martes, 30 de abril de 2019


EL CONDENADO

No hacía mucho que Severino Huanca, hombre de bien y albañil de oficio, había viajado al cantón donde vivían sus padres, como todos los años y en la misma fecha, para cosechar las papas en las chacras que pasaron a ser de su propiedad desde que la Reforma Agraria abolió el sistema latifundista de los terratenientes.

Severino Huanca, aunque era callado y tímido, tenía algunas virtudes que le ganaron el aprecio de los suyos; era padre cariñoso y marido responsable. Desde su infancia, que transcurrió en las serranías pastando ovejas y cabras, nunca dejó de ayudar a sus padres en la siembra y la cosecha de papas; un producto que ellos comercializaban en los mercados campesinos de Llallagua, para así adquirir con el mismo dinero otros productos que ellos necesitaban en el campo.

Poco antes de que Severino Huanca contrajera matrimonio con Angelina Mamani, una moza de un cantón aledaño, tuvo la suerte de encontrar, mientras cavaba la tierra en lo que antes fue el patio de una casa de hacienda, una caja llena de monedas de oro y plata. Se quedó maravillado ante tan sorpresivo hallazgo, pero decidió callar y mantener el secreto hasta cuando fuese necesario. Volvió a esconder el cajón bajo tierra y dejó que su vida siguiera siendo la misma de siempre.

A poco de su casamiento, Severino Huanca compró con sus ahorros una casita en la zona alta de la población de Llallagua. Allí nacieron sus hijos y allí, en un rincón de un pequeño patio, escondió la caja que años antes halló en la hacienda, sin que nadie lo viera ni lo supiera. Si no dispuso de una sola moneda fue porque él no estaba de acuerdo en que su familia, que era de extracción humilde, se dedicara a derrochar el dinero y a vivir en la opulencia, como lo hacían los hacendados que eran los dueños de las tierras y los pongos hasta mediados del siglo XX.

Así pasaron los años, sosteniendo a la familia con lo poco que ganaba como albañil, hasta la última vez que viajó para ayudar a sus padres en la cosecha de papas. Ese día, que parecía anticipar una inevitable tragedia, llovió de manera torrencial, como si en el cielo se hubiesen reventado diques de contención.

Severino Huanca, de contextura robusta y actitudes nobles, recorrió a pie las pampas y quebradas, protegiéndose de la lluvia con un poncho que Angelina Mamani tejió con cariño y le obsequió como la mejor prueba de su amor. A poco de llegar a la orilla de un caudaloso río, que estaba cerca del cantón donde vivían sus padres, se despojó de sus vestimentas y se dispuso a cruzar el río; tenía las ropas en las manos levantadas por encima de su cabeza y los bultos pesándole sobre las espaldas. Tendió la mirada hacia la otra orilla y se sumergió hasta la cintura, pero apenas pisó en un desnivel, bajo los truenos que rugían amenazantes en las alturas, fue arrastrado por las turbulentas aguas del río.

Desde aquel irreparable incidente, nadie más volvió a verlo ni a saber de él, ni en el cantón de sus padres ni en la población de Llallagua. Desapareció sin dejar rastro alguno, como si el río se lo hubiese tragado disolviéndolo como a un bloque de sal.

Su familia quedó sin ingresos económicos y al borde de la miseria, pues Angelina Mamani, que no sabía de dónde sacar el dinero para dar de comer a sus hijos, se la pasaba rezando al arcángel Barachiel para que no les faltara el pan en la mesa. Su situación iba de mal en peor, hasta el día en que unos vecinos le aseguraron que, alguien parecido a su marido, pasaba y repasaba por la puerta de su casa. Ella, desde luego, no dio créditos a las palabras de sus vecinos, quienes incluso aseveraban que Severino Huanca no estaba muerto sino vivo.

Pasado cierto tiempo, una noche en que caminaba sola, escuchó unos pasos a sus espaldas y una voz llamándola por su nombre. Ella giró sobre el tacón de su zapato y, bajo el chorro de luz del alumbrado público, distinguió a un hombre parecido a su marido. Él se le acercó y, tras esbozar la misma sonrisa con que la conquistó, alcanzó a decirle: Soy Severino, el padre de tus hijos...

Angelina Mamani, impactada por un susto que le heló la sangre, empezó a correr como espantada por el mismísimo demonio, mientras él la perseguía, tropezándose en el empedrado y pidiéndole que se detenga. Ella apresuró los pasos y se metió en su casa, dejando atrás al condenado que, al menos por el tono de su voz y la tierna expresión en su mirada, parecía quererle transmitir algo.

Angelina Mamani, de carácter dócil y profundas convicciones religiosas, estaba espantada de terror y no tuvo otra opción que acudir al templo en busca de consuelo. Cuando le confesó al cura que estaba siendo acosada por el alma en pena de su difunto marido, que se le apareció por detrás la noche en que se recogía a su casa, éste, aferrándose a un crucifijo del tamaño de un candelabro, le dijo que las personas muertas que se manifestaban entre los vivos eran almas del Purgatorio, que pedían rezar por ellas para alcanzar el Paraíso o para encomendarle una misión a un ser querido, sobre todo, si el alma no encontraba descanso por alguna tarea que dejó pendiente o por un deseo que no cumplió en vida.

Angelina Mamani se deshizo entre sollozos y el cura le aconsejó, por si acaso el condenado tuviera oscuras intenciones, llevar siempre en su bolso un jaboncillo, un peine y un espejo, no tanto como amuletos de buena suerte, sino para protegerse contra los espíritus malignos o cuando lo estimara conveniente. En caso de sufrir un nuevo acoso que pusiera en peligro su vida, ella debía sacar los tres objetos de su bolso, uno a uno, y arrojarlos al suelo para mantener a raya al condenado.

Esa misma noche, en que el cielo se cubrió de nubarrones negros y los vientos  zumbaban como lamentos de zampoña, Angelina Mamani se quedó dormida al lado de sus tres hijos y, en lo más profundo del sueño, se vio saliendo de su casa, con la misma pollera y manta que usó el día de su casamiento. En las calles no había transeúntes ni perros que ladren, salvo la figura de un hombre que, como salido de la nada, se le apareció a sus espaldas, caminando al mismo ritmo que ella marcaba los pasos. De pronto, sintió que la temperatura bajó bruscamente y que los pasos de su perseguidor estaban cada vez más cerca. Entonces se detuvo, volteó la cabeza y, a prudente distancia, logró ver a su marido, quien tenía la cabeza gacha y las mismas ropas que se puso el día que partió rumbo al cantón donde vivían sus padres.

Severino Huanca, sin considerar el miedo que su presencia le provocaba a su viuda, siguió avanzando a paso lento pero seguro, con los brazos en cruz, como si quisiera decirle algo, pero Angelina Mamani se asustó tanto que, sin pensar en otra cosa que en sus hijos, echó a correr calle abajo, a gran velocidad, mientras  el condenado la perseguía llamándola por su nombre y suplicándole que se detenga.

A dos cuadras más adelante, con la respiración jadeante y el cuerpo empapado en sudor, recordó los consejos del cura. Sacó de su bolso el jaboncillo y lo arrojó al suelo. Inmediatamente el jaboncillo se transformó en un pantano de superficie lisa, donde el condenado se resbaló una y otra vez, permitiendo que ella siguiera huyendo en dirección a la plaza principal, en cuya esquina estaba el templo de nuestra Señora de la Asunción.

El condenado logró salir del pantano y prosiguió su camino en un intento por alcanzar a su esposa, quien, sin dejar de correr ni pedir auxilio, sacó de su bolso el peine y lo arrojó detrás de sus pasos. El peine se transformó en un bosque lleno de espinas, donde el condenado no sólo se rasgó las ropas y la piel, sino que fue retenido como por una maraña de lanzas en ristre.

Angelina Mamani siguió corriendo por la avenida 10 de Noviembre y el condenado siguió corriendo por detrás de ella, sin dejar de llamarla por su nombre y sin dejar de sortear los obstáculos que encontraba a su paso. Cuando ella cruzó el edificio de la Alcaldía Municipal, la Plaza de Armas y estaba muy cerca del templo, y el condenado estaba a punto de atraparla en la esquina de la Plaza 6 de Agosto, sacó de su bolso el espejo y, sin mirar hacia atrás, lo arrojó por encima de su cabeza. El espejo se hizo añicos contra el suelo y se transformó en una profunda laguna, donde el condenado se hundió como en un pozo sin fondo.

Angelina Mamani se metió en el templo de puertas abiertas, se persignó tres veces y  lanzó un suspiro de alivio, secándose el sudor que le chorreaba por la frente. Por fin estoy a salvo, Dios mío, se dijo, mientras avanzaba en dirección al altar, donde destacaba la imagen de la Virgen de la Asunción.

Al nacer el día, fue despertada de su letargo por los lloriqueos de su hijo menor y se dio cuenta de que todo lo que acababa de experimentar en cuerpo y alma no era más que un sueño, un angustioso sueño que prefirió echarlo al olvido.  

Pasó un tiempo, otro tiempo y más tiempo, y el condenado no volvió a aparecer en las calles de Llallagua, de modo que Angelina Mamani, sintiéndose liberada de un enorme peso emocional que la atormentaba a diario, pensó que el alma en pena de su difunto marido encontró la paz en la otra vida; pero no, una noche que ella retornaba a su casa, después de haber asistido a una misa de todosantos, el condenado se le apareció muy cerquita de sus espaldas, casi respirándole en el pabellón de la oreja. Ella se detuvo como hipnotizada, giró la cabeza a un lado y, mirándolo de arriba a abajo, como a su propia sombra, se encogió de pánico y lanzó un grito de pavor.        

–No te voy a hacer daño –le dijo el condenado, con voz ronca y tomándola por el brazo.

–¿Qué quieres? –preguntó ella, envuelta en gran temor–. ¿Por qué me persigues?

–Porque quiero revelarte un secreto –contestó–, pero para hacerlo, debemos entrar al patio de la casa por la puerta trasera, no sólo porque ahí está el secreto, sino también para evitar que nos vean nuestros hijos…

Ella, dejándose conducir asida del brazo, dejó de hacer preguntas y se limitó a caminar con la mirada perdida en el empedrado; no estaba segura de lo que hacía, pero estaba intrigada por saber cuál era el secreto que quería revelarle su difunto marido. Cruzaron la puerta que daba al patio y avanzaron hasta uno de los ángulos del muro de adobes. El condenado levantó la mano derecha y señaló con el índice el lugar donde ella debía cavar con la pala que estaba arrimada contra la pared posterior de la casa.

Angelina Mamani cogió la pala y empezó a cavar con todas sus fuerzas, hasta que el filo metálico chocó contra la cerradura de una caja de madera. Luego se puso de cuclillas, destapó la caja y, ante un asombro que la dejó perpleja y con la boca abierta, se enfrentó al brillo de las monedas de oro y plata. Sólo entonces el condenado, satisfecho por haber cumplido con la tarea que dejó pendiente en vida, giró como una rueca en el aire y se dejó caer convertido en un puñado de tierra.


jueves, 25 de abril de 2019


SUBCOMANDANTE MARCOS

Querido subcomandante:

Te escribo esta carta después de salir de un sueño, en el cual vi tu cara con tanta nitidez como si te estuviera viendo de veras. Pero no, cuando desperté agitado y sudoroso, pensé que tu rostro no existe, porque es el rostro anónimo de un comandante que es el pueblo. Y, sin embargo, a lo largo de tu lucha, en la que te seguimos de lejos y de cerca, en las buenas y en las malas, jamás te confundí con Rambo ni con otros mercenarios del imperialismo, sino con Emiliano Zapata, con ese personaje que ofrendó su vida a la causa libertaria, con ese revolucionario cuya fuerza radicaba en su inteligencia y su grandeza en su sencillez. Además, tú que combates en las montañas del sureste mexicano, enmascarado como los luchadores del cuadrilátero, me recuerdas a ese otro guerrillero llamado Ernesto Che Guevara, a quien lo mataron en las montañas del sureste boliviano, a pesar de haber sido un hombre que tenía el corazón más grande que el cuerpo y el coraje del tamaño del tiempo.

Para serte franco, confieso que desde niño escuché hablar bien de los caudillos y mártires de la revolución cubana. De modo que, cuando alcancé el umbral de mi adolescencia, se me hacía que los conocía de cerca, puesto que en mis sueños hablaban y respiraban como si viviéramos en el mismo cuarto y soñáramos el mismo sueño, que es el sueño de la libertad y la justicia. Después me impactó la muerte del Che, sobre todo, esa imagen suya que vi en la prensa a poco de haber sido asesinado en la escuelita de La Higuera, pues el comandante, más que parecerse a un “delincuente” o “bandolero” -como decía el gobierno-, tenía el aspecto de Cristo tendido en los maderos, la melena desgreñada, la mirada irradiando esperanza y la barba tendida sobre el pecho.

Desde entonces, los estudiantes, reunidos en los parques o en las aulas, no hablábamos de otra cosa que de las hazañas del Che y de volver a las montañas por el sendero que él señaló con su ejemplo. Pero, ya ves, yo no me sumé a guerrilla alguna ni disparé un solo tiro, no tanto por un acto de cobardía como por haberme quedado a vivir en el exilio, atrapado por el conformismo y el consumo. Tú, en cambio, como los demás miembros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, te marchaste a la montaña, empuñaste el fusil y decidiste conquistar la causa con la que soñamos millones de latinoamericanos.

Está por demás decirte que me fascinan los guerrilleros, quizás, porque llevo gotitas de rebeldía en la sangre o, quizás, porque me identifico más con los débiles que con los fuertes, más con los pobres que con los ricos, más con los insurgentes que con los guardianes del orden. De ahí que, en las historietas de Walt Disney, me identifiqué siempre con los Chicos Malos y no con Tío Rico. En el cine me identifiqué con Chaplin y no con el policía, con Robin Hood y no con la monarquía, con los “pieles rojas” y no con los “cowboys”. Más tarde, insertó ya en el maravilloso mundo de la literatura, me sentí seducido por los antihéroes de la novela: por “El lobo estepario” de Hermann Hesse, “La metamorfosis” de Franz Kafka o “El idiota” de Fiódor Dostoyevski, seres que vivían una suerte de marginalidad, aquejados por una cierta deformidad parecida a la de Cuasimodo en “Nuestra Señora de París”, “El hombre elefante” o “El Fantasma de la Opera”. Es decir, mis simpatías, como las tuyas, estaban desde siempre por el lado de los débiles, consciente de que los débiles, cuando pierden la paciencia y se levantan en armas, se convierten en luchadores indomables, o si no pregúntale al “Viejo Antonio”, quien, rescatando la sabiduría popular, dice: uno se hace grande a fuerza de achicar su miedo, para enfrentarse a un enemigo poderoso, como David se enfrentó a Goliat.

Tal vez esta sea una forma de romantizar al guerrillero y subestimar al enemigo; pero eso sí, lo que no se me puede quitar de la cabeza es la idea de que los guerrilleros son como en las películas, personajes que tienen el cuerpo forrado de municiones y un fusil que usan como cabecera cuando están fuera de combate, relajándose del cansancio mientras se fuman un cigarrillo con la mirada puesta en el cielo; que unas veces leen libros en medio del temor y la muerte y, otras, escriben libros entre el desvelo y la pasión, pues ya son varios los guerrilleros que se hicieron escritores, porque la montaña debe ser, si no me equivoco, algo más que una inmensa estepa verde. Por lo que a ti respecta, querido subcomandante, te agradezco por tus hermosos relatos chiapanecos y por tus cartas de lucha y de ternura, con las que prometo hacerme una flor de pétalos rojos y ponérmela en el ojal, a la altura del pecho y muy cerquita del corazón.

Aquí termino esta carta, mientras te imagino al otro lado del océano, en algún secreto confín de la montaña, dispuesto a apagar la vela, pero no la esperanza de la victoria final.