lunes, 5 de febrero de 2024

EL CONDE ALQUIMISTA Y CAZADOR

Un terrible suceso marcó la vida del Conde. Cuando apenas tenía nueve años, en una actividad de cacería en el monte, vio desangrarse a su padre, quien, no acostumbrado a llevar como compañía a perros de caza, fue mortalmente atacado por una enorme bestia, parecida a un jabalí, que le clavó los colmillos en el pecho y le arrancó a mordiscos el corazón.

Mientras el padre se desangraba entre estertores de agonía, el niño, luego de espantar a la bestia arrojándole piedras y emanando lacerantes gritos, se le acercó a paso ligero, se postró de rodillas y vio como agonizaba su padre, cubriéndose con las manos el hueco que quedó en su pecho.

El niño nada pudo hacer por él, salvo expresarle palabras de dolor y consuelo, repitiéndole que lo quería mucho y prometiéndole que algún día vengaría su muerte, atrapando a la bestia y dándole una muerte como jamás se vio en una faena de cacería.

Cuando su padre cerró los ojos por última vez, el niño se mordió los labios y una lluvia reprimida de lágrimas brotó por sus ojos y llegó a sollozar amargamente ante el cadáver, sintiendo que todo había acabado ese día, que la vida sin su padre no tenía ningún sentido, que no querría dormir ni comer. Todo había terminado ese funesto día, ¡todo!

No había duda, la visión del brotamiento de sangre, más la impactante escena de la muerte de su progenitor, lo persiguió al Conde a lo largo de su vida, como el mayor trauma originado en su infancia. Además, mientras más transcurría el tiempo, mayor era el odio que sentía contra las bestias salvajes y mayor su obsesión por ver brotar la sangre de un cuerpo y de un palpitante corazón.

Durante su adolescencia y juventud, con la misma escopeta, calibre 12, y la misma daga de caza, con hoja de acero y mango de cuero, que solía usar su padre, había dado muerte a varios animales salvajes. Su obsesión por la sangre no desapareció de su mente, ni cuando conoció a la mujer que conquistó sus sentimientos en una fiesta de gala, donde él asistió sentado en una carroza tirada por cuatro caballos.

Ella quedó maravillada por la atractiva elegancia y sorprendente belleza del Conde, vestido a la usanza de los hombres de la aristocracia de otros tiempos. Su bastón con cabezal marmolado, su sombrero de copa y su capa de tres cuartos, hacían juego con su negra barba de azulados reflejos, dándole una singular presencia ante su atenta mirada de mujer acostumbrada al garbo y la gallardía de los hombres capaces de penetrar en el corazón y el pensamiento de una mujer de gustos extremos respecto a las características que debía poseer un hombre.

Esa misma noche, después de entablar una conversación amena e iniciar una relación de atracción mutua en la pista de baile, se montaron en la carroza que los estaba esperando fuera del local y se fueron en dirección a la mansión del Conde, ubicada en las afueras de un pueblo de reminiscencias medievales. Ella estaba impresionada por el poder económico que ostentaba su reciente conquista, quien era siempre bien recibido por la servidumbre, a cualquier hora del día o de la noche.

Cuando contrajeron matrimonio, ella comprendió que una de sus ocupaciones de su esposo era salir de caza al monte y carnear a los animales untándose con sangre el cuerpo entero, pero lo que nunca llegó a saber es que este hombre de aspecto elegante y conducta desmesuradamente reservada, era un extraño místico etílico, que se entregó a la alquimia en un intento por encontrar el modo de fabricar oro, mediante experimentos que empezaban en su laboratorio, ubicado en los sótanos de la mansión, y terminaba en la bodega, donde bebía cinco litros diarios de un añejo vino de 22 grados.

No pocas veces, para alcanzar su objetivo y sin apenas dormir, se rodeó de brujos, nigromantes, videntes y adoradores del diablo, que no eran otra cosa que un grupo de embaucadores que le hacían creer que por prácticas de esoterismo y magia negra, más que por sus experimentos de alquimia, lograría llenar sus arcas con el preciado metal, que carecía de olor pero que tenía el color parecido al excremento.

Al cabo de cierto tiempo, se dio cuenta que su sueño de fabricar oro no se hacía realidad; por el contrario, los embaucadores le costaban una fortuna que lo iban arruinando más y más, hasta que, desengañado y desvariado por su excesivo consumo de alcohol, despidió a la gran mayoría de quienes se consideraban sus leales y sabios colaboradores.

Los pocos que quedaron a su mando, sobre todo los brujos y adoradores de las fuerzas malignas, no tardaron en persuadirlo que solo con la ayuda del Diablo podía conseguir el oro que anhelaba. Él no estaba del todo convencido, pero optó por seguir sus consejos, con la esperanza de que un buen día el dorado metal se le apareciera a manos llenas.

Una noche, mientras dormía en la bodega y luego de haber caído en un tremendo delirium tremens, escuchó voces de ultratumba y tuvo alucinaciones de que se le apareció el Diablo ante sus ojos, como un halo de fuego desvaneciéndose con la misma ilusión fantástica con la que se le apareció en medio de la habitación bañada por la pálida luz de los candelabros.

Él no supo qué hacer. Se mantuvo quieto como una roca y con la respiración contenida. Después se levantó del camastro, abrió la puerta y salió de la bodega como un demente, sosteniéndose apenas sobre los pies. Llamó a uno de los adoradores del Diablo, casi muerto de pánico, y le solicitó que redoblasen los ensalmos y las conjuras para que no se le volviese a aparecer el maligno, sin antes anunciar su presencia, pues las inesperadas visitas no eran de su agrado. Su colaborador le prometió que así lo haría y se retiró de la bodega, que emanaba un inconfundible aroma a madera de roble y uva moscatel, macerado durante meses o años en ese lugar de temperatura templada y oscura, donde las antorchas se encendías solo cuando el Conde se encontraba en su interior, bebiendo hasta caer rendido sobre el camastro y quedarse dormido hasta el amanecer.

Todos los días que el Conde se pasaba bebiendo en la bodega, su mujer se pasaba metida en la alcoba, pero no sola, sino en compañía de otro cazador, que era el amigo y compañero de caza de su marido; una relación de infidelidad del que no se enteró el Conde, quien parecía estar feliz en la bodega, donde se le aparecía el Diablo, pero no el oro. De modo que, más arruinado que antes, despidió a todos sus colaboradores y volvió a dedicarse a una de las grandes pasiones de su vida: la caza.

Al Conde le encantaba matar y carnear al animal en el mismo lugar donde había sido abatido; una acción que le proporcionaba una enorme satisfacción. Es decir, el simple hecho de ver brotar la sangre a borbotones, le causaba un insondable placer, entretanto su presa se retorcía en el suelo, los ojos en blanco y las patas estiradas en el aire.

Así se mantuvo por mucho tiempo, hasta el día en que, ni bien el sol declinaba hacia el ocaso, él mismo sería cazado por otro cazador más veloz y más diestro en manipular y disparar las armas de fuego.

Estaba en medio del monte, un día cualquiera de caza, cuando el Conde escuchó unas pisadas acercándose hacía él. No sabía quién era porque el tupido follaje de unos árboles no le permitía distinguir con nitidez a su perseguidor, quien no tardó en mostrarse de cuerpo entero, con la escopeta en las manos y una extraña expresión en el rostro.

Cuando el Conde lo vio de cerca, le clavó la mirada y, sin entender el porqué de la persecución, exclamó:

-¡Tú! ¿Qué haces aquí?

El amante de su esposa no dijo nada. Se plantó con las piernas abiertas, le apuntó con la escopeta de cañón estriado, presionó el gatillo y le disparó contra el pecho, desplomándolo de espaldas y los brazos en forma de cruz. La bala le penetró por el pecho y le salió estallándole el pulmón derecho. La sangre saltó a chorros y su corazón dejó de latir poco después.

El amante de su esposa miró por todos lados, para asegurarse que no había testigos del crimen, se dio la vuelta y se alejó por el mismo sendero por donde había llegado.

No se trataba de cualquier cazador, sino del amante de su esposa, quien, cada vez que él se marchaba de caza, internándose en el monte de sol a sol, lo engañaba acostándose con el amante en la misma alcoba y en la misma cama, donde él dormía como un tronco después de haberse vaciado dos botellas de añejo vino en la bodega, que era el sitio donde se refugiaba cada vez que le atacaba una fuerte depresión por el trauma que le causó la muerte de su padre, un hombre acaudalado, viudo y sin más herederos que el hijo que ahora yacía muerto en entre los matorrales, lejos de su mansión y de su esposa, como una carroña arrojada a los animales salvajes, que no tardarían en devorárselo entero, sin dejar rastros alguno de su existencia.

Así es como el cazador terminó siendo capturado por otro cazador que, además, se casó con su hermosa esposa y se convirtió en el nuevo heredero de los bienes que atesoraba en la mansión, donde nadie se preocupó por su ausencia. Y si algún vecino o forastero preguntaba dónde estaba el Conde, la viuda se encargaba de responder que el él hizo un pacto con el Diablo y que éste se lo cargó al infierno, sin dar explicaciones ni dejar huellas de este hombre que se dedicó a la alquimia y a cazar animales salvajes, sin advertir que un día lo perdería todo por la traición de una mujer que un día le entregó su amor y que otro día se lo quitó por el amor de otro cazador.