SUBCOMANDANTE MARCOS
Querido subcomandante:
Te escribo esta carta después de salir de un
sueño, en el cual vi tu cara con tanta nitidez como si te estuviera viendo de
veras. Pero no, cuando desperté agitado y sudoroso, pensé que tu rostro no
existe, porque es el rostro anónimo de un comandante que es el pueblo. Y, sin
embargo, a lo largo de tu lucha, en la que te seguimos de lejos y de cerca, en
las buenas y en las malas, jamás te confundí con Rambo ni con otros mercenarios
del imperialismo, sino con Emiliano Zapata, con ese personaje que ofrendó su vida
a la causa libertaria, con ese revolucionario cuya fuerza radicaba en su
inteligencia y su grandeza en su sencillez. Además, tú que combates en las
montañas del sureste mexicano, enmascarado como los luchadores del
cuadrilátero, me recuerdas a ese otro guerrillero llamado Ernesto Che Guevara,
a quien lo mataron en las montañas del sureste boliviano, a pesar de haber sido
un hombre que tenía el corazón más grande que el cuerpo y el coraje del tamaño
del tiempo.
Para serte franco, confieso que desde niño escuché
hablar bien de los caudillos y mártires de la revolución cubana. De modo que,
cuando alcancé el umbral de mi adolescencia, se me hacía que los conocía de
cerca, puesto que en mis sueños hablaban y respiraban como si viviéramos en el
mismo cuarto y soñáramos el mismo sueño, que es el sueño de la libertad y la
justicia. Después me impactó la muerte del Che, sobre todo, esa imagen suya que
vi en la prensa a poco de haber sido asesinado en la escuelita de La Higuera,
pues el comandante, más que parecerse a un “delincuente” o “bandolero” -como
decía el gobierno-, tenía el aspecto de Cristo tendido en los maderos, la
melena desgreñada, la mirada irradiando esperanza y la barba tendida sobre el
pecho.
Desde entonces, los estudiantes, reunidos en los
parques o en las aulas, no hablábamos de otra cosa que de las hazañas del Che y
de volver a las montañas por el sendero que él señaló con su ejemplo. Pero, ya
ves, yo no me sumé a guerrilla alguna ni disparé un solo tiro, no tanto por un
acto de cobardía como por haberme quedado a vivir en el exilio, atrapado por el
conformismo y el consumo. Tú, en cambio, como los demás miembros del Ejército
Zapatista de Liberación Nacional, te marchaste a la montaña, empuñaste el fusil
y decidiste conquistar la causa con la que soñamos millones de
latinoamericanos.
Está por demás decirte que me fascinan los
guerrilleros, quizás, porque llevo gotitas de rebeldía en la sangre o, quizás,
porque me identifico más con los débiles que con los fuertes, más con los
pobres que con los ricos, más con los insurgentes que con los guardianes del
orden. De ahí que, en las historietas de Walt Disney, me identifiqué siempre
con los Chicos Malos y no con Tío Rico. En el cine me identifiqué con Chaplin y
no con el policía, con Robin Hood y no con la monarquía, con los “pieles rojas”
y no con los “cowboys”. Más tarde, insertó ya en el maravilloso mundo de la
literatura, me sentí seducido por los antihéroes de la novela: por “El lobo
estepario” de Hermann Hesse, “La metamorfosis” de Franz Kafka o “El idiota” de
Fiódor Dostoyevski, seres que vivían una suerte de marginalidad, aquejados por
una cierta deformidad parecida a la de Cuasimodo en “Nuestra Señora de París”,
“El hombre elefante” o “El Fantasma de la Opera”. Es decir, mis simpatías, como
las tuyas, estaban desde siempre por el lado de los débiles, consciente de que
los débiles, cuando pierden la paciencia y se levantan en armas, se convierten
en luchadores indomables, o si no pregúntale al “Viejo Antonio”, quien,
rescatando la sabiduría popular, dice: uno se hace grande a fuerza de achicar
su miedo, para enfrentarse a un enemigo poderoso, como David se enfrentó a
Goliat.
Tal vez esta sea una forma de romantizar al
guerrillero y subestimar al enemigo; pero eso sí, lo que no se me puede quitar de
la cabeza es la idea de que los guerrilleros son como en las películas,
personajes que tienen el cuerpo forrado de municiones y un fusil que usan como
cabecera cuando están fuera de combate, relajándose del cansancio mientras se
fuman un cigarrillo con la mirada puesta en el cielo; que unas veces leen
libros en medio del temor y la muerte y, otras, escriben libros entre el
desvelo y la pasión, pues ya son varios los guerrilleros que se hicieron
escritores, porque la montaña debe ser, si no me equivoco, algo más que una
inmensa estepa verde. Por lo que a ti respecta, querido subcomandante, te
agradezco por tus hermosos relatos chiapanecos y por tus cartas de lucha y de
ternura, con las que prometo hacerme una flor de pétalos rojos y ponérmela en
el ojal, a la altura del pecho y muy cerquita del corazón.
Aquí termino esta carta, mientras te imagino al
otro lado del océano, en algún secreto confín de la montaña, dispuesto a apagar
la vela, pero no la esperanza de la victoria final.
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