jueves, 19 de septiembre de 2019


HACIA EL CENTENARIO DE ÓSCAR ALFARO

Óscar Alfaro (Tarija, 1921 - La Paz, 1963) dedicó su vida y talento a los niños bolivianos, escribiendo obras que tenían la finalidad de desatar la fantasía y despertar el hábito de la lectura entre los pequeños lectores, a quienes los consideraba, por antonomasia, los futuros lectores de la gran literatura universal.

No cabe duda de que él mismo, en el fondo de su alma, se sentía un niño viejo o un viejo niño. No en vano escribió en su poema Viaje al pasado, dedicado a su madre, estos hermosos versos: Desde adentro, desde adentro,/ desde el fondo de un abismo,/ viene corriendo a mi encuentro/ un niño que soy yo mismo./ Iluminando el olvido,/ con este niño en los brazos,/ yo voy haciendo pedazos/ los años que ya he vivido...

Sus poemas son profundamente bolivianos, profundamente contemporáneos y profundamente maravillosos, casi siempre pensados desde la perspectiva cognitiva de los niños, consciente de que ellos, como El principito de Antoine de Saint-Exupéry y a diferencia de los adultos, tienen su particular modo de contemplar el mundo y sus asuntos.

En la creación de su literatura, tanto en verso como en prosa, se empeñó por plasmar la exuberante naturaleza, con sus montañas, valles y selvas, pero también la riqueza del folklore, las costumbres ancestrales, las creencias y hasta las supersticiones de un país multilingüe y multicultural; más todavía, Óscar Alfaro, a contracorriente de los dictados de su época, escribió sin usar el didactismo ni la moraleja; recursos pedagógicos que, durante el siglo XX, fueron monedas corrientes en los textos literarios destinados a la educación primaria y secundaria.

Sus cuentos y poemas son una suerte de alimentos espirituales para los escolares, quienes, aparte de enriquecer su vocabulario con los códigos lingüísticos del autor, se sienten plenamente identificados con sus expresiones llenas de símbolos, aforismos y metáforas, que les llegan como dardos y flores hasta lo más hondo del corazón.

Por estas razones, los maestros están en la obligación de difundir y promover la literatura de Óscar Alfaro en sus unidades educativas, no solo porque se trata de uno de los escritores más notables del país, sino también porque sus libros, por la temática y la caracterización de los personajes, son excelentes materiales para fortalecer la malla curricular dentro del sistema educativo.

Óscar Alfaro, en su condición de educador y hombre comprometido con la realidad social, no dejó de reflejar a través del arte de la palabra escrita su más airado repudio contra las injusticias sociales, la discriminación racial y el despotismo de los poderes de dominación. Es cuestión de leer un puñado de poemas para encontrar versos dedicados a los proletarios, al pájaro revolucionario, a los niños mendigos y las niñas desamparadas en una sociedad donde pocos tienen mucho y muchos no tienen nada.  

El príncipe de la literatura infantil boliviana, aunque no era ampliamente conocido por su militancia en el Partido Comunista, cultivó una estrecha amistad con el cantautor Nilo Soruco y con algunos dirigentes de la Central Obrera Boliviana y la Federación Sindical de Trabajadores Mineros, quienes, a través del Ministerio de Educación y Cultura, le conseguían autorización para que visitara las escuelas pertenecientes a la COMIBOL, donde se aparecía, sin escatimar esfuerzos, con su pelo pulcramente peinado, su perilla inconfundible y sus anteojos de cristales transparentes como su alma.

Asimismo, valga recordar que el autor tarijeño, que hacía a la vez de escritor, editor y difusor de su obra, cargaba a cuestas sus libros, casi siempre ilustrados a colores, para ofrecer entre los alumnos y profesores a un precio módico, en una época en que no habían muchas editoriales en el país; y, menos aún, editoriales interesadas en publicar libros de literatura infantil y juvenil. De modo que Óscar Alfaro, como la mayoría de sus connacionales, se vio en la necesidad de invertir sus propios recursos en la edición de sus obras de creación.

Por otro lado, siempre que tenía la oportunidad de hablar sobre los derechos de los niños y la importancia de la literatura infantil en la enseñanza primaria, lo hacía con una explosión enérgica de razonamientos filantrópicos, como cada vez que se lo escuchaba hablar a través del programa La república de los niños, que él conducía en la estatal Radio Illimani de la ciudad de La Paz.

Al morir el poeta, a sus escasos 42 años de edad, dejó una gran parte de su obra inédita, que fue conocida y reconocida de manera póstuma, gracias al empeño de su viuda, la profesora Fanny Mendizábal de Alfaro, quien concluyó con la tarea de sacarlos a luz y difundirlos entre los lectores interesados en zambullirse en los sentimientos y pensamientos de este eximio escritor, cuya fama, con el trascurso de los años, fue creciendo como la espuma. ¡Enhorabuena!

Óscar Alfaro se ganó el sitial que le corresponde en el parnaso de los más grandes, con una prosa diáfana y reflexiva, llena de magia y valores humanistas; y, por supuesto, con una colección de poemarios que, amén de su calidad ética y estética, se echaron a volar por el mundo como palomas mensajeras de paz, amor y libertad.

Faltando dos años para conmemorar el centenario de su nacimiento, las instituciones culturales del Estado, los establecimientos educativos, los editores, escritores y lectores en general, debemos prepararnos, con compromiso moral y cívico, para izar las banderas de la literatura infantil y juvenil en homenaje a Óscar Alfaro, quien fue una de las lumbreras de la literatura boliviana, con una obra indispensable y sustancial, en la que se funden el talento creativo, la galanura del lenguaje, la pasión por la escritura y el amor desmedido por la infancia.

viernes, 13 de septiembre de 2019


EL DISFRAZ DEL TÍO


Fue un sueño que yo soñé.
Un ser que vivió,
porque yo deseaba que viviera.
Sigurd Christiansen

Pensé un momento que quizá no estaría aún bien despierto y que aquello que tenía ante mis ojos era solo un sueño. Entonces volví a cerrar los ojos y busqué en mi memoria dónde había estado en la víspera. En ese instante sentí como si estuviese despierto y plantado en uno de los ángulos de un suntuoso salón en cuyo ámbito se respiraba un aliento a demonios; del techo pendía una lámpara de cristales y del piso se levantaba una tupida alfombra persa, las ventanas estaban cubiertas con cortinas bordadas con hilos de oro y la enorme puerta de cobre, que más parecía un espléndido pórtico de columnas romanas, parecía tan pesada que era preciso varios hombres para hacerla girar sobre sus goznes.

Lo más  extraño de todo era el hecho de que allí mismo, en el centro de la sala, había un individuo de cuerpo contrahecho, espalda ancha, desnudo, piernas separadas y cabeza ladeada hacia el hombro derecho.

–¿Quién eres? –le pregunté.

El hombre se volvió y quedó quieto, mirándome de frente. Era él, el mismo Tío de la mina, tan feo como el mismísimo demonio. No lo vi muy alto, pero sí corpulento y musculoso. Su apariencia, como la de todo monstruo subterráneo, inspiraba una suerte de espanto. Para ser más preciso, les diré que tenía la nariz promitente, con las fosas nasales dilatadas, el rostro con los pómulos rojizos como la lumbre y las cejas tupidas que daban sombra a sus encendidos ojos, que parecían darle un aire de potestad y sabiduría. Lucía la barbilla hirsuta y el labio inferior caído como la jeta de un moreno. Su cabeza estaba sostenida por un cuello de toro y su cabellera negra y desgreñada se precipitaba por encima de sus hombros, mientras su miembro viril le pendía como una cachiporra entre los muslos.

–¿Cómo estás Tío? –le dije en medio del silencio que parecía flotar en el ámbito.

Él entornó los ojos y asumió una repentina actitud de desinterés por mis palabras, como si quisiera esquivar mi presencia con un mutismo casi hermético. Se puso firme, se deslizó por encima de la alfombra y se encaminó con paso pesado hacia una pequeña puerta que daba acceso a un angosto pasadizo, donde había un baúl de nogal, con dos llaves y asentado sobre cuatro pies en forma de patas de león. La cubierta, además de estar reforzada con placas de bronce esmaltado, tenía dos serpientes repujadas a modo de decoración medieval.

El Tío sujetó el baúl por las manillas y lo levantó como si nada. Luego volvió a la sala y lo puso delante de mi atenta mirada. Levantó la cubierta y del interior del mueble emergió un humo con olor a azufre. Yo me tapé la nariz con los dedos y me arrimé contra la pared; en tanto el Tío, que parecía reírse de mis gestos de aversión, inclinó su cuerpo hacia el baúl, que no era una caja cualquiera, sino el sitio donde él guardaba su disfraz de Lucifer para bailar en el Carnaval, donde deslumbraba a los espectadores con la danza de la diablada.

–¿Te disfrazarás de Lucifer? –le pregunté.

Él desoyó mis palabras y procedió a sacar sus prendas una por una. Su disfraz de Lucifer, sin lugar a dudas, era una indumentaria impresionante y de gran valor artístico. Se puso una apretada blusa y sobre ella se ajustó la pechera bordada elegantemente con hilos de oro y plata, y cuyas lentejuelas podían reflejar los dorados destellos del sol. Se puso un bombacho carmesí, un brilloso pollerón terminado en flecos y se los ciñó a la cintura con una faja llena de tintineantes monedas de oro, en tanto sus pezuñas se hundían en unas botas de lona, decoradas con elementos de la mitología de los urus; en la bota izquierda llevaba una espuela plateada, que sonaba ¡chischás!, ¡chischás!, a tiempo de que daba pasos en el mismo lugar.

Metió las manos dentro del baúl y sacó una capa ornamentada con piedras preciosas que, dispuestas en alto relieve, formaban las imágenes de las cuatro plagas: las hormigas, la serpiente, el sapo y el lagarto que, más que lagarto, parecían un dragón lanzando llamas por las fauces abierta a la luz y el aire. La capa, con un cuello alto y amarrado con un cordón alrededor del cuello, le caía como una catarata de luces desde los hombros hasta las pantorrillas Se amarró también pañoletas rojas al cuello y las muñecas, antes de ponerse en las manos, de enormes garras en la punta de los dedos, unos guantes con manguetes de cuero, debidamente acicalados con arácnidos y otras alimañas.

Al final, como quien se disfraza con satisfacción y alegría, se puso una máscara de dimensiones impresionantes; la máscara, hecha de cartón prensado y hojalata, tenía las facciones más horribles y feroces que su propio rostro. Aun así, por sus decoraciones y dimensiones que superaban el metro de altura, era una verdadera obra de arte, con cuernos retorcidos y alucinantes adornos de animales; en la frente llevaba un lagarto hasta de cinco cabezas; los ojos, grandes y saltones, eran de focos y las cejas eran de pedazos de termo; las demás facciones estaban hechas de yeso, plástico, metal y vidrio.

Una vez que estuvo disfrazado, moviéndose con garbo y supremacía, pude comprender que la nieve podía arder en sus ojos, el viento helado templarse en su aliento y la noche encenderse con las luces de su disfraz de Lucifer.

–Ahora estás listo para ir a bailar en el Carnaval, nada menos que en honor de la Virgencita del Socavón –le comenté.

Él me miró con su cara de Lucifer y, mientras sujetaba una víbora serpenteante en la mano derecha y un cetro de mando en la izquierda, me dirigió la palabra por primera vez:

–Y tú, ¿qué me ves? ¿Por qué me jodes tanto?...

–Solo quería saber si te disfrazaste de Lucifer para ir a bailar en el Carnaval.

–Ya lo has dicho. Iré a bailar en el Carnaval, pero no en honor de la Virgen del Socavón, sino para cargármelo a los calderos del infierno al arcángel San Miguel, a ese saltimbanqui que lleva yelmo de hierro y espada desenfundada, comandando a un séquito de ángeles de color celestial, como corresponde al firmamento; en cambio yo, ataviado con mi disfraz de luces y máscara de horror y espanto, no solo represento al Mal de los Males, sino que comando a una legión de diablos que encarnan los siete pecados capitales y hacen ondear pañoletas coloradas en alegoría a las llamas del infierno.

–¿Así que a San Miguel te lo cargarás como si fuese un pecador más, un condenado cualquiera?

–Claro que sí –contestó con tanta frialdad, que hasta el infierno tuvo que haberse congelado–. Lo cogeré por las patas y me lo cargaré como leña para avivar las llamas del infierno, para escarmentarlo por ser un siervo de Dios. Al fin y al cabo, qué diablos se ha creído ese zonzo del arcángel, disfrazado con su disfraz de mariposita blanca…

–¿Entonces no lo temes? –le pregunté–. Quizás debías hacerlo. Él cuenta con el apoyo y la potestad de Dios…

–¡No hables macanas! –vociferó el Tío–. ¡No hay quien me infunda temor, ni siquiera todas las Vírgenes ni todos los Dioses juntos! Menos cuando sé que soy el soberano del reino que está hecho de suplicios y dolores físicos. Allí no sobrevive nadie ni siquiera el arcángel San Miguel, ese jefecito de un ejército de ángeles celestiales y guardián del reino de los cielos. Además, como bien dice el sabio proverbio: Mas sabe el diablo en su casa que el arcángel en casa ajena.

Desde luego que a mí, cada vez que él se refería al infierno, se me achinaba la piel y se me hacía chuño el corazón. No obstante, como estaba mordido por una curiosidad infinita, no dejé de preguntarle cómo era ese sitio donde iban a dar los humanos después de la muerte, dependiendo de los pecados y faltas que cometieron en vida. Se suponía que aquellos que no estaban destinados a gozar del paraíso, estaban condenas a bajar a una inmensa habitación llamada sheol, donde la oscuridad era permanente y el hedor a azufre era insoportable.

–La posibilidad de arder eternamente en el infierno es un castigo absolutamente terrible –le dije por decirle algo, con una voz temblorosa como cuando estaba estremecido de pavor.

–Así es –asintió balanceando su espectacular mascara sobre los hombros–. El Infierno es un lugar de dolor y horror. Nadie sabe exactamente lo que es infierno, porque nadie ha retornado de allá para contárselos a los vivos, ni si quiera los teólogos, que lo único que saben es que hay un algo en el más allá, a lo que ellos llaman infierno, y que es el reino subterráneo dominado por el diablo, un territorio diferente al reino dominado por Dios. Allí los pecadores son atormentados con terribles castigos, que van de menos a más. Unos son lanzados en cavernas y fosos de tortura, mientras otros, los más pecadores, son lanzados a un lago de fuego, donde el alma no muere ni el fuego se apaga. Son hornos capaces de reducirlo todo a cenizas, que provocan quemaduras que causan dolores indecibles y que atormentan por los siglos de los siglos.

–Eso quiere decir que los castigos son peores que todos los que experimentó la humanidad a lo largo de su historia.

–Sí –dijo explícito–. A pesar de eso, mis subalternos, que están prestos a terminar en el infierno y sufrir lo indecible, no se arrepienten ni buscan a Dios para consagrarse a la vida eterna; por el contrario, blasfeman contra Él y se postran a mis pies rindiéndome respeto y pleitesía; es más, debo aclararte que el infierno no es un castigo inventado por Dios, porque de ser así, Él sería un ser cruel y despiadado, un ser sádico deseoso de vengarse de los humanos que lo desobedecieron y no pudieron enmendar sus pecados en vida...

Yo, de sólo escuchar su voz y su descripción apocalíptica del infierno, sentí que se me aflojaban las piernas y la respiración se me entrecortaba en la garganta, como a cualquier cobarde que quería huir horrorizado de un escenario de terror.

–¡Oh, mierdas! –exclamó de pronto el Tío, cuando vio que la serpiente se le deslizó de la mano y cayó como una bufanda alrededor de sus pies.

–¿Por qué llevas esa serpiente en la mano? –le pregunté–. ¿Acaso simboliza al demonio que tentó a Eva y Adán en el jardín de Edén?

–No digas zonceras –contestó desde detrás de los colmillos de su máscara de Lucifer–. La serpiente es una pobre bestia. No es la más astuta entre todos los animales del campo. Tampoco tiene habla ni tiene nada que ver con la tentación al pecado, pero que, sin embargo, Dios la acusó de ser maligna, la castigó a respetar sobre su pecho y a comer polvo todos los días de su vida…

Yo miré a la serpiente retorciéndose en el aire, hasta que el Tío, viendo que lo estaba mirando con mucho temor, dijo:

–A propósito de esta serpiente que estás mirando como opa, tengo que contarte que el dragón de siete cabezas y diez cuernos, cuerpo de leopardo, patas de oso y fauces de león, y otros animales cornudos y feroces, capaces de arrastrar con su cola la tercera parte de las estrellas del firmamento, no está en los mares ni en los océanos, como dicen los relatos del Antiguo Testamento, sino en los lagos de fuego del infierno, donde estos monstruos matan y devoran a los condenados, porque en lugar de rebelarse contra la palabra de Dios y enfrentarse al arcángel San Miguel, se ocupan de vigilar las corrientes de magma y lava de los purgatorios y sus calderos en constante ebullición.

Yo estaba espantado y en mi imaginación veía el infierno como un territorio habitado por todas las bestias que desaparecieron como consecuencia de un gigantesco asteroide que impactó contra la Tierra hace 66 millones de años, provocando un desastre ecológico, que aniquiló a los dinosaurios y otras mastodontes criaturas. El impacto del asteroide generó millones de toneladas de polvo y ceniza, que incrementó la toxicidad del aire y el agua, oscureció el sol, provocó un enfriamiento global y llevó a la pérdida generalizada de la vegetación. A esto se sumaron las actividades volcánicas masivas durante la Era Cretácica. Lo que me hacía suponer que las prehistóricas bestias fueron a dar, probablemente, en esos calderos subterráneos que ahora se conoce con el nombre genérico de averno, pero como no estaba del todo seguro, preferí preguntárselo al Tío disfrazado de Lucifer.

–Un viaje al infierno no es lo mismo que las aventuras que imaginó Julio Verne en Veinte mil leguas de viaje submarino y el Viaje al centro de la Tierra, ¿verdad?

–Nada que ver con la ciencia-ficción de la literatura –repuso el Tío–, El viaje al infierno no es una simple odiosea, sino una larga travesía sin retorno; es como introducirse en la chimenea de un volcán activo y deslizarse hasta tocar el fondo del cráter, donde existen monstruos nunca avistados por la humanidad.

Yo estaba completamente inmóvil y absorto, con las espadas arrimadas contra la pared, con el rostro iluminado por las luces provenientes del disfraz de Lucifer y la mente llena de dudas e interrogantes, pero como no podía quedarme con la lengua amarrada, me animé a decirle que no hacía falta que él se disfrazara de príncipe de las tinieblas, porque su aspecto natural era más asombroso y espectacular que todos los disfraces que se exhibían en el Carnaval. 

El Tío, cansado de mi majadería y blandiendo su cetro delante de mis ojos, como un símbolo de potestad y bastón de mando, me señaló la puerta, me echó del cuarto y, estremeciéndose de furia, me gritó entre escupitajos:

–¡Vete al carajo! ¡Y no me vuelvas hasta cuando te haya llamado!...

Como es natural, sentí sus palabras más fuertes que los golpes de un combo en el tímpano de los oídos.

Luego lanzó un gemido bestial y me detuvo de golpe.

–¡Un momento! Espera que yo salga primero. Cuando tú lo hagas, aseguras bien la puerta.

–La puerta parece demasiado pesada para abrirla o cerrarla –le dije.

–¡¿Y qué diablos quieres que haga?!

Me quedé enmudecido, al mirar que me miraba con una severidad incuestionable, sin dejar de pensar en lo que alguna vez le escuché decir a un cura con cara de bobo: Abre tu corazón a Dios y quebranta el poder del enemigo representado por Satanás. Dios es el bien supremo y el demonio es el mal por antonomasia. Cuando llegue el diluvio, Cristo será el arca de la salvación y en el arca se salvarán todos los que en él depositaron su fe…

El Tío se miró de cuerpo entero en un espejo empotrado en la pared, se arregló las pañoletas del cuello y se ajustó la máscara a la altura del mentón. Yo le escruté desde la punta de las botas hasta la punta de los cuernos y, al saber que los mineros le rendían pleitesía como al absoluto soberano de las entrañas de la tierra, recordé uno de los Diez Mandamientos que, según el Antiguo Testamento, Dios escribió con el dedo en dos tablas de piedra y se las entregó a Moisés en el Monte Sinaí: No harás esculturas de otros dioses delante de mí y mucho menos de personajes malignos. No te postrarás ante ellos ni les rendirás culto. Yo soy Yahveh, el único Dios, fuerte y celoso. Así como hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos, castigo a los que me odian y desafían…

Cuando salí de mis reflexiones, cegado por las luces del disfraz de Lucifer que, para bien o para mal, escondía el verdadero aspecto del Tío, le pregunté:

–¿Qué opinión te merecen los Diez Mandamientos de Dios?

–¡Pero tú eres zonzo o qué! –graznó en voz alta–. A mí qué diablos me importan los Diez Mandamientos. Ya te he repetido las mil y una veces que a mí sólo me importa mi propio decálogo… Cuándo vas a entender que no es lo mismo decir: en el invierno hace frío, que decir: en el infierno hace frío. Además, si el profeta Moisés recibió las Tablas de la Ley de Dios en el monte Sinaí, en esa península desértica y montañosa de Egipto, yo recibí las Tablas de mis Leyes, por decirlo de alguna manera, en las montañas de Llallagua, en esa población minera del norte de Potosí. 

–¿Entonces a ti sólo te importa todo lo que sucede en el infierno?

–No sólo en el infierno –replicó–. Me importa también todo lo que sucede sobre la faz de la Tierra. Pero si tú y los evangelistas me siguen jodiendo más de la cuenta, usaré mis poderes malignos y haré añicos todo lo que Dios creó en las aguas, los aires y la tierra; por ejemplo, haré que se desate un granizo de gran magnitud, que los vientos soplen como vendavales de otras dimensiones y que las islas sucumban bajo la furia de los mares. Lo que es peor, provocaré un temblor de mil demonios. Los montes se desmoronarán y los valles se levantarán. Todas las ciudades y aldeas serán reducidas a polvo. Los humanos perderán la razón por el pánico y acabarán vagando sin conciencia ni voluntad. Los peces del mar, las aves de los cielos, las bestias del campo y todos los animales se hundirán como gusanos en las grietas que se abrirán en la tierra. ¿Qué te parece? ¿Qué te parece el castigo que le tengo reservado a la humanidad?

No supe qué decir. Sus palabras sentí como puñales clavándoseme entre los huesos de mi pecho. Estaba acongojado y un frío sudor, como para aplacar las llamas del infierno, me bañó el cuerpo entero.

El Tío escondió su máscara de Lucifer debajo de su capa de luces, abrió la enorme puerta con un soplido y, haciendo sonar, ¡chischás!, ¡chischás!, la espuela de plata que llevaba en la bota izquierda, salió del cuarto rumbo al Carnaval, mientras mi absorta mirada seguía sus pasos que se perdieron más allá de la puerta, hasta que me quedé solo, hundido en una tupida oscuridad y con una sensación de miedo oprimiéndome el pecho, como cuando se ve de cerca la cara del diablo, igual que en una aparición fantasmagórica, que luego se desvanece como el humo de un cigarrillo.

Cuando desperté del sueño, con la cara vuelta hacia la pared y la mente todavía atravesada por la imagen del Tío disfrazado de Lucifer, vi aparecer las luces de la mañana filtrándose por las ventanas de mi cuarto. ¡Qué mierda!, me dije, el Tío no me dejará en paz ni de noche ni de día, ni cuando esté despierto ni cuando esté dormido.