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lunes, 2 de junio de 2025

 

LOS FRUSTRANTES SENDEROS DEL COLEGIO

En la educación secundaria, cuando ya había cruzado las puertas de la pubertad, me enfrenté a otra realidad que no fue menos traumática que la experimentada en mi infancia. Para entonces, como si hubiese superado mis problemas emocionales adquiridos en la niñez, había aprendido a leer y a escribir como cualquiera de mis compañeros de curso; más todavía, leía incluso libros que no estaban contemplados en el programa de educación secundaria, como las obras de los clásicos del marxismo y las obras que mi madre atesoraba en su pequeña biblioteca familiar. A veces, incluso tenía la sensación de que poseía un bagaje cultural y un cargamento de conocimientos que superaba a la de mis profesores, con quienes, de manera consciente o inconsciente, me enfrascada en discusiones que, para muchos de ellos, no eran de su agrado, razón por la que me tenían considerado como un alumno rebelde y contestatario.

Discutía con ellos sobre el contenido de algunas signaturas, no en vano sino con conocimientos de causa, que los incomodaba desde todo punto de vista, sobre todo, cuando ponía en evidencia su mediocridad delante del resto de los alumnos; un malestar que se manifestaba en las calificaciones que me ponían después de los exámenes y en las repetidas expulsiones del aula, de donde me sacaban con el argumento de que era un alumno no grato en el colegio.

A los catorce años me inicié activamente en la vida política, organizándome en un partido de tendencia trotskista, que proclamaba la lucha contra el sistema de explotación capitalista, en aras de conquistar la liberación nacional y abolir la injusticia social. Esta actividad, por demás riesgosa en los años ‘70, la desarrollé clandestinamente durante la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez, que se empeñó por hacer desaparecer toda sombra de resistencia proveniente de las organizaciones políticas y sindicales denominadas correas de transmisión de la subversión comunista.

Dos años más tarde, mientras cursaba el segundo curso del ciclo medio, se me ocurrió editar una revista con el mismo nombre del colegio, 1º de Mayo, donde se publicaban las reflexiones, poesías y cuentos de los alumnos que, en principio, aparecían en los periódicos murales. Los trabajos mejor elaborados eran seleccionados y luego publicados en la revista, junto a otros artículos de interés para los adolescentes, como la crítica de cine que escribió el jesuita español Luis Espinal, sobre la película La naranja mecánica, basada en la novela del mismo nombre del escritor inglés Anthony Burgess.

Los profesores nunca dijeron una palabra positiva en torno a la publicación, que sirvió para incentivar la creatividad de los estudiantes; por el contrario, el director del colegio, Hugo Calderón Ramírez, quien, aparte de ser un soplón de la dictadura militar de entonces, era un hombre de conducta autoritaria y retrógrada. En alguna ocasión, convocándome a su oficina, me amonestó por mi conducta y mi interés por la actividad política, señalándome que yo, en lugar de estudiar en el colegio, debía asistir a una escuela de sindicalistas. Asimismo, aprovechó para criticar el contenido de la revista, tachándola de izquierdista, extremista y subversiva.

Nunca entendí cómo este sujeto, que empezó siendo profesor de Ciencias Naturales, se estableció como director de un establecimiento educativo fundado el 5 de marzo de 1956 por iniciativa del Prof. Arturo López y Pacífico Sotomayor, quienes, a su vez, contaron con el decidido apoyo del Control Obrero Federico Escobar Zapata y el Secretario General del Sindicato de Siglo XX Irineo Pimentel Rojas, dirigentes obreros que comprometieron la participación activa de la Empresa Minera Catavi, el aporte económico de los trabajadores de la Comibol, de los padres de familia y las autoridades municipales.

El flamante establecimiento educativo fue bautizado con el nombre de Colegio Nacional Mixto 1º de Mayo, en homenaje al Día Internacional del Trabajador y en memoria de los Mártires de Chicago, acribillados en la Plaza Haymarkert en las jornadas de mayo de 1886 por oponerse a la explotación del sistema capitalista y conseguir mejores condiciones de vida y de trabajo.

El colegio, desde su fundación y por razones de carácter sociocultural, se identificó con los intereses de los mineros de Siglo XX, las amas de casa y los movimientos revolucionarios del país, sobre todo, en las sombrías épocas de las dictaduras militares, hasta que apareció Hugo Calderón Ramírez, un personaje de ideas reaccionarias y conducta abominable, que estaba en contra de que los estudiantes adquirieran una conciencia política y simpatizaran con las luchas reivindicativas de sus padres y madres, que eran los trabajadores mineros y las señoras del Comité de Amas de Casa. 

Lo cierto es que no tenía por qué negar mi compromiso político con la causa de los desposeídos; era un estudiante belicoso y estaba consciente de que había que cambiar la realidad social del país sea como sea, pero que había que cambiarla, por las buenas o por las malas, de eso no cabía la menor duda.

Después de las clases en el colegio, no disponía de tiempo para ir a jugar fútbol ni a buscar enamoradas en el pueblo, porque tenía que preparar los temas que debía abordar en las reuniones con algunos estudiantes que estaban agrupados en células no solo en Llallagua, sino también en Catavi, Siglo XX, Cancañiri y Uncía. Esta era una actividad que, a pesar de consumirme demasiado tiempo, me llenaba de gozo y me daba muchas satisfacciones en el plano personal.

No faltaron las oportunidades en que, por la benevolencia de algunos de los profesores –los menos–, daba charlas en las clases sobre temas que no estaban dentro de las asignaturas de Ciencias Naturales o Sociales. Los profesores me invitaban a ponerme delante de mis compañeros y me concedían la oportunidad de poner a prueba mis conocimientos y mi capacidad discursiva; oportunidades que aprovechaba para demostrar que los estudiantes también podían generar ideas que no estaban contempladas en las asignaturas establecidas por los tecnócratas de la educación secundaria.

Si bien es cierto que no siempre cumplí con los deberes del colegio, leyendo los libros de texto obligatorios, es cierto también que leía otros libros que eran de mi interés, como los textos de los clásicos del marxismo –desde Lenin hasta Trotsky–, pasando por los novelistas como Dostoyevski, Tolstói y Gorki–, los folletos del Partido Obrero Revolucionario y las publicaciones que llegaban a mis manos a través de fuentes no oficiales. Además, aunque no me consideraba un alumno aplicado, andaba siempre con un libro bajo el brazo, pero con un libro que nada tenía que ver con los aburridos libros de texto que había que tragarse completos y memorizar para los exámenes finales.


No faltaban los compañeros que me ofrecían la oportunidad de formar parte de algún grupo musical para tocar en las horas cívicas del colegio. Les agradecía por la gentileza, arguyendo de que, así como ellos debían dedicarse al deporte o a la música, yo debía dedicarme a hacer la revolución, y que esto requería de mucho esfuerzo y dedicación. Ellos se limitaban a mirarme con escepticismo, mientras yo seguía concentrado en la lectura de mis libros, tratando de comprender el mensaje de los autores que, en muchos de los casos, usaban un lenguaje elaborado que difería mucho del lenguaje restringido o coloquial que se usaba en un medio ambiente de obreros y campesinos, donde una buena parte de las personas no sabían leer ni escribir.

Algunas noches, emergiendo de la clandestinidad y burlando la vigilancia policial, un grupo de osados adolescentes, nos cubríamos el rostro con pasamontañas y, brochas y tarros de pintura en mano, tomábamos las calles principales para estampar consignas revolucionarias y anti-dictatoriales en las paredes de algunas casas que, al despuntar de un nuevo día, aparecían pintarrajeadas con color rojo y negro. De lo que decían después los dueños, seguramente enfurecidos de ver sus fachadas con consignas escritas con letras grandes y gordas, nunca nos enterábamos y, si alguna vez alguien nos lo comentaba en voz baja, nos hacíamos los desentendidos.  

El mismo año que fui elegido presidente del centro de estudiantes, llovieron las críticas de algunos profesores, incluido el director del colegio, quienes decían que yo, en mi condición de dirigente estudiantil, los conducía a mis compañeros hacia actividades extraescolares, vinculadas al movimiento sindical de los mineros de Siglo XX, donde supuestamente tenía mis contactos políticos y cuyas ideologías izquierdistas, a manera de adoctrinamiento, introducía entre los alumnos. Por lo tanto, estaba identificado como un elemento peligroso para los intereses de la institución educativa. 

No pasó mucho tiempo para que el director, con el beneplácito de algunos profesores acostumbrados a una enseñanza mecánica y memorística, me expulsara del colegio, no solo una vez, sino tres veces, arguyendo que estaba transmitiendo a los estudiantes las ideologías foráneas del comunismo internacional. Y que eso no estaba permitido en una institución educativa, donde se iba a estudiar y no a hacer campañas políticas a favor de los sindicalistas que nunca están conformes con nada.

Si volví a las aulas del colegio, las tres veces que me expulsaron, fue gracias a las suplicas de mi señora madre, quien ejercía como profesora de Lenguaje y Literatura en el mismo establecimiento educativo; de no haber sido por ella, no hubiese podido proseguir con mis estudios hasta el último año de secundaria que, por lo visto, no concluí ni salí bachiller, dado que los agentes de la dictadura militar, después de que participé, en representación de la Federación de Estudiantes de  Secundaria de la provincia Rafael Bustillo, en el XVI Congreso Nacional Minero realizado en el distrito de Corocoro en mayo de 1976, me persiguieron y apresaron, lanzándome a las mazmorras de la dictadura militar.

Estando en la cárcel, en calidad de preso político, justo cuando estaba a punto de promocionarme como bachiller, me vi privado de proseguir con mis estudios secundarios, aunque mi madre y algunos profesores –los menos–, reclamaron para que dé mis exámenes finales en la cárcel, para así promocionarme como bachiller, pero no fue posible, habida cuenta de que el director y la mayoría de los profesores se negaron a concederme mi certificado de bachiller.

Si se me daba esta oportunidad, que el Ministerio del Interior y el Ministerio de Educación no lo hubieran negado, de seguro que hubiese proseguido con mis estudios en la cárcel, donde podía haber dado mis exámenes finales hasta obtener mi certificado de bachiller. No era casual que varios de mis compañeros de cautiverio, sobre todo los universitarios, preparaban sus tesis de licenciatura metidos en sus celdas. Si ellos podían hacer esto, con la autorización de las autoridades gubernamentales, por qué no hubiera podido yo rendir mis exámenes en la cárcel y culminar mis estudios de secundaria.

Algunos de mis compañeros de colegio reclamaron para lograr mi libertad, pero nada pudieron conseguir, hasta que, al cabo de un tiempo, la dictadura militar, considerándome un elemento peligroso para la doctrina de seguridad nacional, optó por exiliarme a Suecia en 1977, donde culminé mis estudios secundarios, para luego proseguir con mis estudios de pedagogía en el Instituto Superior de Profesores en Estocolmo. Con todo, nunca dejé de sentirme profundamente orgulloso de haber sido alumno del Colegio 1º de Mayo de Llallagua, donde forjé mis ideales y descubrí mi vocación literaria.

Como comprenderá el atento lector, mis experiencias en el ciclo primario y secundario estuvieron plagadas de dificultades e incomprensiones, debido a la falta de mejor preparación pedagógica de parte de los educadores que, en lugar de estimular mis inquietudes, se ocuparon de frustrarlas una y otra vez. Estaban en contra por el simple hecho de que no era un alumno que se sometía a la mordaza ni a una educación autoritaria, sino porque mis lecturas extraescolares me hicieron tomar conciencia de que un estudiante de secundaria tenía también el derecho a diferir del sistema de enseñanza aplicado por los profesores, que poco o nada sabían sobre psicopedagogía, desarrollo sociolingüístico, emocional e intelectual del infante y el adolescente.

La ignorancia de varios de los profesores fue una suerte de muro de contención, que frenaba mis iniciativas personales y no me permitía actuar con libertad y conforme a las normativas democráticas establecidas en el marco de la defensa de los Derechos Humanos. No obstante, debo confesar que este mismo muro impuesto en mi infancia y adolescencia, y contrariamente a lo que se propusieron mis profesores, me impulsaron a estudiar pedagogía; en primer lugar, para comprenderme a mí mismo y, en segundo, para comprender a los demás estudiantes, que fueron víctimas de un sistema educativo que liquidaba las facultades creativas y la inteligencia de muchos que no guardan un buen recuerdo de su educación primaria y secundaria, en vista de que se sentían como seres que carecían de sentimientos y pensamientos por culpa de un sistema educativo que no convertía al estudiante en sujeto y en el principal artífice de su propia educación, sino en un objeto pasivo cuya única función era obedecer sumisamente los mandatos del profesor y repetir de memoria los conocimientos impartidos en el aula, así estos conocimientos no fuesen la verdad absoluta ni los profesores tuvieran toda la razón a la hora de enseñar lo que era bueno o lo que era malo, lo que era correcto o incorrecto, lo que servía y no se servía para la vida profesional.

Desde luego que no faltaban los alumnos que estaban bien adaptados al sistema de enseñanza mecánica y memorística de la educación empaquetada en los libros de texto. Ellos eran los favoritos, quienes se aprendían de memoria las lecciones, quienes sacaban los más altos puntajes en las evaluaciones y estaban siempre al día con los deberes escolares. Ellos eran los chanchitos mimados de los profesores.

Si en sus libretas lucías las mejores notas se hacían merecedores de los halagos y aplausos, y, de pasadita, antes de culminar el año lectivo, recibían  los regalos y diplomas de parte de los profesores, quienes los exhibían ante los demás como a los paradigmas del buen estudiante. Además, en los desfiles patrios del 23 de marzo y el 6 de agosto, ellos eran los abanderados y portaestandartes del colegio, los llamados a izar la bandera nacional en las horas cívicas y los encargados de velar por la buena imagen y el prestigio de la institución educativa a la que representaban en cuerpo y alma.   

De modo que, en un sistema de enseñanza donde no había cabida para los libres pensadores, los alumnos memoriones, que se aprendían el contenido de los libros de textos como el rezo del Padre Nuestro, pasaban por inteligentes, mientras los inteligentes pasaban por burros, por el simple hecho de no haber memorizado las lecciones ni haber cumplido con los deberes escolares.

Como es de suponer, los alumnos que copiaban los apuntes que los profesores escribían con tiza en la pizarra, sin modificar ni un punto, ni una coma, y se tragaban como con aceite el contenido de los libros de texto de la educación empaquetada, eran los que obtenían las mejores calificaciones en los exámenes y, por consiguiente, eran aprobados y promovidos a un curso inmediatamente superior, a diferencia de los alumnos que no asimilaban, en silencio y disciplinadamente, los conocimientos de la educación empaquetada. A estos les tocaba la peor parte, pues eran reprobados sin contemplaciones y estaban condenados a repetir el año lectivo cuantas veces fuese necesario, mientras sus compañeros se burlaran de ellos, mirándoles en la cara y gritándoles al unísono: ¡Aplazado, año pasado!

A estas alturas de mi vida, resulta triste recordar los años de mi infancia y adolescencia, porque están más cargados de malos recuerdos que de buenos, ya que los profesores que tuve, y de cuyos nombres prefiero no acordarme, actuaron más como mis verdugos que como los educadores que debían velar por el bienestar del alumno, procurando que este tenga sólido cimientos para desarrollarse exitosamente tanto en su vida personal como profesional.

FOTOS:

1. Víctor Montoya y su madre, Gloria Lora. Llallagua, 1970.

2. Leyendo un libro de Marx.

3. Víctor Montoya (con portafolio en mano) junto a sus compañeros de colegio, Llallagua, 1973.

miércoles, 21 de mayo de 2025

 

RECUERDOS DE UNA EDUCACIÓN TRAUMÁTICA

Estudié pedagogía en el Instituto Superior de Profesores en Estocolmo, no tanto porque me interesaban las Ciencias de la Educación, sino porque tenía la curiosidad de saber si era el alumno quien no se adaptaba al sistema escolar o era la escuela la que no se adaptaba a la situación del alumno. Los estudios, además, me sirvieron para evocar mi pasado como estudiante del ciclo primario y secundario; una experiencia que dejó profundas huellas en mi memoria y en mi modo de contemplar la realidad compleja y contradictoria de un país cuyo sistema educativo sigue avanzando a trancos y barrancos.

Yo asistí, a mediados de los años ‘60 de la pasada centuria, a la Escuela Jaime Mendoza (Actualmente, Unidad Educativa Jaime Mendoza) de la población minera de Llallagua, donde aprendí a leer y a escribir de la mano de una profesora que trabajaba en este establecimiento educativo, que fue el primero en construirse en un terreno pedregoso y polvoriento, no muy lejos de los cerros que manaban minerales que hicieron ricos a unos pocos y pobres a la inmensa mayoría.

La escuela fiscal estaba ubicada en el centro del pueblo, frente a la plaza principal y una iglesia que no podía faltar en un medio fuertemente arraigado en la fe católica. Según datos oficiales, fue instituida como escuela municipal en febrero de 1907, en beneficio de los hijos de los trabajadores de la Compañía Estañífera de Llallagua, perteneciente a un consorcio chileno, y a los hijos de las familias que emigraron de las áreas rurales tras el auge de la industria minera a principios de siglo XX. Solo años más tarde, el 25 de julio de 1938, adoptó el nombre de Jaime Mendoza, en honor al destacado médico y escritor chuquisaqueño, quien trabajó en los centros mineros de Llallagua y Uncía, y escribió la primera novela de ambiente minero intitulada En las tierras del Potosí (1911).

Como les relataba líneas arriba, yo asistí, para bien o para mal, a esta escuelita de infraestructura pobre, con paredes de adobes y pupitres desvencijados, sin saber que yo mismo, un buen día y por esos extraños azares del destino, me haría escritor como Jaime Mendoza. El simple hecho de haber asistido a esta escuelita, en cuyas aulas aprendí a leer y escribir así sea con autoritarismo y mano dura, me permite rastrear los primeros pasos de mi vida intelectual y literaria.

Si alguien se pregunta por qué considero a Llallagua como pueblo y no como ciudad, la respuesta es concluyente: se debe a que en mi época, hace más de medio siglo atrás, apenas era un pueblo, con una infraestructura arquitectónica sin previa planificación y una población que no se alzaba al rango de ciudad. Llallagua fue creada como cantón por el D.S. del 27 de diciembre de 1899 y como la Tercera Sección Municipal de la provincia Rafael Bustillo del departamento de Potosí por la ley del 17 de diciembre de 1957, promulgada durante la presidencia del Dr. Hernán Siles Suazo. Desde entonces tomaron varias décadas para que las autoridades municipales y los ciudadanos la consideraran una ciudad intermedia por su crecimiento demográfico, la expansión de las calles y viviendas, su importancia minera, comercial y la creación de la Universidad Nacional Siglo XX en 1985; una Casa Superior de estudios que es la criatura y esperanza de los trabajadores mineros de Bolivia. En el presente siglo, debido a razones obvias, nadie desconoce que Llallagua sea una de las ciudades intermedias más importantes de la provincia Rafael Bustillo del departamento de Potosí. 

Retomando el tema principal de este opúsculo, diría que si yo no recuerdo el nombre de mi profesora de educación primaria debe ser porque odiaba la escuela con la misma intensidad que la odiaba a ella, quien, aplicando los preceptos de la pedagogía negra, estaba acostumbrada a enseñar con la varilla en la mano y a punta de tirones de patillas y orejas.

A diferencia de mis compañeros de curso, yo era un alumno que, más por factores emocionales que neurológicas, no podía asimilar las enseñanzas de la lectura y la escritura inicial; de modo que mi profesora, desesperada porque aprendiera a leer y escribir al mismo ritmo que mis compañeros de curso, me aplicaba la ley de la educación a palos, consistente en enseñarme las lecciones con una conducta rigurosa y hasta con violencia.

Está claro que el sistema escolar que me tocó vivir en la infancia correspondía a la escuela tradicional en la que el profesor enseñaba y el alumno aprendía, el profesor sabía todo y el alumno nada, el profesor ordenaba y el alumno acataba, el profesor pensaba primero y el alumno pensaba después, el profesor hablaba y el alumno escuchaba, el profesor disciplinaba y el alumno era disciplinado, el profesor era sujeto y el alumno objeto, el profesor impartía los conocimientos y el alumno asimilaba pasivamente, el profesor confundía autoridad con autoritarismo, mientras el alumno estaba obligado a ser sumiso y a esconder sus opiniones bajo un sistema educativo que desconocía las normas elementales de la democracia educativa, donde tanto el profesor como el alumno debían ser sujetos que se merecían un respeto recíproco y proyectaban una educación donde se premiara el diálogo, la participación activa del profesor y el alumno en el proceso de enseñanza/aprendizaje, basado en un análisis crítico de los conocimientos, un respeto a las diferencias culturales, a la equidad de género, a los credos religiosos e ideologías diversas.  

Cuando estudié pedagogía, en mis años de juventud, aprendí que el sistema de enseñanza autoritaria era propio de los profesores mediocres que no habían leído a los investigadores de la  psicología evolutiva, a los especialistas en los trastornos emocionales de los niños ni a los pedagogos cuyas teorías defendían a los alumnos con capacidades diferentes, quienes, de acuerdo a la Convención sobre los Derechos del Niño, tenían también derecho a la educación y a una enseñanza impartida con amor, competencia profesional y mucha paciencia.

Debo reconocer que mis años escolares estaban llenas de experiencias traumáticas, de castigos físicos y psicológicos, que se perpetuaron en el crisol de mi memoria por el resto de mis días, debido a que mi profesora no supo entender que tenía dificultades en el proceso de aprendizaje de la lectura y la escritura inicial, no porque era un retardado mental, un alumno tarado, sino porque tuve una infancia que no fue la más armónica ni normal en el entorno familiar y social. Así que, al menos en mi caso, se repitió a rajatabla el adagio popular que dice: La letra con sangre entra. 

Lo extraño era que, por entonces, mi madre ejercía como directora de la Escuela Jaime Mendoza. Algunas veces, en mis noches de insomnio, cuando no podía conciliar el sueño por lo mal que lo pasaba en el establecimiento educativo, me preguntaba si acaso la profesora era estricta conmigo por temor a que mi madre le reprochara por tener en su curso alumnos retrasados en sus estudios, o, simple y llanamente, porque le hizo algún daño en algún momento de su vida personal o laboral, y que, por un acto de venganza, se empeñaba en hacerme sufrir con el mismo dolor que mi madre le infligió a ella.

En cualquier caso, la furia, represalia o venganza, que la profesora descargaba sobre mi persona, en lugar de protegerme contra toda forma de violencia física o mental, lesiones o abusos, era un problema que correspondía al mundo adulto, en el que yo no tenía ni arte ni parte; es decir, la disputa entre ellas, por la razón que fuere, no me incumbía ni tenía nada que ver conmigo, aunque entiendo que la venganza, que a veces quema como el magna de un volcán en el pecho, puede emerger como una respuesta a la ira y el rencor, buscando satisfacer una necesidad de compensación o equilibrio emocional.

La profesora no se daba cuenta del daño psicológico que me estaba causando con su actitud despótica y en extremo detestable, convirtiendo mis años de infancia en un infierno, justo en el periodo más sensible de mi vida que, pudiendo haber sido el más feliz, se tornó en un tormento. Sea como fuere, a través del comportamiento de ella, acaso sin saberlo ni quererlo, aprendí el  proverbio que reza: La venganza es un plato que se sirve frío.

No cabe duda de que mis estudios de pedagogía me permitieron redimirme de mi condición de pésimo alumno y comprender que los profesores que tuve no eran educadores por vocación, sino unos tristes gana panes, que estudiaron en la Normal de Maestros por necesidad, pero sin saber lo que estudiaban, porque una vez ubicados en sus fuentes laborales, convertían la escuela y el colegio en campos para impartir una educación espartana, alejados de los preceptos de la pedagogía moderna, que pregonaba el bienestar social, emocional y educativo de los niños y adolescentes, quienes, al fin y al cabo, son los futuros profesionales de un país en vías de desarrollo y los futuros ciudadanos de una sociedad democrática, donde sus dotes personales y conocimientos adquiridos en los establecimientos educativos se constituyen en los principales pilares para construir una nación con valores éticos y morales en beneficio de toda la colectividad.

No está por demás decir que ni los educadores ni los padres de familia estaban conscientes de que la pedagogía moderna había incorporado en el sistema educativo instituciones que se hacían cargo de los niños que presentaban dificultades para asimilar los conocimientos del mismo modo como lo hacían sus compañeros de la misma edad. Las profesoras y los profesores, metidos en aulas atestadas de alumnos, no tenían la capacidad ni el tiempo para atender las necesidades especiales de algunos niños que, por motivos emocionales o neurológicos, no podían asimilar los conocimientos al mismo tiempo que sus demás compañeros de curso. De modo que los educadores, ante la impotencia y la frustración, acudían al castigo físico y psicológico del niño, creyendo que este era el mejor método para que el alumno aprendiera los conocimientos estipulados por el programa de educación primaria.  

La profesora que tuve en ciclo inicial se parecía a las brujas de los cuentos de hadas, porque ella, además de cargar un pesado morral con sus problemas familiares, se ensañaba con los niños maleducados, poniéndoles de un grito en sus sitios y tirándoles cocachos en caso de descubrirlos jugando en sus pupitres. Algunas veces, creyendo que la didáctica más aconsejable para enseñar a un alumno era ridiculizándolo delante de sus compañeros, me sacaba al frente de los alumnos y, mirándome por el rabillo del ojo y pronunciando mi nombre con todo el vigor de su voz, me alcanzaba un libro y me obligaba a leer la página que ella señalaba con el dedo índice. Desde luego que yo, más asustado que nervioso, empezaba a temblar, a tartamudear como si tuviera un nudo en la garganta y a sentir que un sudor frío me corría por la espalda, hasta el extremo de que mis ojos se anegaban de lágrimas y se me nublaba la vista. Así que no podía distinguir las letras y menos leer las palabras. Entonces la profesora, al constatar que no podía ni siquiera deletrear, me pegaba un grito cerca de los oídos y de un empujón me devolvía a mi pupitre, mientras yo sentía que el maltrato, la impotencia y la furia me consumían por dentro.

Por otro lado, en la escuela se reproducían las discriminaciones sociales y raciales que existían en el pueblo. Aún recuerdo que cuando uno de mis compañeros retornó a las aulas, después de las vacaciones invernales, con el apellido cambiado de Mamani a Mollendo, los niños no tardaron en burlarse de él, recordándole que su apellido no era Mollendo sino Mamani. Esta actitud de intolerancia, incomprensión y menosprecio se repetía en el caso de otros niños que, ante la presión social y la discriminación racial, se inscribían en la escuela o retornaban a las aulas con otro apellido distinto al que tenía en su partida de nacimiento, habida cuenta de que, de la noche a la mañana, el Condori ya no era Condori sino Condorset y el Quispe era Quisbert.

Desde luego que en ese ámbito, donde primaba la violencia verbal y emocional, no eran los únicos que estaban expuestos a una situación de burla de parte de los bribones y matones de la escuela, sino también los niños percibidos como extraños por su aspecto físico, sus dificultades de integración y su incapacidad de defenderse de los acosadores que los consideraban como individuos débiles, poco populares y sin amigos.

Yo pasé mucho tiempo observando, pasivo e impotente, las burlas contra el compañero al que sus padres le cambiaron el apellido, hasta que un día, armándome de coraje y asumiendo la actitud de El Zorro de la revista de series, salí en defensa de mi compañero de curso, quien estaba siendo hostigado por el mismo grupo de alumnos que campeaban a sus anchas en el patio de la escuela. Me puse el guardapolvo blanco como una capa, sujeté el primer ojal, cerca del cuello, con el único botón que tenía en mi uniforme escolar, desenfundé mi regla como una espada y embestí contra quienes lo acorralaban con palabras de mofa, riéndose a costa de la tristeza de mi compañero de curso, quien era una evidente víctima del acoso escolar. Ese día me puse a su lado, demostrándole mi amistad y solidaridad, como quien estaba dispuesto a defenderlo a cualquier precio. En esas circunstancias me di cuenta, de un modo intuitivo o instintivo, que los acosadores, más que ser valientes, eran un grupo de alumnos que se sumaban al líder de forma unánime y gregaria para atacar a la víctima, que, por lo general, estaba solo, callado, sumiso y sentado en el último pupitre del aula.

La mofa contra el débil se producía en los recreos y en diversos espacios de la escuela: en el patio, el baño higiénico y hasta en la calle, pero casi siempre lejos del control y la vigilancia de profesoras y profesores, que no se aparecían en esos lugares en los que hacía falta la autoridad de un adulto que imponga límites a este tipo de conductas, donde el acosador principal proyectaba su falsa imagen de líder sobre el resto de sus seguidores, de ese grupo de rapazuelos que, como una jauría de perros hambrientos, atacaban al acosado de manera intencionada y reiterada, sin más motivo que martirizarlo sin contemplaciones, mofándose de un modo hiriente y despectivo, hasta que la víctima rompía en lágrimas y terminaba con la cabeza gacha, segregado de toda actividad escolar, como los juegos, los deportes y las excursiones.

Sin embargo, si se considera el acoso como un patrón de comportamiento, entonces habría que deducir que los alumnos mofadores, que además de ser los más grandes, fuertes y considerados populares, buscaban mayor respecto y una indiscutible posición de poder. Por lo tanto, estaban  acostumbrados a la agresión física, intimidación y amenazas para humillar o transgredir emocionalmente al compañero de carácter débil, con el fin de sentirse a sí mismos más fuertes y mejores ante la víctima que era considerada alguien despreciable, indigna, débil, indefensa, estúpida y cobarde.

El acosador, incapaz de ponerse en los zapatos del otro e imaginarse qué sentía la víctima del acoso, no terminaba de empujar, insultar, poner apodos y burlarse sin cesar, con el fin de causarle un daño físico y emocional al compañero, quien, probablemente, ni siquiera se quejaba de su situación ante sus padres y hermanos mayores, sino que soportaba su angustia en silencio y mordiéndose la lengua, aunque en el fondo de su alma sentía depresión, ansiedad, falta de apetito, dolor de cabeza, insomnio, pesadillas, sensación de ahogo y hasta tenía ganas de quitarse la vida.

Solo cuando alcancé los umbrales de la pubertad, y dejé de creer en los cuentos de hadas y en la mentira de que los bebés eran traídos por una cigüeña desde París, empecé a razonar lógicamente y a darme cuenta de que lo que pasaba dentro de la escuela no era más que el reflejo de lo que pasaba en la sociedad donde vivíamos inmersos cada día, y que la conducta del acosador, que desarrollaba en su personalidad una actitud agresiva y hasta peligrosa, hondaba sus raíces en los problemas sociales, económicos, culturales y familiares que ellos asimilaban en el seno del hogar, donde los padres ventilaban sus prejuicios sociales y raciales delante de los hijos.

No era casual que en una sociedad injusta y desigual, donde se manifestaba el menosprecio por el indio o el mestizo pobre, era normal la ridiculización, el insulto, la burla, los apodos y las demás manifestaciones de las discriminaciones individuales y colectivas, que se reproducían en las aulas como parte de una sociedad existente fuera de los muros de la escuela, donde la discriminaciones eran el pan de cada día. Era allí, entre las cuatro paredes del hogar, donde los niños, de condiciones socioeconómicas más favorables, escuchaban en boca de sus padres las frases de menosprecio contra el indio o el mestizo pobre; por eso mismo, los niños más vulnerables al acaso escolar eran aquellos que provenían de las comunidades rurales, de las zonas marginales del pueblo y de las familias donde los padres eran analfabetos y vivían en condiciones precarias.  

El año que culminé la escuela primaria, cerca de las festividades de Navidad, tenía la sensación de que por fin me había librado de una educación espartana, de un sistema de enseñanza cuartelaría, donde yo, a diferencia de mis compañeros de curso, no pasé los años más felices de mi infancia, debido al autoritarismo escolar que reinaba en las aulas y a la falta de tolerancia de parte de mi profesora que, más que ser profesora, era la bedela de una educación retrógrada y obsoleta.

viernes, 21 de marzo de 2025

LA BIBLIOTECA FAMILIAR DE UNA VORAZ LECTORA

No sé si mi madre conocía la sentencia de Emerson que Borges solía citar: Una biblioteca es una especie de gabinete mágico. En ese gabinete están encantados los mejores espíritus de la humanidad”, pero sí sé que ella reunió en una pequeña biblioteca familiar algunas obras que eran de su preferencia y otras que compraba por necesidad laboral.

Yo les echaba un vistazo, de cuando en cuando, a los libros que tenía mi madre, no en su dormitorio, sino apilados en una vitrina-estante que ella puso, por razones obvias, en una de las esquinas del cuarto que yo ocupaba todos los días y todas la noches para actividades ajenas a la literatura.

Si mi madre tenía algunos libros de su interés, y que los compró con su magro salario, no fue tanto porque disponía de todo el tiempo del mundo para leer, sino porque era maestra de educación primaria y secundaria, y una madre con una pila de hijos, que reducían a poco su hábito de la lectura. Sin embargo, era una persona que, gustosamente, podía perderse en la frondosidad del bosque de palabras, en ese laberinto de renglones y párrafos, donde estaba la luz del conocimiento humano y la extensión de la imaginación.

Lo interesante de todo es que, algunas noches, ya recostada en la cama, la veía leer hasta que se le cerraban los ojos de cansancio y el libro se le caía, con las páginas abiertas, sobre la cara o el pecho. Otras veces, cuando yo llegaba tarde a casa, después de concluidas mis travesuras en el pueblo, la encontraba sentada en el sillón de la sala, durmiendo con el libro abierto sobre el regazo. No cabe duda de que era una voraz lectora, hasta el extremo de que leía todo lo caía en sus manos.

Desde su infancia había cultivado su afición por los libros. Se decía que de joven leía a toda hora, que estando en la Normal Simón Bolívar, donde estudió para ser maestra, hacia beber tinta, por ser la mejor en todas las asignaturas, a sus compañeros de curso. Leyó a los clásicos de la literatura universal, a los escritores del boom de la literatura latinoamericana y a los autores bolivianos cuyas obras formaban parte de la asignatura de lenguaje y literatura de la educación secundaria. No todos eran de su agrado, pero estaba obligada, en su condición de profesora, a leerlos para impartir las lecciones en el aula.

Los libros que leyó en su adolescencia, incluidas las obras eróticas de Anaïs Nin, Marguerite Duras y Vargas Vila, fueron lecturas pasionales, de curiosidad y aprendizaje que le marcaron por el resto de sus días, como las novelitas de Corín Tellado. Así fue que en su edad adulta, leía con devoción las novelas, salpicadas de erotismo, de Mario Vargas Llosa o Vladimir Nabokov.  

Mi madre solía contar que, incluso cuando vivía con su hermana mayor, en la calle Illampu de la ciudad de La Paz, se daba modos de aprovechar la biblioteca de su hermano, el ideólogo trotskista Guillermo Lora, para leer libros a los que no siempre tenían acceso los lectores bolivianos, puesto que eran verdaderas reliquias que él adquiría de los libreros que atesoraban ediciones exclusivas de algunas obras difíciles de encontrar en las librerías y bibliotecas nacionales. Ella, sin previo permiso de su legítimo dueño, leyó varios de estos fabulosos volúmenes sentada en la cama y hasta tardes horas de la noche; prácticamente, hasta que su hermana mayor, por razones del elevado costo de la electricidad, apagaba la luz a una hora determinada, sin considerar si mi madre se encontraba en la parte más emocionante del libro, justo en esas partes en las que los lectores no están dispuestos a cerrar el libro porque están disfrutando de la lectura con los cinco sentidos.

Recuerdo que siempre leía hasta tardes horas de la noche, cuando ya sus pequeños hijos estaban dormidos, aunque la luz del foco iluminaba más sus ojos que las páginas del libro, una forma inapropiada de leer por las noches, sin una lámpara apropiada en el velador de la cama ni una luz diáfana que evitara estropearle la vista.

Era sorprendente ver la variedad de los libros que, de vez en vez, aparecían apilados sobre su velador, cerca de la cabecera de la cama. Yo, sinceramente, no entendía esta manía por los libros, sino hasta que yo mismo me convertí en un apasionado lector de obras literarias que llegaron a mi vida a través de las obras que mi madre puso al alcance de mis manos.

Fue entonces que me hice consciente de que algunas lectoras, como mi madre, no podían vivir ni dormir sin leer algo que les ofrezca el infinito placer de transportarlas en la imaginación hacia mundos ajenos a su realidad cotidiana y de la mano de los autores que las conducían, a través del caudal de palabras escritas, hacia mundos diversos y fascinantes, que se constituían en el aire que respiraban y en el espacio donde ellas eran las que más disfrutaban de las aventuras y desventuras de las historias y los personajes creados por el autor, que siempre tenían algo que ofrecer a sus lectoras, que no podían concebir una vida sin libros, así el libro, en una sociedad de consumo, sea un artículo de lujo y no un derecho de cualquier ciudadano del mundo.

Mi madre leía con sumo interés a los fabulistas de todos los tiempos, quizás por eso, hablaba con parábolas, sentencias y moralejas, que le permitían sintetizar sus ideas y sentimientos y poner en jaque los argumentos de sus interlocutores; una forma de abreviar las extensas exposiciones de las personas acostumbradas a hablar como cotorras solo por el hecho de hablar por hablar, porque tienen boca, pero no siempre la razón, como decía mi madre cada vez que tapaba la boca de sus interlocutores echándoles en la cara un simple proverbio o una moraleja universal. 

Las lecturas de mi madre hicieron de ella una persona culta, con conocimientos que no adquirió en las academias ni en las casas superiores de estudio, sino en los libros que cuidaba y cobijaba en su pequeña biblioteca familiar, una suerte de cofre donde estaban algunas de las joyas de la literatura nacional y mundial, un territorio poblado de palabras donde ella se refugiaba para sortear las obligaciones domésticas y rescatar el tiempo que dedicaba a su trabajo y sus hijos.

La pequeña biblioteca de mi madre fue un espacio suficiente que le proporcionaba una inconmensurable satisfacción y una sobrada felicidad, que ella necesitaba como toda mujer profesional, madre de familia y ama de casa. Si bien mi madre nunca fue una biblioteca andante, al menos fue, por vocación y afición, una genuina lectora de libros que rellenaban su silencio y tranquilidad, ya sea en las buenas o en las malas. No en vano se la podía encontrar, sentada junto a la mesa del comedor, con los diarios abiertos de par en par, entreteniéndose con las imágenes y columnas, sobre todo, de los suplementos culturales y literarios, un ejercicio cotidiano que practicó sagradamente, con rigurosa disciplina y asombrosa fuerza de voluntad, a lo largo de su octogenaria vida.

Los libros fueron en su vida los fieles amigos que la acompañaban, sin pedirle nada a cambio y toda vez que había la ocasión, en sus días menos ajetreados y en sus noches de insomnio. De ese modo aprendió a repetir de memoria algunos poemas y a recontar las fábulas que estaban llenas de valores éticos, estéticos y didácticos. Ella, sin mezquindad alguna, estaba siempre dispuesta a impartir sus conocimientos a sus alumnos en su condición de profesora de educación primaria y secundaria, o a compartir entre sus colegas, con humildad y generosidad a toda prueba, sus doctas enseñanzas, sabidurías que ella misma aprendió en las páginas de los libros que leyó toda su vida. 

No está por demás decir que mi madre tenía una prodigiosa memoria, porque así como memorizaba las parábolas bíblicas, memorizaba también los versos de los poetas clásicos y contemporáneos. Desde luego que había libros que eran de su preferencia y que los leía con el amor que recomendaba Pablo Neruda. Tengo la certeza de que ella leía, casi siempre, los libros que eran de su interés, porque la lectura debía ser una suerte de regocijo, una experiencia de relajamiento, un espacio de absoluta felicidad como concebían Emerson y Montaigne. Ella estaba convencida de que cualquier esfuerzo por leer un libro por obligación no conducía a forjar ni a estimular el hábito de la lectura.

Al ver a mi madre con el libro entre las manos, desde los años de mi infancia, me hizo consciente de que algunas lectoras no pueden vivir ni dormir mientras no hayan leído las páginas de un libro que, de estar bien escrito y a la altura de sus expectativas, les proporciona la honda satisfacción de haber surfeado en las olas de la imaginación, de haber expandido su visión del mundo y haber alcanzado un territorio solaz y maravilloso, donde el alma se llena de felicidad y la mente de conocimientos.

De mi madre aprendí el gusto por la lectura, ya que ella parecía una mariposa libando el néctar de los libros y yo quería parecerme a ella, que jamás dejó de ser una voraz lectora de la literatura nacional y mundial, hasta el día en que, rodeada de su seres queridos, sus libros favoritos y mirando su pequeña biblioteca familiar, falleció en el invierno de 2020, en Estocolmo, Suecia.

viernes, 20 de octubre de 2023

EN LA CASA DE UN ESCRITOR PERUANO

El escritor peruano Roberto Rosario Vidal, contra toda opinión y pronóstico, construyó una hermosa casa al pie de un escarpado cerro, en un terreno que nadie apreciaba en el pasado y que él pagó un precio que, por entonces, no le sacó un ojo de la cara, sino una magnífica idea, como eso de construir una residencia donde cupieran todas las aventuras de su imaginación.

Mi casa se hizo a golpes de paciencia y dedicación, me dijo, mientras el conductor venezolano nos miraba, de tanto en tanto, a través del espejo retrovisor. Roberto se reacomodó en el asiento del auto, señaló con el dedo hacia un cerro y, sonriéndose de sus propias ocurrencias, añadió que ahí estaba su casa, el laboratorio de sus creaciones literarias y el refugio donde se recluía para leer y escribir todo cuanto caía en sus manos y en su mente.

Entretanto el auto recorría, entre semáforos y trancaderas, por una amplia avenida cuyo nombre no recuerdo, él me refería algunas experiencias de su vida como funcionario público del Ministerio de Educación en Desarrollo Comunal; lo que le permitió peregrinar por las provincias y distritos de los departamentos de Lima, Ica y Ayacucho, capacitando a los profesionales del magisterio, pero, eso sí, sin dejar de mencionarme los episodios más cómicos y escabrosos que recreó en algunas de las páginas de sus libros que, sin ser enteramente autobiográficos, son testimonios vividos en primera persona y vivencias experimentadas en carne propia.

La casa está ubicada en las afueras de Lima, allí donde ahora creció una urbanización cosmopolita, con todos los servicios básicos, edificios modernos, escuelas y hasta una universidad; lo suficiente como para intuir que esta barriada periférica será, en poco tiempo más, otra de las zonas residenciales de la capital peruana.

Cuando nos apeamos del auto y nos despedimos del conductor, quien dejó su Venezuela natal para instalarse en Lima con ganas de triunfar a puro pulso, entramos en la casa y cruzamos el living. Roberto se me adelantó un poco y me condujo hacia un patio lleno de árboles y plantas. Miré en derredor, una y otra vez, imaginándome que la construcción no pudo haber sido nada fácil debido a la especial topografía del cerro, que él aplanó con pico, pala y carretilla, para luego construir su nidito familiar casi a su imagen y semejanza, con el asesoramiento de su esposa y el visto bueno de sus hijos. Levantó las habitaciones con amplias ventanas, arborizó el patio y sembró plantas variopintas. En la ladera del cerro, construyó una cascada artificial, con aguas que parecen brotar de las rocas, precipitándose hacia una pequeña fuente que él se ingenió como si formara parte de uno de sus cuentos o novelas de ambiente minero.


Sin embargo, lo que más llamó mi atención fue la perforación que hizo entre las rocas del cerro, con la ilusión de convertirla en una suerte de socavón natural, como quien ha trabajado toda una vida en las cuencas mineras del Perú y que, una vez jubilado tras los años idos y la misión cumplida, no se resigna a perder la costumbre de internarse en una bocamina. No en vano, entre 1989 y 2009, trabajó como consultor en gestión de recursos humanos, iniciando su largo periplo por diversas empresas mineras: Minas San Vicente (Chanchamayo), Quiruvilca, San Simón, Sayapuyo y Cascaminas (La Libertad), Chungar (Cerro de Pasco), Casapalca y San Juan (Lima), Catalina Huanca (Ayacucho). Producto de esta experiencia son los cuentos y las novelas en las que describe la cruda realidad social y económica de los mineros y sus familias.

La mina personal de Roberto Rosario Vidal, como todas las minas del mundo, tiene características y nombre propios. Se llama Mina Bonita, Nivel 435, y está ornamentada con cerámicas incaicas, lámparas, guardatojos y una serie de herramientas que recuerdan al laboreo minero de la época colonial y republicana. Todas las piezas dan la sensación de haber sido recolectadas como reliquias de alto valor histórico y sentimental.

A la pregunta: ¿Por qué esta obsesión de abrir una mina en tu propia casa? La respuesta es única y concluyente: Porque quería tener, aunque sea de manera simbólica, una mina en el patio de mi casa. Además, el cerro me permitió darme este gustito y realizar mi sueño. Entendí, asimismo, que no tuvo que trabajar mucho en su construcción, debido a que el socavón se abrió casi solo en la falda del cerro, cerca de las habitaciones que parecen empotradas en la roca viva y dura.

No salía de mi asombro al constatar que esta casa, arrimada al pie del cerro y con una mina de yapa, era única por su enorme biblioteca, flanqueada por cuadros, cerámicas, pinturas originales, diplomas, pergaminos y medallas, que este escritor acumuló desde su juventud, desde que decidió dedicar su alma e imaginación a los niños y adolescentes peruanos. Las medallas, que lucen dentro de una vitrina contigua al escritorio, le concedieron en diferentes eventos literarios tanto dentro como fuera de su país. Para él son como los trofeos que exhiben los deportistas, convencido de que su esfuerzo no fue en vano y que valió la pena desde todo punto de vista.

Otro detalle. En la entrada a la Mina Bonita, Nivel 435, está la estatuilla del Muki, con aspecto de gnomo o duendecillo orejón, pero no se siente la presencia del Chinchilico, ese ser demoniaco que también merodea a los trabajadores en los socavones del Perú, quizás porque todavía no hay un artista que lo tallara en roca mineralizada o lo esculpiera en greda. Sin embargo, nuestro anfitrión sabe que, más temprano que tarde, el Chinchilico ocupará, con impactante omnipresencia  y legítimo derecho, el lugar que le corresponde en esta casa de singular arquitectura.

La Mina Bonita, Nivel 435, de Roberto Rosario Vidal (Lima, 1948), es una más de sus fantasías hecha realidad, o, al menos, un escenario que permite situarse en una bocamina abierta como el bostezo del Muki, personaje fantástico de la mitología minera peruana, dueño de las riquezas minerales y ser tutelar de los trabajadores, a quienes, a veces, les juega bromas pesadas y les causa espanto escondiéndose entre los pliegues de las rocas y cubriéndose con el oscuro manto de las galerías.

Este escritor del cuento Lámpara de minero (2007), las novelas Volcán de viento (2008) y Pique Esperanza. Volcán de fuego (2018), es, sin duda alguna, uno de los firmes representantes de la literatura minera peruana, tanto así que, en 2021, no dudé en elaborar a cuatro manos la antología La narrativa minera peruano-boliviano, con los textos de una serie de autores de ambos países, con la plena seguridad de que este compendio sería la confirmación de una gran amistad y un trabajo mancomunado que iría reafirmándose con el paso del tiempo.

El escritor peruano, peruanísimo, es un excelente anfitrión y un sincero amigo de los verdaderos amigos. No escatima esfuerzos en enseñar los sitios más emblemáticos de su ciudad natal ni en deshacerse en atenciones. Cualquiera que esté en compañía de este ser de palabras andantes e infinitas anécdotas, como quien está en compañía de un buen libro, tendrá siempre la sensación de que los minutos compartidos son de gran provecho y que de ellos no quedará más que un grato recuerdo, iluminándose con luz propia en la mente y el corazón.  

 

lunes, 2 de agosto de 2021

 

CONFESIONES DE UN LECTOR DE LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

Les cuento que durante mucho tiempo me dediqué a escribir sobre el maravilloso mundo de la literatura infantil y juvenil, no solo porque soy escritor, sino también profesor. Cuando me encontraba en Europa, donde viví por más de 34 años, dirigí talleres de literatura para niños y jóvenes, con la idea de demostrarles a los chicos y grandes que cualquiera podía llegar a ser escritor de cuentos y poemas. De esos talleres resultó el libro Cuentos de jóvenes y niños latinoamericanos en Suecia (1983), que se publicó en Estocolmo y se usó como material de apoyo en la enseñanza del español como idioma materno en algunas escuelas suecas.


Años más tarde, motivado por el hermoso cuento Tormenta en los Andes, escrito por Walter Guevara Arze, quien fue presidente de Bolivia en 1979, decidí elaborar una antología de cuentos bolivianos en los cuales los protagonistas principales fuesen niñas y niños bolivianos. Reuní a 34 de los mejores escritores de entonces y publiqué el libro: El niño en el cuento boliviano (1999), que tuvo muy buena recepción y positivos comentarios en la prensa. Los escritores quedaron felices al saber que sus cuentos se leerían dentro y fuera de Bolivia, y yo, como se imaginarán, tenía el corazón latiéndome como cuando se termina de jugar un partido de fútbol o se ha saltado por mucho tiempo con una cuerda. 

Pero como mi interés por la literatura destinada a los niños y jóvenes seguía creciendo y creciendo como la espuma, no pude resistir la tentación de escribir un libro teórico sobre las condiciones fundamentales que deben reunir los libros que los escritores e ilustradores elaboran con esmero para los pequeños lectores. De esa inquietud, por demás necesaria y apasionante, surgió el ensayo: Literatura Infantil. Lenguaje y fantasía, que ya tiene varias ediciones desde el año 2003. En ese libro quise explicarles a los profesores, padres de familia y a todos quienes trabajan con los niños y adolescentes, lo importante que es la literatura infantil y juvenil para incentivar el hábito de la lectura, pero también para estimular y desarrollar la fantasía, el lenguaje, la inteligencia y la personalidad de los individuos desde su más tierna edad.

Aunque yo vivía en una población minera del norte de Potosí, donde los niños y adolescentes no podíamos disfrutar de la literatura infantil y juvenil, por la falta de bibliotecas escolares y porque casi nadie tenía este tipo de libros en sus hogares, tuve la posibilidad de hacerme de varias revistas de serie que, de alguna manera, me abrieron las puertas de ese fascinante universo donde las historietas estaban ilustradas con imágenes a todo color. Desde luego que esas revistas no correspondían al género de la literaturas infantil y juvenil, pero ocupaban el tiempo libre de los niños y jóvenes, entreteniéndonos en los horrorosos momentos de soledad y aburrimiento.

Desde que aprendí a leer y escribir con la ayuda del libro de texto Alborada, de las profesoras Albertina Condarco de Duchen y Laura Condarco De la Quintana, estaba ya listo para leer otros libros que fuesen de mi interés y no del interés de mis padres ni profesores, pero, por mucho que las buscaba en los anaqueles de la biblioteca pública de la Alcaldía de Llallagua y en la biblioteca del colegio nocturno Primero de Mayo, no las encontraba por ningún lado, como si estuviese buscando una aguja en un pajar. Cuando empecé la educación secundaria, como todo adolescente que termina de cruzar el umbral de la pubertad, tenía las esperanzas de acceder a la literatura que, por razones inherentes a la trágica realidad de los centros mineros, se me había privado en la infancia. Mas pronto me di cuenta de que estaba equivocado, ya que mis profesores de lenguaje y literatura, en lugar de proporcionarme los libros de aventuras de Emilio Salgari, Robert Louis Stevenson o Julio Verne, me dieron a leer libros de la llamada literatura clásica, como El cantar de Mío Cid de autor anónimo, Don Quijote de la Mancha de Cervantes, la Ilíada y La Odisea de Homero; libros escritos de manera abigarrada, con un lenguaje complejo para mi escaso vocabulario y desarrollo lingüístico, con episodios contextualizados en épocas pretéritas de la historia europea y personajes ajenos a mi entorno sociocultural.

A estos libros impuestos por los expertos en literatura, se sumaban las obras de algunos autores hispanoamericanos que, a la hora de pergeñar sus obras, no pensaron en crear una literatura para los adolescentes y mucho menos en satisfacer las expectativas de un joven lector. De modo que esas tediosas lecturas del colegio, que más parecían un castigo dentro del sistema educativo, no estimulaban el hábito de lectura ni potenciaban el afán por seguir explorando en los territorios de la palabra escrita, tras la búsqueda de los cofres donde reposaban las auténticas joyas de una literatura bien lograda en la forma y el contenido.

Entonces, como no tuve una niñez y una adolescencia rodeada de libros de literatura infantil y juvenil, llegué a la edad adulta sin haber leído los cuentos ni los poemas de los escritores/as que dedicaron su tiempo y talento a los niños y jóvenes bolivianos. Quizás debido a eso, tuve que volver a mi pasado para leer y conocer a los autores/as que, desde las décadas de los años 30 y 40 de la pasada centuria, escribieron obras destinadas a los niños y jóvenes de esta patria multilingüe y pluricultural. Leí sus obras con la misma curiosidad y pasión de quien descubre un mundo desconocido y, como envuelto en un halo de alucinación, me nació el deseo de presentar en un libro, estructurado en orden cronológico, un pedazo de la vida y obra de 15 precursores de la literatura infantil y juvenil boliviana (2021), sin otro motivo que dar a conocer lo que es poco conocido y hasta desconocido, y sin otra intención que compartir con otros lectores el interés por conocer primero lo nuestro, antes de cruzar las fronteras nacionales y echarnos a recorrer por los senderos de la literatura universal.

Ahora que he escudriñado en los recovecos de las bibliotecas públicas y privadas, donde encontré incluso varios libros cubiertos de polvo y olvido, me deslumbré con la presencia de tantos autores/as que nos hablan desde las páginas impresas de sus obras y, acaso sin darme cuenta, me propuse seguir escribiendo en torno a la literatura infantil y juvenil boliviana que, como es bien sabido por todos, se despojó de su traje de Cenicienta del siglo pasado para convertirse en la apreciada princesa del presente siglo, cuyas condiciones sociales, económicas y culturales son más favorables para los niños y jóvenes, quienes se constituyen en los pilares vitales de una sociedad donde los libros, además de ser instrumentos de formación y comunicación, son, algunas veces, como casas habitadas por los personajes de la vida real y, otras veces, son como castillos de fantasía habitadas por las criaturas de la imaginación.

Mis indagaciones sobre la literatura infantil y juvenil boliviana, desde que me establecí en la cuna de mi nacimiento, me han dado muchas satisfacciones, permitiéndome entablar amistad con varios de los escritores/as que se dedican con genuina vocación a crear obras dedicadas a los lectores que necesitan alimentar su espíritu con historias protagonizadas por personajes que, de un modo consciente o inconsciente, reflejan su propio fuero interno, compuesto por un puñado de realidades y otro puñado de fantasías, debido a tanto los niños, a diferencia de los adultos, no tienen un pensamiento enteramente lógico y hacen suyas las obras donde los argumentos y personajes se mueven en la sutil frontera donde termina la realidad y comienza la ficción. 

Aquí es necesario reconocer que yo mismo, en mi condición de narrador, nunca escribí un solo libro para niños, consciente de que no cualquiera puede crear una obra que despierte el interés de los lectores, con personajes que tengan vida propia y una temática que sea de su entero agrado, pues una cosa es escribir cualquier folletín a nombre de literatura infantil y otra muy distinta escribir un cuento, novela o poema, concebido desde la perspectiva de los niños y jóvenes, quienes, aparte de no aceptar que un autor/a les meta gato por libre, son los mejores jueces para tirar por los aires un libro que no les gusta, por mucho de que esté lujosamente empastado y cuente con el aval de los críticos literarios. Lo que los niños y jóvenes necesitan son libros cuyos personajes respiren junto a ellos y cuyos argumentos les toquen las fibras más sensibles de su personalidad, con una fuerza natural que haga ecos por mucho tiempo en el crisol de su memoria.

La literatura infantil y juvenil, lejos de transmitir normas de comportamiento moral y conocimientos científicos, es un instrumento que sirve para despertar la capacidad creativa de los lectores, para estimular el hábito de la lectura y para meterlos en una suerte de capsula fantástica donde el tiempo y el espacio real desaparecen, para dar paso a otros seres y otras constelaciones que tienen su propio tiempo y espacio. Si los niños logran escaparse de su realidad inmediata a través de la lectura de un libro, cuya historia tiene la fuerza de mantenerlos en un estado parecido al ensueño, entonces debe deducirse que el autor/a ha logrado consumar su principal objetivo, que consiste en hacer que los lectores se zambullan en un mar de letras, que hagan suyas las historias que se les cuenta y, en el mejor de los casos, que sean cómplices de las aventuras de la imaginación del artista de la palabra escrita.  

Ahora bien, mientras la vida me mantenga vivo, no dejaré de leer libros de literatura infantil y juvenil, sobre todo ahora que estoy fregado por haberme adentrado en las obras de los autores/as contemporáneos de Bolivia, donde se nota el florecimiento en los jardines de una de las literaturas que, durante muchísimo tiempo, parecía haberse congelado como un tempano de hielo en medio de un frígido invierno, provocado por la falta de mejores políticas culturales de parte de las instancias dependientes del Estado y de los actores implicados en la producción, promoción y planificación de lectura de los libros que dan tantas satisfacciones sin pedir nada a cambio.

Es cierto que soy una persona adulta, que me hace viejo solo en apariencia, pero eso no es un obstáculo para que siga leyendo libros de literatura infantil y juvenil, como quien busca refugiarse de los problemas de los mayores en las obras que encandilan la razón -y la sinrazón-, con palabras que tejen historias tanto reales como ficticias. Y si alguien me preguntara por qué sigo leyendo libros escritos para niños y jóvenes, no dudaría en confesarles mi secreto: aunque soy una persona adulta, sigo siendo niño y joven por dentro, por eso me encanta maravillarme leyendo los mismos libros que otros leen a hurtadillas y porque tengo un vivo interés por conocer a los autores/as que nos han dedicado sus libros con inconmensurable pasión y cariño.

La literatura infantil y juvenil, en realidad, no conoce edades; su único propósito es entretener a los lectores que, aun siendo viejos, no han dejado de ser niños en el fondo de su alma. De ahí que cuando los padres leen para sus hijos cuentos de hadas a la hora de dormir, no hacen otra cosas que revivir los años de su propia infancia, cuando también a ellos les leían sus padres, sentados o recostados en la cama, cuentos que les iluminaban la imaginación y los transportaban a otras dimensiones donde era posible que una flor hable, un árbol camine y un río cante; o esos otros cuentos fabulosos de la tradición oral en los que un sapo podía convertirse, con un solo beso, en un hermoso príncipe, o una niña pobre podía trocarse, gracias a la varita mágica del hada madrina, en una bella y afortunada princesa.

Por último, cabe recordarles a mis compañeros de ruta, a quienes reman en la misma dirección, que todo lo que se haga a favor de la literatura infantil y juvenil, tanto dentro como fuera del país, será siempre un acto loable y una acción que ayudará a comprender que los libros no siempre son medios para impartir conocimientos científicos, sino cajitas mágicas, de ilusiones y sorpresas, donde los argumentos y personajes cobran vida mediante el arte de la palabra escrita, y que la lectura en las unidades educativas no puede -ni debe- ser una tarea forzada, sino una actividad de relajamiento y felicidad, similar a un espacio lúdico donde no tienen lugar el aburrimiento ni la obligación.


sábado, 10 de julio de 2021

 

LA CALLE DONDE MUEREN LOS VALIENTES

Cuando era niño vivía con mis abuelos, cuya casa estaba ubicada al fondo de un callejón sin salida que, en realidad, era un apéndice de la calle Modesto Omiste, más conocida por los pobladores como la calle donde mueren los valientes, debido a la cantidad de trifulcas, a veces con funestos desenlaces, protagonizadas por los parroquianos que asistían a las chicherías que abundaban en esta calle, que se extendía desde la entonces Plaza 10 de Noviembre (actual Plaza de Armas), donde está emplazado el edificio de la municipalidad de Llallagua, hasta la entonces Plaza Nueva (actual Mercado Central), donde los niños nos dábamos cita para jugar.

Lo que no sabía por entonces era el porqué le pusieron el nombre de Modesto Omiste a la calle, mal empedrada y con subidas y bajadas, con casas de adobe y techos de calamina o paja brava. Lo único que sabía era que el callejón sin salida, donde estaba la casa de mis abuelos, antes fue un basural por donde cruzaba un río que, en épocas de aguacero, arrastraba todo lo que encontraba a su paso. En este mismo lugar, donde abundaban perros, gatos y cerdos, las personas hacían sus necesidades y echaban los cubos de basura.

Mi abuelo compró esos terrenos baldíos, levantó un poteo con piedras labradas sobre el río y ahí mismo mandó construir su casa, con una hilera de cuartos alrededor del patio y un jardín incluidos. Yo jugaba con los niños de la vecindad y no era raro que llegáramos, empujando una tapa-corona con el trompo, hasta la calle Omiste, donde estaban las chicherías que expendían el néctar de los incas, la bebida alcohólica elaborada a base de maíz, que se fermentaba en tinajas de gran tamaño y que las cholitas Akhabanderas (chicheras con banderines blancos en la mano) ofrecían en tutumas a los parroquianos, quienes, al caer la tarde y armados con charangos y guitarras, se metían a cantar y bailar, mientras consumían las jarras llenas del amarillo brebaje, que los tumbaba como sacos de papas o les despertaba sus instintos agresivos, que casi siempre terminaba en gritos, insultos y, como ustedes se imaginarán, en un remolino de patadas y puñetes. 

A altas horas de la noche, la calle parecía una olla de grillos y, poco después, un hervidero de vozarrones de borrachos y chillidos de mujeres, que no dejaban conciliar el sueño de los vecinos, sino hasta que despuntaba el alba con el canto de los gallos. Al nacer un nuevo día, las puertas de las chicherías estaban cerradas por dentro y las cholitas no estaban ya invitando a pasar al local para servirse la bebida disponible hasta que el cuerpo y el bolsillo aguanten, pero apenas la gente ganaba la calle, se sabía que alguien había perdido la vida en la trifulca y que en el empedrado había un reguero de sangre. De modo que la famosa calle Omiste, mejor conocida como la calle donde mueren los valientes, era una suerte de zona roja, que durante el día estaba poblada por vecinos que llevaban una vida normal, pero al precipitarse la noche, sobre todo los fines de semana, se convertía en un pequeño infierno, donde imperaba la fuerza del más fuerte, el desenfreno amoroso y la borrachera sin control.

Los niños vivíamos felices en esta calle que, vista desde la parte baja y desde la perspectiva de un infante, parecía un tobogán hecho de tierra, polvo y piedra. Jugábamos en las aceras y la calzada, haga frío o haga calor, con cachinas, cuerdas, trompos y pelotas de goma, a falta de un parque de diversiones y jardines infantiles. Ahora solo falta saber qué fue de todos esos niños, qué rumbos tomaron y qué otras calles poblaron; pero, sobre todo, me pregunto si acaso ellos se acuerdan, como yo lo hago aquí y ahora, de las aventuras que compartíamos en la calle Omiste o, como nosotros la llamábamos, la calle donde mueren los valientes.

Cierto día, mientras repasaba las aventuras y desventuras de mi infancia, volví a preguntarme por qué las autoridades ediles bautizaron con el nombre de Modesto Omiste una de las principales arterias de la población de Llallagua, que desde principios del siglo XX respiraba y se mantenía activa gracias a la Empresa Minera Catavi, que contaba con miles de obreros que trabajaban en interior y exterior mina, las 24 horas del día y los siete días de la semana.

Decidido a despejar mis dudas, como quien está picado por su propia curiosidad, me puse a navegar en las redes de Internet para averiguar más datos sobre la vida y obra de Modesto Omiste, quien, por diversas razones inherentes a su actividad pedagógica, política y literaria, era digno de ser imitado y admirado no solo por sus coterráneos, sino también por los niños y jóvenes de Bolivia, que necesita de hombres y mujeres que vivan para servir al país y no para servirse de él.

Lo que por mucho tiempo no supe era que el nombre de la calle, instituida por ordenanza municipal y votación unánime, era en reconocimiento a la amplia labor cultural del prestigioso escritor Modesto Omiste Tinajeros, cuyo nombre fue puesto sucesivamente a varias instituciones educativas, calles y a una de las dieciséis provincias del departamento de Potosí, con su capital Villazón, creada por Ley del 18 de septiembre de 1958.

Tampoco sabía que este honorable potosino, nacido 6 de junio de 1840 y fallecido el 16 de abril de 1898, fue escritor, periodista, abogado, político, diplomático e historiador; menos aún que fue un excelso educador desde su juventud y que se preocupó por mejorar el sistema educativo nacional, defendiendo el derecho a la enseñanza primaria pública gratuita, tanto para las niñas como para los niños bolivianos. No en vano algunos de sus colegas lo llamaron El Sarmiento Boliviano por su consagración a la educación libre en todos sus grados, y por la influencia que tuvo en la Ley de Libertad de Enseñanza aprobada el 22 de noviembre de 1872; más todavía, en honor y homenaje a Modesto Omiste, el presidente Bautista Saavedra anunció, en 1924, que el Día del maestro se celebraría en la fecha de su nacimiento, el 6 de junio de todos los años.

Durante su amplia actividad pública y política, fue prefecto, diputado, embajador en Estados Unidos, fundador del Partido Liberal y opositor del gobierno de Mariano Melgarejo, quien lo desterró por considerarlo su enemigo principal. Como periodista y escritor, fundó el periódico El Tiempo, que se publicaba en la imprenta que él mismo importó de Pensilvania; razón por la que se lo consideró precursor del periodismo nacional. En la misma imprenta de El Tiempo se editaron los libros que él tradujo del inglés y del francés, y cuya distribución fue gratuita en las escuelas municipales de Potosí.

Este escritor de lentes ovalados, patillas y bigotes largos, papada pronunciada y entrado en carnes, fue una personalidad respetada y admirada en la Villa Imperial de Potosí, donde rescató y recreó las tradiciones, historias y modus vivendi de sus pobladores en sus crónicas, que fueron escritas con sapiencia y pluma bien afilada. Su obra literaria, compuesta por Crónicas potosinas (4 v., 1893-1896); Caracas, cuna del Libertador (1889); Monografía del departamento de Potosí (1892); Historia de Potosí 1811 y 1812 (1893); Historia de Bolivia (1897) y Obras escogidas (2 v., 1941), fue ampliamente difundida en su ciudad natal y, con el correr de los años, pasó a formar parte de la selecta bibliografía del patrimonio histórico, político y cultural de la nación boliviana.

Sin embargo, a pesar de su imponente trayectoria, lo más probable es que en mi infancia, ninguno de los vecinos de la calle donde mueren los valientes, atestada de chicherías y escenario de peleas a puño limpio, sabía quién era Modesto Omiste y menos aún que alguno de ellos hubiese leído los libros del ilustre desconocido para la mayoría de los llallagueños, quienes no eran los más letrados ni ilustrados a mediados del siglo XX.

Al final de mis indagaciones, me quedé más convencido de que la calle Omiste, en cuyo callejón sin salida estaba situada la casa de mis abuelos, era una de las calles más conocidas de Llallagua, porque en ella habitaban también artesanos de los más diversos oficios, como los sombrereros, zapateros, carpinteros, sastres, phasankhalleros y panaderos. Asimismo, era la calle donde vivían algunos importantes dirigentes sindicales como César Lora, de quien, a mediados de los años 1960, se decía que organizó, desde la clandestinidad, el jukeo con un grupo de personas desocupadas y otro grupo de mineros que fueron despedidos, acusados de subversivos y agitadores comunistas, por la dictadura militar de René Barrientos, y que con una parte de las ganancias de la venta de los minerales extraídos ilegalmente de la mina, se adquirió una volqueta roja que solía estar aparcada en la puerta de la casa de mis abuelos. Además, se decía que con el dinero del jukeo se compró varias armas de fuego, con la intención de organizar las milicias obreras y emprender la revolución proletaria.

En esta zona céntrica de la población no faltaban los profesionales dedicados a la abogacía, la educación y el comercio informal. Eso sí, lo que menos faltaba en la calle Omiste, más mentada como la calle donde mueren los valientes, eran los locales que expendían bebidas espirituosas a los parroquianos que se daban cita para ahogar sus penas en los brazos de las hermosas akha banderitas (chicheras con banderines blancos), quienes provenían de las provincias del norte de Potosí, con la ilusión de conseguir un trabajo digno y mejorar su condición de vida en una población minera, donde las chicherías se parecían a la casa del jabonero, donde el que no caía… 

Desde los años de mi infancia transcurrieron varias décadas, pero la calle Modesto Omiste, como detenida en una imagen fotográfica, no cambió demasiado desde que fue bautizada con el nombre del célebre cronista y político potosino; las casas continúan conservando su arquitectura original y los vecinos, convertidos en su mayoría en pequeños tenderos, siguen viviendo como en el pasado. Lo único que ha cambiado es el empedrado de la calle, que ahora tiene adoquines, y la Plaza Nueva, en la parte final y superior de la calle, que ahora es un mercado moderno de abasto y no un mercado campesino, pues ya no se ven llamas ni asnos, que antes llegaban del campo cargados de productos agrícolas, que se vendían a los compradores entre empujones y voces altisonantes.

Cuando volví a recorrer por la calle Omiste, después de una larga ausencia, recordé mi infancia con un soplo de nostalgia, a pesar de que la casa de mis abuelos, ubicada al fondo del callejón sin salida, tenía ya otro dueño, mas su estructura seguía siendo la misma, salvo que el jardín, donde se cultivaban flores de los más diversos colores y fragancias, se trocó en un patio empedrado, aparte de que los cuartos de los inquilinos, que antes me parecían ambientes amplios y cómodos, no eran más que unos cuartuchos donde apenas cabía una familia de tres miembros y u7n par de muebles. Todo lo demás, los recuerdos de los vecinos muertos y la ausencia de los vecinos vivos, correspondía a un pasado que se quedó atrapado entre las paredes de las casas emplazadas a lo largo de la calle Modesto Omiste, más conocida por los llallagueños como la calle donde mueren los valientes, pero no porque los parroquianos perdían la vida por valientes o porque estaban conscientes de que un hombre valiente no muere de viejo, sino, simple y llanamente, por provocadores, pendencieros y bebedores sin estribos ni control.