CONFESIONES
DE UN LECTOR DE LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL
Les cuento que durante mucho tiempo me dediqué a escribir sobre el maravilloso mundo de la literatura infantil y juvenil, no solo porque soy escritor, sino también profesor. Cuando me encontraba en Europa, donde viví por más de 34 años, dirigí talleres de literatura para niños y jóvenes, con la idea de demostrarles a los chicos y grandes que cualquiera podía llegar a ser escritor de cuentos y poemas. De esos talleres resultó el libro Cuentos de jóvenes y niños latinoamericanos en Suecia (1983), que se publicó en Estocolmo y se usó como material de apoyo en la enseñanza del español como idioma materno en algunas escuelas suecas.
Pero
como mi interés por la literatura destinada a los niños y jóvenes seguía
creciendo y creciendo como la espuma, no pude resistir la tentación de escribir
un libro teórico sobre las condiciones fundamentales que deben reunir los
libros que los escritores e ilustradores elaboran con esmero para los pequeños
lectores. De esa inquietud, por demás necesaria y apasionante, surgió el
ensayo: Literatura Infantil. Lenguaje y fantasía, que ya tiene varias
ediciones desde el año 2003. En ese libro quise explicarles a los profesores,
padres de familia y a todos quienes trabajan con los niños y adolescentes, lo
importante que es la literatura infantil y juvenil para incentivar el hábito de
la lectura, pero también para estimular y desarrollar la fantasía, el lenguaje,
la inteligencia y la personalidad de los individuos desde su más tierna edad.
Aunque
yo vivía en una población minera del norte de Potosí, donde los niños y
adolescentes no podíamos disfrutar de la literatura infantil y juvenil, por la
falta de bibliotecas escolares y porque casi nadie tenía este tipo de libros en
sus hogares, tuve la posibilidad de hacerme de varias revistas de serie que, de
alguna manera, me abrieron las puertas de ese fascinante universo donde las
historietas estaban ilustradas con imágenes a todo color. Desde luego que esas
revistas no correspondían al género de la literaturas infantil y juvenil, pero ocupaban
el tiempo libre de los niños y jóvenes, entreteniéndonos en los horrorosos
momentos de soledad y aburrimiento.
Desde
que aprendí a leer y escribir con la ayuda del libro de texto Alborada,
de las profesoras Albertina Condarco de Duchen y Laura Condarco De la Quintana,
estaba ya listo para leer otros libros que fuesen de mi interés y no del
interés de mis padres ni profesores, pero, por mucho que las buscaba en los
anaqueles de la biblioteca pública de la Alcaldía de Llallagua y en la
biblioteca del colegio nocturno Primero de Mayo, no las encontraba por
ningún lado, como si estuviese buscando una aguja en un pajar. Cuando empecé la
educación secundaria, como todo adolescente que termina de cruzar el umbral de
la pubertad, tenía las esperanzas de acceder a la literatura que, por razones
inherentes a la trágica realidad de los centros mineros, se me había privado en
la infancia. Mas pronto me di cuenta de que estaba equivocado, ya que mis
profesores de lenguaje y literatura, en lugar de proporcionarme los libros de
aventuras de Emilio Salgari, Robert Louis Stevenson o Julio Verne, me dieron a
leer libros de la llamada literatura clásica, como El cantar de Mío
Cid de autor anónimo, Don Quijote de la Mancha de Cervantes, la Ilíada
y La Odisea de Homero; libros escritos de manera abigarrada, con un
lenguaje complejo para mi escaso vocabulario y desarrollo lingüístico, con
episodios contextualizados en épocas pretéritas de la historia europea y
personajes ajenos a mi entorno sociocultural.
A
estos libros impuestos por los expertos en literatura, se sumaban las
obras de algunos autores hispanoamericanos que, a la hora de pergeñar sus
obras, no pensaron en crear una literatura para los adolescentes y mucho menos
en satisfacer las expectativas de un joven lector. De modo que esas tediosas
lecturas del colegio, que más parecían un castigo dentro del sistema educativo,
no estimulaban el hábito de lectura ni potenciaban el afán por seguir
explorando en los territorios de la palabra escrita, tras la búsqueda de los
cofres donde reposaban las auténticas joyas de una literatura bien lograda en
la forma y el contenido.
Entonces,
como no tuve una niñez y una adolescencia rodeada de libros de literatura
infantil y juvenil, llegué a la edad adulta sin haber leído los cuentos ni los
poemas de los escritores/as que dedicaron su tiempo y talento a los niños y
jóvenes bolivianos. Quizás debido a eso, tuve que volver a mi pasado para leer
y conocer a los autores/as que, desde las décadas de los años 30 y 40 de la pasada
centuria, escribieron obras destinadas a los niños y jóvenes de esta patria
multilingüe y pluricultural. Leí sus obras con la misma curiosidad y pasión de
quien descubre un mundo desconocido y, como envuelto en un halo de alucinación,
me nació el deseo de presentar en un libro, estructurado en orden cronológico,
un pedazo de la vida y obra de 15 precursores de la literatura infantil y
juvenil boliviana (2021), sin otro motivo que dar a conocer lo que es poco
conocido y hasta desconocido, y sin otra intención que compartir con otros
lectores el interés por conocer primero lo nuestro, antes de cruzar las
fronteras nacionales y echarnos a recorrer por los senderos de la literatura
universal.
Ahora que he escudriñado en los recovecos de las bibliotecas públicas y privadas, donde encontré incluso varios libros cubiertos de polvo y olvido, me deslumbré con la presencia de tantos autores/as que nos hablan desde las páginas impresas de sus obras y, acaso sin darme cuenta, me propuse seguir escribiendo en torno a la literatura infantil y juvenil boliviana que, como es bien sabido por todos, se despojó de su traje de Cenicienta del siglo pasado para convertirse en la apreciada princesa del presente siglo, cuyas condiciones sociales, económicas y culturales son más favorables para los niños y jóvenes, quienes se constituyen en los pilares vitales de una sociedad donde los libros, además de ser instrumentos de formación y comunicación, son, algunas veces, como casas habitadas por los personajes de la vida real y, otras veces, son como castillos de fantasía habitadas por las criaturas de la imaginación.
Mis
indagaciones sobre la literatura infantil y juvenil boliviana, desde que me
establecí en la cuna de mi nacimiento, me han dado muchas satisfacciones,
permitiéndome entablar amistad con varios de los escritores/as que se dedican
con genuina vocación a crear obras dedicadas a los lectores que necesitan
alimentar su espíritu con historias protagonizadas por personajes que, de un
modo consciente o inconsciente, reflejan su propio fuero interno, compuesto por
un puñado de realidades y otro puñado de fantasías, debido a tanto los niños, a
diferencia de los adultos, no tienen un pensamiento enteramente lógico y hacen
suyas las obras donde los argumentos y personajes se mueven en la sutil
frontera donde termina la realidad y comienza la ficción.
Aquí
es necesario reconocer que yo mismo, en mi condición de narrador, nunca escribí
un solo libro para niños, consciente de que no cualquiera puede crear una obra
que despierte el interés de los lectores, con personajes que tengan vida propia
y una temática que sea de su entero agrado, pues una cosa es escribir cualquier
folletín a nombre de literatura infantil y otra muy distinta escribir un
cuento, novela o poema, concebido desde la perspectiva de los niños y jóvenes,
quienes, aparte de no aceptar que un autor/a les meta gato por libre, son los
mejores jueces para tirar por los aires un libro que no les gusta, por mucho de
que esté lujosamente empastado y cuente con el aval de los críticos literarios.
Lo que los niños y jóvenes necesitan son libros cuyos personajes respiren junto
a ellos y cuyos argumentos les toquen las fibras más sensibles de su
personalidad, con una fuerza natural que haga ecos por mucho tiempo en el
crisol de su memoria.
La
literatura infantil y juvenil, lejos de transmitir normas de comportamiento
moral y conocimientos científicos, es un instrumento que sirve para despertar
la capacidad creativa de los lectores, para estimular el hábito de la lectura y
para meterlos en una suerte de capsula fantástica donde el tiempo y el espacio
real desaparecen, para dar paso a otros seres y otras constelaciones que tienen
su propio tiempo y espacio. Si los niños logran escaparse de su realidad
inmediata a través de la lectura de un libro, cuya historia tiene la fuerza de
mantenerlos en un estado parecido al ensueño, entonces debe deducirse que el
autor/a ha logrado consumar su principal objetivo, que consiste en hacer que
los lectores se zambullan en un mar de letras, que hagan suyas las historias
que se les cuenta y, en el mejor de los casos, que sean cómplices de las
aventuras de la imaginación del artista de la palabra escrita.
Ahora
bien, mientras la vida me mantenga vivo, no dejaré de leer libros de literatura
infantil y juvenil, sobre todo ahora que estoy fregado por haberme adentrado en
las obras de los autores/as contemporáneos de Bolivia, donde se nota el
florecimiento en los jardines de una de las literaturas que, durante muchísimo
tiempo, parecía haberse congelado como un tempano de hielo en medio de un
frígido invierno, provocado por la falta de mejores políticas culturales de
parte de las instancias dependientes del Estado y de los actores implicados en
la producción, promoción y planificación de lectura de los libros que dan
tantas satisfacciones sin pedir nada a cambio.
Es cierto que soy una persona adulta, que me hace viejo solo en apariencia, pero eso no es un obstáculo para que siga leyendo libros de literatura infantil y juvenil, como quien busca refugiarse de los problemas de los mayores en las obras que encandilan la razón -y la sinrazón-, con palabras que tejen historias tanto reales como ficticias. Y si alguien me preguntara por qué sigo leyendo libros escritos para niños y jóvenes, no dudaría en confesarles mi secreto: aunque soy una persona adulta, sigo siendo niño y joven por dentro, por eso me encanta maravillarme leyendo los mismos libros que otros leen a hurtadillas y porque tengo un vivo interés por conocer a los autores/as que nos han dedicado sus libros con inconmensurable pasión y cariño.
La
literatura infantil y juvenil, en realidad, no conoce edades; su único
propósito es entretener a los lectores que, aun siendo viejos, no han dejado de
ser niños en el fondo de su alma. De ahí que cuando los padres leen para sus
hijos cuentos de hadas a la hora de dormir, no hacen otra cosas que revivir los
años de su propia infancia, cuando también a ellos les leían sus padres,
sentados o recostados en la cama, cuentos que les iluminaban la imaginación y
los transportaban a otras dimensiones donde era posible que una flor hable, un
árbol camine y un río cante; o esos otros cuentos fabulosos de la tradición
oral en los que un sapo podía convertirse, con un solo beso, en un hermoso
príncipe, o una niña pobre podía trocarse, gracias a la varita mágica del hada
madrina, en una bella y afortunada princesa.
Por
último, cabe recordarles a mis compañeros de ruta, a quienes reman en la misma
dirección, que todo lo que se haga a favor de la literatura infantil y juvenil,
tanto dentro como fuera del país, será siempre un acto loable y una acción que
ayudará a comprender que los libros no siempre son medios para impartir
conocimientos científicos, sino cajitas mágicas, de ilusiones y sorpresas,
donde los argumentos y personajes cobran vida mediante el arte de la palabra
escrita, y que la lectura en las unidades educativas no puede -ni debe- ser una
tarea forzada, sino una actividad de relajamiento y felicidad, similar a un
espacio lúdico donde no tienen lugar el aburrimiento ni la obligación.
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