EL DISFRAZ
DEL TÍO
Fue un sueño que yo soñé.
Un ser que vivió,
porque yo deseaba que viviera.
Sigurd Christiansen
Pensé un
momento que quizá no estaría aún bien despierto y que aquello que tenía ante
mis ojos era solo un sueño. Entonces volví a cerrar los ojos y busqué en mi
memoria dónde había estado en la víspera. En ese instante sentí como si
estuviese despierto y plantado en uno de los ángulos de un suntuoso salón en
cuyo ámbito se respiraba un aliento a demonios; del techo pendía una lámpara de
cristales y del piso se levantaba una tupida alfombra persa, las ventanas
estaban cubiertas con cortinas bordadas con hilos de oro y la enorme puerta de
cobre, que más parecía un espléndido pórtico de columnas romanas, parecía tan
pesada que era preciso varios hombres para hacerla girar sobre sus goznes.
Lo más extraño de todo era el hecho de que allí
mismo, en el centro de la sala, había un individuo de cuerpo contrahecho,
espalda ancha, desnudo, piernas separadas y cabeza ladeada hacia el hombro
derecho.
–¿Quién
eres? –le pregunté.
El hombre
se volvió y quedó quieto, mirándome de frente. Era él, el mismo Tío de la mina,
tan feo como el mismísimo demonio. No lo vi muy alto, pero sí corpulento y
musculoso. Su apariencia, como la de todo monstruo subterráneo, inspiraba una
suerte de espanto. Para ser más preciso, les diré que tenía la nariz
promitente, con las fosas nasales dilatadas, el rostro con los pómulos rojizos
como la lumbre y las cejas tupidas que daban sombra a sus encendidos ojos, que
parecían darle un aire de potestad y sabiduría. Lucía la barbilla hirsuta y el
labio inferior caído como la jeta de un moreno. Su cabeza estaba sostenida por
un cuello de toro y su cabellera negra y desgreñada se precipitaba por encima
de sus hombros, mientras su miembro viril le pendía como una cachiporra entre
los muslos.
–¿Cómo
estás Tío? –le dije en medio del silencio que parecía flotar en el ámbito.
Él entornó
los ojos y asumió una repentina actitud de desinterés por mis palabras, como si
quisiera esquivar mi presencia con un mutismo casi hermético. Se puso firme, se
deslizó por encima de la alfombra y se encaminó con paso pesado hacia una
pequeña puerta que daba acceso a un angosto pasadizo, donde había un baúl de
nogal, con dos llaves y asentado sobre cuatro pies en forma de patas de león.
La cubierta, además de estar reforzada con placas de bronce esmaltado, tenía
dos serpientes repujadas a modo de decoración medieval.
El Tío
sujetó el baúl por las manillas y lo levantó como si nada. Luego volvió a la
sala y lo puso delante de mi atenta mirada. Levantó la cubierta y del interior
del mueble emergió un humo con olor a azufre. Yo me tapé la nariz con los dedos
y me arrimé contra la pared; en tanto el Tío, que parecía reírse de mis gestos
de aversión, inclinó su cuerpo hacia el baúl, que no era una caja cualquiera,
sino el sitio donde él guardaba su disfraz de Lucifer para bailar en el
Carnaval, donde deslumbraba a los espectadores con la danza de la diablada.
–¿Te
disfrazarás de Lucifer? –le pregunté.
Él desoyó mis
palabras y procedió a sacar sus prendas una por una. Su disfraz de Lucifer, sin
lugar a dudas, era una indumentaria impresionante y de gran valor artístico. Se
puso una apretada blusa y sobre ella se ajustó la pechera bordada elegantemente
con hilos de oro y plata, y cuyas lentejuelas podían reflejar los dorados
destellos del sol. Se puso un bombacho carmesí, un brilloso pollerón terminado
en flecos y se los ciñó a la cintura con una faja llena de tintineantes monedas
de oro, en tanto sus pezuñas se hundían en unas botas de lona, decoradas con
elementos de la mitología de los urus; en la bota izquierda llevaba una espuela
plateada, que sonaba ¡chischás!,
¡chischás!, a tiempo de que daba pasos en el mismo lugar.
Metió las
manos dentro del baúl y sacó una capa ornamentada con piedras preciosas que,
dispuestas en alto relieve, formaban las imágenes de las cuatro plagas: las
hormigas, la serpiente, el sapo y el lagarto que, más que lagarto, parecían un
dragón lanzando llamas por las fauces abierta a la luz y el aire. La capa, con
un cuello alto y amarrado con un cordón alrededor del cuello, le caía como una
catarata de luces desde los hombros hasta las pantorrillas Se amarró también
pañoletas rojas al cuello y las muñecas, antes de ponerse en las manos, de enormes
garras en la punta de los dedos, unos guantes con manguetes de cuero, debidamente acicalados con arácnidos y otras
alimañas.
Al final,
como quien se disfraza con satisfacción y alegría, se puso una máscara de
dimensiones impresionantes; la máscara, hecha de cartón prensado y hojalata,
tenía las facciones más horribles y feroces que su propio rostro. Aun así, por
sus decoraciones y dimensiones que superaban el metro de altura, era una
verdadera obra de arte, con cuernos retorcidos y alucinantes adornos de
animales; en la frente llevaba un lagarto hasta de cinco cabezas; los ojos,
grandes y saltones, eran de focos y las cejas eran de pedazos de termo; las
demás facciones estaban hechas de yeso, plástico, metal y vidrio.
Una vez que
estuvo disfrazado, moviéndose con garbo y supremacía, pude comprender que la
nieve podía arder en sus ojos, el viento helado templarse en su aliento y la
noche encenderse con las luces de su disfraz de Lucifer.
–Ahora
estás listo para ir a bailar en el Carnaval, nada menos que en honor de la
Virgencita del Socavón –le comenté.
Él me miró
con su cara de Lucifer y, mientras sujetaba una víbora serpenteante en la mano
derecha y un cetro de mando en la izquierda, me dirigió la palabra por primera
vez:
–Y tú, ¿qué
me ves? ¿Por qué me jodes tanto?...
–Solo
quería saber si te disfrazaste de Lucifer para ir a bailar en el Carnaval.
–Ya lo has
dicho. Iré a bailar en el Carnaval, pero no en honor de la Virgen del Socavón,
sino para cargármelo a los calderos del infierno al arcángel San Miguel, a ese
saltimbanqui que lleva yelmo de hierro y espada desenfundada, comandando a un
séquito de ángeles de color celestial, como corresponde al firmamento; en
cambio yo, ataviado con mi disfraz de luces y máscara de horror y espanto, no
solo represento al Mal de los Males, sino que comando a una legión de diablos
que encarnan los siete pecados capitales y hacen ondear pañoletas coloradas en
alegoría a las llamas del infierno.
–¿Así que a
San Miguel te lo cargarás como si fuese un pecador más, un condenado
cualquiera?
–Claro que
sí –contestó con tanta frialdad, que hasta el infierno tuvo que haberse
congelado–. Lo cogeré por las patas y me lo cargaré como leña para avivar las
llamas del infierno, para escarmentarlo por ser un siervo de Dios. Al fin y al
cabo, qué diablos se ha creído ese zonzo del arcángel, disfrazado con su
disfraz de mariposita blanca…
–¿Entonces
no lo temes? –le pregunté–. Quizás debías hacerlo. Él cuenta con el apoyo y la
potestad de Dios…
–¡No hables
macanas! –vociferó el Tío–. ¡No hay quien me infunda temor, ni siquiera todas
las Vírgenes ni todos los Dioses juntos! Menos cuando sé que soy el soberano
del reino que está hecho de suplicios y dolores físicos. Allí no sobrevive
nadie ni siquiera el arcángel San Miguel, ese jefecito de un ejército de
ángeles celestiales y guardián del reino de los cielos. Además, como bien dice
el sabio proverbio: Mas sabe el diablo en
su casa que el arcángel en casa ajena.
Desde luego
que a mí, cada vez que él se refería al infierno, se me achinaba la piel y se
me hacía chuño el corazón. No obstante, como estaba mordido por una curiosidad
infinita, no dejé de preguntarle cómo era ese sitio donde iban a dar los
humanos después de la muerte, dependiendo de los pecados y faltas que
cometieron en vida. Se suponía que aquellos que no estaban destinados a gozar
del paraíso, estaban condenas a bajar a una inmensa habitación llamada sheol, donde la oscuridad era permanente
y el hedor a azufre era insoportable.
–La
posibilidad de arder eternamente en el infierno es un castigo absolutamente
terrible –le dije por decirle algo, con una voz temblorosa como cuando estaba
estremecido de pavor.
–Así es
–asintió balanceando su espectacular mascara sobre los hombros–. El Infierno es
un lugar de dolor y horror. Nadie sabe exactamente lo que es infierno, porque
nadie ha retornado de allá para contárselos a los vivos, ni si quiera los
teólogos, que lo único que saben es que hay un
algo en el más allá, a lo que
ellos llaman infierno, y que es el
reino subterráneo dominado por el diablo, un territorio diferente al reino
dominado por Dios. Allí los pecadores son atormentados con terribles castigos,
que van de menos a más. Unos son lanzados en cavernas y fosos de tortura,
mientras otros, los más pecadores, son lanzados a un lago de fuego, donde el
alma no muere ni el fuego se apaga. Son hornos capaces de reducirlo todo a
cenizas, que provocan quemaduras que causan dolores indecibles y que atormentan
por los siglos de los siglos.
–Eso quiere
decir que los castigos son peores que todos los que experimentó la humanidad a
lo largo de su historia.
–Sí –dijo
explícito–. A pesar de eso, mis subalternos, que están prestos a terminar en el
infierno y sufrir lo indecible, no se arrepienten ni buscan a Dios para
consagrarse a la vida eterna; por el contrario, blasfeman contra Él y se
postran a mis pies rindiéndome respeto y pleitesía; es más, debo aclararte que
el infierno no es un castigo
inventado por Dios, porque de ser así, Él sería un ser cruel y despiadado, un
ser sádico deseoso de vengarse de los humanos que lo desobedecieron y no
pudieron enmendar sus pecados en vida...
Yo, de sólo
escuchar su voz y su descripción apocalíptica del infierno, sentí que se me
aflojaban las piernas y la respiración se me entrecortaba en la garganta, como
a cualquier cobarde que quería huir horrorizado de un escenario de terror.
–¡Oh,
mierdas! –exclamó de pronto el Tío, cuando vio que la serpiente se le deslizó
de la mano y cayó como una bufanda alrededor de sus pies.
–¿Por qué
llevas esa serpiente en la mano? –le pregunté–. ¿Acaso simboliza al demonio que
tentó a Eva y Adán en el jardín de Edén?
–No digas
zonceras –contestó desde detrás de los colmillos de su máscara de Lucifer–. La
serpiente es una pobre bestia. No es la más astuta entre todos los animales del
campo. Tampoco tiene habla ni tiene nada que ver con la tentación al pecado,
pero que, sin embargo, Dios la acusó de ser maligna, la castigó a respetar
sobre su pecho y a comer polvo todos los días de su vida…
Yo miré a
la serpiente retorciéndose en el aire, hasta que el Tío, viendo que lo estaba
mirando con mucho temor, dijo:
–A
propósito de esta serpiente que estás mirando como opa, tengo que contarte que
el dragón de siete cabezas y diez cuernos, cuerpo de leopardo, patas de oso y
fauces de león, y otros animales cornudos y feroces, capaces de arrastrar con
su cola la tercera parte de las estrellas del firmamento, no está en los mares
ni en los océanos, como dicen los relatos del Antiguo Testamento, sino en los
lagos de fuego del infierno, donde estos monstruos matan y devoran a los
condenados, porque en lugar de rebelarse contra la palabra de Dios y
enfrentarse al arcángel San Miguel, se ocupan de vigilar las corrientes de
magma y lava de los purgatorios y sus calderos en constante ebullición.
Yo estaba
espantado y en mi imaginación veía el infierno como un territorio habitado por
todas las bestias que desaparecieron como consecuencia de un gigantesco
asteroide que impactó contra la Tierra hace 66 millones de años, provocando un
desastre ecológico, que aniquiló a los dinosaurios y otras mastodontes criaturas.
El impacto del asteroide generó millones de toneladas de polvo y ceniza, que
incrementó la toxicidad del aire y el agua, oscureció el sol, provocó un
enfriamiento global y llevó a la pérdida generalizada de la vegetación. A esto
se sumaron las actividades volcánicas masivas durante la Era Cretácica. Lo que
me hacía suponer que las prehistóricas bestias fueron a dar, probablemente, en
esos calderos subterráneos que ahora se conoce con el nombre genérico de
averno, pero como no estaba del todo seguro, preferí preguntárselo al Tío
disfrazado de Lucifer.
–Un viaje
al infierno no es lo mismo que las aventuras que imaginó Julio Verne en Veinte mil leguas de viaje submarino y
el Viaje al centro de la Tierra,
¿verdad?
–Nada que
ver con la ciencia-ficción de la literatura –repuso el Tío–, El viaje al
infierno no es una simple odiosea, sino una larga travesía sin retorno; es como
introducirse en la chimenea de un volcán activo y deslizarse hasta tocar el
fondo del cráter, donde existen monstruos nunca avistados por la humanidad.
Yo estaba
completamente inmóvil y absorto, con las espadas arrimadas contra la pared, con
el rostro iluminado por las luces provenientes del disfraz de Lucifer y la
mente llena de dudas e interrogantes, pero como no podía quedarme con la lengua
amarrada, me animé a decirle que no hacía falta que él se disfrazara de
príncipe de las tinieblas, porque su aspecto natural era más asombroso y
espectacular que todos los disfraces que se exhibían en el Carnaval.
El Tío,
cansado de mi majadería y blandiendo su cetro delante de mis ojos, como un
símbolo de potestad y bastón de mando, me señaló la puerta, me echó del cuarto
y, estremeciéndose de furia, me gritó entre escupitajos:
–¡Vete al
carajo! ¡Y no me vuelvas hasta cuando te haya llamado!...
Como es
natural, sentí sus palabras más fuertes que los golpes de un combo en el
tímpano de los oídos.
Luego lanzó
un gemido bestial y me detuvo de golpe.
–¡Un
momento! Espera que yo salga primero. Cuando tú lo hagas, aseguras bien la
puerta.
–La puerta
parece demasiado pesada para abrirla o cerrarla –le dije.
–¡¿Y qué
diablos quieres que haga?!
Me quedé
enmudecido, al mirar que me miraba con una severidad incuestionable, sin dejar
de pensar en lo que alguna vez le escuché decir a un cura con cara de bobo: Abre tu corazón a Dios y quebranta el poder
del enemigo representado por Satanás. Dios es el bien supremo y el demonio es
el mal por antonomasia. Cuando llegue el diluvio, Cristo será el arca de la
salvación y en el arca se salvarán todos los que en él depositaron su fe…
El Tío se
miró de cuerpo entero en un espejo empotrado en la pared, se arregló las
pañoletas del cuello y se ajustó la máscara a la altura del mentón. Yo le
escruté desde la punta de las botas hasta la punta de los cuernos y, al saber
que los mineros le rendían pleitesía como al absoluto soberano de las entrañas
de la tierra, recordé uno de los Diez Mandamientos que, según el Antiguo
Testamento, Dios escribió con el dedo en dos tablas de piedra y se las entregó
a Moisés en el Monte Sinaí: No harás esculturas de otros dioses delante de mí y
mucho menos de personajes malignos. No te postrarás ante ellos ni les rendirás
culto. Yo soy Yahveh, el único Dios, fuerte y celoso. Así como hago
misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos, castigo
a los que me odian y desafían…
Cuando salí
de mis reflexiones, cegado por las luces del disfraz de Lucifer que, para bien
o para mal, escondía el verdadero aspecto del Tío, le pregunté:
–¿Qué
opinión te merecen los Diez Mandamientos de Dios?
–¡Pero tú
eres zonzo o qué! –graznó en voz alta–. A mí qué diablos me importan los Diez
Mandamientos. Ya te he repetido las mil y una veces que a mí sólo me importa mi
propio decálogo… Cuándo vas a entender que no es lo mismo decir: en el invierno hace frío, que decir: en el infierno hace frío. Además, si el
profeta Moisés recibió las Tablas de la
Ley de Dios en el monte Sinaí, en esa península desértica y montañosa de
Egipto, yo recibí las Tablas de mis Leyes,
por decirlo de alguna manera, en las montañas de Llallagua, en esa población
minera del norte de Potosí.
–¿Entonces
a ti sólo te importa todo lo que sucede en el infierno?
–No sólo en
el infierno –replicó–. Me importa también todo lo que sucede sobre la faz de la
Tierra. Pero si tú y los evangelistas me siguen jodiendo más de la cuenta,
usaré mis poderes malignos y haré añicos todo lo que Dios creó en las aguas,
los aires y la tierra; por ejemplo, haré que se desate un granizo de gran
magnitud, que los vientos soplen como vendavales de otras dimensiones y que las
islas sucumban bajo la furia de los mares. Lo que es peor, provocaré un temblor
de mil demonios. Los montes se desmoronarán y los valles se levantarán. Todas
las ciudades y aldeas serán reducidas a polvo. Los humanos perderán la razón
por el pánico y acabarán vagando sin conciencia ni voluntad. Los peces del mar,
las aves de los cielos, las bestias del campo y todos los animales se hundirán
como gusanos en las grietas que se abrirán en la tierra. ¿Qué te parece? ¿Qué
te parece el castigo que le tengo reservado a la humanidad?
No supe qué
decir. Sus palabras sentí como puñales clavándoseme entre los huesos de mi
pecho. Estaba acongojado y un frío sudor, como para aplacar las llamas del
infierno, me bañó el cuerpo entero.
El Tío
escondió su máscara de Lucifer debajo de su capa de luces, abrió la enorme
puerta con un soplido y, haciendo sonar, ¡chischás!,
¡chischás!, la espuela de plata que llevaba en la bota izquierda, salió del
cuarto rumbo al Carnaval, mientras mi absorta mirada seguía sus pasos que se
perdieron más allá de la puerta, hasta que me quedé solo, hundido en una tupida
oscuridad y con una sensación de miedo oprimiéndome el pecho, como cuando se ve
de cerca la cara del diablo, igual que en una aparición fantasmagórica, que
luego se desvanece como el humo de un cigarrillo.
Cuando desperté del sueño, con la cara vuelta
hacia la pared y la mente todavía atravesada por la imagen del Tío disfrazado
de Lucifer, vi aparecer las luces de la mañana filtrándose por las ventanas de
mi cuarto. ¡Qué mierda!, me dije, el Tío no me dejará en paz ni de noche ni de
día, ni cuando esté despierto ni cuando esté dormido.
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