martes, 1 de abril de 2025


ALEXANDRA
BRAVO Y SUS PLUMAS
Cierto
día, muy entrada la noche, sonó mi teléfono sacándome del sueño. Cuando levanté
el auricular, escuché una voz conocida, casi familiar. Era Alexandra Bravo,
quien acababa de llegar de suiza para exponer una parte de su arte plumario,
que practicó entre las tribus de la amazonia peruana, en el Museo Etnográfico
de Estocolmo.
Acordamos
vernos en la puerta del Museo. Aquella tarde el frío calaba hasta los huesos y
la nieve caía sin cesar. La aguardé en la puerta hasta que ella salió
acompañada por un pintor argentino, cuyo nombre no recuerdo. Alexandra estaba
igual que antes, como si los años no le hubiesen tocado un pelo. Llevaba una
pluma de pendiente y otra pluma de collar; tenía los ojos cansados, una
cabellera enmarañada como por el resoplido del viento y una sonrisa que se
ampliaba en su rostro a punto de estallar en una carcajada.
Mientras
el pintor argentino nos conducía en su auto hacia el centro de la ciudad,
conversamos animadamente, recordando la primera vez que nos conocimos en París,
en una conferencia de exiliados bolivianos, que se llevó a cabo en el verano de
1977. Recordamos también las veces que fuimos al Museo Moderno, donde ella me
hablaba de arte y de sus tentaciones políticas.
En
un tramo del trayecto, se le acercó al pintor argentino y le dijo: Este boliviano es como mi hermano. Yo no
supe cómo disimular mi vergüenza y me limité a mirar las luces de la ciudad,
que parecían luciérnagas en la noche, y a recordar aquel día que, mientras
viajábamos en el metro, ella me enseñó el perfil de su rostro, preguntándome: ¿Te gustan los rasgos de mi cara? Sí –le contesté–, pero para contemplarnos y
no tocarlos. Ella me clavó una mirada seria y mantuvo un largo silencio.
Apenas
arribamos al centro de la ciudad, descendimos del auto. El pintor argentino
prosiguió su camino y nosotros ingresamos a un restaurante chino, donde
conversamos desde lo más mínimo hasta lo más íntimo.
Hablamos
de la estética del arte y, sobre todo, de sus proyectos e inquietudes. ¿Dónde y cómo nació tu interés por las
plumas?, le pregunté. Es una historia
muy larga –contestó–. Sin embargo,
todo empezó el día que visité el Museo Etnográfico de Berlín, donde me enfrenté
maravillada a una exposición de plumas; allí mismo, en el sótano que apestaba a
desinfectante, aprendí las técnicas del arte plumario. Cuando retorné a Zúrich,
ya tenía en la cabeza un mundo de ideas, todas ellas en base a las plumas.
Estando en eso, se me presentó la oportunidad de viajar a Perú a desarrollar un
trabajo en comunidades campesinas. Después me fui a la Amazonia en busca de
conocimientos y materiales, que me permitieran realizar mi proyecto.
La
calle estaba vacía y en el restaurante no quedamos más que nosotros. Yo pedí
otra cerveza y ella siguió contándome sus aventuras en Zúrich y en la Amazonia.
A ratos, la pluma que le adornaba la oreja y el pescuezo, me evocaba, además
del estereotipo que creó el hombre blanco del indio emplumado, a la figura
extravagante de Frida Khalo, quien levantaba más aspavientos con sus atuendos
autóctonos que con sus dibujos y pinturas.
Alexandra –le dije–.Supongo que las plumas tienen su historia
como todas las cosas. Por qué no me cuentas un poco. Ella contestó muy
rapidito: Las plumas son solo plumas.
Empero, desde la más remota antigüedad han sido tan importantes como las aves
que las llevan. En muchas culturas, los pájaros han simbolizado no solo la
fuerza, la sabiduría y el coraje, sino también la vida, la muerte y la guerra.
De ahí que las plumas de estas aves tuvieron un carácter social, religioso,
mitológico y práctico. Por ejemplo, entre los incas, mayas y aztecas, las
plumas eran sinónimos de poder y estatus social; con las plumas adornaban las
diademas, los mantos sagrados, las armas de guerra y el cuerpo de los
guerreros. En Europa, las plumas eran un atributo de las clases dominantes, de
los caballeros con sombreros de copa alta y de las damas de relampagueantes
joyas y sombreros de ala ancha. Y, en efecto, en las calles de escaparates
lujosos se pueden ver todavía a personas de andar aristocrático, llevando en el
sombrero un ala de colibrí o la cola de un quetzal, como si cargaran un
arcoíris en la cabeza; sin saber que estas maravillosas aves, cuyas plumas se
han trocado en joyas tan preciadas como el oro, jade o turquesa, son especies
en peligro de extinción en las zonas donde son cazadas y desplumadas.
En vista que es
difícil conseguir plumas de aves en extinción, ¿Puedes decirme de dónde
provienen las plumas con las cuales trabajas?, le pregunté esperándome una
respuesta larga. Ella me guiño el ojo y, levándose de la silla, contestó: De las aves de corral.
Salimos
del restaurante, caminamos una cuadra entre la nieve que refulgía bajo la luz
de las luminarias e ingresamos al metro que está al lado de La Casa del Concierto, donde todos los años se entregan los
Premios Nobel.
Al cabo de nuestra conversación, apareció el metro rumbo a Hasselby y Alexandra se despidió, preocupada del porqué los señores del Museo Etnográfico de Estocolmo no le dejaron decir que para ella el arte plumario es una forma de manifestar su solidaridad y compromiso político con la lucha de los pueblos indígenas de América Latina.
lunes, 3 de marzo de 2025
DOS ARTISTAS CHILENOS EN EL STADHUS DE
LIDINGÖ
El pintor venezolano Francisco Blanco, a
tiempo de inaugurar la exposición de Salazar Luna y Jeanette Sepúlveda, se
refirió a una anécdota de Gabriel García Márquez: Cuando a él le preguntaron alguna vez cuál era su color, dijo: ‘el
amarillo’. ¿Pero qué clase de amarillo, exactamente? ‘El amarillo del Caribe a
las tres de la tarde visto desde Jamaica’, contestó. Así, como esta respuesta,
los cuadros de Salazar y Sepúlveda nos invitan a descubrir y comprender la
realidad objetiva, que es una especie de aureola que envuelve a los artistas.
La muestra pictórica de Salazar Luna y
Jeanette Sepúlveda es un breve recorrido por las venas abiertas de América Latina, pues apenas se entra en la sala
de exposiciones del Stadhus de Lidingö, el visitante se enfrenta a un altar
erigido en una pared lateral, desde el cual se bifurcan dos caminos
alfombrados, representando la ruta seguida por los conquistadores; por uno de
los caminos arribaron al Nuevo Mundo
y por el otro retornaron con todo el oro y la plata que saquearon de las
civilizaciones precolombinas, mismas que fueron vencidas y sometidas a sangre y
fuego. El altar presenta textos arrancados de la obra de Eduardo Galeano,
quien, como ninguno, intentó reescribir la verdadera historia de un continente
expoliado violentamente desde la llegada de Cristóbal Colón a tierras del Abya
Ayala.
Según Salazar Luna (Maitencillo, 1956),
la exposición tiene una doble importancia; primero, porque este año se cumple
el V Centenario del Descubrimiento de
América y, segundo, para recordarles
a los europeos y latinoamericanos que el problema de nuestros pueblos sigue
siendo el catolicismo, es decir, la religión. Este artista plástico
autodidacta, que se inició haciendo instalaciones en galerías argentinas, logra
plasmar en los lienzos, resaltando volúmenes, formas y transparencias, una
historia poco conocida del continente americano.
Las obras de Salazar Luna, denominadas 500 años con la cruz y la espada, no son
el producto de una mera casualidad, sino un trabajo madurado durante varios
años. No en vano sus cerámicas, sus dibujos con tinta china, sus acrílicos y
óleos, encierran un claro mensaje vislumbrándose en el rostro de los indígenas,
en las armaduras de hierro y las cruces de los conquistadores. Asimismo, la
serie de dibujos que él denominó El sueño
de Bolívar y cuyos títulos son de por sí sugerentes: tenemos las mismas manos, la misma voz, la misma sangre…,
constituye un vehemente llamado a la conciencia colectiva.
Jeanette Sepúlveda (Santiago, 1958), que
estudió arte en la Universidad Católica de su ciudad natal, tiene una
producción que refleja su mundo existencial, las añoranzas, la ecología, los
insomnios, las relaciones humanas y sus asuntos. La grandeza de las culturas
precolombinas, donde se amalgaman la realidad y la fantasía, el realismo y
surrealismo, es una suerte de estilos y colores que exaltan figuras que
representan la simbología de los mochicas, el calendario de los aztecas, las
pirámides y las plazas de la civilización maya, donde los habitantes,
protegidos por un dios ancestral que los contempla desde las alturas, llaman la
atención por la variedad e intensidad de los colores.
Jeanette Sepúlveda, refiriéndose a su obra agrupada bajo el tema Vida y esperanza, señala: Mi trabajo pictórico es el resultado de situaciones cotidianas; de modo que la mayoría de las cosas que pienso, siento, escucho y veo están reflejadas en mi pintura. Me gusta dejarme llevar por lo que mi subconsciente me pueda entregar, pero también hay una búsqueda consciente de querer lograr un lenguaje pictórico original. No quiero repetir lo que ya existe, sino crear una pintura que tenga un sello personal.
Sin embargo, en los óleos y collages de
Jeanette Sepúlveda no solo se explayan las vivencias personales, sino también
colectivas; más aún, cuando la artista ha tomado muchos elementos prestados de
las culturas precolombinas que, una vez incorporados a sus cuadros, han pasado
a formar parte de su mundo artístico.
En síntesis, la exposición de Salazar Luna y Jeanette Sepúlveda es una buena ocasión para recordarnos que la celebración del V Centenario, del llamado “Descubrimiento de América”, no es más que una festividad que tiende a encubrir los 500 años de genocidio y saqueo perpetrados por los conquistadores en las tierras del Nuevo Mundo.
jueves, 16 de junio de 2022
Las plataformas digitales que albergan la obra de Miro
Coca Lora son una verdadera fiesta para los aficionados a las artes visuales.
En todas sus secciones, ordenadas por categorías y alto sentido estético, destacan
la impronta de quien, con la fuerza de la creatividad, logra resultados que
conmueven y convocan a la reflexión debido a su gran valor artístico.
Aunque Miro Coca Lora nació en Cochabamba, en 1964, residió en Estocolmo, Suecia, desde 1977; país al cual llegó junto a su familia, en una época en que la dictadura militar de los años ‘70 perseguía, encarcelaba, desaparecía y exiliaba a sus opositores políticos. De modo que la formación de este forjador de las artes visuales tiene más relación con la cultura escandinava que con la cultura de su país de origen.
Los temas son tan variados, que el espectador parece
tener ante sus ojos un magnífico caleidoscopio, donde las figuras, paisajes,
rasgos, detalles y colores, dan la sensación de convivir en un escenario en el
cual reina el dinamismo y la armonía, aunque en algunos cuadros, fotografías y
videoclips se ensaya una pirotecnia cromática que deslumbran la vista e
irradian la mente del espectador.
Estas creaciones, vistas desde cualquier ángulo, resultan ser una suerte de desafío contra la lógica y la razón, pues muestran un entorno donde el estilo surrealista y figurativo forman una perfecta mancuerna, induciendo a contemplar un territorio imaginado por el artista, quien está consciente de que cada cuadro, fotografía y videoclip debe ser una criatura del alma, capaz de transmitir los pensamientos y sentimientos de su creador. En este sentido, Miro Coca Lora es un artista a carta cabal. Ahora sólo falta que sean cada día más los espectadores que lo descubran. Ojalá su blog personal ayude a difundir esta obra en la que se funden la pasión, la creatividad y el amor por el arte.
Gran parte de su trabajo, revestido de un carácter
ecléctico, combina las técnicas pictóricas tradicionales con las modernas
tecnologías digitales, que le ofrecen no sólo mayores posibilidades de difusión
de sus creaciones, sino que, al mismo tiempo, le permiten experimentar con una
serie de herramientas y dispositivos que no requieren necesariamente del uso
del lienzo, la paletas y los pinceles, ya que todos los instrumentos de
trabajo, aparte de la amplia pantalla de cristal líquido, están instalados en
el disco duro de la computadora.
Este artista de origen boliviano, nacionalidad sueca y pensamiento universal, era un buen ejemplo del individuo cosmopolita empeñado en demostrarnos que el arte visual, como la música y el amor, es un vehículo de la fantasía y la necesidad existencial, que rompe con los marcos espaciales y temporales, con la misma facilidad con que un caminante invisible rompe con las fronteras nacionales.
Si lo recuerdo ahora es porque no está ya con nosotros
y porque hace poco volví a mirar uno de sus cuadros, contextualizado en una
fiesta de mascarada familiar, donde todos portaban disfraces de lo más
variopinto. Esa fue la ocasión en que Miro Coca Lora captó el momento en que yo
lucía una capa y un antifaz al mejor estilo de los superhéroes enmascarados de
las películas y revistas de serie. Tiempo después, cuanto lo visité en su
apartamento, donde solíamos reunirnos para conversar y compartir entre amigos,
me lo enseñó esbozando una sonrisa pícara, pero orgulloso de haber logrado
detener un instante inolvidable, que él supo plasmar con pinturas al óleo, sin
más recursos que un caballete, unos pinceles y una férrea voluntad de pintor
obsesionado por retratar los motivos que le llamaban poderosamente la atención.
Algunas veces, mientras menos me lo esperaba, me enviaba, a través de mi correo electrónico y en formato JPG, las últimas fotografías que había tomado en medio de la naturaleza sueca, con sus límpidos lagos y sus exuberantes bosques, donde las luces y las sombras tienen su propio espectáculo durante las cuatro estaciones del año. Siempre pensé que lo hacía para transmitirme la belleza natural de un país que, en tiempos de las dictaduras militares, nos acogió a los bolivianos con los brazos abiertos, brindándonos la oportunidad de realizarnos en plano humano y profesional. Las fotografías que me enviaba no eran otra cosa que un motivo para recordarme, con reminiscencias de profunda nostalgia y tiempos pretéritos, las innumerables veces que paseamos por la naturaleza protegida de Tyresö, donde vivían nuestros padres, hermanos y conocidos. Miro Coca Lora era un fotógrafo autodidacta, un ser dotado de una sensibilidad privilegiada, que le permitía apreciar la belleza allí donde los demás no veíamos más que una realidad cotidiana y “normal”.
No faltaron las veces en que, ingresando a las plataformas digitales (Facebook, Blogspot, Youtube, Myspace, Instagran y otras), donde tenía sus cuentas siempre actualizadas, pude constatar su frenética labor de creador de imágenes que deslumbraban por su forma y colorido, a partir de pinturas o fotografías que él ponía en movimiento, como tantos de sus videoclips que llamaban la atención de propios y extraños. Se trataban de imágenes cargadas de ilusiones ópticas, que engañaban al sentido de la vista y daban la opción de percibir la realidad de manera distorsionada, como si los ojos estuvieran encandilados tras ver una luz intensa y poderosa. No cabe duda de que sus imágenes, trabajadas con las nuevas tecnologías digitales y las aplicaciones técnicas del Photoshop, daban la vertiginosa sensación de ambigüedad de los objetos retratados, debido a que la intención del artista era provocar en el espectador una suerte de alucinación, con imágenes que no eran claramente perceptibles por el ojo humano, consciente de que el cerebro solo puede asimilar o concentrarse en un objeto a la vez, y no en varios que suelen ocasionar confusión, hasta que el cerebro entra en desorden y el sentido visual distorsiona la imagen observada, ya sea en lo relativo a la forma, el color, la dimensión y la perspectiva.
Paralelamente a su polifacético quehacer laboral y artístico, y convencido de su militancia en las filas de los movimientos de izquierda, se dedicó a crear, sin que nadie le remunerara por su trabajo, la página Web de “Motstånd” (Resistencia), una publicación de la juventud trotskista de Suecia, y la página Web de “MASAS.nu” del Partido Obrero Revolucionario de Bolivia. Su interés por la actividad política le nació en la niñez, mientras vivía en la población minera de Llallagua, donde aprendió a captar las emociones del alma y el galopar del corazón enamorado de la libertad y la justicia. Estaba marcado por los conflictos sociopolíticos que experimentó el país durante los años ‘60 y ‘70 de la pasada centuria. No en vano, desde su más tierna infancia, conoció la represión política de los gobiernos de René Barrientos Ortuño y Hugo Banzer Suárez, cuyos chacales, con los rostros cubiertos con pasamontañas y armados hasta los dientes, allanaron su casa en varias ocasiones, so pretexto de apresar a su padre, que era dirigente minero y militante porista, e incautar materiales subversivos; una situación de terror y zozobra que le causó traumas por el resto de sus días, pero que, a la vez, le despertó su conciencia política y su interés por difundir los ideales de los hombres y las mujeres que luchaban por conquistar mejores condiciones de vida y de trabajo.
Es probable que no fue el mejor compañero para las mujeres que él conoció en España, Italia, Brasil y Suecia, pero se puede aseverar que fue un padre preocupado por el bienestar de sus hijas, aunque la suerte no siempre jugó a su favor, sobre todo, cuando las adversidades lo zarandeaban sin contemplaciones, como cuando era atrapado por los embrujos del alcohol que, de cuando en cuando, se tornaba en su principal enemigo. Mas no por eso, se daba por vencido; por el contrario, recobrara nuevos bríos y se ponía a trabajar con ahínco, como quien sale de un oscuro túnel y vuelve a vivir la vida con frenesí y regocijo. Era una persona de sentimientos nobles, siempre dispuesto a ayudar a quienes lo requerían, sin pensar dos veces ni recibir retribuciones a su favor.
Miro Coca Lora fue el hijo preferido de su señora madre,
en quien encontraba todo el cariño y protección que necesitaba para enfrentarse
a los conflictos que le planteaba la vida. Ella lo adoraba sin condiciones y lo
defendía a capa y espada, como solo una madre sabe hacerlo cuando se trata de
poner a salvo la integridad de su hijo. Nunca dejó de darle sabios consejos ni
alentarlo cuando más lo precisaba, hasta el fatídico día en que ella balbuceó
por última vez y entornó los ojos para siempre. Desde entonces, el artista se
hundió en un insondable dolor y la congoja se le apoderó del alma, dejándolo
más desamparado y vulnerable que nunca.
Con todo, Miro Coca Lora vivió con la ilusión de convertirse, alguna vez, en un artista a tiempo completo, pero las necesidades existenciales lo obligaron a trabajar en instituciones que estaban al cuidado de personas con capacidades diferentes. Era una labor que le daba muchas satisfacciones, pero que le restaba tiempo, un apreciado tiempo que él pudo haber aprovechado para convertirse en un consumado creador de las artes plásticas y visuales. Sin embargo, nunca perdió las esperanzas de que, ni bien alcanzara la edad para jubilarse, se dedicaría de lleno a su actividad artística, pero la muerte no supo darle más tiempo, le pisó los talones a los 58 años de edad y se lo llevó hacia el parnaso donde moran los seres que nacieron para deleitarnos con sus creaciones hechas de luces, sombras y colores, parecidas a los discos cromáticos de la vida misma, de la vida que tuvo Miro Coca Lora cerca de sus familiares, amigos y seres queridos, aunque lejos de la tierra que lo vio nacer, ya que no falleció en Bolivia, sino en Estocolmo, Suecia, el 5 de mayo de 2022.
domingo, 27 de diciembre de 2020
TILLSAMMANS (JUNTOS)
Como todos los inmigrantes llegados de tierras lejanas,
obligado a aprender un nuevo idioma como guagua recién nacida, tuve
dificultades para enriquecer mi vocabulario y diferenciar algunas palabra de
otras; un proceso de aprendizaje que no estaba exento de problemas.
Durante los primeros años que viví en Estocolmo, hice todo lo posible por
integrarme a la sociedad, con las esperanzas de convertirme en una ciudad más,
pues sabía que Suecia, a pesar de su largo y gélido invierno, llegaría a ser mi
segunda patria. Y, claro está, en mi afán de acercarme a los suecos, tomé
contacto con una de mis vecinas; una mujer en el meridiano de su vida, que
desprendía jovialidad y lucía hermoso cuerpo, cabellera castaña y actitud
simpática, recodándome a las mujeres del mediterráneo.
Cada vez que nos encontrábamos en la puerta que daba a la calle, nos
saludábamos con cortesía e intercambiábamos algunas palabras antes de
despedirnos con una sonrisa afectiva. El problema de nuestra amistad estaba en
que cada vez que ella me decía:
–Ha en bra dag (Ten un buen día),
Glad påsk (Alegre pascuas), Trevlig sommar (Buen verano) o God Jul och Gott Nytt År (Feliz Navidad
y próspero Año Nuevo)…
Yo siempre le contestaba:
–Tillsammans (Juntos).
Así transcurrió el tiempo, hasta que una noche, cuando ella salía a la
calle y yo regresaba del trabajo, nos encontramos en la puerta. Nos saludos
como de costumbre y, a tiempo de despedirnos, me dijo:
–Ha en trevlig kväll (Ten una divertida noche).A
lo que le contesté risueño:
–Tillsammans (Juntos).
Ahí nomás,
justo cuando crucé la puerta, en dirección a mi apartamento, escuché un grito a
mis espaldas:
–¡Hallå där! (¡Oye tú!)
Me paré de golpe, me volví y, por primera vez, me encontré con el rostro
enfurecido de mi vecina.
–¿Qué pasa? –pregunté sin entender lo qué ocurría.
Me lanzó una fulminante mirada y me habló con un tono de voz que no había
escuchado antes.
–¡Tú sabes que tengo marido e hijos y que no estoy interesada en ti! ¡¿Me
entiendes?!
–Ya lo sé –le contesté algo sorprendido–, pero no importa que estés casada
y tengas hijos, tú me gustas igual...
Mi vecina se puso roja como el cangrejo hervido, no pudo contener su rabia
y pegó un grito en el cielo:
–¡Dra åt helvete! (¡Vete al diablo!)
Y yo le contesté:
–Tillsammans (Juntos).
Luego giró sobre un talón y me dejó plantado como a una estatua.
Cuando entré en
mi apartamento, le conté a mi esposa lo sucedido con la vecina. Ella estalló en
una sonora carcajada y, echando lágrimas de tanto reír, me aclaró el problema:
–Cuando te dicen:
Ha en bra dag, Glad påsk, Trevlig sommar
o God Jul och Gott Nytt År, jamás se
debe contestar: TILLSAMMANS (Juntos),
sino siempre: DETSAMMA (Igualmente).
jueves, 3 de diciembre de 2020
EL DUENDE SE NOS APARECE TAMBIÉN EN ESTOCOLMO
I
El
Duende, de hecho, se
ha filtrado en las noches literarias de Estocolmo, donde un puñado de amigos,
afectados por la enfermedad de la escritura, nos reunimos en tertulias
informales al amparo de las velas.
Claro que El Duende,
sombrerito alón y pinta inconfundible, no se nos aparece cada quince días, sino
cuando puede o cuando quiere, pues supongo que trepar hasta el techo del mundo,
donde la nieve y el frío son más crudos que en Oruro, no debe ser cosa fácil
para un Duende, quien primero tiene que tramontar la cordillera de los Andes y
luego cruzar el ancho mar. De cualquier modo, venga en lo que venga (a caballo,
camión, barco o avión), se lo espera con ansiedad y se le da la bienvenida,
para que nos cuente de sus andanzas, sus sueños y sus tropiezos.
El
Duende, con el cuerpo
de papel y las venas de tinta, se nos aparece como un rayito de luz en las
noches de tertulia. Se hace un brindis en su honor y se le pide que nos enseñe,
una por una, las joyas que carga en su cofre literario. El Duende, convertido en
el chasqui de la palabra escrita, cumple a pie juntillas con su deber; nos
desvela y deleita con sus maravillas, y nos dice, de pasadita, lo que están
haciendo nuestros hermanos en la tierra de los quirquinchos, allá donde las
letras son tan evidentes como la arena.
Cuando la
noche es vencida por el alba y el deber nos llama a una nueva jornada, nos
despedimos de El Duende, suplicándole que no se pierda ni se apague como una
vela, y que siga llegando a CONTRALUZ, que aquí tendrá siempre una casa y un
corazón de puertas abiertas.
II
Por fin se
(re)apareció El Duende en Estocolmo, tras haber sido decomisado por razones
de sobrepeso en la aduana de
Cochabamba. Pero ahora que lo tengo entre las manos, bien doblado y
empaquetado, les agradezco a los amigos que tuvieron la gentileza de enviármelo
desde la capital folklórica de Bolivia, en cuyo Carnaval, amparado por la
Virgen del Socavón, bailan los diablos al son de los tamboreros y soplalatas.
El
Duende sale del
paquete y yo lo miro de anverso y reverso, de arriba a abajo. ¡Cuánto se ha
superado!, me digo, mientras le echo un vistazo por dentro, hoja por hoja,
punto por punto. Tiene las páginas repletas de letras, unas más grandes y otras
más chicas, pero todas con un lenguaje (re)creativo y un mensaje inteligente.
¡Ah, carajo!, me vuelvo a decir, pensando en que este personaje, transmisor del
sentido común de los arawikus (poetas
andinos), lleva el cuerpo zurcido de imágenes y más de una sorpresa escondida
en la copa del sombrero.
El
Duende, cuya
contextura y color parecen hechos de copajira
(agua amarillenta de los relaves de mineral) y de tiempo, carga las notas y
noticias de quienes, en lugar de construir un castillo de arena en los arenales
de Oruro, prefieren construir una fortaleza de imágenes y palabras, donde
puedan refugiarse las criatura del alma y los santo-demonios de la imaginación;
una labor encomiable que nos revela tanto el fulgor del pensamiento humano como
el desafío quijotesco de un grupo de intelectuales que, a diario, se enfrentan
contra los molinos de la incomprensión.
Debo reconocer
que El
Duende, cuya lectura implica para mí un modo de ponerme en contacto con
la realidad ausente y lejana, tiene la fuerza de transmitir las vibraciones
literarias de quienes, vistos y leídos a la distancia, parecen luceros
integrados en la amplia constelación de la literatura latinoamericana. No me
equivoco si digo que los vates bolivianos no se dejan pisar el poncho, aunque
nomás fuera por razones de orgullo. Hay sustancia en su discurso escritural y
un deseo tenaz por salvarse del silencio y el olvido, al menos esto constato
cuando leo El Duende sin saltarme un solo verso, un solo renglón; unas
veces creyendo encontrar en sus páginas la faz oculta de la memoria y, otras,
intentando descifrar las metáforas dedicadas a la vida, el amor y la muerte.
Como
comprenderán, El Duende se ha convertido ya en un visitante amigo y, por qué
no decirlo, en un paisano (re)querido con irresistible paciencia. Es lo mismo
que llegue en avión o en trasatlántico, pues la inquietud con que se lo espera
no modifica en absoluto su presencia. Lo importante es tenerlo aquí, entre
amigos, para gozar de su lectura y ensancharle el camino que se va abriendo
pasito a paso.
En Estocolmo,
tierra habitada por los gnomos del bosque, la nieve y la oscuridad, se lo
recibe siempre a contraluz -en CONTRALUZ-, y se le da la bienvenida, porque
trae la palabra, tanto en verso como en prosa, de unos amigos que (todavía) nos
recuerdan a pesar del tiempo y la distancia.
El
Duende, como en otras
ocasiones, paseará por esta ciudad anfibia, agarrado de la mano de sus
lectores, quienes lo leerán como se leen las cartas llegadas de allende los
mares, trayendo novedades con olor a bolivianidad y tinta fresca. Además, El
Duende, que tiene la intención de compartir con nosotros sus ideas y
sentimientos convertidos en palabras, es una especie de lanza literaria que,
por mucho que corramos, nos alcanza donde quiera que estemos.
Ya sabemos que
El
Duende, a pesar de sus escasas páginas, es el vocero más importante de
la cultura orureña, desde que se convirtió en la yapa (aumento) imprescindible del diario La Patria. En él cohabitan los artistas y escritores que, desde el
interior y exterior del país, contribuyen a encender la llama de la creatividad
entre las tinieblas de la literatura boliviana.
El
Duende da las pautas
y nosotros le seguimos las huellas, pues todo parece indicar que llegamos hasta
el umbral del siglo XXI a paso lento pero seguro. Ahora sólo queda agradecerle
por su presencia y recordarle que no se olvide que en estas tierras -menos
anchas y más ajenas- existen también seres dispuestos a compartir las emociones
del alma.
Así pues, una
vez más, he tenido la honda satisfacción de leer las páginas de El
Duende y la oportunidad de constatar que sigue siendo el faro
espiritual que ilumina el pensamiento altiplánico. Ojalá permanezca con el
mismo entusiasmo, sin desmayar ni desaparecer en los recovecos del camino, pues
lo necesitan no sólo los escritores orureños, sino también los escritores de la
diáspora boliviana.
III
Hace más de un
año que no se me aparecía El Duende, pero a principios de
febrero de este nuevo milenio, ¡zas!, se metió por el buzón de la puerta,
envuelto en un sobre de color madera.
–¡Qué
sorpresa! –le dije abrazándolo con cariño, ansioso por conocer las noticias que
traía impresas en el cuerpo.
El
Duende me lanzó una
sonrisa bien orureña, guiñándome por debajo del sombrero. Me extendió su
amigable mano de papel y me enseñó sus páginas llenitas de letras e imágenes.
–¡Qué lindo
que estás! ¡Tienes una pinta loca! –le dije, refiriéndome a su aspecto sobrio y
elegante.
Él se rió como
suelen reírse los duendecillos traviesos, se despojó de su sombrero de copa
alta y, orgulloso de lo bien que lo trataban sus editores responsables, me
regaló una lectura de magia y sabiduría.
–Cuánta
alegría me da volver a verte después de tanto tiempo –le dije–, y cuánto me
entusiasma el encontrar en tus páginas el nombre de quienes viven ensartando
palabras en la meseta del altiplano boliviano, donde el dios Huari de los Urus
se trocó en el venerable Tío de los mineros y donde la dadivosa Candelaria hace
tantos milagros como la Pachamama.
El
Duende, hecho de
tinta y de papel, revoloteó como una mariposa en mis manos y expuso su vital
contenido ante mis ojos.
–Cada vez que
te me apareces, así nomás, sin tocar la puerta ni anunciar tu llegada, me traes
siempre noticias desgranadas en sorpresas. No hay duda, eres un Duende de pura
cepa y una bella paloma mensajera.
El
Duende me miró desde
el logotipo de El Duende, se escabulló entre los magníficos dibujos de
Zarzuela y, escondiéndose detrás de los textos, me habló con palabras que sólo
pueden oírse con los ojos.
Así
transcurrieron los minutos y las horas. Lo leí durante tres días y tres noches,
sin desprenderme de su agradable compañía, hasta que llegó el instante en que
debía de despedirme, pero a condición de que se me volviera a aparecer otra
vez, así de sopetón, como cuando se aparece el gran amor de la vida mientras
menos se lo espera.
IV
–Te esperé con
insoportable paciencia –le dije emocionado, apenas lo vi llegar agarrado de la
mano de un amigo, que tuvo la gentileza de traérmelo desde Oruro.
El
Duende estaba pintudo
como siempre, con su sombrerito alón, su color de copajira y su aspecto de
niño-viejo, gracioso, travieso y juguetón.
Cuando lo
llevé a casa, donde nos encerramos en el escritorio para comunicarnos en
silencio, me deleité leyendo sus páginas al compás del corazón y las matracas,
mientras él me deslumbraba con sus hermosos textos que parecían los chispeantes
ojos de Lucifer.
–Aunque eres
un personaje de papel –le dije–, ataviado con tu traje de imágenes, letras e
ilusiones, no dejas de tener el corazón más grande que el cuerpo y la
generosidad del tamaño del tiempo, pues por donde andas y desandas, con tu q’epi (bulto) repleto de conocimientos,
llevas en una mano el don de la amistad y en la otra un ramillete de novedades
para quienes estamos dispuestos a leerte de anverso y reverso.
El
Duende me miró con su
cara de Duende y nada me respondió.
–Así eres,
duendecillo del alma –proseguí–, por eso te queremos y esperamos, en las buenas
y en las malas, tanto en la tierra de los Urus como en la thule (tierra) de los vikingos, donde te apareces sea de noche, sea
de día, con un ruidito semejante a los dados que se remueven en el cubilete del
cacho.
Al final de
nuestro (re)encuentro, le extendí la mano de despedida y le dije:
–Siempre serás
bienvenido a la Venecia del Norte, donde tienes varios amigos trolles (gnomos), dispuestos a compartir
tus pensamientos y sentimientos... ¿Y sabes por qué?, porque eres purito Duende...
Él se sonrió y
no contestó, escondió la cara debajo del sombrero, extendió la mano de
despedida y desapareció en un cerrar de ojos.
–¡Pucha,
caray! –me dije después–. Olvidé mandarle mis saludos y congratulaciones a Luis
Urquieta, Alberto Guerra, Edwin Guzmán, Benjamín Chávez y Erasmo Zarzuela; esos
otros duendes que le dan vida con su aliento y no lo dejan morir como una vela.
Y vayas por
donde vaya, que te vaya bonito.
Es el colmo -y
no Estocolmo-, que no me digas cuándo te volveré a ver, para jugar chacho con
un cubilete de dados y para…
Como dice tu
director, don Luis Urquieta Molleda: Venido
por derroteros secretos sienta presencia ‘El Duende’, plasmación diligente de
taumaturgos. Prez en lontananza.
V
En este mes de
septiembre, fecha importante en los anales de la cultura orureña, se celebra el
vigésimo aniversario de El Duende, con cuatrocientas
ediciones que dignifican el esfuerzo tesonero de los editores responsables. No
se trata de un acontecimiento más en el mundillo del espectáculo, sino de una
prueba fehaciente de que las buenas iniciativas, cuando están sustentadas con
honestidad y entrega total, alcanzan tarde o temprano una trascendencia
imperecedera y reciben el respeto, la admiración y el reconocimiento de la
colectividad.
El
Duende, hecho de
verbo y de creación, tiene las llaves mágicas de la literatura, que le permiten
ingresar en los sitios más recónditos de la mente y el corazón de los lectores,
quienes lo aguardan quincenalmente con insoportable paciencia. Algunas veces
llega a paso lento pero seguro como los morenos y, otras veces, se aparece
saltimbanqui como los diablos que simbolizan la lucidez del Tío de los
socavones. Así es nuestro Duende, un ser mitológico de la naturaleza y guardián
de los seres que habitan en ella, y un personaje que, a fuerza de pulmón y a
mucha honra, se ganó un espacio legítimo en la constelación de las letras
bolivianas.
Desde hace
veinte años fue creciendo, creciendo y creciendo, hasta convertirse en un verdadero
chasqui que lleva a cuestas un q’epi
repleto de mensajes elaborados no sólo por los fecundos artesanos de la palabra
escrita, sino también por los profundos conocedores del alma humana. Ha crecido
tanto que, tras haber sido un pequeño boletín
de divulgación literaria, con letra apretada y color copajira, se ha convertido en el Suplemento
Orureño de Cultura de
uno de los decanos de la prensa nacional, gracias a la acertada dirección del
Ing. Luis Urquieta Molleda, quien, secundado por un selecto equipo de
redactores y colaboradores, se empeñó en darle cuerda a este trasgo ingenioso y
juguetón, para que no se desmaye, ni se muera, ni se hunda en el mar revuelto
de la masiva información que hoy invade nuestros hogares.
Todo comenzó
cuando el Duende mayor, don Alberto Guerra Gutiérrez, al mando de un grupo de
duendecillos talentosos, inició su edición en junio de 1988, nada menos que
entre q’oas (sahumerios) y ch’allas (celebraciones con aguardiente)
en honor a la Pachamama y otros espíritus tutelares, y sin sospechar que el
hijo de su alma, que no es experto en conjuros ni en artes esotéricas, estaba
destinado a transmitir la creación de
artistas y escritores, como el yatiri
(sabio) aymara transmite la sabiduría popular y lee el destino de su comunidad
en las hojas sagradas de la coca. Ahora que Alberto Guerra Gutiérrez no está ya
con nosotros, entre nosotros, debemos imaginar que, como todo Duende
trashumante, está esperándonos en el más allá, con un ramillete de amistad y de
poesías, que él supo cultivar con experiencia y pasión, sin dejar de pensar un
solo instante en su gente y en las tradiciones ancestrales de su Carnaval.
El
Duende hace por los
orureños lo que los orureños hacen por la cultura del país; es más, en su
condición de vocero itinerante, ha traspasado las fronteras con paso de parada
y ha entablado relaciones con los duendecillos de países cercanos y lejanos,
donde lo reciben siempre con los brazos abiertos y el corazón en actitud de
cariño. Deja profundas huellas en la tierra que pisa y se hace respetar por la
opinión crítica de quienes lo toman en las manos. No es para menos, El
Duende, que atesora la virtud de desgranar su gracia a través de
palabras e imágenes, es un caballero que, desde su nacimiento, aprendió a
comunicarse tanto en verso como en prosa.
¡Ay!, Duende
de mi alma. Ojalá sigas sumando números a tus ediciones y tengas una larga vida,
y que jamás nos dejes caer en la desilusión ni llegue el aciago día en que nos
anuncies tu desaparición, porque esito no lo aceptaremos tus lectores ni
colaboradores, y mucho menos el Tío de la mina, quien de apariciones y
desapariciones conoce mejor que nadie. Por lo demás, a tiempo de cumplir tu
vigésimo aniversario y tus cuatrocientas ediciones, recibe un fraternal abrazo
desde el otro lado del charco, donde
vive uno de tus humildes colaboradores dispuesto a brindar contigo por la
amistad y por el amor a la literatura.
VI
Para quienes entramos en contacto con este singular
personaje hecho de tinta y papel, no cabe la menor duda de que estamos frente a
un mensajero de los sentimientos y pensamientos más profundos de lo mejor de
nuestros creadores nacionales.
El Duende, desde sus
inicios, tenía la intención de socializar los mejores textos escritos en verso
y prosa, con el único afán de transmitir los sabios conocimientos atrapados
entre los renglones y versos de los cultores de la palabra escrita.
Llegar a la edición Nro. 500 no es poca cosa; al
contrario, es la demostración del trabajo tesonero de hombres como Alberto
Guerra Gutiérrez y Luis Urquieta Molleda, quienes, por su declarado amor a las
letras, no han cesado en empujar la rueda de la cultura orureña ni en publicar quincenalmente
El
Duende, que se nos aparece con la insistencia de un ser que desea
instalarse en nuestras vidas con el peso de la sabiduría y la razón.
El Duende, en cada uno de
sus números, ha cobijado en sus páginas lo mejor de la literatura nacional e
internacional. No existe otra publicación boliviana que haya dado tanto de qué
hablar como este trasgo que nos deslumbra y maravilla con cada una de sus
ediciones preparadas con esmero y sentido común.
A tiempo de celebrar su edición Nro. 500, no nos queda
más que reconocer que se trata de una maquinaria de papel que no para, de
augurarle mayores éxitos en el ámbito cultural y que se nos siga apareciendo
con su sombrero alón, sus botas de charol y su q’epi henchido por las mejores joyas de la literatura universal.
Así lo queremos ver siempre a El Duende, forrado de pies a cabeza
con lo mejor de las letras e imágenes que nos invitan a volar en las alas de la
imaginación.
¡Salud y prosperidad, querido Duende!
sábado, 28 de noviembre de 2020
BIENVENIDO EL
TÍO DE LA MINA A ESTOCOLMO
Gracias por
estar aquí, en la thule (reino) de
los vikingos, donde te aguardé con insoportable paciencia y el corazón abierto
como una puerta. No sé de qué paraje provienes ni quién fue el khoyaloco
que te despachó embalado en un cartón del correo boliviano. Lo único claro es
que en tu largo itinerario, primero saliste del interior de la mina, luego
atravesaste la codillera andina, cruzaste el ancho mar y, trocado en aire,
burlaste el control de la aduana en el aeropuerto de Arlanda.
Ahora que estás
conmigo, encerrado en mi escritorio, me siento más íntegro y complacido. Tu
presencia me devolvió la alegría, concediéndole a mi existencia más vida de la
que tenía. Por otro lado, quienes te tienen en estima, con el respeto y temor
que infunde tu imagen, me han insinuado construirte una capilla o una urna de
cristal, no sólo para ch’allarte
y rendirte culto y pleitesía, sino también para mantener viva tu
tradición arraigada en la cultura andina y el Carnaval de Oruro. Me temo que
aquí, en estas lejanas tierras del norte, tu festividad no será tan sonada como
en el vientre de la Pachamama, mas despertará un profundo fervor entre quienes
conocen y reconocen tus atributos de personaje tutelar.
Empezaremos poquito
a poco para que la ch’alla y la festividad vayan creciendo y adquiriendo
importancia. Por qué no, si ya son miles los bolivianos que practican sus
tradiciones y rituales como si estuviesen en la mismísima llajta, donde
las costumbres ancestrales se celebran al ritmo de campanillas, sicus,
zampoñas, quenas, tarcas, tambores, bombos y otros instrumentos autóctonos.
A quienes no te conozcan -o te desconozcan-, debemos
aclararles que tu estatuilla fue moldeada en barro mineralizado por los mismos
mineros, cuyas manos callosas te colocaron en el mejor paraje del interior de la mina, donde se congraciaban contigo
mientras pijchaban, fumaban y bebían tragos de aguardiente. Los mineros
sabían que en tu condición de Tío, dios y diablo andino, podías ser generoso con los compañeros que te
ofrendaban y ser despiadado con los ingratos que te ignoraban o no cumplían sus
obligaciones contigo. Así fuiste desde cuando los
mitayos, condenados a trabajar en los yacimientos de plata durante la colonia,
empezaron a rendirte culto y tributo, conscientes de que eres el dueño absoluto
de los minerales y el amo en los tenebrosos socavones. Por eso los mineros, con
honda admiración y respeto, te solicitaban protección y riquezas mediante ritos
que iban desde el pijcheo, la ch’alla, la wilancha y el q’araku.
Como representante del sincretismo entre las
creencias paganas ancestrales y la religión católica impuesta por los
conquistadores, eres un híbrido entre el Huari y el diablo; luces dos cuernos
en la frente, los ojos redondos y saltones, la nariz deforme, la barba rala
como la de Atahuallpa y la boca dispuesta a recibir un cigarrillo, que los compas te ofrecen en actitud de amistad
y cariño.
Aquí, en el reino de la Moder Svea, no te faltará
nada. Ya tienes k’uyunas y quemapechos como el Absolut Vodka. Tienes también
serpentinas, confetis y confites. Sólo falta llenar tu ch’uspa con la
lejía y las hojas sagradas y purificadoras de la coca. Habrá que esperar un
cachito para que tú mismo, con tus poderes mágicos, puedas proporcionarnos un
tambor de coca para pijchar en tu honor y en tu presencia; mientras
tanto, puedes seguir fumando y chupando... ¡Ah! ¡Tío, pendejo! ¡Tío, alcahuete!
¿Me estás tomando el pelo o estás tomándote solito mi botella de coñac?, ése
que compré en el crucero entre Estocolmo y Tallin, poco antes de que llegaras
hecho un caballero, a bordo de un avión y no en un trasatlántico.
Lo grave es que
ahora no querrás salir del escritorio por miedo a sembrar el pánico y el terror
con tu deformidad física. Si asomas el rostro a la puerta, las doñas se
arrebatarían, las wawas se
asustarían, los incrédulos se reirían y los devotos bien despistados quedarían.
Ni modo pues, yo nomás tendré que saludarte y rendirte tributo al entrar y al
salir del escritorio, y, una vez al año, sacrificar un gallo blanco o un
cordero en tu honor y en honor a la Pachamama, la diosa andina de la Tierra.
Como los llajtamasis
en Suecia no pueden pedirte las riquezas minerales, abandonadas allende los
mares, pienso que lo correcto será pedirte protección y bienaventuranza en un
país tan diferente al nuestro. Te pedirán, por ejemplo, acabar con el racismo y
la discriminación contra el inmigrante. Si no sabes de qué estoy hablando es
porque estás recién llegadito. Tienes que vivir un tiempo más para advertir los
problemas y constatar que en estas tierras existen también devotos de la Virgen
del Socavón, la Virgen de Copacabana y la Virgen de Urkupiña, y que todos los
años las sacan en procesión por las calles de Estocolmo, Gotemburgo y Uppsala,
suplicándoles deseos y milagros al ritmo de diabladas y morenadas. No es para
menos, pues, algunos de los pasantes, como por mandato divino, distribuyen
incluso colitas, banderines y bandas recordatorias made in Bolivia, convencidos de que si alcanzaron ciertas metas en
su vida familiar y profesional es porque las mamitas intercedieron ante Dios para concederles sus ruegos y
deseos.
Aunque no
admites la presencia de las mujeres en tu reino, por la superstición de que la
menstruación hace desaparecer los filones de estaño, considero que ahora tienes
la oportunidad de disfrazarte con tu traje de Lucifer y bailar la danza de los
diablos para las virgencitas, quienes de seguro son las réplicas de la
escultura creada por el indio Tito Yupanqui a orillas del lago sagrado de los
Incas.
Así están las cosas, Tiíto dadivoso y
vengativo. En Estocolmo podrás bailar la diablada ataviado con tu traje de
luces y tus ornamentos de reptiles y batracios. Estás arreglado, pues los
devotos de las vírgenes morenas hacen correr por las mesas comidas y bebidas en
abundancia, justo como a ti te gusta que sean las jaranas, en las cuales se
canta y baila hasta quedar indio en
tierra. Más todavía, si en medio de la jarana no encuentras a tu tentadora Chinasupay,
al menos encontrarás a una hermosa Chinamorena.
Tenlo por seguro, te lo digo por experiencia propia y porque, aparte de ser tu
compañero de ruta, soy tu amigo del alma.
Gracias, una
vez más, por haber llegado a Estocolmo, Tiíto de las minas bolivianas.
GLOSARIO
Compas: Compañeros.
Ch’alla: Ceremonia de ofrenda o sacrificio a los dioses. Celebrar un acontecimiento rociando al suelo con aguardiente.
Chinasupay: Diablesa.
Deidad y esposa del Tío.
Ch’uspa: Bolsa
pequeña en la que se lleva coca, tabaco o lo necesario para coquear.
Huari: Deidad
mitológica de los urus, protector de los auquénidos y personaje simbolizado por
el Tío de la mina.
Khoyaloco: Loco de
la mina. Minero.
K’uyuna: Cigarrillo de envoltura rústica.
Llajta: Ciudad,
pueblo, país.
Llajtamasi: Conciudadano,
coterráneo.
Paraje: En el
interior de la mina: sitio o lugar de trabajo.
Pijchar: Mascar
coca.
Q’araku: Mesa o banquete que se prepara en honor al
Tío, en el que no faltan abundante comida, alcohol, coca, cigarrillos, confites
y carne de llama sacrificada.
Tío: Deidad. Diablo y dios tutelar que habita en
el interior de la mina. Los mineros le temen y le brindan ofrendas.
Wawa:
Niño o niña de pecho.
Wilancha: Sacrificio
de sangre de animales o “sullus” (fetos de animales), en honor a los seres
tutelares del cielo, la tierra y el subsuelo.