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martes, 1 de abril de 2025

ALEXANDRA BRAVO Y SUS PLUMAS

Cierto día, muy entrada la noche, sonó mi teléfono sacándome del sueño. Cuando levanté el auricular, escuché una voz conocida, casi familiar. Era Alexandra Bravo, quien acababa de llegar de suiza para exponer una parte de su arte plumario, que practicó entre las tribus de la amazonia peruana, en el Museo Etnográfico de Estocolmo.

Acordamos vernos en la puerta del Museo. Aquella tarde el frío calaba hasta los huesos y la nieve caía sin cesar. La aguardé en la puerta hasta que ella salió acompañada por un pintor argentino, cuyo nombre no recuerdo. Alexandra estaba igual que antes, como si los años no le hubiesen tocado un pelo. Llevaba una pluma de pendiente y otra pluma de collar; tenía los ojos cansados, una cabellera enmarañada como por el resoplido del viento y una sonrisa que se ampliaba en su rostro a punto de estallar en una carcajada.

Mientras el pintor argentino nos conducía en su auto hacia el centro de la ciudad, conversamos animadamente, recordando la primera vez que nos conocimos en París, en una conferencia de exiliados bolivianos, que se llevó a cabo en el verano de 1977. Recordamos también las veces que fuimos al Museo Moderno, donde ella me hablaba de arte y de sus tentaciones políticas.

En un tramo del trayecto, se le acercó al pintor argentino y le dijo: Este boliviano es como mi hermano. Yo no supe cómo disimular mi vergüenza y me limité a mirar las luces de la ciudad, que parecían luciérnagas en la noche, y a recordar aquel día que, mientras viajábamos en el metro, ella me enseñó el perfil de su rostro, preguntándome: ¿Te gustan los rasgos de mi cara? Sí –le contesté–, pero para contemplarnos y no tocarlos. Ella me clavó una mirada seria y mantuvo un largo silencio.

Apenas arribamos al centro de la ciudad, descendimos del auto. El pintor argentino prosiguió su camino y nosotros ingresamos a un restaurante chino, donde conversamos desde lo más mínimo hasta lo más íntimo.

Hablamos de la estética del arte y, sobre todo, de sus proyectos e inquietudes. ¿Dónde y cómo nació tu interés por las plumas?, le pregunté. Es una historia muy larga –contestó–. Sin embargo, todo empezó el día que visité el Museo Etnográfico de Berlín, donde me enfrenté maravillada a una exposición de plumas; allí mismo, en el sótano que apestaba a desinfectante, aprendí las técnicas del arte plumario. Cuando retorné a Zúrich, ya tenía en la cabeza un mundo de ideas, todas ellas en base a las plumas. Estando en eso, se me presentó la oportunidad de viajar a Perú a desarrollar un trabajo en comunidades campesinas. Después me fui a la Amazonia en busca de conocimientos y materiales, que me permitieran realizar mi proyecto.  

La calle estaba vacía y en el restaurante no quedamos más que nosotros. Yo pedí otra cerveza y ella siguió contándome sus aventuras en Zúrich y en la Amazonia. A ratos, la pluma que le adornaba la oreja y el pescuezo, me evocaba, además del estereotipo que creó el hombre blanco del indio emplumado, a la figura extravagante de Frida Khalo, quien levantaba más aspavientos con sus atuendos autóctonos que con sus dibujos y pinturas.

Alexandra –le dije–.Supongo que las plumas tienen su historia como todas las cosas. Por qué no me cuentas un poco. Ella contestó muy rapidito: Las plumas son solo plumas. Empero, desde la más remota antigüedad han sido tan importantes como las aves que las llevan. En muchas culturas, los pájaros han simbolizado no solo la fuerza, la sabiduría y el coraje, sino también la vida, la muerte y la guerra. De ahí que las plumas de estas aves tuvieron un carácter social, religioso, mitológico y práctico. Por ejemplo, entre los incas, mayas y aztecas, las plumas eran sinónimos de poder y estatus social; con las plumas adornaban las diademas, los mantos sagrados, las armas de guerra y el cuerpo de los guerreros. En Europa, las plumas eran un atributo de las clases dominantes, de los caballeros con sombreros de copa alta y de las damas de relampagueantes joyas y sombreros de ala ancha. Y, en efecto, en las calles de escaparates lujosos se pueden ver todavía a personas de andar aristocrático, llevando en el sombrero un ala de colibrí o la cola de un quetzal, como si cargaran un arcoíris en la cabeza; sin saber que estas maravillosas aves, cuyas plumas se han trocado en joyas tan preciadas como el oro, jade o turquesa, son especies en peligro de extinción en las zonas donde son cazadas y desplumadas.

En vista que es difícil conseguir plumas de aves en extinción, ¿Puedes decirme de dónde provienen las plumas con las cuales trabajas?, le pregunté esperándome una respuesta larga. Ella me guiño el ojo y, levándose de la silla, contestó: De las aves de corral.

Salimos del restaurante, caminamos una cuadra entre la nieve que refulgía bajo la luz de las luminarias e ingresamos al metro que está al lado de La Casa del Concierto, donde todos los años se entregan los Premios Nobel.

Al cabo de nuestra conversación, apareció el metro rumbo a Hasselby y Alexandra se despidió, preocupada del porqué los señores del Museo Etnográfico de Estocolmo no le dejaron decir que para ella el arte plumario es una forma de manifestar su solidaridad y compromiso político con la lucha de los pueblos indígenas de América Latina. 

lunes, 3 de marzo de 2025

DOS ARTISTAS CHILENOS EN EL STADHUS DE LIDINGÖ

El pintor venezolano Francisco Blanco, a tiempo de inaugurar la exposición de Salazar Luna y Jeanette Sepúlveda, se refirió a una anécdota de Gabriel García Márquez: Cuando a él le preguntaron alguna vez cuál era su color, dijo: ‘el amarillo’. ¿Pero qué clase de amarillo, exactamente? ‘El amarillo del Caribe a las tres de la tarde visto desde Jamaica’, contestó. Así, como esta respuesta, los cuadros de Salazar y Sepúlveda nos invitan a descubrir y comprender la realidad objetiva, que es una especie de aureola que envuelve a los artistas.

La muestra pictórica de Salazar Luna y Jeanette Sepúlveda es un breve recorrido por las venas abiertas de América Latina, pues apenas se entra en la sala de exposiciones del Stadhus de Lidingö, el visitante se enfrenta a un altar erigido en una pared lateral, desde el cual se bifurcan dos caminos alfombrados, representando la ruta seguida por los conquistadores; por uno de los caminos arribaron al Nuevo Mundo y por el otro retornaron con todo el oro y la plata que saquearon de las civilizaciones precolombinas, mismas que fueron vencidas y sometidas a sangre y fuego. El altar presenta textos arrancados de la obra de Eduardo Galeano, quien, como ninguno, intentó reescribir la verdadera historia de un continente expoliado violentamente desde la llegada de Cristóbal Colón a tierras del Abya Ayala.

Según Salazar Luna (Maitencillo, 1956), la exposición tiene una doble importancia; primero, porque este año se cumple el V Centenario del Descubrimiento de América y, segundo, para recordarles a los europeos y latinoamericanos que el problema de nuestros pueblos sigue siendo el catolicismo, es decir, la religión. Este artista plástico autodidacta, que se inició haciendo instalaciones en galerías argentinas, logra plasmar en los lienzos, resaltando volúmenes, formas y transparencias, una historia poco conocida del continente americano.

Las obras de Salazar Luna, denominadas 500 años con la cruz y la espada, no son el producto de una mera casualidad, sino un trabajo madurado durante varios años. No en vano sus cerámicas, sus dibujos con tinta china, sus acrílicos y óleos, encierran un claro mensaje vislumbrándose en el rostro de los indígenas, en las armaduras de hierro y las cruces de los conquistadores. Asimismo, la serie de dibujos que él denominó El sueño de Bolívar y cuyos títulos son de por sí sugerentes: tenemos las mismas manos, la misma voz, la misma sangre…, constituye un vehemente llamado a la conciencia colectiva.

Jeanette Sepúlveda (Santiago, 1958), que estudió arte en la Universidad Católica de su ciudad natal, tiene una producción que refleja su mundo existencial, las añoranzas, la ecología, los insomnios, las relaciones humanas y sus asuntos. La grandeza de las culturas precolombinas, donde se amalgaman la realidad y la fantasía, el realismo y surrealismo, es una suerte de estilos y colores que exaltan figuras que representan la simbología de los mochicas, el calendario de los aztecas, las pirámides y las plazas de la civilización maya, donde los habitantes, protegidos por un dios ancestral que los contempla desde las alturas, llaman la atención por la variedad e intensidad de los colores.

Jeanette Sepúlveda, refiriéndose a su obra agrupada bajo el tema Vida y esperanza, señala: Mi trabajo pictórico es el resultado de situaciones cotidianas; de modo que la mayoría de las cosas que pienso, siento, escucho y veo están reflejadas en mi pintura. Me gusta dejarme llevar por lo que mi subconsciente me pueda entregar, pero también hay una búsqueda consciente de querer lograr un lenguaje pictórico original. No quiero repetir lo que ya existe, sino crear una pintura que tenga un sello personal.

Sin embargo, en los óleos y collages de Jeanette Sepúlveda no solo se explayan las vivencias personales, sino también colectivas; más aún, cuando la artista ha tomado muchos elementos prestados de las culturas precolombinas que, una vez incorporados a sus cuadros, han pasado a formar parte de su mundo artístico.

En síntesis, la exposición de Salazar Luna y Jeanette Sepúlveda es una buena ocasión para recordarnos que la celebración del V Centenario, del llamado “Descubrimiento de América”, no es más que una festividad que tiende a encubrir los 500 años de genocidio y saqueo perpetrados por los conquistadores en las tierras del Nuevo Mundo.   

jueves, 16 de junio de 2022


 LAS MAGNÍFICAS CREACIONES DE UN ARTISTA VISUAL

Las plataformas digitales que albergan la obra de Miro Coca Lora son una verdadera fiesta para los aficionados a las artes visuales. En todas sus secciones, ordenadas por categorías y alto sentido estético, destacan la impronta de quien, con la fuerza de la creatividad, logra resultados que conmueven y convocan a la reflexión debido a su gran valor artístico.

Aunque Miro Coca Lora nació en Cochabamba, en 1964, residió en Estocolmo, Suecia, desde 1977; país al cual llegó junto a su familia, en una época en que la dictadura militar de los años ‘70 perseguía, encarcelaba, desaparecía y exiliaba a sus opositores políticos. De modo que la formación de este forjador de las artes visuales tiene más relación con la cultura escandinava que con la cultura de su país de origen.


El artista, inspirado por las criaturas de su fuero interno, se funde con sus temas y personajes en cada una de sus creaciones, pero con un toque personal que tiende a explayar las técnicas y los recursos más variados en el ámbito de la pintura, la fotografía y el videoclip. No cabe duda de que estamos ante un artista que ha encontrado un lenguaje propio, que pone de manifiesto su sensibilidad para combinar las artes visuales con los acordes musicales.

Los temas son tan variados, que el espectador parece tener ante sus ojos un magnífico caleidoscopio, donde las figuras, paisajes, rasgos, detalles y colores, dan la sensación de convivir en un escenario en el cual reina el dinamismo y la armonía, aunque en algunos cuadros, fotografías y videoclips se ensaya una pirotecnia cromática que deslumbran la vista e irradian la mente del espectador.

Estas creaciones, vistas desde cualquier ángulo, resultan ser una suerte de desafío contra la lógica y la razón, pues muestran un entorno donde el estilo surrealista y figurativo forman una perfecta mancuerna, induciendo a contemplar un territorio imaginado por el artista, quien está consciente de que cada cuadro, fotografía y videoclip debe ser una criatura del alma, capaz de transmitir los pensamientos y sentimientos de su creador. En este sentido, Miro Coca Lora es un artista a carta cabal. Ahora sólo falta que sean cada día más los espectadores que lo descubran. Ojalá su blog personal ayude a difundir esta obra en la que se funden la pasión, la creatividad y el amor por el arte.

Gran parte de su trabajo, revestido de un carácter ecléctico, combina las técnicas pictóricas tradicionales con las modernas tecnologías digitales, que le ofrecen no sólo mayores posibilidades de difusión de sus creaciones, sino que, al mismo tiempo, le permiten experimentar con una serie de herramientas y dispositivos que no requieren necesariamente del uso del lienzo, la paletas y los pinceles, ya que todos los instrumentos de trabajo, aparte de la amplia pantalla de cristal líquido, están instalados en el disco duro de la computadora.

Este artista de origen boliviano, nacionalidad sueca y pensamiento universal, era un buen ejemplo del individuo cosmopolita empeñado en demostrarnos que el arte visual, como la música y el amor, es un vehículo de la fantasía y la necesidad existencial, que rompe con los marcos espaciales y temporales, con la misma facilidad con que un caminante invisible rompe con las fronteras nacionales.

Si lo recuerdo ahora es porque no está ya con nosotros y porque hace poco volví a mirar uno de sus cuadros, contextualizado en una fiesta de mascarada familiar, donde todos portaban disfraces de lo más variopinto. Esa fue la ocasión en que Miro Coca Lora captó el momento en que yo lucía una capa y un antifaz al mejor estilo de los superhéroes enmascarados de las películas y revistas de serie. Tiempo después, cuanto lo visité en su apartamento, donde solíamos reunirnos para conversar y compartir entre amigos, me lo enseñó esbozando una sonrisa pícara, pero orgulloso de haber logrado detener un instante inolvidable, que él supo plasmar con pinturas al óleo, sin más recursos que un caballete, unos pinceles y una férrea voluntad de pintor obsesionado por retratar los motivos que le llamaban poderosamente la atención.

Algunas veces, mientras menos me lo esperaba, me enviaba, a través de mi correo electrónico y en formato JPG, las últimas fotografías que había tomado en medio de la naturaleza sueca, con sus límpidos lagos y sus exuberantes bosques, donde las luces y las sombras tienen su propio espectáculo durante las cuatro estaciones del año. Siempre pensé que lo hacía para transmitirme la belleza natural de un país que, en tiempos de las dictaduras militares, nos acogió a los bolivianos con los brazos abiertos, brindándonos la oportunidad de realizarnos en plano humano y profesional. Las fotografías que me enviaba no eran otra cosa que un motivo para recordarme, con reminiscencias de profunda nostalgia y tiempos pretéritos, las innumerables veces que paseamos por la naturaleza protegida de Tyresö, donde vivían nuestros padres, hermanos y conocidos. Miro Coca Lora era un fotógrafo autodidacta, un ser dotado de una sensibilidad privilegiada, que le permitía apreciar la belleza allí donde los demás no veíamos más que una realidad cotidiana y “normal”.

No faltaron las veces en que, ingresando a las plataformas digitales (Facebook, Blogspot, Youtube, Myspace, Instagran y otras), donde tenía sus cuentas siempre actualizadas, pude constatar su frenética labor de creador de imágenes que deslumbraban por su forma y colorido, a partir de pinturas o fotografías que él ponía en movimiento, como tantos de sus videoclips que llamaban la atención de propios y extraños. Se trataban de imágenes cargadas de ilusiones ópticas, que engañaban al sentido de la vista y daban la opción de percibir la realidad de manera distorsionada, como si los ojos estuvieran encandilados tras ver una luz intensa y poderosa. No cabe duda de que sus imágenes, trabajadas con las nuevas tecnologías digitales y las aplicaciones técnicas del Photoshop, daban la vertiginosa sensación de ambigüedad de los objetos retratados, debido a que la intención del artista era provocar en el espectador una suerte de alucinación, con imágenes que no eran claramente perceptibles por el ojo humano, consciente de que el cerebro solo puede asimilar o concentrarse en un objeto a la vez, y no en varios que suelen ocasionar confusión, hasta que el cerebro entra en desorden y el sentido visual distorsiona la imagen observada, ya sea en lo relativo a la forma, el color, la dimensión y la perspectiva.

Paralelamente a su polifacético quehacer laboral y artístico, y convencido de su militancia en las filas de los movimientos de izquierda, se dedicó a crear, sin que nadie le remunerara por su trabajo, la página Web de “Motstånd” (Resistencia), una publicación de la juventud trotskista de Suecia, y la página Web de “MASAS.nu” del Partido Obrero Revolucionario de Bolivia. Su interés por la actividad política le nació en la niñez, mientras vivía en la población minera de Llallagua, donde aprendió a captar las emociones del alma y el galopar del corazón enamorado de la libertad y la justicia. Estaba marcado por los conflictos sociopolíticos que experimentó el país durante los años ‘60 y ‘70 de la pasada centuria. No en vano, desde su más tierna infancia, conoció la represión política de los gobiernos de René Barrientos Ortuño y Hugo Banzer Suárez, cuyos chacales, con los rostros cubiertos con pasamontañas y armados hasta los dientes, allanaron su casa en varias ocasiones, so pretexto de apresar a su padre, que era dirigente minero y militante porista, e incautar materiales subversivos; una situación de terror y zozobra que le causó traumas por el resto de sus días, pero que, a la vez, le despertó su conciencia política y su interés por difundir los ideales de los hombres y las mujeres que luchaban por conquistar mejores condiciones de vida y de trabajo.

Es probable que no fue el mejor compañero para las mujeres que él conoció en España, Italia, Brasil y Suecia, pero se puede aseverar que fue un padre preocupado por el bienestar de sus hijas, aunque la suerte no siempre jugó a su favor, sobre todo, cuando las adversidades lo zarandeaban sin contemplaciones, como cuando era atrapado por los embrujos del alcohol que, de cuando en cuando, se tornaba en su principal enemigo. Mas no por eso, se daba por vencido; por el contrario, recobrara nuevos bríos y se ponía a trabajar con ahínco, como quien sale de un oscuro túnel y vuelve a vivir la vida con frenesí y regocijo. Era una persona de sentimientos nobles, siempre dispuesto a ayudar a quienes lo requerían, sin pensar dos veces ni recibir retribuciones a su favor.

Miro Coca Lora fue el hijo preferido de su señora madre, en quien encontraba todo el cariño y protección que necesitaba para enfrentarse a los conflictos que le planteaba la vida. Ella lo adoraba sin condiciones y lo defendía a capa y espada, como solo una madre sabe hacerlo cuando se trata de poner a salvo la integridad de su hijo. Nunca dejó de darle sabios consejos ni alentarlo cuando más lo precisaba, hasta el fatídico día en que ella balbuceó por última vez y entornó los ojos para siempre. Desde entonces, el artista se hundió en un insondable dolor y la congoja se le apoderó del alma, dejándolo más desamparado y vulnerable que nunca.

Con todo, Miro Coca Lora vivió con la ilusión de convertirse, alguna vez, en un artista a tiempo completo, pero las necesidades existenciales lo obligaron a trabajar en instituciones que estaban al cuidado de personas con capacidades diferentes. Era una labor que le daba muchas satisfacciones, pero que le restaba tiempo, un apreciado tiempo que él pudo haber aprovechado para convertirse en un consumado creador de las artes plásticas y visuales. Sin embargo, nunca perdió las esperanzas de que, ni bien alcanzara la edad para jubilarse, se dedicaría de lleno a su actividad artística, pero la muerte no supo darle más  tiempo, le pisó los talones a los 58 años de edad y se lo llevó hacia el parnaso donde moran los seres que nacieron para deleitarnos con sus creaciones hechas de luces, sombras y colores, parecidas a los discos cromáticos de la vida misma, de la vida que tuvo Miro Coca Lora cerca de sus familiares, amigos y seres queridos, aunque lejos de la tierra que lo vio nacer, ya que no falleció en Bolivia, sino en Estocolmo, Suecia, el 5 de mayo de 2022.

domingo, 27 de diciembre de 2020

 

TILLSAMMANS (JUNTOS)

Como todos los inmigrantes llegados de tierras lejanas, obligado a aprender un nuevo idioma como guagua recién nacida, tuve dificultades para enriquecer mi vocabulario y diferenciar algunas palabra de otras; un proceso de aprendizaje que no estaba exento de problemas.

Durante los primeros años que viví en Estocolmo, hice todo lo posible por integrarme a la sociedad, con las esperanzas de convertirme en una ciudad más, pues sabía que Suecia, a pesar de su largo y gélido invierno, llegaría a ser mi segunda patria. Y, claro está, en mi afán de acercarme a los suecos, tomé contacto con una de mis vecinas; una mujer en el meridiano de su vida, que desprendía jovialidad y lucía hermoso cuerpo, cabellera castaña y actitud simpática, recodándome a las mujeres del mediterráneo. 

Cada vez que nos encontrábamos en la puerta que daba a la calle, nos saludábamos con cortesía e intercambiábamos algunas palabras antes de despedirnos con una sonrisa afectiva. El problema de nuestra amistad estaba en que cada vez que ella me decía:

Ha en bra dag (Ten un buen día), Glad påsk (Alegre pascuas), Trevlig sommar (Buen verano) o God Jul och Gott Nytt År (Feliz Navidad y próspero Año Nuevo)…

Yo siempre le contestaba:

Tillsammans (Juntos).

Así transcurrió el tiempo, hasta que una noche, cuando ella salía a la calle y yo regresaba del trabajo, nos encontramos en la puerta. Nos saludos como de costumbre y, a tiempo de despedirnos, me dijo:

Ha en trevlig kväll (Ten una divertida noche).A lo que le contesté risueño:

Tillsammans (Juntos).

Ahí nomás, justo cuando crucé la puerta, en dirección a mi apartamento, escuché un grito a mis espaldas:

–¡Hallå där! (¡Oye tú!)

Me paré de golpe, me volví y, por primera vez, me encontré con el rostro enfurecido de mi vecina.

–¿Qué pasa? –pregunté sin entender lo qué ocurría.

Me lanzó una fulminante mirada y me habló con un tono de voz que no había escuchado antes.

–¡Tú sabes que tengo marido e hijos y que no estoy interesada en ti! ¡¿Me entiendes?!

–Ya lo sé –le contesté algo sorprendido–, pero no importa que estés casada y tengas hijos, tú me gustas igual...

Mi vecina se puso roja como el cangrejo hervido, no pudo contener su rabia y pegó un grito en el cielo:

–¡Dra åt helvete! (¡Vete al diablo!)

Y yo le contesté:

Tillsammans (Juntos).

Luego giró sobre un talón y me dejó plantado como a una estatua.

Cuando entré en mi apartamento, le conté a mi esposa lo sucedido con la vecina. Ella estalló en una sonora carcajada y, echando lágrimas de tanto reír, me aclaró el problema:

–Cuando te dicen: Ha en bra dag, Glad påsk, Trevlig sommar o God Jul och Gott Nytt År, jamás se debe contestar: TILLSAMMANS (Juntos), sino siempre: DETSAMMA (Igualmente).


jueves, 3 de diciembre de 2020

EL DUENDE SE NOS APARECE TAMBIÉN EN ESTOCOLMO

I

El Duende, de hecho, se ha filtrado en las noches literarias de Estocolmo, donde un puñado de amigos, afectados por la enfermedad de la escritura, nos reunimos en tertulias informales al amparo de las velas.

Claro que El Duende, sombrerito alón y pinta inconfundible, no se nos aparece cada quince días, sino cuando puede o cuando quiere, pues supongo que trepar hasta el techo del mundo, donde la nieve y el frío son más crudos que en Oruro, no debe ser cosa fácil para un Duende, quien primero tiene que tramontar la cordillera de los Andes y luego cruzar el ancho mar. De cualquier modo, venga en lo que venga (a caballo, camión, barco o avión), se lo espera con ansiedad y se le da la bienvenida, para que nos cuente de sus andanzas, sus sueños y sus tropiezos.

El Duende, con el cuerpo de papel y las venas de tinta, se nos aparece como un rayito de luz en las noches de tertulia. Se hace un brindis en su honor y se le pide que nos enseñe, una por una, las joyas que carga en su cofre literario. El Duende, convertido en el chasqui de la palabra escrita, cumple a pie juntillas con su deber; nos desvela y deleita con sus maravillas, y nos dice, de pasadita, lo que están haciendo nuestros hermanos en la tierra de los quirquinchos, allá donde las letras son tan evidentes como la arena.

Cuando la noche es vencida por el alba y el deber nos llama a una nueva jornada, nos despedimos de El Duende, suplicándole que no se pierda ni se apague como una vela, y que siga llegando a CONTRALUZ, que aquí tendrá siempre una casa y un corazón de puertas abiertas. 

II

Por fin se (re)apareció El Duende en Estocolmo, tras haber sido decomisado por razones de sobrepeso en la aduana de Cochabamba. Pero ahora que lo tengo entre las manos, bien doblado y empaquetado, les agradezco a los amigos que tuvieron la gentileza de enviármelo desde la capital folklórica de Bolivia, en cuyo Carnaval, amparado por la Virgen del Socavón, bailan los diablos al son de los tamboreros y soplalatas.

El Duende sale del paquete y yo lo miro de anverso y reverso, de arriba a abajo. ¡Cuánto se ha superado!, me digo, mientras le echo un vistazo por dentro, hoja por hoja, punto por punto. Tiene las páginas repletas de letras, unas más grandes y otras más chicas, pero todas con un lenguaje (re)creativo y un mensaje inteligente. ¡Ah, carajo!, me vuelvo a decir, pensando en que este personaje, transmisor del sentido común de los arawikus (poetas andinos), lleva el cuerpo zurcido de imágenes y más de una sorpresa escondida en la copa del sombrero.

El Duende, cuya contextura y color parecen hechos de copajira (agua amarillenta de los relaves de mineral) y de tiempo, carga las notas y noticias de quienes, en lugar de construir un castillo de arena en los arenales de Oruro, prefieren construir una fortaleza de imágenes y palabras, donde puedan refugiarse las criatura del alma y los santo-demonios de la imaginación; una labor encomiable que nos revela tanto el fulgor del pensamiento humano como el desafío quijotesco de un grupo de intelectuales que, a diario, se enfrentan contra los molinos de la incomprensión. 

Debo reconocer que El Duende, cuya lectura implica para mí un modo de ponerme en contacto con la realidad ausente y lejana, tiene la fuerza de transmitir las vibraciones literarias de quienes, vistos y leídos a la distancia, parecen luceros integrados en la amplia constelación de la literatura latinoamericana. No me equivoco si digo que los vates bolivianos no se dejan pisar el poncho, aunque nomás fuera por razones de orgullo. Hay sustancia en su discurso escritural y un deseo tenaz por salvarse del silencio y el olvido, al menos esto constato cuando leo El Duende sin saltarme un solo verso, un solo renglón; unas veces creyendo encontrar en sus páginas la faz oculta de la memoria y, otras, intentando descifrar las metáforas dedicadas a la vida, el amor y la muerte.

Como comprenderán, El Duende se ha convertido ya en un visitante amigo y, por qué no decirlo, en un paisano (re)querido con irresistible paciencia. Es lo mismo que llegue en avión o en trasatlántico, pues la inquietud con que se lo espera no modifica en absoluto su presencia. Lo importante es tenerlo aquí, entre amigos, para gozar de su lectura y ensancharle el camino que se va abriendo pasito a paso.

En Estocolmo, tierra habitada por los gnomos del bosque, la nieve y la oscuridad, se lo recibe siempre a contraluz -en CONTRALUZ-, y se le da la bienvenida, porque trae la palabra, tanto en verso como en prosa, de unos amigos que (todavía) nos recuerdan a pesar del tiempo y la distancia.

El Duende, como en otras ocasiones, paseará por esta ciudad anfibia, agarrado de la mano de sus lectores, quienes lo leerán como se leen las cartas llegadas de allende los mares, trayendo novedades con olor a bolivianidad y tinta fresca. Además, El Duende, que tiene la intención de compartir con nosotros sus ideas y sentimientos convertidos en palabras, es una especie de lanza literaria que, por mucho que corramos, nos alcanza donde quiera que estemos.

Ya sabemos que El Duende, a pesar de sus escasas páginas, es el vocero más importante de la cultura orureña, desde que se convirtió en la yapa (aumento) imprescindible del diario La Patria. En él cohabitan los artistas y escritores que, desde el interior y exterior del país, contribuyen a encender la llama de la creatividad entre las tinieblas de la literatura boliviana.

El Duende da las pautas y nosotros le seguimos las huellas, pues todo parece indicar que llegamos hasta el umbral del siglo XXI a paso lento pero seguro. Ahora sólo queda agradecerle por su presencia y recordarle que no se olvide que en estas tierras -menos anchas y más ajenas- existen también seres dispuestos a compartir las emociones del alma.

Así pues, una vez más, he tenido la honda satisfacción de leer las páginas de El Duende y la oportunidad de constatar que sigue siendo el faro espiritual que ilumina el pensamiento altiplánico. Ojalá permanezca con el mismo entusiasmo, sin desmayar ni desaparecer en los recovecos del camino, pues lo necesitan no sólo los escritores orureños, sino también los escritores de la diáspora boliviana.

III

Hace más de un año que no se me aparecía El Duende, pero a principios de febrero de este nuevo milenio, ¡zas!, se metió por el buzón de la puerta, envuelto en un sobre de color madera.

–¡Qué sorpresa! –le dije abrazándolo con cariño, ansioso por conocer las noticias que traía impresas en el cuerpo.

El Duende me lanzó una sonrisa bien orureña, guiñándome por debajo del sombrero. Me extendió su amigable mano de papel y me enseñó sus páginas llenitas de letras e imágenes.

–¡Qué lindo que estás! ¡Tienes una pinta loca! –le dije, refiriéndome a su aspecto sobrio y elegante. 

Él se rió como suelen reírse los duendecillos traviesos, se despojó de su sombrero de copa alta y, orgulloso de lo bien que lo trataban sus editores responsables, me regaló una lectura de magia y sabiduría.

–Cuánta alegría me da volver a verte después de tanto tiempo –le dije–, y cuánto me entusiasma el encontrar en tus páginas el nombre de quienes viven ensartando palabras en la meseta del altiplano boliviano, donde el dios Huari de los Urus se trocó en el venerable Tío de los mineros y donde la dadivosa Candelaria hace tantos milagros como la Pachamama.

El Duende, hecho de tinta y de papel, revoloteó como una mariposa en mis manos y expuso su vital contenido ante mis ojos.

–Cada vez que te me apareces, así nomás, sin tocar la puerta ni anunciar tu llegada, me traes siempre noticias desgranadas en sorpresas. No hay duda, eres un Duende de pura cepa y una bella paloma mensajera.

El Duende me miró desde el logotipo de El Duende, se escabulló entre los magníficos dibujos de Zarzuela y, escondiéndose detrás de los textos, me habló con palabras que sólo pueden oírse con los ojos.

Así transcurrieron los minutos y las horas. Lo leí durante tres días y tres noches, sin desprenderme de su agradable compañía, hasta que llegó el instante en que debía de despedirme, pero a condición de que se me volviera a aparecer otra vez, así de sopetón, como cuando se aparece el gran amor de la vida mientras menos se lo espera.   

IV

–Te esperé con insoportable paciencia –le dije emocionado, apenas lo vi llegar agarrado de la mano de un amigo, que tuvo la gentileza de traérmelo desde Oruro.

El Duende estaba pintudo como siempre, con su sombrerito alón, su color de copajira y su aspecto de niño-viejo, gracioso, travieso y juguetón.

Cuando lo llevé a casa, donde nos encerramos en el escritorio para comunicarnos en silencio, me deleité leyendo sus páginas al compás del corazón y las matracas, mientras él me deslumbraba con sus hermosos textos que parecían los chispeantes ojos de Lucifer.

–Aunque eres un personaje de papel –le dije–, ataviado con tu traje de imágenes, letras e ilusiones, no dejas de tener el corazón más grande que el cuerpo y la generosidad del tamaño del tiempo, pues por donde andas y desandas, con tu q’epi (bulto) repleto de conocimientos, llevas en una mano el don de la amistad y en la otra un ramillete de novedades para quienes estamos dispuestos a leerte de anverso y reverso.

El Duende me miró con su cara de Duende y nada me respondió.

–Así eres, duendecillo del alma –proseguí–, por eso te queremos y esperamos, en las buenas y en las malas, tanto en la tierra de los Urus como en la thule (tierra) de los vikingos, donde te apareces sea de noche, sea de día, con un ruidito semejante a los dados que se remueven en el cubilete del cacho.  

Al final de nuestro (re)encuentro, le extendí la mano de despedida y le dije:

–Siempre serás bienvenido a la Venecia del Norte, donde tienes varios amigos trolles (gnomos), dispuestos a compartir tus pensamientos y sentimientos... ¿Y sabes por qué?, porque eres purito Duende...

Él se sonrió y no contestó, escondió la cara debajo del sombrero, extendió la mano de despedida y desapareció en un cerrar de ojos.

–¡Pucha, caray! –me dije después–. Olvidé mandarle mis saludos y congratulaciones a Luis Urquieta, Alberto Guerra, Edwin Guzmán, Benjamín Chávez y Erasmo Zarzuela; esos otros duendes que le dan vida con su aliento y no lo dejan morir como una vela.

Y vayas por donde vaya, que te vaya bonito.

Es el colmo -y no Estocolmo-, que no me digas cuándo te volveré a ver, para jugar chacho con un cubilete de dados y para…

Como dice tu director, don Luis Urquieta Molleda: Venido por derroteros secretos sienta presencia ‘El Duende’, plasmación diligente de taumaturgos. Prez en lontananza.

V

En este mes de septiembre, fecha importante en los anales de la cultura orureña, se celebra el vigésimo aniversario de El Duende, con cuatrocientas ediciones que dignifican el esfuerzo tesonero de los editores responsables. No se trata de un acontecimiento más en el mundillo del espectáculo, sino de una prueba fehaciente de que las buenas iniciativas, cuando están sustentadas con honestidad y entrega total, alcanzan tarde o temprano una trascendencia imperecedera y reciben el respeto, la admiración y el reconocimiento de la colectividad.

El Duende, hecho de verbo y de creación, tiene las llaves mágicas de la literatura, que le permiten ingresar en los sitios más recónditos de la mente y el corazón de los lectores, quienes lo aguardan quincenalmente con insoportable paciencia. Algunas veces llega a paso lento pero seguro como los morenos y, otras veces, se aparece saltimbanqui como los diablos que simbolizan la lucidez del Tío de los socavones. Así es nuestro Duende, un ser mitológico de la naturaleza y guardián de los seres que habitan en ella, y un personaje que, a fuerza de pulmón y a mucha honra, se ganó un espacio legítimo en la constelación de las letras bolivianas.

Desde hace veinte años fue creciendo, creciendo y creciendo, hasta convertirse en un verdadero chasqui que lleva a cuestas un q’epi repleto de mensajes elaborados no sólo por los fecundos artesanos de la palabra escrita, sino también por los profundos conocedores del alma humana. Ha crecido tanto que, tras haber sido un pequeño boletín de divulgación literaria, con letra apretada y color copajira, se ha convertido en el Suplemento Orureño de Cultura de uno de los decanos de la prensa nacional, gracias a la acertada dirección del Ing. Luis Urquieta Molleda, quien, secundado por un selecto equipo de redactores y colaboradores, se empeñó en darle cuerda a este trasgo ingenioso y juguetón, para que no se desmaye, ni se muera, ni se hunda en el mar revuelto de la masiva información que hoy invade nuestros hogares.  

Todo comenzó cuando el Duende mayor, don Alberto Guerra Gutiérrez, al mando de un grupo de duendecillos talentosos, inició su edición en junio de 1988, nada menos que entre q’oas (sahumerios) y ch’allas (celebraciones con aguardiente) en honor a la Pachamama y otros espíritus tutelares, y sin sospechar que el hijo de su alma, que no es experto en conjuros ni en artes esotéricas, estaba destinado a transmitir la creación de artistas y escritores, como el yatiri (sabio) aymara transmite la sabiduría popular y lee el destino de su comunidad en las hojas sagradas de la coca. Ahora que Alberto Guerra Gutiérrez no está ya con nosotros, entre nosotros, debemos imaginar que, como todo Duende trashumante, está esperándonos en el más allá, con un ramillete de amistad y de poesías, que él supo cultivar con experiencia y pasión, sin dejar de pensar un solo instante en su gente y en las tradiciones ancestrales de su Carnaval.

El Duende hace por los orureños lo que los orureños hacen por la cultura del país; es más, en su condición de vocero itinerante, ha traspasado las fronteras con paso de parada y ha entablado relaciones con los duendecillos de países cercanos y lejanos, donde lo reciben siempre con los brazos abiertos y el corazón en actitud de cariño. Deja profundas huellas en la tierra que pisa y se hace respetar por la opinión crítica de quienes lo toman en las manos. No es para menos, El Duende, que atesora la virtud de desgranar su gracia a través de palabras e imágenes, es un caballero que, desde su nacimiento, aprendió a comunicarse tanto en verso como en prosa.

¡Ay!, Duende de mi alma. Ojalá sigas sumando números a tus ediciones y tengas una larga vida, y que jamás nos dejes caer en la desilusión ni llegue el aciago día en que nos anuncies tu desaparición, porque esito no lo aceptaremos tus lectores ni colaboradores, y mucho menos el Tío de la mina, quien de apariciones y desapariciones conoce mejor que nadie. Por lo demás, a tiempo de cumplir tu vigésimo aniversario y tus cuatrocientas ediciones, recibe un fraternal abrazo desde el otro lado del charco, donde vive uno de tus humildes colaboradores dispuesto a brindar contigo por la amistad y por el amor a la literatura.

VI

Para quienes entramos en contacto con este singular personaje hecho de tinta y papel, no cabe la menor duda de que estamos frente a un mensajero de los sentimientos y pensamientos más profundos de lo mejor de nuestros creadores nacionales.

El Duende, desde sus inicios, tenía la intención de socializar los mejores textos escritos en verso y prosa, con el único afán de transmitir los sabios conocimientos atrapados entre los renglones y versos de los cultores de la palabra escrita.

Llegar a la edición Nro. 500 no es poca cosa; al contrario, es la demostración del trabajo tesonero de hombres como Alberto Guerra Gutiérrez y Luis Urquieta Molleda, quienes, por su declarado amor a las letras, no han cesado en empujar la rueda de la cultura orureña ni en publicar quincenalmente El Duende, que se nos aparece con la insistencia de un ser que desea instalarse en nuestras vidas con el peso de la sabiduría y la razón.

El Duende, en cada uno de sus números, ha cobijado en sus páginas lo mejor de la literatura nacional e internacional. No existe otra publicación boliviana que haya dado tanto de qué hablar como este trasgo que nos deslumbra y maravilla con cada una de sus ediciones preparadas con esmero y sentido común.

A tiempo de celebrar su edición Nro. 500, no nos queda más que reconocer que se trata de una maquinaria de papel que no para, de augurarle mayores éxitos en el ámbito cultural y que se nos siga apareciendo con su sombrero alón, sus botas de charol y su q’epi henchido por las mejores joyas de la literatura universal. Así lo queremos ver siempre a El Duende, forrado de pies a cabeza con lo mejor de las letras e imágenes que nos invitan a volar en las alas de la imaginación.

¡Salud y prosperidad, querido Duende! 

sábado, 28 de noviembre de 2020

BIENVENIDO EL TÍO DE LA MINA A ESTOCOLMO

Gracias por estar aquí, en la thule (reino) de los vikingos, donde te aguardé con insoportable paciencia y el corazón abierto como una puerta. No sé de qué paraje provienes ni quién fue el khoyaloco que te despachó embalado en un cartón del correo boliviano. Lo único claro es que en tu largo itinerario, primero saliste del interior de la mina, luego atravesaste la codillera andina, cruzaste el ancho mar y, trocado en aire, burlaste el control de la aduana en el aeropuerto de Arlanda.

Ahora que estás conmigo, encerrado en mi escritorio, me siento más íntegro y complacido. Tu presencia me devolvió la alegría, concediéndole a mi existencia más vida de la que tenía. Por otro lado, quienes te tienen en estima, con el respeto y temor que infunde tu imagen, me han insinuado construirte una capilla o una urna de cristal, no sólo para ch’allarte y rendirte culto y pleitesía, sino también para mantener viva tu tradición arraigada en la cultura andina y el Carnaval de Oruro. Me temo que aquí, en estas lejanas tierras del norte, tu festividad no será tan sonada como en el vientre de la Pachamama, mas despertará un profundo fervor entre quienes conocen y reconocen tus atributos de personaje tutelar.

Empezaremos poquito a poco para que la ch’alla y la festividad vayan creciendo y adquiriendo importancia. Por qué no, si ya son miles los bolivianos que practican sus tradiciones y rituales como si estuviesen en la mismísima llajta, donde las costumbres ancestrales se celebran al ritmo de campanillas, sicus, zampoñas, quenas, tarcas, tambores, bombos y otros instrumentos autóctonos.

A quienes no te conozcan -o te desconozcan-, debemos aclararles que tu estatuilla fue moldeada en barro mineralizado por los mismos mineros, cuyas manos callosas te colocaron en el mejor paraje del interior de la mina, donde se congraciaban contigo mientras pijchaban, fumaban y bebían tragos de aguardiente. Los mineros sabían que en tu condición de Tío, dios y diablo andino, podías ser generoso con los compañeros que te ofrendaban y ser despiadado con los ingratos que te ignoraban o no cumplían sus obligaciones contigo. Así fuiste desde cuando los mitayos, condenados a trabajar en los yacimientos de plata durante la colonia, empezaron a rendirte culto y tributo, conscientes de que eres el dueño absoluto de los minerales y el amo en los tenebrosos socavones. Por eso los mineros, con honda admiración y respeto, te solicitaban protección y riquezas mediante ritos que iban desde el pijcheo, la ch’alla, la wilancha y el q’araku.

Como representante del sincretismo entre las creencias paganas ancestrales y la religión católica impuesta por los conquistadores, eres un híbrido entre el Huari y el diablo; luces dos cuernos en la frente, los ojos redondos y saltones, la nariz deforme, la barba rala como la de Atahuallpa y la boca dispuesta a recibir un cigarrillo, que los compas te ofrecen en actitud de amistad y cariño.

Aquí, en el reino de la Moder Svea, no te faltará nada. Ya tienes k’uyunas y quemapechos como el Absolut Vodka. Tienes también serpentinas, confetis y confites. Sólo falta llenar tu ch’uspa con la lejía y las hojas sagradas y purificadoras de la coca. Habrá que esperar un cachito para que tú mismo, con tus poderes mágicos, puedas proporcionarnos un tambor de coca para pijchar en tu honor y en tu presencia; mientras tanto, puedes seguir fumando y chupando... ¡Ah! ¡Tío, pendejo! ¡Tío, alcahuete! ¿Me estás tomando el pelo o estás tomándote solito mi botella de coñac?, ése que compré en el crucero entre Estocolmo y Tallin, poco antes de que llegaras hecho un caballero, a bordo de un avión y no en un trasatlántico.

Lo grave es que ahora no querrás salir del escritorio por miedo a sembrar el pánico y el terror con tu deformidad física. Si asomas el rostro a la puerta, las doñas se arrebatarían, las wawas se asustarían, los incrédulos se reirían y los devotos bien despistados quedarían. Ni modo pues, yo nomás tendré que saludarte y rendirte tributo al entrar y al salir del escritorio, y, una vez al año, sacrificar un gallo blanco o un cordero en tu honor y en honor a la Pachamama, la diosa andina de la Tierra.

Como los llajtamasis en Suecia no pueden pedirte las riquezas minerales, abandonadas allende los mares, pienso que lo correcto será pedirte protección y bienaventuranza en un país tan diferente al nuestro. Te pedirán, por ejemplo, acabar con el racismo y la discriminación contra el inmigrante. Si no sabes de qué estoy hablando es porque estás recién llegadito. Tienes que vivir un tiempo más para advertir los problemas y constatar que en estas tierras existen también devotos de la Virgen del Socavón, la Virgen de Copacabana y la Virgen de Urkupiña, y que todos los años las sacan en procesión por las calles de Estocolmo, Gotemburgo y Uppsala, suplicándoles deseos y milagros al ritmo de diabladas y morenadas. No es para menos, pues, algunos de los pasantes, como por mandato divino, distribuyen incluso colitas, banderines y bandas recordatorias made in Bolivia, convencidos de que si alcanzaron ciertas metas en su vida familiar y profesional es porque las mamitas intercedieron ante Dios para concederles sus ruegos y deseos.

Aunque no admites la presencia de las mujeres en tu reino, por la superstición de que la menstruación hace desaparecer los filones de estaño, considero que ahora tienes la oportunidad de disfrazarte con tu traje de Lucifer y bailar la danza de los diablos para las virgencitas, quienes de seguro son las réplicas de la escultura creada por el indio Tito Yupanqui a orillas del lago sagrado de los Incas.

 Así están las cosas, Tiíto dadivoso y vengativo. En Estocolmo podrás bailar la diablada ataviado con tu traje de luces y tus ornamentos de reptiles y batracios. Estás arreglado, pues los devotos de las vírgenes morenas hacen correr por las mesas comidas y bebidas en abundancia, justo como a ti te gusta que sean las jaranas, en las cuales se canta y baila hasta quedar indio en tierra. Más todavía, si en medio de la jarana no encuentras a tu tentadora Chinasupay, al menos encontrarás a una hermosa Chinamorena. Tenlo por seguro, te lo digo por experiencia propia y porque, aparte de ser tu compañero de ruta, soy tu amigo del alma.

Gracias, una vez más, por haber llegado a Estocolmo, Tiíto de las minas bolivianas. 


GLOSARIO

Compas: Compañeros.

Ch’alla: Ceremonia de ofrenda o sacrificio a los dioses. Celebrar un acontecimiento rociando al suelo con aguardiente.

Chinasupay: Diablesa. Deidad y esposa del Tío.

Ch’uspa: Bolsa pequeña en la que se lleva coca, tabaco o lo necesario para coquear.

Huari: Deidad mitológica de los urus, protector de los auquénidos y personaje simbolizado por el Tío de la mina.

Khoyaloco: Loco de la mina. Minero.

K’uyuna: Cigarrillo de envoltura rústica.

Llajta: Ciudad, pueblo, país.

Llajtamasi: Conciudadano, coterráneo.

Paraje: En el interior de la mina: sitio o lugar de trabajo.

Pijchar: Mascar coca.

Qaraku: Mesa o banquete que se prepara en honor al Tío, en el que no faltan abundante comida, alcohol, coca, cigarrillos, confites y carne de llama sacrificada.

Tío: Deidad. Diablo y dios tutelar que habita en el interior de la mina. Los mineros le temen y le brindan ofrendas.

Wawa: Niño o niña de pecho.

Wilancha: Sacrificio de sangre de animales o “sullus” (fetos de animales), en honor a los seres tutelares del cielo, la tierra y el subsuelo.

 

jueves, 7 de mayo de 2020


LOS POLLOS

Mi padre, que fue el primero en aprender el idioma sueco en la familia, leyó un anuncio en el periódico Dagens Nyheter (Noticias del Día): Veinte pollos por sólo 100 coronas. Escriba su nombre y dirección en el cupón y luego envíelo sin pagar gastos de correo. Nosotros cumpliremos la orden y usted recibirá el paquete a la brevedad posible.

Mi padre llenó el cupón y lo despachó en un sobre cerrado.

El día que llegó el aviso del correo, mi padre, creyendo haber hecho una excelente compra, decidió que mi madre fuese a recoger el paquete; es más, como creía que el paquete era grande y pesado, ordenó también que mis hermanos menores la acompañaran por si necesitaba ayuda.

Mi madre se puso en la fila y esperó su turno con insoportable paciencia. Al poco rato, cuando se acercó a la ventanilla, enseñó el aviso del correo y la cédula de identidad de mi padre.

Apenas trajeron el paquete a la ventanilla, mi madre, al constatar que era pequeño y no pesaba mucho, le dijo a la empleada del correo que, quizás, se equivocó de paquete. La empleada revisó el aviso y comprobó que todo estaba en orden.

Mi madre pagó las 100 coronas y volvió a casa con el paquete bajo el brazo. Abrió la puerta y, seguida por mis hermanos que iban por detrás como los pollos de una gallina, entró en el apartamento sin decir ni pío.

Mi padre, que hasta entonces seguía pensando en que había hecho la mejor compra de su vida y que comeríamos carne de pollo hasta reventar, miró extrañado el paquete y exclamó:

–¡¿Este paquetito contiene los veinte pollos?!

Mi madre no dijo nada y se encogió de hombros.

Mi padre cogió el paquete y lo puso sobre la mesa. Segundos después, acorralado por la mirada de mi madre y mis hermanos, abrió el paquete con asombrosa desesperación, hasta que en el interior del cartón no encontró más que una veintena de hueveras con forma de pollos.

–¡¿Qué?! –exclamó, tomándose la cabeza con las manos.

Mis hermanos, sin entender nada de nada, se miraron de reojo. Mi madre no pudo contener la risa. Lo miró a mi padre con sorna y le preguntó:

–¿Leíste mal el anuncio, o qué? Ésta es una prueba más de que, tanto a ti como a nosotros, nos falta un montón para entender el idioma sueco.

–No es posible –repuso mi padre, sin darse por vencido.

Buscó el anuncio del periódico y se lo enseñó a mi madre.

–¡Aquí está! Dice: Veinte pollos...

–Es correcto –contestó mi madre–, pero debajo de la rúbrica dice también: HUEVERAS.

–¡Ajá! –exclamó mi padre, ruborizándose por su grave error–. Yo pensé que HUEVERAS era el nombre de la empresa que vendía los pollos...

No pasó mucho tiempo, hasta que todos nos miramos las caras y estallamos en una sonora carcajada, que de seguro se oyó en toda la cuadra.

jueves, 13 de diciembre de 2018


TRADICIONES NAVIDEÑAS

No hace mucho que el Tío, ni bien asomó el invierno y sintió el frío calándole hasta los huesos, me pidió que lo arropara con bufanda, gorro, poncho y botines de caña alta.

Cumplí con su pedido no solo por evitarle una pulmonía de mil demonios, sino porque tenía curiosidad por saber cómo se lo veía con una vestimenta diferente a su traje de Lucifer.

–¡Qué buen mozo! –exclamó mirándose, de arriba abajo, en el espejo–. Con esta pinta loca cualquiera puede conquistar el corazón de una sueca que busca un hombre exótico, capaz de encenderle la hoguera del amor en sus noches de invierno...
 
–No es tan fácil, Tío –aclaré, mientras destapaba la botella de vinglögg (vino para preparar ponche navideño), que compré para invitarle en su primer invierno en Suecia, aunque todavía no cayó la nieve ni el paisaje se vistió de novia.

El Tío, que posee la facultad de mirar a través de las paredes lo que hacen los vecinos, sintió desde hace días los olores de la Navidad, diferentes al de los gases malignos del interior de la mina. Y, al verme vaciar el contenido de la botella en una tetera puesta sobre una hornilla, con clavo de olor, canela y pasas de uva, se calentó las manos con el vaho de la respiración y preguntó:

–¿Por qué compraste vinglögg, cuando podías haber comprado el Casillero del Diablo?

–Porque es la bebida tradicional de la Navidad en Suecia. Se toma en invierno para aplacar el frío y templar el cuerpo –le expliqué mientras mecía con una cuchara las pasas, la canela y los clavos de olor en la tetera.

Después vacié el humeante líquido en una taza y se la pasé al Tío, quien, al sentir el aroma del alcohol, se acomodó en su trono, con los ojos iluminados por la alegría y los dientes perlados por la sonrisa.

–Hummm... –musitó al primer sorbo, relamiéndose los labios–. Esto me recuerda al té con trago y al sucumbé, que se toman en las frígidas noches del altiplano boliviano.  

El Tío, que hasta entonces también vio los adornos de la Navidad en la vivienda de los vecinos, obedeció al natural impulso de su curiosidad y lanzó la pregunta:

–¿Qué simboliza ese arbolito de plástico, lleno de cintas, esferas, luces y regalos, que la gente tiene en el lugar más llamativo de su sala?

–Dicen que simboliza el árbol que Dios puso en el Paraíso –contesté–. De ese árbol cuelgan las frutas de la vida, representadas por manzanas, nueces, bizcochos y, en sentido figurativo, por adornos esféricos dorados y plateados, y luces multicolores que se encienden en vísperas de Noche Buena.

¡Noche Buena! ¿Cuándo es Noche Buena? –indagó atravesándome con la mirada y alisándose las barbas.

–El 24 de diciembre, que es la noche en que nació Jesucristo. Dicen que para redimir a los hombres de buena fe y construir un reino de paz y amor en la Tierra.

El Tío se quedó callado y dubitativo, quizás pensando en que él, en su condición de absoluto soberano de las tinieblas, era el único que sabía lo que era una noche buena y una noche mala. Luego aligeró otro sorbo de vinglögg, sin ch’allarle a la Pachamama, y dijo: 

–¿Y cómo se enteraron del nacimiento del Redentor de la humanidad?

–Por medio de una estrella que iluminó los cielos del Oriente. Los Reyes Magos, llamados Melchor, Gaspar y Baltasar, al enterarse del nacimiento del Macías en un pobre pesebre de Belén, acudieron, a lomo de camello, a adorarlo, llevándole preciosos regalos. La tradición cuenta que fueron guiados por la estrella hasta el mismo lugar donde su santa madre lo tenía entre sus brazos después de un parto indoloro, a diferencia del resto de las mujeres que fueron condenadas a parir con dolor debido al pecado cometido por Eva, quien fue echada del Edén por haber contrariado las palabras de su Creador y haber cedido a las tentaciones de la serpiente de Satanás.

–¡Ah, carajo! –prorrumpió–. Esto que me refieres parece un cuento de hadas. Pero, bueno, dejemos de hablar del Redentor y pasemos a otro tema. Cuéntame, por ejemplo, dónde y cómo pasaste tu primera Navidad en Suecia...

–En un hotel de refugiados políticos, donde me llevaron los policías de inmigración apenas pisé el aeropuerto de Estocolmo. El administrador del hotel alzó su copa de aguardiente y brindó por la felicidad y la buena suerte. Al pie del arbolito, que en realidad era la rama de un abeto natural, estaban los regalos empaquetados y amarrados con cintas multicolores. El administrador, un hombre alto, robusto y rubio como todos los vikingos, puso su taza en la mesa y, gritando el nombre de cada uno de los presentes, repartió los paquetes con un gesto amable y una sonrisa de ceja a oreja. A mí me tocó una bolsita de condones Black.

–¿Y para qué condones si no tenías ni mujer? –sonrió el Tío y sorbió el vinglögg con fruición.

No supe qué contestar. Me ruboricé como si el mismo vinglögg me hubiese quemado por dentro y, sin darle más chances, preferí proseguir con mi relato:

–Los niños estaban reunidos en otra sala, donde entró un hombre disfrazado de Papá Noel; tenía gorro, máscara con los pómulos rosados y barba blanca; un traje rojo que le daba la apariencia de estar embarazado y unos botines de cabritilla; llevaba una bolsa de regalos al hombro y una lista de nombres en la mano.

El Tío sopló el líquido humeante y preguntó:

–¿Y quién es ese personaje tan extraño, vestido de rojo como los demonios?

–Es Papá Noel –contesté–. Es el personaje central de estas fiestas de derroche y alegría, de farra y glotonería. Según la tradición escandinava, este viejito vive en los bosques nevados al norte de Finlandia, desde donde llega una vez al año, pero una sola vez, en un trineo tirado por renos. Los niños lo esperan con ansiedad, porque les trae los regalos con los cuales ellos sueñan todo el año. Antiguamente, aparecía por las chimeneas y, antes de desaparecer, depositaba los regalos debajo de las almohadas o dentro de los calcetines que los niños colgaban en la ventana. Mas ahora, que vivimos en una sociedad de consumo desenfrenado, los niños saben que Papá Noel no existe, pero igual lo esperan año tras año.

–Qué coincidencia. Papá Noel y yo nos parecemos mucho –dijo ensimismado–. Él da regalos a los niños y yo les doy el mineral como regalo a los mineros. Él  aparece y desaparece por las chimeneas, y yo aparezco y desaparezco en las galerías...

–Sí, Tío –le dije–, pero en algo más se parecen.

–¿En qué, pues?

–En que Papá Noel, a modo de castigo, no distribuye regalos a los niños desobedientes, como tú no concedes los pedidos a quienes no te respetan ni te rinden pleitesía.

–¡Bien dicho, carajo! –concluyó, tomándose con gusto el último sorbo de vinglögg.