EL
EKEKO ENAMORADO
Esto
ocurrió en tiempos en que la ciudad de Nuestra Señora de La Paz era gobernada
por Sebastián de Segurola y cuando las huestes rebeldes de Túpac Katari y
Bartolina Sisa, alzadas en armas al son de los vibrantes pututus, tendieron un
cerco a la ciudad convertida en campo de batalla.
La
moza Micaela Marka y sus padres, andando de compras por un mercado indio de La
Hoyada, avistaron la estatuilla del Ekeko labrada en piedra, junto a otros
objetos de cerámica artesanal expuestos sobre un aguayo tendido en el suelo.
El
hombrecillo, de estatura menuda, espalda encorvada y pinta de bonachón, estaba
desnudo y con el enorme falo erecto como símbolo de fertilidad; tenía rostro
mofletudo, ojos vivaces, labios entreabiertos en una mueca de sonrisa pícara y
brazos abiertos como para dar un abrazo al primero que se le presentara con una
sincera amistad.
Micaela
Marka y sus padres, atraídos por la singular figura del Ekeko, se acercaron
hacia el amauta aymara, que además vendía ponchos y ojotas, para preguntarle
por el precio de la estatuilla de aproximadamente veinte centímetros de alto.
–Su
valor equivale a cinco arrobas de papa –les dijo a tiempo de alzar la
estatuilla. Luego añadió–: Este Ekeko viene de las riberas del sagrado lago de
los Incas y, como ustedes saben, aparte de ahuyentar las desgracias del hogar,
provee abundancia a quienes depositan en él su fe y confianza, y que, con sólo
tributándole ofrendas de cigarrillos los viernes por la noche, se comporta como
un verdadero patrono de la fortuna.
Micaela
Marka y sus padres lo adquirieron como un amuleto de prosperidad y se lo
llevaron a casa, convencidos de que este ser sobrenatural, que forma parte del
universo andino, era capaz de conceder todos los deseos con sólo pedirlos. No
en vano simbolizaba la abundancia, fertilidad, alegría y buena suerte, tal cual
les dejó dicho el amauta aymara.
Ni
bien retornaron a casa, Micaela Marka, preocupada por cubrir la erección viril
del Ekeko, que la hacía sonrojar al lado de sus padres, se lo tejió ropas
típicas del altiplano y, para rematar su buen gusto en el vestir, le puso ch’ullu, bufanda y poncho; en tanto sus
padres, sujetos a la convicción de que el Ekeko mantenía relaciones directas
con Wirakocha y Pachamama, para interceder a favor de sus dueños, colgaron de
sus ropas una gran cantidad de bolsitas en miniatura, repletas con monedas
acuñadas en Potosí, alimentos de primera necesidad y bienes inmuebles de alta
calidad.
Cuando
la estatuilla fue recargada de pies a cabeza, con un montón de encargos que
llevaba a cuestas como un q’epiri, le
hicieron fumar un puro dominicano, conscientes de que si el tabaco se consumía
sólo hasta la mitad era señal de mal augurio, pero si el Ekeko se lo aspiraba
enterito, dándoselas de fumador empedernido, significaba que estaba dispuesto a
conceder todos los deseos solicitados, tanto materiales
como espirituales.
En
efecto, a poco de que pusieron su suerte en manos del Ekeko, la familia Marka
gozó de salud y prosperidad, mientras la guerra entre patriotas y realistas,
enfrentados en una contienda sin cuarteles, dejaba un reguero de muertos y
heridos en medio de una ciudad asolada por el caos y la escasez de alimentos.
El
Ekeko, desde el día en que llegó a la casa de la familia Marka, se quedó
perdidamente enamorado de Micaela Marka, la única hija del matrimonio, no sólo
porque todos los viernes le encendía un cigarrillo y le quitaba el polvo que, a
veces, le cubría el cuerpo como un manto de terracota, sino también porque la
moza, de no más de veinte años, era hermosa como una ñusta; tenía el cuerpo de
diosa, las trenzas apretaditas y bien hechas debajo del sombrero de lana de
oveja, el rostro anguloso y risueño, los ojos rasgados y los labios color
huairuro; lucía blusas bordadas con flores y mangas de boca ancha, mantillas de
vicuña cubriéndole los hombros y sujetas por prendedores dorados a la altura
del pecho, polleras de bayeta negra ceñidas por chumpis a la cintura y ojotas
de jebe con hebillas de plata.
El
Ekeko, cuando Micaela Marka estaba en casa, no la perdía de vista ni un solo
instante. Se solazaba viéndola caminar por la casa, canturreando tonadas
criollas y cumpliendo sus labores domésticas con una destreza inusual.
Los
días viernes por la noche, ni bien ella se le acercaba para encenderle un
cigarrillo, se le aceleraba el corazón y se le saltaban los ojos de sólo
mirarle el abultado busto y las amplias caderas de mujer fecunda. Estaba seguro
de que, si se fundían en la armonía de un bello romance, serían una pareja
ideal y se complementarían como la dualidad conformada por chacha/warmi en la cosmovisión andina.
Lo
grave de este ensueño, más parecido a un amor platónico, era el hecho de que
Micaela Marka no estaba enamorada de él, que era enano y jorobado, sino de un
súbdito y guapo español, don Diego de Mondragón, capitán del ejército realista
y avecindado en la ciudad desde mucho antes de que estallara la rebelión indígena.
Y, aunque no era amo ni señor de tierras ni gentes, poseía una regular fortuna
que lo convertía en uno de los solteros más codiciados entre las damitas de
Nuestra Señora de La Paz.
Don
Diego de Mondragón vivía solo en las márgenes del río Choqueyapu, donde las
turbulentas aguas, provenientes desde la Laguna Pampalarama, se encajonaban
arrastrando todo lo que pillaban a su paso en un torrente bullicio que, en las
épocas de lluvias y crecidas, hacía temblar la tierra como si los Jinetes del
Apocalipsis, al mando de un brioso ejército de caballería, quisieran apoderarse
de la ciudad sembrando el pánico y la muerte.
El
Ekeko sabía que Micaela Marka, como toda moza de ascendencia indígena, se
sentía atraída por la fina personalidad y el recio porte de don Diego de
Mondragón, un gachupín que no
disimulaba su odio visceral contra los indios y su amor desmedido por la moza
que, aun sin pertenecer a una noble casta, supo conquistarlo con sus encantos
de mujer hecha de miel y belleza.
El
Ekeko, cada vez que Micaela Marka salía a encontrarse con el capitán del
ejército realista, se sentía impotente y no podía soportar la idea de que un gachupín fuera el absoluto dueño del
corazón de su amada, siendo que él estaba ahí, convertido en una estatuilla de
piedra, para ahuyentar los malos augurios de la casa y cumplir con los pedidos
de bienestar en la familia.
Sin
embargo, de un día para otro, el Ekeko decidió cambiar de actitud; sería
implacable con Micaela Marka y sus progenitores, quienes, a pesar de la depresión
y hambruna que campeaban en la ciudad, tenían asegurada la comida del día,
porque mientras los realistas trocaban sus joyas por unos cuantos granos de
maíz y comían caldos preparados con los cueros de las petacas, las alforjas y
los arreos de ensillar, la familia Marka cocinaba en las ollas de arcilla los
cereales, el chuño y el charque acumulados en la despensa de la casa.
El
Ekeko, en busca de una venganza por celos, se dispuso a imponer su autoridad y,
como cualquier illa que se merece el respeto y el amor de quienes lo
cobijan en su casa,
dejó de conceder los deseos de bienestar de la familia Marka. Así que, en medio
del fragor de los combates, la desolación y la muerte, se les fue agotando poco
a poco los alimentos de la despensa, mientras los indios rebeldes y los
realistas se batían como fieras en todos los frentes.
El
último día en que Micaela Marka y don Diego de Mondragón se vieron en la puerta
de la casa, casi a hurtadillas y al amparo de la noche, se tomaron de las manos
y hablaron en voz baja. Él le dijo que a la mañana siguiente partiría hacia el
principal bastión de los insurgentes y ella se limitó a bajar la mirada, con
los ojos anegados en lágrimas y como presintiendo lo peor.
Después
se despidieron, ella prometiéndole esperarlo hasta cuando sea necesario y él
lanzándole una postrera mirada desde la calzada, antes de alejarse cuesta
abajo, a paso ligero, con la cabeza gacha y silbando una alegre melodía de los
campos de Sevilla.
Entonces
el Ekeko no pudo más con sus celos de hombre enamorado, apeló a sus poderes
sobrenaturales y, fumándose un cigarrillo cuyo humo dibujaba en el aire el
espectro de la muerte, maldijo a su rival en sus pensamientos, a manera de
aplacar los celos que se lo comían por dentro, como a un demente que, sin son
ni ton, transita por los senderos del amor convertido en locura.
Don
Diego de Mondragón, al saber que su amor de caballero era correspondido con el
más tierno amor de su amada, se levantó con el alba y se marchó cabalgando
hacia una sangrienta batalla desatada contra los indios rebeldes, quienes no
cesaban en su afán por expulsar de la ciudad a los q’aras, que no hacían otra cosa que aprovecharse de las indias como
si fuesen ovejas de un rebaño y someter a los indios a trabajos forzados como
si tuviesen alma de esclavos.
En
medio de la refriega, dominada por el estampido de las armas de fuego, el
galope de los caballos y el ruido de las armas de acero, don Diego de
Mondragón, batiéndose con la bravura de un guerrero invulnerable, embistió
espada en mano contra las tropas enemigas, una y otra vez, hasta que cayó de la
montura con una lanza atravesada en el pescuezo.
Micaela
Marka, al enterarse de su fatídica muerte, quedó destrozada y desconsolada, no
dejaba de llorar ni podía apaciguar la gran pena instalada en su alma; Y, como
si esto fuera poco, sus padres relativamente jóvenes, acosados por la hambruna
y la angustia de haber perdido sus bienes en pocos meses, cayeron enfermos y
murieron en su lecho nupcial, pero no sin antes recomendarle que cuidara al
Ekeko como a su propia vida.
Cuando
la sitiada ciudad recobró la normalidad, y cuando los discordes quedaron en
concordia, la moza Micaela Marka, una vez superada la infausta muerte de don
Diego de Mondragón y curadas las heridas de su alma, se ocupó con sumo esmero
en complacer los deseos y caprichos del Ekeko, quien, de sólo sentir la suaves
manos y el tibio aliento de la mujer amada, volvió a sonreír como quien
recupera un tesoro perdido.
Así
fue cómo el Ekeko, satisfecho con las atenciones y caricias dispensadas por
Micaela Marka, hizo que la prosperidad retornara al hogar con más ímpetu que
nunca. Y, como era de suponer, ambos convivieron en armonía bajo un mismo
techo, amándose como tortolitos en un nidito de amor, hasta que un buen día,
del cual nadie tiene memoria, el Ekeko habló por primera vez en lengua aymara
y, como por un artilugio de magia, dijo:
–Yo
seré el protagonista principal de la Feria de Alasita por ser el proveedor de
la abundancia, fecundidad y fortuna, y tú, mi tierna y apetecida paloma, una
vez que te conviertas en miniatura, serás la illa de la Ekako, la indiscutible
soberana de los placeres del amor y la vida…
Micaela
Marka, luego de levantarse de la cama y todavía en paños menores, le sonrió más
complacida que antes y se metió en la cocina, donde preparó un suculento plato
paceño, para servirle al Ekeko como manda la tradición, con su chichita y todo.
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