viernes, 25 de enero de 2019


EL EKEKO ENAMORADO

Esto ocurrió en tiempos en que la ciudad de Nuestra Señora de La Paz era gobernada por Sebastián de Segurola y cuando las huestes rebeldes de Túpac Katari y Bartolina Sisa, alzadas en armas al son de los vibrantes pututus, tendieron un cerco a la ciudad convertida en campo de batalla.

La moza Micaela Marka y sus padres, andando de compras por un mercado indio de La Hoyada, avistaron la estatuilla del Ekeko labrada en piedra, junto a otros objetos de cerámica artesanal expuestos sobre un aguayo tendido en el suelo.

El hombrecillo, de estatura menuda, espalda encorvada y pinta de bonachón, estaba desnudo y con el enorme falo erecto como símbolo de fertilidad; tenía rostro mofletudo, ojos vivaces, labios entreabiertos en una mueca de sonrisa pícara y brazos abiertos como para dar un abrazo al primero que se le presentara con una sincera amistad.

Micaela Marka y sus padres, atraídos por la singular figura del Ekeko, se acercaron hacia el amauta aymara, que además vendía ponchos y ojotas, para preguntarle por el precio de la estatuilla de aproximadamente veinte centímetros de alto.

–Su valor equivale a cinco arrobas de papa –les dijo a tiempo de alzar la estatuilla. Luego añadió–: Este Ekeko viene de las riberas del sagrado lago de los Incas y, como ustedes saben, aparte de ahuyentar las desgracias del hogar, provee abundancia a quienes depositan en él su fe y confianza, y que, con sólo tributándole ofrendas de cigarrillos los viernes por la noche, se comporta como un verdadero patrono de la fortuna.

Micaela Marka y sus padres lo adquirieron como un amuleto de prosperidad y se lo llevaron a casa, convencidos de que este ser sobrenatural, que forma parte del universo andino, era capaz de conceder todos los deseos con sólo pedirlos. No en vano simbolizaba la abundancia, fertilidad, alegría y buena suerte, tal cual les dejó dicho el amauta aymara.

Ni bien retornaron a casa, Micaela Marka, preocupada por cubrir la erección viril del Ekeko, que la hacía sonrojar al lado de sus padres, se lo tejió ropas típicas del altiplano y, para rematar su buen gusto en el vestir, le puso ch’ullu, bufanda y poncho; en tanto sus padres, sujetos a la convicción de que el Ekeko mantenía relaciones directas con Wirakocha y Pachamama, para interceder a favor de sus dueños, colgaron de sus ropas una gran cantidad de bolsitas en miniatura, repletas con monedas acuñadas en Potosí, alimentos de primera necesidad y bienes inmuebles de alta calidad.

Cuando la estatuilla fue recargada de pies a cabeza, con un montón de encargos que llevaba a cuestas como un q’epiri, le hicieron fumar un puro dominicano, conscientes de que si el tabaco se consumía sólo hasta la mitad era señal de mal augurio, pero si el Ekeko se lo aspiraba enterito, dándoselas de fumador empedernido, significaba que estaba dispuesto a conceder todos los deseos solicitados, tanto materiales como espirituales.

En efecto, a poco de que pusieron su suerte en manos del Ekeko, la familia Marka gozó de salud y prosperidad, mientras la guerra entre patriotas y realistas, enfrentados en una contienda sin cuarteles, dejaba un reguero de muertos y heridos en medio de una ciudad asolada por el caos y la escasez de alimentos.
 
El Ekeko, desde el día en que llegó a la casa de la familia Marka, se quedó perdidamente enamorado de Micaela Marka, la única hija del matrimonio, no sólo porque todos los viernes le encendía un cigarrillo y le quitaba el polvo que, a veces, le cubría el cuerpo como un manto de terracota, sino también porque la moza, de no más de veinte años, era hermosa como una ñusta; tenía el cuerpo de diosa, las trenzas apretaditas y bien hechas debajo del sombrero de lana de oveja, el rostro anguloso y risueño, los ojos rasgados y los labios color huairuro; lucía blusas bordadas con flores y mangas de boca ancha, mantillas de vicuña cubriéndole los hombros y sujetas por prendedores dorados a la altura del pecho, polleras de bayeta negra ceñidas por chumpis a la cintura y ojotas de jebe con hebillas de plata.

El Ekeko, cuando Micaela Marka estaba en casa, no la perdía de vista ni un solo instante. Se solazaba viéndola caminar por la casa, canturreando tonadas criollas y cumpliendo sus labores domésticas con una destreza inusual.
 
Los días viernes por la noche, ni bien ella se le acercaba para encenderle un cigarrillo, se le aceleraba el corazón y se le saltaban los ojos de sólo mirarle el abultado busto y las amplias caderas de mujer fecunda. Estaba seguro de que, si se fundían en la armonía de un bello romance, serían una pareja ideal y se complementarían como la dualidad conformada por chacha/warmi en la cosmovisión andina.

Lo grave de este ensueño, más parecido a un amor platónico, era el hecho de que Micaela Marka no estaba enamorada de él, que era enano y jorobado, sino de un súbdito y guapo español, don Diego de Mondragón, capitán del ejército realista y avecindado en la ciudad desde mucho antes de que estallara la rebelión indígena. Y, aunque no era amo ni señor de tierras ni gentes, poseía una regular fortuna que lo convertía en uno de los solteros más codiciados entre las damitas de Nuestra Señora de La Paz.

Don Diego de Mondragón vivía solo en las márgenes del río Choqueyapu, donde las turbulentas aguas, provenientes desde la Laguna Pampalarama, se encajonaban arrastrando todo lo que pillaban a su paso en un torrente bullicio que, en las épocas de lluvias y crecidas, hacía temblar la tierra como si los Jinetes del Apocalipsis, al mando de un brioso ejército de caballería, quisieran apoderarse de la ciudad sembrando el pánico y la muerte.

El Ekeko sabía que Micaela Marka, como toda moza de ascendencia indígena, se sentía atraída por la fina personalidad y el recio porte de don Diego de Mondragón, un gachupín que no disimulaba su odio visceral contra los indios y su amor desmedido por la moza que, aun sin pertenecer a una noble casta, supo conquistarlo con sus encantos de mujer hecha de miel y belleza.

El Ekeko, cada vez que Micaela Marka salía a encontrarse con el capitán del ejército realista, se sentía impotente y no podía soportar la idea de que un gachupín fuera el absoluto dueño del corazón de su amada, siendo que él estaba ahí, convertido en una estatuilla de piedra, para ahuyentar los malos augurios de la casa y cumplir con los pedidos de bienestar en la familia.
  
Sin embargo, de un día para otro, el Ekeko decidió cambiar de actitud; sería implacable con Micaela Marka y sus progenitores, quienes, a pesar de la depresión y hambruna que campeaban en la ciudad, tenían asegurada la comida del día, porque mientras los realistas trocaban sus joyas por unos cuantos granos de maíz y comían caldos preparados con los cueros de las petacas, las alforjas y los arreos de ensillar, la familia Marka cocinaba en las ollas de arcilla los cereales, el chuño y el charque acumulados en la despensa de la casa.

El Ekeko, en busca de una venganza por celos, se dispuso a imponer su autoridad y, como cualquier illa que se merece el respeto y el amor de quienes lo cobijan en su casa, dejó de conceder los deseos de bienestar de la familia Marka. Así que, en medio del fragor de los combates, la desolación y la muerte, se les fue agotando poco a poco los alimentos de la despensa, mientras los indios rebeldes y los realistas se batían como fieras en todos los frentes.

El último día en que Micaela Marka y don Diego de Mondragón se vieron en la puerta de la casa, casi a hurtadillas y al amparo de la noche, se tomaron de las manos y hablaron en voz baja. Él le dijo que a la mañana siguiente partiría hacia el principal bastión de los insurgentes y ella se limitó a bajar la mirada, con los ojos anegados en lágrimas y como presintiendo lo peor.

Después se despidieron, ella prometiéndole esperarlo hasta cuando sea necesario y él lanzándole una postrera mirada desde la calzada, antes de alejarse cuesta abajo, a paso ligero, con la cabeza gacha y silbando una alegre melodía de los campos de Sevilla.

Entonces el Ekeko no pudo más con sus celos de hombre enamorado, apeló a sus poderes sobrenaturales y, fumándose un cigarrillo cuyo humo dibujaba en el aire el espectro de la muerte, maldijo a su rival en sus pensamientos, a manera de aplacar los celos que se lo comían por dentro, como a un demente que, sin son ni ton, transita por los senderos del amor convertido en locura.

Don Diego de Mondragón, al saber que su amor de caballero era correspondido con el más tierno amor de su amada, se levantó con el alba y se marchó cabalgando hacia una sangrienta batalla desatada contra los indios rebeldes, quienes no cesaban en su afán por expulsar de la ciudad a los q’aras, que no hacían otra cosa que aprovecharse de las indias como si fuesen ovejas de un rebaño y someter a los indios a trabajos forzados como si tuviesen alma de esclavos.

En medio de la refriega, dominada por el estampido de las armas de fuego, el galope de los caballos y el ruido de las armas de acero, don Diego de Mondragón, batiéndose con la bravura de un guerrero invulnerable, embistió espada en mano contra las tropas enemigas, una y otra vez, hasta que cayó de la montura con una lanza atravesada en el pescuezo.

Micaela Marka, al enterarse de su fatídica muerte, quedó destrozada y desconsolada, no dejaba de llorar ni podía apaciguar la gran pena instalada en su alma; Y, como si esto fuera poco, sus padres relativamente jóvenes, acosados por la hambruna y la angustia de haber perdido sus bienes en pocos meses, cayeron enfermos y murieron en su lecho nupcial, pero no sin antes recomendarle que cuidara al Ekeko como a su propia vida.

Cuando la sitiada ciudad recobró la normalidad, y cuando los discordes quedaron en concordia, la moza Micaela Marka, una vez superada la infausta muerte de don Diego de Mondragón y curadas las heridas de su alma, se ocupó con sumo esmero en complacer los deseos y caprichos del Ekeko, quien, de sólo sentir la suaves manos y el tibio aliento de la mujer amada, volvió a sonreír como quien recupera un tesoro perdido.

Así fue cómo el Ekeko, satisfecho con las atenciones y caricias dispensadas por Micaela Marka, hizo que la prosperidad retornara al hogar con más ímpetu que nunca. Y, como era de suponer, ambos convivieron en armonía bajo un mismo techo, amándose como tortolitos en un nidito de amor, hasta que un buen día, del cual nadie tiene memoria, el Ekeko habló por primera vez en lengua aymara y, como por un artilugio de magia, dijo:

–Yo seré el protagonista principal de la Feria de Alasita por ser el proveedor de la abundancia, fecundidad y fortuna, y tú, mi tierna y apetecida paloma, una vez que te conviertas en miniatura, serás la illa de la Ekako, la indiscutible soberana de los placeres del amor y la vida…

Micaela Marka, luego de levantarse de la cama y todavía en paños menores, le sonrió más complacida que antes y se metió en la cocina, donde preparó un suculento plato paceño, para servirle al Ekeko como manda la tradición, con su chichita y todo.

martes, 1 de enero de 2019


LOS OBSCENOS GUSTOS DEL TÍO

Conociendo la irrefrenable lujuria del Tío, cada vez que lo veía disfrazado de Lucifer en los Carnavales, rodeado siempre por hermosas Chinasupay, lo imaginaba como a un perro en carnicería, como a un gato en ratonera. Por eso mismo, a tiempo de lanzarle un comentario sobre sus eximios dones de conquistador, le dije:

–Sé que te gustan las mujeres y que eres un Don Juan, capaz de seducir a cualquiera con el fulgor de tu mirada…

El Tío levantó la cabeza y cambió la expresión de su rostro. No abrió la boca, pero se quedó atento a lo que iba a decirle, como quien aguarda una noticia del más allá. Entonces proseguí:

–Con esa pinta puedes conquistar incluso a la princesa Madeleine de Suecia, de cuya belleza no has dejado de hablarme desde cuando la viste en la tele, luciéndose en un acto protocolar que se llevaba a cabo en el Palacio Real, donde el rey y la reina se hacían los despistados cada vez que los fotógrafos dirigían los oculares hacia esa hermosura que, más que ser una mujer hecha de sangre y hueso, parece una de esas princesitas escapadas de los cuentos de hadas...

El Tío echó chispas por los ojos, chasqueó la lengua y soltó una risa que lo sacudió en su trono. No era en vano, pues aun siendo un ser todopoderoso, acostumbrado al trato respetuoso y cariñoso, tenía debilidades que lo acercaban más a los humanos que a los dioses; una de esas debilidades era su gusto por las mujeres de cuerpos despampanantes y deseos ardientes. No ocultaba su preferencia por quienes, hermosas como las valquirias del Walhalla, estaban dispuestas a conducirlo, en las blancas colinas de sus blancos cuerpos, hasta las puertas de la muerte y retornarlo a la vida convertido en experto en las artes de amar. La desventaja era que todas eran más altas que él, quien apenas les llegaba a la altura de los senos.

–¿Por qué te atraen las mujeres altas? –le pregunté–. Si con una de tu estatura estarías mejor servido en la cama y en la mesa.

–Es cierto que soy de estatura baja –reconoció–, pero me seducen las mujeres que tienen todo en exceso, tanto arriba como abajo. Entre una chatita y una altota, prefiero a una mujer de buen porte, ojos color de cielo despejado y pelo rubio como el de la Chinasupay. Si me gustan las altotas es porque tienen las piernas largas y lucen sus abundancias como las waka-wakas, pero también me atraen las chatitas que tienen la ley del tordo: patitas cortas y culito gordo...

No era la primera vez que lo escuchaba hablar de ese modo. Empero, fue tanta mi sorpresa que lo miré de pies a cabeza y, haciéndome el listo sin serlo, le espeté un comentario puntilloso, como París disparó su lanza contra el talón de Aquiles:

–Con una gringa altota, te verías como una garrapata trepando por la cola de una elefante...

El Tío, apenas se dio cuenta de la capciosa intención de mis palabras, disimuló una sonrisa y dijo:  

–Eso es relativo, como en el caso de un minero que conocí. Él tenía una voz delgadita, como la de los espíritus celestiales, pero todo lo demás lo tenía grueso. Por lo que a mí respecta, no te preocupes por eso de mi estatura, ¿o has olvidado que poseo poderes mágicos? Si la necesidad me obliga, no tendría problemas para transformarme en un mamut de Siberia, con la trompa larga, gruesa y rugosa, y, como si fuera poco, con los colmillos más puntiagudos que mis cuernos.

Me quedé boquiabierto y con la mirada clavada en sus cuernos. Al poco rato, en mi afán de herirlo a como dé lugar, le disparé otra pregunta más puntillosa:

–¿Y a la Chinasupay le gustan también los altos?

–Quién sabe –contestó–. Eso no lo sabe ni Dios. Sobre gustos nadie ha escrito, ni siquiera tú que tienes una mujer que, cada vez que se cabrea con tus miradas de ojo alegre, te repite que a ella le gustan los hombres altos, robustos, musculosos, encachados, guapos, chulos, papitos... 

–¡Déjate de joder, Tío! –supliqué enfadado–. ¡No estamos hablando de mí sino de ti!

–Ya te dije que no tengo los menudos problemas que aquejan a los mortales. Es cuestión de que una mujer me dé un beso y, zas-zas, me convierto en el ser más bello del universo, como el sapo, la bestia y el monstruo encantados por la bruja en los cuentos de hadas. No en vano la Chinasupay y la China Morena me prodigan su alma, corazón y vida, así tenga el aspecto de un ser infernal y la estatura de un ek’eko. Además, ¿quién te ha hecho creer que la estatura es un impedimento para amar y conquistar a las mujeres? El amor es ciego y no ve los defectos, aunque a simple vista una pareja, por la diferencia de edades y estaturas, parezca más una dispareja que una oveja con su pareja.

Lo escuché atento, hasta que, al comprobar que tenía una autoestima más grande que la de Narciso, cambié el tema de la conversación, consciente de que el Tío, dotado de una suprema inteligencia, tenía una respuesta para cada pregunta.

–A todo esto, Tiíto –le dije en un tono de adulación–. ¿El tamaño de un hombre tiene alguna importancia?

–¡¿El tamaño de qué?! –preguntó elevando la voz y con una celeridad admirable.

–En este caso, no me refiero a la estatura, sino al tamaño de la trompeta que nos tocan las mujeres…

–¡Ah! Te refieres a ese ridículo apéndice masculino –dijo de manera socarrona–. Pues no faltan las comparaciones para admirar al mejor dotado o para burlarse del menos favorecido, aunque en los tejemanejes del sexo, más vale la maña que el tamaño de la trompeta.

–Claro que para ti es muy fácil decirlo –retruqué–, sabiendo que el tamaño sí tiene importancia y que no basta con tener más maña que uno bien puesto. Al menos, el exceso sirve para impresionarlas, ¿no es así?

–¡No es así! –contestó meneando la cabeza–. Los excesos no solo las impresiona, sino que las espanta. La realidad es que el exceso resulta innecesario cuando la zona más sensible de la mujer se encuentra en las afueras de su infiernito, donde uno quiere meter su diablito; de modo que no hace falta tener uno reverendo como el mío, sino solo seis centímetros para rozarle el piquito y elevarla al infinito.


–¿Entonces no es cierto que a ciertas mujeres les gusta que el hombre sea inteligente de la cintura para arriba y burro de la cintura para abajo?

–Ya te dije que eso es relativo, muy relativo, como todo lo demás en este mundo –replicó levantando las cejas y agitando las manos–. Lo único cierto es la sabiduría popular que enseña: La mujer es fuego, el hombre estepa, viene el diablo y sopla, pero, ¡ojo!, solo sopla por un tiempo, ya que el fuego de la lujuria se apaga un buen día, como se apaga la luz del día cuando llega la noche. Nada es eterno en la vida, excepto la muerte y el infierno. En la juventud se goza de la carne, del apetito sexual, pero luego uno se cansa y lo deja. En los ardides del amor, hasta el diablo, harto de carne, se mete de fraile…

El Tío, sentado como siempre en su trono, inclinó la cabeza, echó una ligera mirada a su respetable dimensión, meditó un instante y, como si hubiese hallado la solución de una pregunta sin respuestas, profirió con voz altisonante:

–¡La sexualidad es una necesidad fisiológica, como beber y comer son cosas que hay que hacer! El sexo no solo sirve para reproducirse, sino también para gozar de las misk’i (dulce) cositas, que la naturaleza nos puso entre las piernas –dijo con los labios alargados, como si fuese a darme un beso–. Eso sí, te recuerdo que en la relación entre un hombre y una mujer no se puede forzar nada. Si ella no quiere, no quiere; pero si quiere, te dice que sí, pero no te dice ni cuándo, ni dónde, ni cómo. Al fin y al cabo, en una relación de pareja, el hombre propone y la mujer dispone.

–De todos modos, la sexualidad es uno de los pilares del templo del amor, ¿verdad?

–Así es –corroboró el Tío–. El amor sirve para alimentar el alma como la comida sirve para alimentar el cuerpo; por lo tanto, elegir entre amar y comer, es lo mismo que elegir entre mear y escribir, pues supongo que ambas cosas tienes que hacerlas por necesidad y no por puro gusto, ¿no es así?


Me quedé callado, cojudo, como cada vez que me daba una magistral lecciones sobre la vida, las necesidades humanas y las artes de amar. Sin embargo, como estaba convencido de que era un ser erudito, que lo sabía todo y podía todo de todo, aproveché para preguntarle qué importancia tenía el beso a la hora de dar rienda suelta a las pasiones.

–En el arte del amor todo comienza con un beso profundo y electrizante –contestó–, que es una muestra de amor y erotismo, una sensación húmeda que nada tiene que ver con el beso que Judas le dio a Cristo.

Yo paré las orejas y seguí con la mirada los gestos que hacía mientras abordaba el tema, como cada vez que se ponía eufórico al hablar de Dios y del príncipe de las tinieblas, pues los ojos se le encendían como chispas y las palabras le revoloteaban como mariposas en los labios. Hablaba tan lindo que parecía estar leyendo un libreto preparado de antemano. Por lo demás, de todas sus cualidades, la más original y característica era el desparpajo con que inventaba un término cuando el verdadero no acudía con la debida oportunidad a sus labios. Yo nunca pude contra su ingenio ni su verbo, así que lo dejé hablar a sus anchas.

–Es natural que cuando dos personas se aman, se coman a besos a toda hora y en cualquier lugar –dijo–. El beso es el primer paso en el camino al amor y es el vínculo indispensable de una pareja, además que da cierto toque mágico a una relación y hace sentir una pasión tan grande, que surge el deseo de poseer a la persona amada, aparte de que un beso dice más que mil palabras y es el preludio a la entrega total. 

–Supongo que cuando tú la besas a la Chinasupay, no solo intercambias saliva en señal de confianza y deseo ardiente, sino también la envuelves en tu aliento con olor a azufre y…


–¡Me estás mamando o qué! –bramó con los ojos desorbitados, cortándome la palabra de ipso facto–. Para empezar, a ti no te importa cómo la beso, lo único que debes saber son dos cosas: Primero, para dar un beso no hay técnicas, ni recetas, ni regla alguna; lo esencial es que se dé con pasión y con todas las fuerzas del amor, sobre todo, si el amor es tan fuerte como la muerte. Segundo, que el beso sea devorador, que te deje sin aliento, que te erice la piel y te entren ganas de fundirte en el cuerpo de la persona amada.

–¿Y cómo saber que un beso es un buen beso?


–Eso es muy difícil de saber, pero, por si las moscas, te paso un dato curioso: se dice que si logras hacer un nudo en el tallo de la cereza con la lengua, sin tocarlo con las manos, significa que sabes besar a las mil maravillas.

Como ya estuvimos hablando de besos, solo faltaba un cachito para hablar más distendidamente del sexo, pero como no quería meterme, como en otras oportunidades, en una jungla de dimes y diretes, preferí que me dijera qué es lo que más miraba y admiraba en las mujeres.

–El culo –contestó como siempre, sin pelos en la lengua–. El culo, como la comida, se come también con la mirada. Unas nalgas perfectamente esféricas y sensuales levantan el ánimo de cualquiera. El culo es la parte del cuerpo que más sinónimos ha generado en todas las lenguas. Solo en español se lo conoce como cola, posaderas, trasero, traste, asentaderas, poto, ancas, cachas, glúteos, grupa, colina, pandero, tortas, amortiguador, manzana, pompis…

Después me miró mis humildes posaderas, quién sabe con qué intención, y prosiguió:

–Los hombres a tu edad han pedido la atracción y no tienen más que una raya allí donde termina el casto nombre de la espalda. Una pena por tu doña, a quien también le gusta mirar el trasero bien formado y musculoso de un hombre, que es un poderoso centro de atracción de muchas, pero de muchísimas miradas femeninas.

Le creí en redondo. No cabía duda de que el Tío, que tenía la facultad de ver con facilidad asombrosa a través de las ropas, vio más nalgas que ninguno en este mundo. Él sabía valorarlas por su forma, consistencia y tamaño.

–Una cosita más –dijo, despejándome las dudas–. Las nalgas, aunque nos parezcan zonas sin mayor importancia, son motivos de gustos y disgustos. Puede que al hombre le resulte difícil mirarse el trasero, pero la mujer, apenas voltea la cabeza, debe mirarse su protuberancia como una iguana se mira la cola y, si tiene un poquito de son y otro poquito de gracia, debe también menearla como la China Morena menea su cola más voluminosa que la cola de saurio del Achachi Moreno.

A esas alturas de la charla, el Tío tenía los ojos encendidos como brasas. Se relamió los labios, se frotó las manos, separó las piernas y, tras inflar el pecho como un toro en plaza taurina, prosiguió:

–En algunos países existe una natural fascinación por los traseros. En África, por ejemplo, una mujer sin culo es lo mismo que una mujer pobre, así esté nadando en dinero. En el mundo occidental, las nalgas están consideradas como zonas que estimulan la excitación sexual. En la India las nalgas forman parte de los ritos sagrados, llegando al extremo de que si una bailarina hindú no tiene un trasero prominente, debe recurrir a glúteos postizos o prótesis de silicona. Ni para qué hablar de Brasil y Cuba, donde existe un verdadero culto al trasero. Las mujeres lo exhiben en tanga o ropas ajustadas. La idea es mostrarlo y moverlo al ritmo de las caderas, como la popa y la proa de un barco en medio de la tempestad.

Al ver que el Tío estaba al borde de entrar en un delirio sexual, tosí como un minero con silicosis, en procura de volverlo en sí y no dejarlo escapar en las alas de la fantasía. Cuando logré mi objetivo, y a modo de devolverlo a la realidad, le dije que toda mujer debe amar y estimar cada una de sus redondeces y debe aprender, indistintamente de su tamaño, a  sacarles provecho en el juego sexual, porque el tamaño de un trasero, acéptese o no, no es más importante que la capacidad de menearlo a la hora de entregarse sin condiciones y de en un modo total.

El Tío se reacomodó en su trono, cruzó los brazos y se quedó mirándome fijamente, como todo un experto en las artes de amar. Yo le devolví la mirada y, fingiendo ser un experto en el tema sin serlo, le dije:

–La atracción que provocan las protuberancias femeninas en los hombres es tan importante que se ha llegado a establecer una división entre unos que prefieren los pechos y otros que prefieren las nalgas.

–¡Ah!, a propósito –asintió–. Los expertos refieren que las mujeres con abundantes pechos, besan mejor y son sexualmente más ardientes.

–Esas son puras especulaciones –repliqué–. Se dicen tantas cosas que ya no sé ni en qué creer. Si a unos les gustan las pechugonas, a mí me encantan las minitetas, porque de solo mirar sus bonitas formas, su balanceo gracioso, la leve insinuación de sus pezones, me resultan mucho más atractivas y eróticas que las tetas voluminosos que, en estos tiempos, están infladas con prótesis de silicona. Además, y en esto sí soy categórico, pienso que el sexo está dentro de la cabeza y no entre las piernas ni entre las tetas….

El Tío, mostrándose aburrido con mi cháchara parecida a una divagación sin son ni ton, me paró el coche y se vino al grano:

–Y a ti, ¿por qué te interesan tanto estos temas? Pareces un perro ladrador, pero poco mordedor. Ya sabemos que te falta estatura, que no eres el mejor dotado, pero que, como toda ley de compensación, te sobran las mañas y artimañas para conquistar a cuanta mujeres se te antoja, ¿sí o sí? Por otro lado, eres como cualquier otro hombre; tienes dos piernas, dos brazos y una cabezota que vale por todas las demás. Como bien decía tu mamá, eres un ser inteligente al que solo le falta un pelo para ser adivino. ¿No es eso lo que te decía tu mamá? Que te faltaba un pelo para ser adivino, ¿sí o no?

No contesté ni sí ni no, preferí despedirme de mi irreverente interlocutor, para no seguir con un tema que era de nunca acabar. Me volví y avancé en dirección a la puerta, pero cuando estaba a punto de salir del cuarto, el Tío lanzó un gemido bestial y me detuvo de golpe.

–¡Un momento!

–¿Qué quieres? –pregunté sin voltear la cabeza.

El Tío redujo la voz a un murmullo y dijo:

–Que tu doña no se dé cuenta de que te gustan las mujeres con todos los atributos que a ella no tiene. Aun así, ella sabe cómo avivar el fuego de tu pasión y satisfacer tus fantasías más perversas; es más, ella confirma la regla: Lo que no puede el diablo, lo puede la mujer.

Cerré la puerta y me alejé rumbo al dormitorio, donde mi mujer estaba ya recostada sobre la cama, luciéndose con una sensual lencería que, de solo remarcarle sus misk’i cositas, despertó mis deseos de amante erótico y mis instintos de animal carnívoro.