jueves, 3 de diciembre de 2020

EL DUENDE SE NOS APARECE TAMBIÉN EN ESTOCOLMO

I

El Duende, de hecho, se ha filtrado en las noches literarias de Estocolmo, donde un puñado de amigos, afectados por la enfermedad de la escritura, nos reunimos en tertulias informales al amparo de las velas.

Claro que El Duende, sombrerito alón y pinta inconfundible, no se nos aparece cada quince días, sino cuando puede o cuando quiere, pues supongo que trepar hasta el techo del mundo, donde la nieve y el frío son más crudos que en Oruro, no debe ser cosa fácil para un Duende, quien primero tiene que tramontar la cordillera de los Andes y luego cruzar el ancho mar. De cualquier modo, venga en lo que venga (a caballo, camión, barco o avión), se lo espera con ansiedad y se le da la bienvenida, para que nos cuente de sus andanzas, sus sueños y sus tropiezos.

El Duende, con el cuerpo de papel y las venas de tinta, se nos aparece como un rayito de luz en las noches de tertulia. Se hace un brindis en su honor y se le pide que nos enseñe, una por una, las joyas que carga en su cofre literario. El Duende, convertido en el chasqui de la palabra escrita, cumple a pie juntillas con su deber; nos desvela y deleita con sus maravillas, y nos dice, de pasadita, lo que están haciendo nuestros hermanos en la tierra de los quirquinchos, allá donde las letras son tan evidentes como la arena.

Cuando la noche es vencida por el alba y el deber nos llama a una nueva jornada, nos despedimos de El Duende, suplicándole que no se pierda ni se apague como una vela, y que siga llegando a CONTRALUZ, que aquí tendrá siempre una casa y un corazón de puertas abiertas. 

II

Por fin se (re)apareció El Duende en Estocolmo, tras haber sido decomisado por razones de sobrepeso en la aduana de Cochabamba. Pero ahora que lo tengo entre las manos, bien doblado y empaquetado, les agradezco a los amigos que tuvieron la gentileza de enviármelo desde la capital folklórica de Bolivia, en cuyo Carnaval, amparado por la Virgen del Socavón, bailan los diablos al son de los tamboreros y soplalatas.

El Duende sale del paquete y yo lo miro de anverso y reverso, de arriba a abajo. ¡Cuánto se ha superado!, me digo, mientras le echo un vistazo por dentro, hoja por hoja, punto por punto. Tiene las páginas repletas de letras, unas más grandes y otras más chicas, pero todas con un lenguaje (re)creativo y un mensaje inteligente. ¡Ah, carajo!, me vuelvo a decir, pensando en que este personaje, transmisor del sentido común de los arawikus (poetas andinos), lleva el cuerpo zurcido de imágenes y más de una sorpresa escondida en la copa del sombrero.

El Duende, cuya contextura y color parecen hechos de copajira (agua amarillenta de los relaves de mineral) y de tiempo, carga las notas y noticias de quienes, en lugar de construir un castillo de arena en los arenales de Oruro, prefieren construir una fortaleza de imágenes y palabras, donde puedan refugiarse las criatura del alma y los santo-demonios de la imaginación; una labor encomiable que nos revela tanto el fulgor del pensamiento humano como el desafío quijotesco de un grupo de intelectuales que, a diario, se enfrentan contra los molinos de la incomprensión. 

Debo reconocer que El Duende, cuya lectura implica para mí un modo de ponerme en contacto con la realidad ausente y lejana, tiene la fuerza de transmitir las vibraciones literarias de quienes, vistos y leídos a la distancia, parecen luceros integrados en la amplia constelación de la literatura latinoamericana. No me equivoco si digo que los vates bolivianos no se dejan pisar el poncho, aunque nomás fuera por razones de orgullo. Hay sustancia en su discurso escritural y un deseo tenaz por salvarse del silencio y el olvido, al menos esto constato cuando leo El Duende sin saltarme un solo verso, un solo renglón; unas veces creyendo encontrar en sus páginas la faz oculta de la memoria y, otras, intentando descifrar las metáforas dedicadas a la vida, el amor y la muerte.

Como comprenderán, El Duende se ha convertido ya en un visitante amigo y, por qué no decirlo, en un paisano (re)querido con irresistible paciencia. Es lo mismo que llegue en avión o en trasatlántico, pues la inquietud con que se lo espera no modifica en absoluto su presencia. Lo importante es tenerlo aquí, entre amigos, para gozar de su lectura y ensancharle el camino que se va abriendo pasito a paso.

En Estocolmo, tierra habitada por los gnomos del bosque, la nieve y la oscuridad, se lo recibe siempre a contraluz -en CONTRALUZ-, y se le da la bienvenida, porque trae la palabra, tanto en verso como en prosa, de unos amigos que (todavía) nos recuerdan a pesar del tiempo y la distancia.

El Duende, como en otras ocasiones, paseará por esta ciudad anfibia, agarrado de la mano de sus lectores, quienes lo leerán como se leen las cartas llegadas de allende los mares, trayendo novedades con olor a bolivianidad y tinta fresca. Además, El Duende, que tiene la intención de compartir con nosotros sus ideas y sentimientos convertidos en palabras, es una especie de lanza literaria que, por mucho que corramos, nos alcanza donde quiera que estemos.

Ya sabemos que El Duende, a pesar de sus escasas páginas, es el vocero más importante de la cultura orureña, desde que se convirtió en la yapa (aumento) imprescindible del diario La Patria. En él cohabitan los artistas y escritores que, desde el interior y exterior del país, contribuyen a encender la llama de la creatividad entre las tinieblas de la literatura boliviana.

El Duende da las pautas y nosotros le seguimos las huellas, pues todo parece indicar que llegamos hasta el umbral del siglo XXI a paso lento pero seguro. Ahora sólo queda agradecerle por su presencia y recordarle que no se olvide que en estas tierras -menos anchas y más ajenas- existen también seres dispuestos a compartir las emociones del alma.

Así pues, una vez más, he tenido la honda satisfacción de leer las páginas de El Duende y la oportunidad de constatar que sigue siendo el faro espiritual que ilumina el pensamiento altiplánico. Ojalá permanezca con el mismo entusiasmo, sin desmayar ni desaparecer en los recovecos del camino, pues lo necesitan no sólo los escritores orureños, sino también los escritores de la diáspora boliviana.

III

Hace más de un año que no se me aparecía El Duende, pero a principios de febrero de este nuevo milenio, ¡zas!, se metió por el buzón de la puerta, envuelto en un sobre de color madera.

–¡Qué sorpresa! –le dije abrazándolo con cariño, ansioso por conocer las noticias que traía impresas en el cuerpo.

El Duende me lanzó una sonrisa bien orureña, guiñándome por debajo del sombrero. Me extendió su amigable mano de papel y me enseñó sus páginas llenitas de letras e imágenes.

–¡Qué lindo que estás! ¡Tienes una pinta loca! –le dije, refiriéndome a su aspecto sobrio y elegante. 

Él se rió como suelen reírse los duendecillos traviesos, se despojó de su sombrero de copa alta y, orgulloso de lo bien que lo trataban sus editores responsables, me regaló una lectura de magia y sabiduría.

–Cuánta alegría me da volver a verte después de tanto tiempo –le dije–, y cuánto me entusiasma el encontrar en tus páginas el nombre de quienes viven ensartando palabras en la meseta del altiplano boliviano, donde el dios Huari de los Urus se trocó en el venerable Tío de los mineros y donde la dadivosa Candelaria hace tantos milagros como la Pachamama.

El Duende, hecho de tinta y de papel, revoloteó como una mariposa en mis manos y expuso su vital contenido ante mis ojos.

–Cada vez que te me apareces, así nomás, sin tocar la puerta ni anunciar tu llegada, me traes siempre noticias desgranadas en sorpresas. No hay duda, eres un Duende de pura cepa y una bella paloma mensajera.

El Duende me miró desde el logotipo de El Duende, se escabulló entre los magníficos dibujos de Zarzuela y, escondiéndose detrás de los textos, me habló con palabras que sólo pueden oírse con los ojos.

Así transcurrieron los minutos y las horas. Lo leí durante tres días y tres noches, sin desprenderme de su agradable compañía, hasta que llegó el instante en que debía de despedirme, pero a condición de que se me volviera a aparecer otra vez, así de sopetón, como cuando se aparece el gran amor de la vida mientras menos se lo espera.   

IV

–Te esperé con insoportable paciencia –le dije emocionado, apenas lo vi llegar agarrado de la mano de un amigo, que tuvo la gentileza de traérmelo desde Oruro.

El Duende estaba pintudo como siempre, con su sombrerito alón, su color de copajira y su aspecto de niño-viejo, gracioso, travieso y juguetón.

Cuando lo llevé a casa, donde nos encerramos en el escritorio para comunicarnos en silencio, me deleité leyendo sus páginas al compás del corazón y las matracas, mientras él me deslumbraba con sus hermosos textos que parecían los chispeantes ojos de Lucifer.

–Aunque eres un personaje de papel –le dije–, ataviado con tu traje de imágenes, letras e ilusiones, no dejas de tener el corazón más grande que el cuerpo y la generosidad del tamaño del tiempo, pues por donde andas y desandas, con tu q’epi (bulto) repleto de conocimientos, llevas en una mano el don de la amistad y en la otra un ramillete de novedades para quienes estamos dispuestos a leerte de anverso y reverso.

El Duende me miró con su cara de Duende y nada me respondió.

–Así eres, duendecillo del alma –proseguí–, por eso te queremos y esperamos, en las buenas y en las malas, tanto en la tierra de los Urus como en la thule (tierra) de los vikingos, donde te apareces sea de noche, sea de día, con un ruidito semejante a los dados que se remueven en el cubilete del cacho.  

Al final de nuestro (re)encuentro, le extendí la mano de despedida y le dije:

–Siempre serás bienvenido a la Venecia del Norte, donde tienes varios amigos trolles (gnomos), dispuestos a compartir tus pensamientos y sentimientos... ¿Y sabes por qué?, porque eres purito Duende...

Él se sonrió y no contestó, escondió la cara debajo del sombrero, extendió la mano de despedida y desapareció en un cerrar de ojos.

–¡Pucha, caray! –me dije después–. Olvidé mandarle mis saludos y congratulaciones a Luis Urquieta, Alberto Guerra, Edwin Guzmán, Benjamín Chávez y Erasmo Zarzuela; esos otros duendes que le dan vida con su aliento y no lo dejan morir como una vela.

Y vayas por donde vaya, que te vaya bonito.

Es el colmo -y no Estocolmo-, que no me digas cuándo te volveré a ver, para jugar chacho con un cubilete de dados y para…

Como dice tu director, don Luis Urquieta Molleda: Venido por derroteros secretos sienta presencia ‘El Duende’, plasmación diligente de taumaturgos. Prez en lontananza.

V

En este mes de septiembre, fecha importante en los anales de la cultura orureña, se celebra el vigésimo aniversario de El Duende, con cuatrocientas ediciones que dignifican el esfuerzo tesonero de los editores responsables. No se trata de un acontecimiento más en el mundillo del espectáculo, sino de una prueba fehaciente de que las buenas iniciativas, cuando están sustentadas con honestidad y entrega total, alcanzan tarde o temprano una trascendencia imperecedera y reciben el respeto, la admiración y el reconocimiento de la colectividad.

El Duende, hecho de verbo y de creación, tiene las llaves mágicas de la literatura, que le permiten ingresar en los sitios más recónditos de la mente y el corazón de los lectores, quienes lo aguardan quincenalmente con insoportable paciencia. Algunas veces llega a paso lento pero seguro como los morenos y, otras veces, se aparece saltimbanqui como los diablos que simbolizan la lucidez del Tío de los socavones. Así es nuestro Duende, un ser mitológico de la naturaleza y guardián de los seres que habitan en ella, y un personaje que, a fuerza de pulmón y a mucha honra, se ganó un espacio legítimo en la constelación de las letras bolivianas.

Desde hace veinte años fue creciendo, creciendo y creciendo, hasta convertirse en un verdadero chasqui que lleva a cuestas un q’epi repleto de mensajes elaborados no sólo por los fecundos artesanos de la palabra escrita, sino también por los profundos conocedores del alma humana. Ha crecido tanto que, tras haber sido un pequeño boletín de divulgación literaria, con letra apretada y color copajira, se ha convertido en el Suplemento Orureño de Cultura de uno de los decanos de la prensa nacional, gracias a la acertada dirección del Ing. Luis Urquieta Molleda, quien, secundado por un selecto equipo de redactores y colaboradores, se empeñó en darle cuerda a este trasgo ingenioso y juguetón, para que no se desmaye, ni se muera, ni se hunda en el mar revuelto de la masiva información que hoy invade nuestros hogares.  

Todo comenzó cuando el Duende mayor, don Alberto Guerra Gutiérrez, al mando de un grupo de duendecillos talentosos, inició su edición en junio de 1988, nada menos que entre q’oas (sahumerios) y ch’allas (celebraciones con aguardiente) en honor a la Pachamama y otros espíritus tutelares, y sin sospechar que el hijo de su alma, que no es experto en conjuros ni en artes esotéricas, estaba destinado a transmitir la creación de artistas y escritores, como el yatiri (sabio) aymara transmite la sabiduría popular y lee el destino de su comunidad en las hojas sagradas de la coca. Ahora que Alberto Guerra Gutiérrez no está ya con nosotros, entre nosotros, debemos imaginar que, como todo Duende trashumante, está esperándonos en el más allá, con un ramillete de amistad y de poesías, que él supo cultivar con experiencia y pasión, sin dejar de pensar un solo instante en su gente y en las tradiciones ancestrales de su Carnaval.

El Duende hace por los orureños lo que los orureños hacen por la cultura del país; es más, en su condición de vocero itinerante, ha traspasado las fronteras con paso de parada y ha entablado relaciones con los duendecillos de países cercanos y lejanos, donde lo reciben siempre con los brazos abiertos y el corazón en actitud de cariño. Deja profundas huellas en la tierra que pisa y se hace respetar por la opinión crítica de quienes lo toman en las manos. No es para menos, El Duende, que atesora la virtud de desgranar su gracia a través de palabras e imágenes, es un caballero que, desde su nacimiento, aprendió a comunicarse tanto en verso como en prosa.

¡Ay!, Duende de mi alma. Ojalá sigas sumando números a tus ediciones y tengas una larga vida, y que jamás nos dejes caer en la desilusión ni llegue el aciago día en que nos anuncies tu desaparición, porque esito no lo aceptaremos tus lectores ni colaboradores, y mucho menos el Tío de la mina, quien de apariciones y desapariciones conoce mejor que nadie. Por lo demás, a tiempo de cumplir tu vigésimo aniversario y tus cuatrocientas ediciones, recibe un fraternal abrazo desde el otro lado del charco, donde vive uno de tus humildes colaboradores dispuesto a brindar contigo por la amistad y por el amor a la literatura.

VI

Para quienes entramos en contacto con este singular personaje hecho de tinta y papel, no cabe la menor duda de que estamos frente a un mensajero de los sentimientos y pensamientos más profundos de lo mejor de nuestros creadores nacionales.

El Duende, desde sus inicios, tenía la intención de socializar los mejores textos escritos en verso y prosa, con el único afán de transmitir los sabios conocimientos atrapados entre los renglones y versos de los cultores de la palabra escrita.

Llegar a la edición Nro. 500 no es poca cosa; al contrario, es la demostración del trabajo tesonero de hombres como Alberto Guerra Gutiérrez y Luis Urquieta Molleda, quienes, por su declarado amor a las letras, no han cesado en empujar la rueda de la cultura orureña ni en publicar quincenalmente El Duende, que se nos aparece con la insistencia de un ser que desea instalarse en nuestras vidas con el peso de la sabiduría y la razón.

El Duende, en cada uno de sus números, ha cobijado en sus páginas lo mejor de la literatura nacional e internacional. No existe otra publicación boliviana que haya dado tanto de qué hablar como este trasgo que nos deslumbra y maravilla con cada una de sus ediciones preparadas con esmero y sentido común.

A tiempo de celebrar su edición Nro. 500, no nos queda más que reconocer que se trata de una maquinaria de papel que no para, de augurarle mayores éxitos en el ámbito cultural y que se nos siga apareciendo con su sombrero alón, sus botas de charol y su q’epi henchido por las mejores joyas de la literatura universal. Así lo queremos ver siempre a El Duende, forrado de pies a cabeza con lo mejor de las letras e imágenes que nos invitan a volar en las alas de la imaginación.

¡Salud y prosperidad, querido Duende! 

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