóvenes, quienes, aparte de no aceptar que un autor/a les meta gato por libre, son los mejores jueces para tirar por los aires un libro que no les gusta, por mucho de que esté lujosamente empastado y cuente con el aval de los críticos literarios. Lo que los niños y jóvenes necesitan son libros cuyos personajes respiren junto a ellos y cuyos argumentos les toquen las fibras más sensibles de su personalidad, con una fuerza natural que haga ecos por mucho tiempo en el crisol de su memoria.

La literatura infantil y juvenil, lejos de transmitir normas de comportamiento moral y conocimientos científicos, es un instrumento que sirve para despertar la capacidad creativa de los lectores, para estimular el hábito de la lectura y para meterlos en una suerte de capsula fantástica donde el tiempo y el espacio real desaparecen, para dar paso a otros seres y otras constelaciones que tienen su propio tiempo y espacio. Si los niños logran escaparse de su realidad inmediata a través de la lectura de un libro, cuya historia tiene la fuerza de mantenerlos en un estado parecido al ensueño, entonces debe deducirse que el autor/a ha logrado consumar su principal objetivo, que consiste en hacer que los lectores se zambullan en un mar de letras, que hagan suyas las historias que se les cuenta y, en el mejor de los casos, que sean cómplices de las aventuras de la imaginación del artista de la palabra escrita.  

Ahora bien, mientras la vida me mantenga vivo, no dejaré de leer libros de literatura infantil y juvenil, sobre todo ahora que estoy fregado por haberme adentrado en las obras de los autores/as contemporáneos de Bolivia, donde se nota el florecimiento en los jardines de una de las literaturas que, durante muchísimo tiempo, parecía haberse congelado como un tempano de hielo en medio de un frígido invierno, provocado por la falta de mejores políticas culturales de parte de las instancias dependientes del Estado y de los actores implicados en la producción, promoción y planificación de lectura de los libros que dan tantas satisfacciones sin pedir nada a cambio.

Es cierto que soy una persona adulta, que me hace viejo solo en apariencia, pero eso no es un obstáculo para que siga leyendo libros de literatura infantil y juvenil, como quien busca refugiarse de los problemas de los mayores en las obras que encandilan la razón -y la sinrazón-, con palabras que tejen historias tanto reales como ficticias. Y si alguien me preguntara por qué sigo leyendo libros escritos para niños y jóvenes, no dudaría en confesarles mi secreto: aunque soy una persona adulta, sigo siendo niño y joven por dentro, por eso me encanta maravillarme leyendo los mismos libros que otros leen a hurtadillas y porque tengo un vivo interés por conocer a los autores/as que nos han dedicado sus libros con inconmensurable pasión y cariño.

La literatura infantil y juvenil, en realidad, no conoce edades; su único propósito es entretener a los lectores que, aun siendo viejos, no han dejado de ser niños en el fondo de su alma. De ahí que cuando los padres leen para sus hijos cuentos de hadas a la hora de dormir, no hacen otra cosas que revivir los años de su propia infancia, cuando también a ellos les leían sus padres, sentados o recostados en la cama, cuentos que les iluminaban la imaginación y los transportaban a otras dimensiones donde era posible que una flor hable, un árbol camine y un río cante; o esos otros cuentos fabulosos de la tradición oral en los que un sapo podía convertirse, con un solo beso, en un hermoso príncipe, o una niña pobre podía trocarse, gracias a la varita mágica del hada madrina, en una bella y afortunada princesa.

Por último, cabe recordarles a mis compañeros de ruta, a quienes reman en la misma dirección, que todo lo que se haga a favor de la literatura infantil y juvenil, tanto dentro como fuera del país, será siempre un acto loable y una acción que ayudará a comprender que los libros no siempre son medios para impartir conocimientos científicos, sino cajitas mágicas, de ilusiones y sorpresas, donde los argumentos y personajes cobran vida mediante el arte de la palabra escrita, y que la lectura en las unidades educativas no puede -ni debe- ser una tarea forzada, sino una actividad de relajamiento y felicidad, similar a un espacio lúdico donde no tienen lugar el aburrimiento ni la obligación.


sábado, 10 de julio de 2021

 

LA CALLE DONDE MUEREN LOS VALIENTES

Cuando era niño vivía con mis abuelos, cuya casa estaba ubicada al fondo de un callejón sin salida que, en realidad, era un apéndice de la calle Modesto Omiste, más conocida por los pobladores como la calle donde mueren los valientes, debido a la cantidad de trifulcas, a veces con funestos desenlaces, protagonizadas por los parroquianos que asistían a las chicherías que abundaban en esta calle, que se extendía desde la entonces Plaza 10 de Noviembre (actual Plaza de Armas), donde está emplazado el edificio de la municipalidad de Llallagua, hasta la entonces Plaza Nueva (actual Mercado Central), donde los niños nos dábamos cita para jugar.

Lo que no sabía por entonces era el porqué le pusieron el nombre de Modesto Omiste a la calle, mal empedrada y con subidas y bajadas, con casas de adobe y techos de calamina o paja brava. Lo único que sabía era que el callejón sin salida, donde estaba la casa de mis abuelos, antes fue un basural por donde cruzaba un río que, en épocas de aguacero, arrastraba todo lo que encontraba a su paso. En este mismo lugar, donde abundaban perros, gatos y cerdos, las personas hacían sus necesidades y echaban los cubos de basura.

Mi abuelo compró esos terrenos baldíos, levantó un poteo con piedras labradas sobre el río y ahí mismo mandó construir su casa, con una hilera de cuartos alrededor del patio y un jardín incluidos. Yo jugaba con los niños de la vecindad y no era raro que llegáramos, empujando una tapa-corona con el trompo, hasta la calle Omiste, donde estaban las chicherías que expendían el néctar de los incas, la bebida alcohólica elaborada a base de maíz, que se fermentaba en tinajas de gran tamaño y que las cholitas Akhabanderas (chicheras con banderines blancos en la mano) ofrecían en tutumas a los parroquianos, quienes, al caer la tarde y armados con charangos y guitarras, se metían a cantar y bailar, mientras consumían las jarras llenas del amarillo brebaje, que los tumbaba como sacos de papas o les despertaba sus instintos agresivos, que casi siempre terminaba en gritos, insultos y, como ustedes se imaginarán, en un remolino de patadas y puñetes. 

A altas horas de la noche, la calle parecía una olla de grillos y, poco después, un hervidero de vozarrones de borrachos y chillidos de mujeres, que no dejaban conciliar el sueño de los vecinos, sino hasta que despuntaba el alba con el canto de los gallos. Al nacer un nuevo día, las puertas de las chicherías estaban cerradas por dentro y las cholitas no estaban ya invitando a pasar al local para servirse la bebida disponible hasta que el cuerpo y el bolsillo aguanten, pero apenas la gente ganaba la calle, se sabía que alguien había perdido la vida en la trifulca y que en el empedrado había un reguero de sangre. De modo que la famosa calle Omiste, mejor conocida como la calle donde mueren los valientes, era una suerte de zona roja, que durante el día estaba poblada por vecinos que llevaban una vida normal, pero al precipitarse la noche, sobre todo los fines de semana, se convertía en un pequeño infierno, donde imperaba la fuerza del más fuerte, el desenfreno amoroso y la borrachera sin control.

Los niños vivíamos felices en esta calle que, vista desde la parte baja y desde la perspectiva de un infante, parecía un tobogán hecho de tierra, polvo y piedra. Jugábamos en las aceras y la calzada, haga frío o haga calor, con cachinas, cuerdas, trompos y pelotas de goma, a falta de un parque de diversiones y jardines infantiles. Ahora solo falta saber qué fue de todos esos niños, qué rumbos tomaron y qué otras calles poblaron; pero, sobre todo, me pregunto si acaso ellos se acuerdan, como yo lo hago aquí y ahora, de las aventuras que compartíamos en la calle Omiste o, como nosotros la llamábamos, la calle donde mueren los valientes.

Cierto día, mientras repasaba las aventuras y desventuras de mi infancia, volví a preguntarme por qué las autoridades ediles bautizaron con el nombre de Modesto Omiste una de las principales arterias de la población de Llallagua, que desde principios del siglo XX respiraba y se mantenía activa gracias a la Empresa Minera Catavi, que contaba con miles de obreros que trabajaban en interior y exterior mina, las 24 horas del día y los siete días de la semana.

Decidido a despejar mis dudas, como quien está picado por su propia curiosidad, me puse a navegar en las redes de Internet para averiguar más datos sobre la vida y obra de Modesto Omiste, quien, por diversas razones inherentes a su actividad pedagógica, política y literaria, era digno de ser imitado y admirado no solo por sus coterráneos, sino también por los niños y jóvenes de Bolivia, que necesita de hombres y mujeres que vivan para servir al país y no para servirse de él.

Lo que por mucho tiempo no supe era que el nombre de la calle, instituida por ordenanza municipal y votación unánime, era en reconocimiento a la amplia labor cultural del prestigioso escritor Modesto Omiste Tinajeros, cuyo nombre fue puesto sucesivamente a varias instituciones educativas, calles y a una de las dieciséis provincias del departamento de Potosí, con su capital Villazón, creada por Ley del 18 de septiembre de 1958.

Tampoco sabía que este honorable potosino, nacido 6 de junio de 1840 y fallecido el 16 de abril de 1898, fue escritor, periodista, abogado, político, diplomático e historiador; menos aún que fue un excelso educador desde su juventud y que se preocupó por mejorar el sistema educativo nacional, defendiendo el derecho a la enseñanza primaria pública gratuita, tanto para las niñas como para los niños bolivianos. No en vano algunos de sus colegas lo llamaron El Sarmiento Boliviano por su consagración a la educación libre en todos sus grados, y por la influencia que tuvo en la Ley de Libertad de Enseñanza aprobada el 22 de noviembre de 1872; más todavía, en honor y homenaje a Modesto Omiste, el presidente Bautista Saavedra anunció, en 1924, que el Día del maestro se celebraría en la fecha de su nacimiento, el 6 de junio de todos los años.

Durante su amplia actividad pública y política, fue prefecto, diputado, embajador en Estados Unidos, fundador del Partido Liberal y opositor del gobierno de Mariano Melgarejo, quien lo desterró por considerarlo su enemigo principal. Como periodista y escritor, fundó el periódico El Tiempo, que se publicaba en la imprenta que él mismo importó de Pensilvania; razón por la que se lo consideró precursor del periodismo nacional. En la misma imprenta de El Tiempo se editaron los libros que él tradujo del inglés y del francés, y cuya distribución fue gratuita en las escuelas municipales de Potosí.

Este escritor de lentes ovalados, patillas y bigotes largos, papada pronunciada y entrado en carnes, fue una personalidad respetada y admirada en la Villa Imperial de Potosí, donde rescató y recreó las tradiciones, historias y modus vivendi de sus pobladores en sus crónicas, que fueron escritas con sapiencia y pluma bien afilada. Su obra literaria, compuesta por Crónicas potosinas (4 v., 1893-1896); Caracas, cuna del Libertador (1889); Monografía del departamento de Potosí (1892); Historia de Potosí 1811 y 1812 (1893); Historia de Bolivia (1897) y Obras escogidas (2 v., 1941), fue ampliamente difundida en su ciudad natal y, con el correr de los años, pasó a formar parte de la selecta bibliografía del patrimonio histórico, político y cultural de la nación boliviana.

Sin embargo, a pesar de su imponente trayectoria, lo más probable es que en mi infancia, ninguno de los vecinos de la calle donde mueren los valientes, atestada de chicherías y escenario de peleas a puño limpio, sabía quién era Modesto Omiste y menos aún que alguno de ellos hubiese leído los libros del ilustre desconocido para la mayoría de los llallagueños, quienes no eran los más letrados ni ilustrados a mediados del siglo XX.

Al final de mis indagaciones, me quedé más convencido de que la calle Omiste, en cuyo callejón sin salida estaba situada la casa de mis abuelos, era una de las calles más conocidas de Llallagua, porque en ella habitaban también artesanos de los más diversos oficios, como los sombrereros, zapateros, carpinteros, sastres, phasankhalleros y panaderos. Asimismo, era la calle donde vivían algunos importantes dirigentes sindicales como César Lora, de quien, a mediados de los años 1960, se decía que organizó, desde la clandestinidad, el jukeo con un grupo de personas desocupadas y otro grupo de mineros que fueron despedidos, acusados de subversivos y agitadores comunistas, por la dictadura militar de René Barrientos, y que con una parte de las ganancias de la venta de los minerales extraídos ilegalmente de la mina, se adquirió una volqueta roja que solía estar aparcada en la puerta de la casa de mis abuelos. Además, se decía que con el dinero del jukeo se compró varias armas de fuego, con la intención de organizar las milicias obreras y emprender la revolución proletaria.

En esta zona céntrica de la población no faltaban los profesionales dedicados a la abogacía, la educación y el comercio informal. Eso sí, lo que menos faltaba en la calle Omiste, más mentada como la calle donde mueren los valientes, eran los locales que expendían bebidas espirituosas a los parroquianos que se daban cita para ahogar sus penas en los brazos de las hermosas akha banderitas (chicheras con banderines blancos), quienes provenían de las provincias del norte de Potosí, con la ilusión de conseguir un trabajo digno y mejorar su condición de vida en una población minera, donde las chicherías se parecían a la casa del jabonero, donde el que no caía… 

Desde los años de mi infancia transcurrieron varias décadas, pero la calle Modesto Omiste, como detenida en una imagen fotográfica, no cambió demasiado desde que fue bautizada con el nombre del célebre cronista y político potosino; las casas continúan conservando su arquitectura original y los vecinos, convertidos en su mayoría en pequeños tenderos, siguen viviendo como en el pasado. Lo único que ha cambiado es el empedrado de la calle, que ahora tiene adoquines, y la Plaza Nueva, en la parte final y superior de la calle, que ahora es un mercado moderno de abasto y no un mercado campesino, pues ya no se ven llamas ni asnos, que antes llegaban del campo cargados de productos agrícolas, que se vendían a los compradores entre empujones y voces altisonantes.

Cuando volví a recorrer por la calle Omiste, después de una larga ausencia, recordé mi infancia con un soplo de nostalgia, a pesar de que la casa de mis abuelos, ubicada al fondo del callejón sin salida, tenía ya otro dueño, mas su estructura seguía siendo la misma, salvo que el jardín, donde se cultivaban flores de los más diversos colores y fragancias, se trocó en un patio empedrado, aparte de que los cuartos de los inquilinos, que antes me parecían ambientes amplios y cómodos, no eran más que unos cuartuchos donde apenas cabía una familia de tres miembros y u7n par de muebles. Todo lo demás, los recuerdos de los vecinos muertos y la ausencia de los vecinos vivos, correspondía a un pasado que se quedó atrapado entre las paredes de las casas emplazadas a lo largo de la calle Modesto Omiste, más conocida por los llallagueños como la calle donde mueren los valientes, pero no porque los parroquianos perdían la vida por valientes o porque estaban conscientes de que un hombre valiente no muere de viejo, sino, simple y llanamente, por provocadores, pendencieros y bebedores sin estribos ni control.

martes, 26 de enero de 2021

EL CELOSO GUARDIÁN DEL ARCHIVO HISTÓRICO MINERO DE CATAVI

Los trabajadores de la Empresa Minera Catavi, perteneciente a la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL), contaban que su anterior dueño lo dejó a su suerte, en la intemperie, el día que se marchó con rumbo desconocido, luego de cargar sus muebles en la carrocería de un camión. El perro corrió detrás de la movilidad, intentando seguir el trayecto de sus dueños, pero ellos, insensibles ante la desesperación del perro, lo dejaron atrás, cada vez más atrás, hasta que el perro se detuvo desventurado, jadeante y echando lágrimas de impotencia.

Así empezó su lucha por la sobrevivencia, forjándose con un carácter más temible y de defensa ante los peligros que ponían en riesgo su existencia en un medio donde la jauría de perros callejeros forma parte del ornamento de una población donde los vientos azotan la cordillera, silbando como la sirena del Teatro Simón I. Patiño, y los remolinos de polvo corren como entre las dunas del desierto. 

Se lo veía merodeando por las inmediaciones del Archivo, antigua Casa Gerencia y futuro Museo Histórico Minero de Catavi, hasta el día en que, atraído por la comida que le ofrecía una de las trabajadoras, entró en los locales del Archivo; estaba más delgado que el perro Galgo de Don Quijote, como si fuese un cuadrúpedo hecho de pura piel y huesos; el frío resplandor de sus ojos reflejaba la tristeza de su alma y llevaba el pelaje apelmazado por la mugre; alrededor del cuello y en la punta de la cola su pelo era cerdoso, grueso y duro, como si nunca lo hubiesen lavado ni tusado desde el día de su nacimiento.

Tiempo después, acaso sin saberlo ni quererlo, los trabajadores del Archivo se acostumbraron a su presencia y se ganó el cariño de todos. De modo que no quedó otra alternativa que adoptarlo, sin trámites, papeleos ni intermediarios, como a la mascota más querida por el personal del Archivo. Se le rebautizó con el nombre de Bandido; digo que se le rebautizó, porque de seguro tuvo otros nombres y sobrenombres antes de ser abandonado como perro sin dueño. Se le vacunó contra la rabia y se le desparasitó interna y externamente antes de que ocupara su privilegiado lugar en la Casa Gerencia.

A partir de entonces, el perro empezó a formar parte del Archivo y dejó de vagar por las calles, buscando qué comer en los basurales, reponiéndose del abandono, los peligros de la intemperie y las heridas que le dejaban sus peleas con otros canes callejeros, que se disputaban a la perra en celo y los restos de la comida que alguien arrojaba en la calle o dejaba en la acera de su casa. Nadie reclamó por él, ni siquiera quienes lo tuvieron cuando era cachorro, peor aún los miembros de la familia donde creció y vivió durante mucho tiempo; eso sí, no dentro de la vivienda, como cualquier animal de compañía, sino en un patio con montículos de piedras apiladas por doquier.

Como ya no era cachorro cuando llegó al Archivo, y a pesar de ser dócil y obediente a los comandos que se le impartía de cuando en cuando, resultó algo difícil adiestrarlo como a mí me hubiese gustado. Sin embargo, tras algunas rutinas preestablecidas, el perro llegó al punto en que aceptaba, de manera obediente y educada, el régimen de premios y castigos que se le imponía. Se le premiaba con algún resto de mi comida, que él lo saboreaba en la palma de mi mano, o se le castigaba con una escasa ración de comida que no era de su agrado. Lo esencial era que se adaptó, de manera instintiva, a ciertas exigencias que él cumplía como si viviera para mantenerme alegre y satisfecho, complaciéndome y obedeciéndome en todo por temor a los castigos o, como toda mascota que quiere mantener una buena interrelación con su amo, por la obsesión de recibir algún mimo o premio, como lo hacían los perros de Iván Pávlov, según las teorías del reflejo condicional o el estímulo-respuesta, un método de enseñanza/aprendizaje que todavía funciona en el adiestramiento de las mascotas.

Aunque soportaba sonidos estridentes, tenía fobia a los fuegos artificiales, que los niños y vecinos lanzaban en los días festivos. Él enloquecía y, disparado como una jabalina, se metía en el cuarto, empujando la puerta con todo el furor de sus fuerzas, y buscaba refugio entre mis brazos, jadeante y temblando de miedo, como si huyese del mismísimo infierno, en busca de las caricias y palabras de sosiego de alguien que lo cobijara como a un niño que necesitaba toda la protección del mundo.

Otra cosa que no soportaba era el humo del cigarrillo, probablemente debido a que su anterior propietario, a modo de divertirse y probar la reacción del perro, le echaba bocanadas de humo cuando aún era cachorro, hasta el extremo de haberle causado un trauma que lo espantaba apenas alguien encendía un cigarrillo ante su vigilante y aterrada mirada. El individuo insensato que le causó ese trauma no comprendía la lógica de que un humano que no es capaz de amar a un perro es incapaz de amar a su prójimo.

Al cabo de unos meses, con una ración de comida controlada, se puso fuerte, armonioso y rebosante de desbordante vitalidad. Era un perro de raza mestiza, inteligente y de buena alzada, dueño de un ladrido potente y grave, cariñoso y manso con los conocidos, pero receloso y feroz con los desconocidos, a quienes los consideraba invasores de los territorios de su dominio.

Cuando un desconocido lo abordaba con intenciones de herirlo o asustarlo, él se crispaba como un puercoespín, ladraba con todas las fuerzas de sus pulmones y echaba babas por el hocico, a diferencia de los cachorros que ladran más por miedo que por agresividad. No cabe duda de que su furia se debía al hecho de haber convivido entre los canes de la calle. Además, como todo animal acostumbrado a vivir una realidad cruda y dura, sin resquicios para la broma ni la risa, intuía que no todos los humanos eran amigos de los animales domésticos. Sus reacciones de agresión, a modo de un mecanismo de autodefensa instintivo, eran sus armas de protección contra los castigos. De seguro que en su vida no faltaron quienes le reventaron una patada entre las costillas y quienes le hicieron restallar un chicote en las ancas, mientras él, arqueando la columna y escondiendo la cola entre las patas, intentaba escabullirse entre chillidos y gemidos de dolor.

Durante los días de trabajo, mientras el personal estaba dedicado a clasificar los papales pertenecientes a la empresa de la Patiño Mines y la COMIBOL, el Bandido se sentaba entre los estantes, escritorios, sillas, mesas y las puertas de acceso a las dependencias del Archivo, presto a defender su lugar de guardián con la mirada temible y los colmillos afilados.

De lunes a viernes, desde tempranas horas de la mañana y hasta muy entrada la tarde, él prefería estar junto a los trabajadores, quienes siempre lo recibían con palabras de gran afecto. Él se tiraba de panza sobre el machihembrado, con las patas dobladas debajo del hocico, y retozaba con un ojo cerrado y mirándolos con el otro ojo más abierto que de costumbre.

Si bien es cierto que era un perro faldero, no es menos cierto que era también un perro guardián. Cuando los desconocidos se acercaban a husmear los documentos, libros, objetos museísticos y otras curiosidades que atesora el Archivo, asumía una conducta parecida a la de Cancerbero, el can guardián de las puertas del infierno, aunque el Bandido no tenía tres cabezas ni echaba llamas por las fauces.

No pocas veces le provocó un suspiro de pánico a don Edson, vendedor de bidones de agua destilada a domicilio, tal vez porque el aguatero, ni bien se aparecía en la puerta que da a la calle, le recordaba un desagradable pasado asociado a algún tipo de agresión traumática que nunca logró superar ni olvidar. Era por eso mismo que, apenas olfateaba su presencia, gruñía frunciendo el hocico y enseñando los afilados colmillos, que se convirtieron en sus mejores armas de defensa y ataque, y que, en su época de vagabundo, le sirvió para cazar y desgarrar las presas.

Se plantaba en la puerta enrejada con barrotes de hierro y, en su condición de cumplido y severo guardián, no dejaba que nadie ingresara sin el permiso de la responsable del Archivo o de alguno de los trabajadores, quienes lo retenían del pescuezo antes de que se lanzara sobre la humanidad de los desconocidos que, por lo general, eran personas que asistían al Archivo para buscar documentos de investigación o para solicitar los expedientes de algún pariente que trabajó en la poderosa Empresa Minera Catavi.

El perro guardián, como compensación por su trabajo, se ganó una remuneración de parte de la COMIBOL. De modo que, desde la oficina central del Archivo de la Minería Nacional de la ciudad de El Alto, le enviaban, periódicamente, un pequeño fondo económico que permitiera tenerlo con la panza llena y el corazón contento. Y, claro está, siempre se lo alimentaba como a un perro burgués, según comentó alguna vez, entre chiste y chiste, uno de los trabajadores del Archivo.

En cierta ocasión, cuando retorné de un largo viaje que realicé a la ciudad de La Paz, lo encontré subido de peso; es más, de no haberme recibido en la puerta, con el mismo entusiasmo y regocijo que demostraba alzándose sobre sus patas traseras y agitando su cola de un lado a otro, no lo hubiera reconocido. Parecía una maleta desplazándose sobre cuatro patas.

Cuando pregunté a qué se debía su problema de obesidad, se me contestó que podía deberse al hecho de haber sido castrado o porque ya no correteaba como antes, calle abajo y calle arriba, comandando a una jauría de perros hambrientos. Yo, por el contrario, pensé que se debía al tipo de alimentación que se le dio y a su sedentarismo desde el día en que entró en la Casa Gerencia, pues llevaba un ritmo de vida parecido a la de un burócrata, quien se pasa la vida sentado sobre su gordo trasero y detrás de un escritorio.

Estaba realmente obeso. Sus movimiento ya no eran igual de ágiles ni su aspecto era la de un perro de atractiva presencia. No en vano algunos empleados de la gerencia, al verlo gordito como un chanchito, le pusieron el apelativo de Morcilla o Salchicha; por lo tanto, había que tomar medidas drásticas para revertir su situación, pasando de una alimentación carnívora a una dieta rica en cereales y otros productos favorables para su salud, conscientes de que tenía que bajar de peso, sí o sí.

Al cabo de un tiempo, con una dieta adecuada y estricta, volvió a recuperar su peso normal y volvió a ser la mascota de antes, con las mismas facultades que tenía los primeros meses que empezó a vivir en la Casa Gerencia. Su blanquecino pelaje tenia manchas negras en su hermosa cabeza y su fornido cuerpo; encima de sus ojos, de pupilas brillosas y mirada melancólica, presentaba puntitos amarillos similares a las cejas; tenía los músculos potentes, el oído fino y el olfato desarrollado; poseía una excelente visión crepuscular, un sistema cardiovascular que le funcionaba casi a la perfección y unas patas flexibles que le permitían desplazarse velozmente hacia delante, saltando con la misma gracia y rapidez de un felino. Cabe añadir que, como todo can en condiciones óptimas, correteaba en el jardín haciendo cabriolas y perseguía a los ratones, gatos y pájaros, hasta quedar exhausto y despatarrado.

Si algo de malo tenía era su abundante pelaje, que provocaba rabietas de nunca acabar, pues no era casual que las almohadas y el edredón de la cama estuviesen casi como el piso de una peluquería. Quitar sus pelos de las frazadas y las ropas era un trabajito que tomaba más tiempo de lo debido y no había cómo deshacerse de ellos de una vez y para siempre. Pero el amor por este amigo peludo era tan grande que no quedaba más remedio que aceptarlo con pelos y todo.

Algunas veces, con la misma destreza de un niño travieso, jugaba con una perrita vecina llamada Canela. Se los veía corretear haciendo pirueteas, revolcarse sobre el pasto y acariciarse a mordiscos en el patio de entrada a la Casa Gerencia. Nunca cruzó con ella, quizás porque la castración redujo su deseo sexual o, quizás, porque solo quería tenerla como amiga de juegos y no ser progenitor de otros cachorros que, con el paso del tiempo, serían abandonados a su suerte como ocurrió con él, que fue desamparado entre los peligros de la intemperie por sus temporales e irresponsables dueños.

El cariño que le tenía era tan grande que, casi siempre, cuando protagonizaba un desmán, apenas le pegaba un grito de reprobación y le echaba del cuarto, hasta que se me pasaba la rabia y todo volvía a la calma. Entonces volvíamos a ser amigos y nos reconciliábamos en un abrazo. Él se sentaba delante de mí y me miraba como disculpándose por su metida de pata.

Se tiraba en el piso de espaldas, batía la cola y levantaba las patas como un niño juguetón que necesitaba de la atención de sus padres adoptivos. Si yo engolaba la voz y le decía: mi hijito, mi changuito, él se ponía con las orejas de punta. Y cual padre tolerante, le soportaba todas sus travesuras, incluso sus caprichos y desobediencias, como cuando se comía mis charques, empanadas y carnes frías que, por algún descuido, los dejaba a alcance de sus ojos y su fino olfato. No me disgustaba ni cuando rompía mis medias, tiraba mis calzados por los aires y arrastraba mi abrigo por los suelos.

Le acariciaba la cabeza y el cogote a modo de demostrarle mi cariño. Él me lamía las manos y se me arrimaba frotando su cabeza contra mi muslo, como si me agradeciera por las caricias que le brindaba cada vez que estaba de buen humor y con ganas de jugar con la pelota de goma o con algún pedazo de tela que él perseguía dando brincos en el aire, ansioso por morder la tela y quitármela de las manos. Así pasábamos un buen rato, divirtiéndonos como dos amigos de aventuras, hasta que quedábamos completamente agotados y sin más ganas que descansar para reponer las energías perdidas.

Qué perro más maravilloso era el Bandido –Bandidito para quien escribe estas líneas–, porque lo consideraba no solo una mascota, en quien descargaba todo mi cariño, sino como un hijo que me llenaba los vacíos emocionales. Todos en el Archivo sabían que el perrito pasó a formar parte de mi vida, como un hijo al que le concedía todos sus deseos, incluso el capricho de dormir en la cama, tendido de extremo a extremo, ocupando demasiado espacio, y roncando como una locomotora a vapor.

Cierto día, algún ser insensato y bellaco, que lo odiaba de manera enfermiza y que no formaba parte del personal del Archivo, se encargó de envenenarlo. Nunca se identificó al malhechor, salvo que el alimento, que contenía una buena dosis de veneno, se filtró en la Casa Gerencia en algún instante en que nadie advirtió las oscuras intenciones del autor del biocidio. Desde aquella vez, tras la ingesta de la sustancia tóxica, el perro comenzó a tener un comportamiento extraño, a mostrar síntomas de un malestar generalizado. Se negó a comer, incluso los manjares que eran de su preferencia, y empezó a dar vueltas como si quisiera morderse la cola, como si sintiera un dolor indecible en la cabeza y los órganos interiores, como si padeciera de alguna enfermedad neurológica o cardiovascular.


Se lo llevó a la clínica del único médico veterinario que había en Llallagua, pero este, aparte de recetarle unas píldoras para devolverle el apetito, no pudo auscultarlo minuciosamente ni sacarle una radiografía, porque su clínica carecía de los instrumentales apropiados para atender a las mascotas con la atención debida y los cuidados necesarios.   

Ahora que escribo esta crónica, prefiero no recordar los últimos días de su vida, porque me dio tanto coraje el saber que alguien cometió la estupidez de ensañarse con el perro y envenenarlo. Me resigné a perderlo poco a poco, como cuando se consume el fuego de una vela, hasta que llegó el día en que se decidió darle una muerte digna e indolora, suministrándole una inyección con efecto letal, porque era una mascota querida, un perro que nos arrancó lágrimas en el instante de exhalar su último aliento. Así fue. ¡Murió intoxicado, carajo! Su partida no fue dolorosa para él, pero sí una escena fatal para quienes lo habíamos tomado excesivo cariño por su fidelidad y su encantadora presencia. Ese fue el Bandidito, mi hijito, ese maravilloso can, que fungió como noble animal de compañía y celoso guardián del Archivo Histórico Minero de Catavi.

miércoles, 13 de enero de 2021


UNA DOLOROSA DESPEDIDA DE UN ENTRAÑABLE AMIGO

En plena época de pandemia, las redes sociales me trajeron la fatal noticia del deceso de mi entrañable amigo José Pepe Ramírez. Nos conocimos desde la infancia, fue mi compañero de curso en la escuela primaria Jaime Mendoza y luego en el colegio Primero de Mayo de la población de Llallagua, al norte del departamento de Potosí.

Lo recuerdo como a un alumno aplicado en los estudios. Era uno de los mejores alumnos en la escuela y el colegio. No en vano fue varias veces el abanderado del colegio y, a finales de año, uno de los estudiantes que se llevaba casi todos los premios que concedían los profesores de las diferentes asignaturas, así que le faltaban manos para sostener los libros y diplomas que los educadores apilaban sobre sus brazos.

Algunas veces me tocó hacer los deberes escolares en su casa, ante la mirada atenta de sus padres. Nunca se vinculó en la actividad política en los años de la dictadura militar de los años 70, aunque dentro de su corazón sentía una enorme solidaridad con las personas comprometidas con la realidad social de los más desposeídos.

Mientras los demás estudiantes andábamos inmiscuidos en actividades subversivas, Pepe Ramírez ocupaba su tiempo libre jugando tenis en la cancha de Siglo XX; de modo que no era raro verlo recorrer por la plaza 6 de Agosto y la calle Linares ataviado de blanco, desde los tenis hasta la gorra, para practicar el deporte blanco, sin más armas que una raqueta y una botella de agua fría que cargaba en un bolsón colgado en bandolera.

Algunos fines de semana, se lo veía asistir a las salas de cine, siempre en compañía de su hermanita, mientras los demás muchachos nos íbamos al cine en compañía de nuestras enamoradas. ¡Toda una aventura de adolescencia!

Cuando mis compañeros de promoción terminaban los estudios de secundaria, yo me encontraba en la cárcel, por eso no tuve la suerte de compartir con Pepe Ramírez los festejos de los estudiantes que culminaron el año escolar entre bombos y platillos. Sin embargo, no me cabía la menor duda de que a Pepe Ramírez le deparaba la vida un futuro digno de un excelente profesional.

Cuando retorné de mi exilio en Europa, me enteré de que estaba trabajando como médico ginecólogo obstetra. Lo primero que pensé es que él trabajaba con aquello que los demás nos divertimos. Después me puse a pensar de que Pepe Ramírez, con la paciencia y la sapiencia que lo caracterizaba, era uno de los mejores médicos en su especialidad y uno de los mejores presidentes del Comité Científico del Colegio Médico Departamental de La Paz.

Su vocación de médico ya lo tenía como por herencia, porque tuvo la suerte de haber nacido en un hogar donde sus padres le inculcaron los principios de responsabilidad ante los estudios y el trabajo. Que vistiera de mandil blanco no era ninguna novedad, ya que sus progenitores vestían también con mandil blanco; su papá como médico odontólogo y su mamá como enfermera en la botica municipal de Llallagua.

Ahora que José Pepe se nos anticipó en el largo camino hacia el más allá, no nos queda más que despedirlo como a ese leal compañero que fue en vida, porque un eximio profesional y un gran ser humano, como fue Pepe en el ámbito familiar, profesional y social, no nace cada día y  mucho menos en un mundo donde nos hacen falta seres humanos con los dones y las virtudes que atesoraba mi entrañable amigo José Pepe Ramírez Napoleón Tapia.

¡Paz en su tumba por los siglos de los siglos!

sábado, 15 de agosto de 2020

 

EL REVISTERO

Cuando aún no había alcanzado el umbral de la pubertad, se me ocurrió la idea de convertirme en el revistero del pueblo, debido a que durante años había acumulado una considerable colección de revistas de aventuras y ciencia-ficción, que mi madre me las compraba para mantenerme ocupado y distraído, mientras ella se ausentaba para atender sus deberes como maestra en la escuela. 

Así que un día, sabiendo que mi abuelo tenía un amigo carpintero, cuyo taller estaba en la misma calle donde vivíamos, le supliqué que le pidiera hacérmelo un bastidor de madera. Mi abuelo, visiblemente perplejo y mirándome con el ceño fruncido, me preguntó: ¿Y para qué lo quieres? Me encogí de hombros y le contesté: Lo necesito para colocar mis revistas. Pienso fletarlas en la puerta de los cines del pueblo.  

Cuando el carpintero me entregó el bastidor, los listones finamente lijados y barnizados, me lo llevé a casa con un mundo de ilusiones en la cabeza. Las ligas para sujetar las revistas, que las puse cruzadas entre clavo y clavo, saqué de la caja de coser de mi madre, quien, a poco de darse cuenta que le faltaban las ligas, que ella usaba en los calzoncillos y otras prendas de vestir, me dio un sermón de nunca acabar. Pero el daño ya estaba hecho, las ligas pasaron a formar parte de mi bastidor de revistero.

Los fines de semana, por las mañanas, cargaba el bastidor sobre el hombro y llevaba la bolsa de revistas en la mano. Me alejaba de la casa de mis abuelos, cruzaba por Plaza de Armas y tomaba la calle Linares, hasta llegar al Teatro Sindical de la Plaza del Minero, donde estaban las señoras que vendían caramelos, helados, salteñas, tawatawas y rosquetes. Me acomodaba cerca de la puerta del cine, arrimaba el bastidor contra la pared y acomodaba las revistas de acuerdo a su numeración, categoría y tamaño. Las más grandes y a todo color iban siempre en la parte superior, aparte de que eran las que más llamaban la atención de los interesados y las que más se fletaban entre los ávidos lectores, quienes, luego de pagarme unos reales, sacaban la revista del bastidor, se sentaban en las graderías de acceso al cine y leían con la mirada clavada en las imágenes y los textos, unos escritos con letras de imprenta y otros con caligrafías que parecían hechas a pulso.

Las revistas que menos se fletaban iban en la parte inferior, donde estaban las fotonovelas y las que no eran a colores o tenían un color tirado a café. En la parte central del bastidor estaban las más populares, que trataban sobre aventuras de superhéroes, como Fantasma, el Hombre Araña, Superman y Batman, el hombre murciélago que tenía a la noche como aliada en su lucha contra los villanos del mal. En la misma sección estaban las revistas dedicadas a Blixt Gordon, Dick Tracy y las que trataban sobre aventuras de ciencia-ficción, ambientadas en otros planetas y galaxias. Tampoco podían faltar las aventuras de El príncipe valiente y Tarzán, el rey de los monos, que fue dibujado por Hal Foster a partir del libro escrito por Rice Burrough, en torno al hijo huérfano de una pareja inglesa aristocrática abandonado en África a finales del siglo XIX.

El esquema narrativo, entre la realidad y la ficción, era el mismo en casi todas las revistas; es decir, la polarización entre el reino del bien y del mal no obedecía a los cánones de la denominada buena literatura. Tanto los personajes como los temas exhalaban deseos antagónicos y estereotipos predecibles, donde el bueno era siempre bueno y el malo era siempre malo, como el diablo era el estereotipo del malvado: cuernos, cola y tridente; a diferencia del protagonista principal que era el estereotipo del hombre bueno, blanco, joven, apuesto y valiente, aunque en la realidad, estos polos opuestos se funden en la personalidad de todo individuo hecho de carne y hueso. 

Sin embargo, en los años de la infancia, cuando se tiene el pensamiento mágico y el razonamiento ilógico, es difícil discernir las historias fantásticas en las que los personajes siguen un proceso alejado de la realidad, hasta que el relato pierde toda verosimilitud y se convierte en una mera invención de la fantasía, que sólo puede ser concebida en el plano de la imaginación, que es uno de los estados naturales en el desarrollo emocional e intelectual de los niños, que aún no han alcanzado la etapa del razonamiento lógico, que les permita discriminar entre lo que es real y lo que es ficción.

A pesar de estas consideraciones, a mí me apasionaban los protagonistas con doble identidad y el rostro cubierto por una máscara o antifaz; si correspondían a la serie de los pistoleros, mis héroes eran el Llanero Solitario y el Zorro; si eran las dedicadas a los luchadores del ring, prefería a Blue Demon y Santo, el enmascarado de plata; si eran de la serie de los superhombres, mis favoritos eran Batman, Fantasma, Linterna Verde y el Hombre Araña. Aquí debo confesar que me gustaba menos Superman, el hombre extraordinario llegado del planeta Krypton, quizás, porque tenía el rostro descubierto. Para mí era importante que el personaje escondiera su verdadera identidad detrás de una máscara o antifaz, para poder cumplir con su misión imposible, sin que nadie supiera quién era el misterioso héroe que se escondía detrás de una máscara para satisfacer  las aspiraciones de los lectores, enfrentándose en un feroz combate contra los villanos de toda laya, en procura de poner a salvo a los más necesitados y liberar a un pueblo amenazado por las fuerzas tenebrosas del mal.

A pesar de que los personajes de las revistas que fletaba, ya sea en la puerta del Teatro 31 de Octubre o en el Teatro Sindical, correspondían a la llamada literatura de ciencia-ficción y de aventuras, puedo atestiguar que eran solicitadas por grandes y chicos, aunque no siempre sus argumentos lograban ser verosímiles ni sus personajes estaban anclados en la realidad, como cuando Superman volaba como un pájaro por encima de los techos y el Hombre Araña lanzaba telarañas por la yema de los dedos para luego balancearse de ellos entre un edificio y otro. 

En mi época de revistero, conocí a niños que se identificaban con el Hombre Araña, un joven que sufrió la burla de sus compañeros de clase, hasta que un día decidió mostrarles sus poderes sobrenaturales para ganarse el respeto y la admiración; un fenómeno de bullying que no es ajeno a la realidad que experimentan niños y jóvenes en los establecimientos educativos. Algunos de los personajes de estas revistas de serie, debido a su apariencia fuera de lo normal y sus poderes sobrenaturales, eran una suerte de válvulas de escape hacia lo imaginario, porque ayudaban a comprender, al margen del didactismo propio de los libros de texto, los problemas que aquejaban a la humanidad, al mismo tiempo que sus acciones contribuían a asimilar de manera más sencilla los valores éticos y morales para una mejor convivencia social.

De modo que no estoy de acuerdo con quienes aseveran que la lectura de estas revistas es nociva para los niños y jóvenes, so pretexto de que contribuye a estimular conductas agresivas, que luego desencadenan en la violencia escolar y la conformación de pandillas juveniles. Asimismo, no coincido con los profesores que creen que la lectura de las revistas de serie es una verdadera pérdida de tiempo; por el contrario, si apelo a mi experiencia de revistero, les podría informar, si acaso no lo sabían, que los adolescentes y jóvenes, más que leer El señor de las moscas de William Golding o La naranja mecánica de Anthony Burgess, preferían leer las revistas con fuertes dosis de violencia, como una forma de terapia o catarsis de las emociones reprimidas en su fuero interno; no era casual que las revistas de superhéroes eran las más hojeadas y casi deshojadas de tanto haber sido leídas y releídas por los usuarios que, por lo general, estaban en el ciclo de educación secundaria.

Eso sí, los niños se solazaban leyendo Condorito, El ratón Michey y el Pato Donald, que incluía en sus historietas a otros personajes como el Tío Rico, Giro sin Tornillos y los Chicos Malos; personajes típicos de los dibujos animados de Walt Disney que, al igual que las fábulas de Esopo, La Fontaine y Samaniego, ofrecían una trama de contrarios entre algunos animales y hasta una moraleja a manera de enseñanza sobre lo que era bueno y lo que era malo.

Por ese entonces, cuando aún los superhéroes no habían sido objeto de innumerables adaptaciones cinematográficas y televisivas, las revistas de serie se leían en silencio, imaginando las situaciones narradas y hasta la voz de los personajes. Por supuesto que ahora, que las historietas han sido adaptadas a los medios audiovisuales, mejoraron los efectos especiales como el ¡Crash!, ¡Pum!, Paf, ¡Zas!, gracias a las modernas tecnologías del mundo digital.

Aquí debo revelar que algunas de las revistas que tenía en mi magnífica colección, no me las compré yo, ni me las regaló mi madre, sino que se las robé a don Daniel Delgadillo, un trabajador de interior mina, quien tenía una manifiesta adicción a las revistas de serie, porque las compraba y las leía con verdadera pasión. Siempre que iba a su casa, ubicada en uno de los campamentos de Cancañiri, donde vivía con su esposa y sus hijos mucho menores que yo, aprovechaba su ausencia para hurguetear entre sus revistas apiladas sobre el velador y, una vez que escogía las que faltaban en mi colección, las metía dentro de la cintura del pantalón, las cubría con mi chompa y, como el ladrón más avezado, me despedía de su familia y ganaba la calle pensando en que mi subida a Cancañiri no fue en vano. Desde luego que ahora que han pasado muchos años, no me queda más que confesarle mi secreto a don Daniel Delgadillo y agradecerle por sus revistas, ya que él, sin saberlo o sin quererlo, estimuló mi fantasía, contribuyó a mi hábito de lector y me ayudó a descubrir mi vocación literaria.

Toda vez que una nueva revista caía en mis manos, como si fuese un regalo de Navidad, no escondía mis sentimientos de felicidad, la leía ese mismo día, la agregaba a mi colección y la exhibía en el bastidor. Además, me imaginaba que las revistas eran infinitas y que nunca las tendría todas, no al menos mientras existieran guionistas, editores y una tracalada de dibujantes encargados de recrear los escenarios y dar vida a los personajes a pulso, dibujando una montonera de imágenes gráficas que, tras ser puestas en serie y de manera sucesiva, parecían tener vida propia. ¡Qué increíble!, ¿verdad?

No sabía cuándo se inventó y dibujó la primera serie, pero me imaginaba que todo pudo haber empezado cuando se inventó la máquina de imprimir y el día en que apareció el primer dibujante que grabó varias veces una misma imagen gráfica, en una plancha de cobre, para luego imprimirlas con tinta sobre el papel. Lo que sí sabía era que las historietas y tiras cómicas más conocidas empezaron a publicarse, en forma de recuadros, en los suplementos dominicales de los diarios. Yo mismo leí en mi infancia algunas de ellas, como Benitín y Eneas, Astérix, Patoruzito, Popeye y Tintín, ese niño belga que, en compañía de su perrito Fox Terrier, no paraba de realizar aventuras en tierras lejanas y exóticas.

Otra de las ocupaciones que tenía como revistero, después de cumplir con mis deberes de la escuela, era salir de casa algunas tardes para ir a canjear revistas en la puerta de los cines, donde canjeaba, en forma de trueque, las revistas dobles o triples por otras que no tenía en mi colección. En estos mismos afanes andaban otros niños, jóvenes y adultos, merodeando como moscardones en la puerta de los cines, con sus revistas bajo el brazo y las caras de cazadores de novedades. Lo que más buscaban los mayores eran las fotonovelas mejicanas, basadas en las películas producidas para la televisión.

En la puerta del cine, antes de que empezara la función de tanda, que era a eso de las seis de la tarde, aparecían los cinéfilos como cuenta gotas, hasta que, de pronto, la Plaza del Minero se llenaba como cuando se realizaban las apoteósicas asambleas de los mineros. Eran tiempos en que no había otras diversiones que el cine y las chicherías, que eran también los locales más concurridos, sobre todo, los días de pago de salarios en la Empresa Minera Catavi y los fines de semana. En esa época tampoco había televisores y mucho menos videos o acceso a películas digitales, por cuanto los cines eran las únicas atracciones para grandes y chicos. Los niños asistían a función matinal, a esos de las diez de la mañana, y los adultos a función de tanda y noche. Yo no entraba a ver las películas, pero aprovechaba la aglomeración de la gente para fletar y canjear revistas.

Los fines de semana, por las mañanas, podía fletar decenas de revistas entre los niños que, mientras esperaban que se abrieran las puertas del cine, se amontonaban alrededor del bastidor como moscas alrededor de la miel. Yo tenía que estar atento, la mirada puesta sobre los lectores, para evitar que nadie se avivara llevándose la revista. Ni bien se abría la puerta del cine, se armaba un alboroto entre voces y gritos. Algunos niños dejaban la revista a medio leer, porque no querían perderse la función matinal, que era cuando se formaba un tumulto en la ventanilla de la boletería y otro en la puerta de acceso, donde todos se abrían espacio a codazos y pisándose en los pies.  

En las funciones de tanda y noche, la cosa era más tranquila y ordenada. Los jóvenes y adultos hacían menos chacota que los niños, así que había condiciones para canjear las revistas con otros cazadores de novedades que, por lo general, eran personas  mayores. Yo Canjeaba las fotonovelas para dárselas a mi madre, quien las leía en la cama hasta muy entrada la noche. Ya entonces advertí que las novelas rosas, basadas en las obras de amor y desamor de Corin Tellado eran las más populares entre las señoras que no dejaban de tener sueños de Cenicienta. La verdad es que no sé si las novelas rosas de la escritora española eran tan malas como decían los doctores de la literatura, pero sí estoy seguro que era el tipo de literatura que leían con auténtica pasión las amas de casa y las estudiantes de secundaria, quienes, en lugar de leer el Quijote de la Macha o la Odisea, preferían pasar el tiempo leyendo las fotonovelas que abordaban temas similares a su propia vida, con una trama sencilla y un desenlace feliz como en los cuentos de hadas. Lo más probable es que estas lectoras se reconocían en los personajes femeninos y soñaban con un amor parecido a los que encarnaban los protagonistas de las fotonovelas, que casi siempre eran como los galanes del cine mejicano. No en vano algunas vecinas, que me veían pasar por su casa, me detenían un instante y, bajando el tono de la voz, me preguntaban si tenía otras revistas de amor, parecidas a las que les había canjeado a sus hermanos o maridos.  

Mi vida como revistero me dio muchas satisfacciones, hasta que un día de frío invierno, cuando los establecimientos educativos estaban cerrados debido a la vacación invernal, me fui temprano al Teatro 31 de Octubre de la población de Siglo XX, donde las señoras vendedoras de dulces, helados, salteñas, tawatawas y rosquetes estaban ya en sus puestos habituales. Preparé mi bastidor con las revistas, esperado la presencia de mis asiduos lectores. En eso nomás, mientras miraba los cerros por encima de los techos de calamina de los campamentos mineros, vi como avanzaba, en forma de un remolino levantándose como una torre en dirección al cielo, un torbellino de viento que, cuando cruzó por la puerta del Teatro, me golpeó con un soplido tan fuerte que me empujó contra la pared, cubriéndome con tierra y polvareda; al mismo tiempo que mi bastidor cayó al suelo, los listones rotos y las ligas reventadas, mientras las revistas volaban por los aires como pañuelos en una despedida y deshojándose como las ramas de un árbol sacudido por un ventarrón de otoño. Yo me movilicé tambaleándome, en medio de la ventolera de polvo que me cegaba los ojos, en un intento por cogerlas en el aire, con la desesperación de quien está a punto de perder el mayor tesoro de su vida; pero, por mucho que me esforcé por retenerlas con las manos y los pies, las revistas se alejaron igual que un remolino de aves volando en bandadas.

Pasado el incidente, cual un guerrero que pierde la batalla y muerde el polvo de su derrota, me senté en la gradería del cine y me puse a llorar en silencio, maldiciendo al torbellino de viento que me despojó de mi colección de revistas. Levanté el bastidor deshecho, puse las pocas revistas que rescaté en la bolsa de tela que cosió mi madre y retorné a la casa de mis abuelos, donde no tenía ganas de comer ni de dormir. Estaba seguro que nunca más volvería a fletar ni a canjear revistas en la puerta de los cines. Así terminó mi oficio de revistero y una de las etapas más felices de mi vida.