EL
ALMAKHAWA Y YARAWIKU WILLY FLORES
Si
uno observa con detenimiento esta fotografía, captada en un espacio sin espacio
y en un tiempo sin tiempo, observará que el Almakhawa no es una creación
divina, sino la expresión auténtica del imaginario aymara, donde los seres
fabulosos se mueven más en un nivel cosmológico que científico, lejos de todo
razonamiento lógico y esquemático.
El Almakhawa tiene dos pequeños cuernos,
seis ojos sobrepuestos, la piel labrada en el rostro y una boca abierta,
dejando ver la hilera superior de sus brillantes y apretados dientes, que le
ayudan a articular palabras cargadas de sabiduría, como si los pensamientos y
sentimientos le brotaran en cascadas desde el fondo del alma. Está ataviado con
un traje rico en brocados, capucha en el camisón y falda cubriéndole hasta más
abajo de las rodillas; lleva un pequeño q’epi (bulto) en la parte
inferior de la espalda, casi a la altura de la cintura, donde luce una faja
ancha con diseños horizontales; lleva también guantes y medias tejidas con lana
de alpaca para protegerse de los gélidos vientos del altiplano. Pero lo que más
llama la atención es el muñeco que el Almakhawa carga en bandolera y en la
parte delantera; el muñeco, más que representar a una criatura humana, parece el
aborto de la naturaleza, carece de extremidades, aunque tiene un lluch’u
(gorro) en la cabeza, como si de veras fuese un niño parido por las tragedias
humanas convertidas en gritos de horror.
El
autor de esta fotografía es José García Choque, uno de los actores del elenco ALBOR,
a quien Willy Flores le explicó, con la paciencia y didáctica de un consumado
maestro, que cuando uno está detrás de la filmadora o cámara fotográfica, debe
parecerse al Alamakhawa, cuyo principal atributo es ver las luces y sombras que
otros no pueden o no saben ver. Cuando alguien le pregunta a este joven de
cuerpo fornido y melena larga, ¿dónde y cuándo aprendió el arte de la
fotografía?, contesta que aprendió a captar buenos retratos y paisajes de
manera autodidacta y gracias a los acertados consejos de su maestro Willy
Flores; y, como en todo oficio hecho de intuición y sensibilidad estética, se
aprende a domar el oficio dándole duro a la cámara fotográfica, que exige de la
destreza del artista para captar imágenes que cuenten historias sin
intermediarios ni voces prestadas.
El
Almakhawa, sin ni siquiera ponerse legañas de perro negro en los ojos, posee el
don de penetrar en el ajayu (alma) de los vivos y muertos, y ver a
través de sus ojos lo que ellos no pueden ver por sí mismos. Este personaje,
capaz de leer los pensamientos en la frente y ver la luz entre las tinieblas, como
el Tío ve con el fuego de sus ojos entre las penumbras de los socavones, es el
sabio entre los sabios, el yatiri dotado de facultades divinas para mantener
contacto con los vivos y muertos, con los dioses y las dimensiones desconocidas
del cosmos, donde él traspasa tiempos y espacios como todo ser extraordinario
creado más por la imaginación que por la realidad concreta.
Ahora
bien, todos estarán preguntándose quién se esconde detrás de este magnífico
atuendo del Almakhawa. La respuesta es simple y directa: el actor que está
dentro de este personaje, que parece arrancado de los recovecos más recónditos
de la mitología andina, es el mismísimo Willy Flores, fundador y director del Centro
de Arte y Cultura ALBOR, uno de los movimientos culturales más influyentes en
la urbe alteña desde 1997. Y, por supuesto, muchos estarán preguntándose quién
es –o era– Willy Flores Quispe. ¿Qué hacía y qué pensaba? Desde luego que no es
fácil sintetizar la vida y obra de un multifacético artista, quien vivía para
entregar a su pueblo lo mejor que tenía: su capacidad creativa y su
inteligencia a toda prueba.
Willy Flores nació el 19 de agosto de 1979 en la pequeña comunidad de Ilabaya, perteneciente al municipio de Sorata de la provincia Larecaja del departamento de La Paz; era hijo de la milenaria cultura aymara, cuyas tradiciones ancestrales las conservaba, difundía y defendía con orgullo. Hasta sus seis años fue un aymarista cerrado y aprendió el castellano recién cuando ingresó a la escuela. Estudió la primaria y secundaria en la combativa ciudad de El Alto, donde destacó entre los muchachos de su generación por su liderazgo y cautivante personalidad.
Cuando
la muerte lo alcanzó el 19 de julio de 2020, llevaba ya más de dos décadas como
actor, declamador y poeta; en realidad, desde los 14 años de edad, desde que
una de sus maestras de colegio le impulsó a cultivarse en el campo de la
declamación, consciente de que Willy poseía cualidades naturales para la
interpretación de las poesías que caían en sus manos y que él las destilaba en
su corazón sensible al amor y el dolor humanos. Así fue como se consagró como
el ganador del Festival Pluma de Plata en 1998; un premio que lo impulsó a
entregarse con desmedida pasión al arte poético y actoral.
Como
todo hombre zarandeado por las injusticias sociales y raciales, no demoró en
tomar conciencia de la realidad nacional, que lo hizo recalar en un arte de
compromiso revolucionario, en el que fue uno de los dramaturgos y poetas más
obstinados del país, debido a su ascendencia aymara y su conciencia política
que, inevitablemente, lo empujaron a asumir una responsabilidad con los
sectores más desposeídos del campo y las ciudades. No en vano, desde los años
turbulentos de su adolescencia, se empeñó en usar el teatro y la palabra escrita
como instrumentos de denuncia y protesta contra el sistema capitalista y
patriarcal de la sociedad boliviana.
A
sus 22 años de edad fue sorprendido por las jornadas sangrientas de 2003, ese octubre
negro que dejó un reguero de muertos y heridos en las calles de la ciudad
de El Alto; un luctuoso acontecimiento que lo impactó e inspiró a escribir la
pieza teatral Bolivia Diez sobre la historia clandestina de los de abajo
y el despiadado saqueó imperialista de los recursos naturales.
El
dramaturgo Willy Flores concibió desde un principio que, para ser puesta en
escena Bolivia Diez, era ineludible la presencia del Almakhawa, quien,
con todo su poder de sabiduría y seducción, debía narrar los acontecimientos
más trágicos de la nación boliviana, en un afán por revelar la historia velada
de los vencidos, pero sin dejar de mencionar los mitos y leyendas de las
culturas ancestrales, que dan vida a la cosmogonía andina, poblada de deidades
que dominan el alaxpacha (espacio celestial), el kaypacha
(espacio terrenal) y el ukhupacha (espacio subterráneo), con personajes
maravillosos y fascinantes arrancados de la más pura tradición oral; registros
escenográficos que identifican al grupo de teatro ALBOR, integrado por un grupo
de jóvenes que deslumbran con su entusiasmo y profesionalismo, aunque no
siempre cuentan con los recursos materiales suficientes para escenificar las
obras contestatarias de autores nacionales y extranjeros en plazas, escuelas,
coliseos y teatros.
El
Almakhawa, moviéndose en medio del escenario o sentándose sobre un cajón de
maderas, no cesa de relatar los acontecimientos históricos que él, en su
condición de ser mágico y fantástico, parece haber grabado en el crisol de su
memoria, como quien cincela cada episodio en roca dura, para que nadie lo borre
ni desaparezca, y para que la memoria colectiva y la sabiduría popular permanezcan
por siempre y para siempre.
En
la dramatización de Bolivia Diez, el Almakhawa, apenas se encienden los
reflectores y se abren los telones, irrumpe en el escenario con su aspecto
sobrenatural, moviéndose a paso lento y rememorando con voz queda los trágicos acontecimientos
de un país desmembrado por intereses foráneos desde su pasado colonial, pasando
por la Guerra del Chaco (1932-35), las masacres de las dictaduras militares, el
entreguismo de los gobiernos neoliberales y rematando con la Guerra del Gas en
la ciudad de El Alto (2003).
Las
historias están contempladas desde la perspectiva radical de la izquierda
contemporánea y los episodios más trascendentales se representan, de manera
dinámica y didáctica, en varios actos en los cuales los actores y actrices
hacen gala de su capacidad histriónica, ganándose toda la atención de los
espectadores que, al final de cada escena y al cerrarse los telones, estallan
en una salva de aplausos y el corazón todavía latiéndoles con la velocidad de
un caballo al galope, mientras los actores y actrices se despiden del público
entre los estribillos que nacieron de la furia popular en octubre de 2003: ¡El
Alto de pie, nunca de rodillas!... ¡El Alto de pie,…!
El jach’a yarawiku (gran poeta) Willy Flores, capaz de meterse debajo de la piel de cualquier personaje que interpretaba en el escenario, era la encarnación del mismo Almakhawa, de ese ser clarividente que representaba su otro yo, ese que podía penetrar en el alma de las personas para descifrar mejor lo que les deparaba el destino, convencido de que el destino no estaba en manos de los dioses, sino de los humanos dedicados a luchar por la libertad y la justicia.
El
yarawiku y Almakhawa Willy Flores, en su largo recorrido por los caminos de la
poesía y el teatro revolucionario, no dejó de deslumbrarnos con sus dichos y
hechos propios de un artista tejedor de sueños e ilusiones, y aunque la muerte
nos privó de su presencia física a los escasos 40 años de edad, estamos seguros
de que él estará siempre con nosotros, entre nosotros, porque los seres que
nacen para ser estrellas no se apagan, ni se mueren ni desaparecen así nomás,
cuando con su talento iluminaron la mente y el corazón de los enamorados del
arte forjado a partir de las aspiraciones del pueblo boliviano.
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