viernes, 8 de julio de 2011


EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS BREVES

El Tío*,como todo diablo de vasta cultura y declarado defensor del cuento breve -brevísimo-, aprovechó una de nuestras conversas para darme una lección sobre el arte de trabajar la palabra con la precisión de un orfebre.

–Escribir un cuento breve es como grabar un verso de García Lorca en un anillo de bodas  –dijo–. Así de fácil pero a la vez difícil.

Lo miré callado, pensando en que el Tío, a pesar de sus atributos de Satanás, jamás dice las cosas al tuntún. Es un tipo asaz inteligente, sabio en las ciencias ocultas y en las ciencias de ciencias. ¿Qué no sabe? ¿Qué no puede? ¿Qué no quiere? Es un modelo de constancia y rigor intelectual. Y, lo más deslumbrante, tiene una respuesta para cada pregunta. Así un día, mientras hablábamos de literatura y literatura, dijo: Los hombres escriben cuentos violentos. ¿Y las mujeres?, le pregunté. Ése es otro cuento, me contestó.

–En tu opinión, ¿cómo se distingue al buen escritor de cuentos? –le dije a modo de tantearle sus conocimientos.

–Para empezar, al buen escritor se lo distingue incluso por la forma de andar –replicó con la sabiduría de quien posee el don del genio y la magia de la palabra–. El escritor de fuste no necesita tarjetas de presentación, críticos ni reconocimientos. En él, más que en nadie, la pasión de escribir es como estar endemoniado, una forma de levitar al borde del delirio, de hacer añicos la realidad y contar un cuento en el cual la mentira es tan cierta que nadie la pone en duda, aparte de que su vicio de escribir en soledad es una enfermedad endémica y sin remedio. Nadie lo puede librar de esa atadura voluntaria, ni siquiera Cristo en calzoncillos...

El Tío, consciente de que la virtud del intelectual consiste en simplificar lo complejo y no en hacer más complejo lo simple, se daba modos de meterme los conocimientos como con cuchara, aplicando una didáctica más eficaz que la de un profesor emérito. Por eso cuando hablaba de un tema aparentemente difícil, como es la literatura, lo hacía con gran desparpajo y muchos ejemplos.

–¿Y cómo se sabe que un cuento es un buen cuento? –le pregunté con la curiosidad de quien aprovecha una charla sobre el arte de escribir.

–Cuando te atrapa desde un principio y el lenguaje fluye con fuerza propia, cuando el lector reconoce las situaciones del cuento y empieza a identificarse con los personajes, quienes, por su verisimilitud, dejan de ser puras invenciones para hacerse creíbles a los ojos del lector. Un buen cuento se parece a un caleidoscopio, donde uno encuentra nuevas figuras literarias cada vez que lo lee y lo relee. Claro que todo esto no depende sólo de la perfección formal del cuento, incluidos el argumento, el lenguaje y el estilo, sino de la destreza del autor, quien debe mantener el suspense del lector hasta el final. En el mejor de los casos, el cuento debe tener un desenlace sorpresivo e inesperado, porque un cuento sin un final sorpresivo es como un regalo descubierto antes de la Navidad.

–Y si el cuento no atrapa desde un principio ni mantiene tenso el ánimo del lector hasta el final, ¿qué hacer? –le pregunté, mientras rememoraba los malos cuentos que escribí en mi juventud creyéndolos obras maestras.

–¡Ah! –contestó el Tío, reacomodándose en su trono–. En ese caso lo mejor es tirarlo como cuando se tira abajo un edificio cuyas puertas y ventanas aparecieron construidas en el techo. A propósito, García Márquez dice: El esfuerzo de escribir un cuento corto es tan intenso como empezar una novela. Y si el cuento, por alguna razón misteriosa, no sale bien desde un principio, lo aconsejable es empezarlo de nuevo por otro camino, o tirarlo a la basura, porque escribir un cuento que no quiere ser escrito es como forzar a una mujer que no te ama.

Me quedé pensando en que no es fácil ser albañil de la literatura, un oficio que parece reservado sólo para quienes, desde el instante en que conciben una historia en la imaginación, se sienten apresados en un torbellino de imágenes y palabras.

–Otra pregunta –le dije–. A tu juicio, ¿quién es el buen escritor de cuentos?

–El ñatito que ve como en una película la obra de su creación y es capaz de inventar ficciones sobre los tres pilares fundamentales de la condición humana: la vida, el amor y la muerte, así algunos críticos digan que lo más importante no es QUÉ se cuenta sino CÓMO se cuenta. Tampoco cabe duda de que un buen escritor de cuentos breves, usando los instrumentos simples de la palabra escrita, es capaz de crear personajes, a quienes les concede vida propia con su aliento y su talento, los crea no de un montoncito de tierra, como Dios creó al hombre, sino de un montoncito de palabras, como tú me estás creando contra viento y marea, soplándome vida en tus cuentos de la mina. El buen escritor posee la magia de sacar las palabras hasta por los bolsillos, como el mago saca las palomas por las mangas de la camisa.

–A propósito de ambientes y personajes, algunos de mis lectores dicen que me repito demasiado, que patino sobre el mismo tema y sobre el mismo personaje.

–¡Bah! –refunfuñó el Tío–. No les hagas caso, sigue insistiendo sobre el mismo tema, sigue escribiendo sobre este Tío de la mina y, como recomendaba el viejo Tolstoi: Describe tu aldea y serás universal.

En efecto, me prometí para mis adentros seguir escribiendo sobre la realidad dantesca de los mineros y sobre las ocurrencias de su dios y su diablo protector encarnados en el Tío, el mismo que en ese instante conversaba conmigo sobre sus autores preferidos y sobre las claves del cuento breve, dándome la oportunidad de preguntarle una y otra vez, por ejemplo, ¿cómo elegir un buen cuento en medio de tanta palabrería?

–Eso varía de lector a lector –aclaró–. Hay cuentos y cuentistas para todos los gustos. Más todavía, los cuentos, al igual que sus autores, tienen diversas formas, tamaños y contenidos. Así hay cuentos largos como Julio Cortázar y cuentos cortos como Tito Monterroso; cuentos livianos como Julio Ramón Ribeyro y cuentos pesados como Lezama Lima; cuentos chuecos como Augusto Céspedes y cuentos borrachos como Edgar Allan Poe; cuentos humorísticos como Bryce Echenique y cuentos angustiados como Franz Kafka; cuentos eruditos como JL Borges y cuentos dandys como Óscar Wilde; cuentos pervertidos como Marqués de Sade y cuentos degenerados como Charles Bukovski; cuentos decentes como Antón Chéjov y cuentos eróticos como Anaîs Nin; cuentos del realismo social como Máximo Gorki y cuentos del realismo mágico como García Márquez; cuentos suicidas como Horacio Quiroga y cuentos tímidos como Juan Rulfo; cuentos naturalistas como Guy de Maupassant y cuentos de ciencia-ficción como Isaac Asimov; cuentos psicológicos como William Faulkner y cuentos intimistas como JC Onetti; cuentos de la tradición oral como Charles Perrault y cuentos infantiles como HC Andersen; cuentos de la mina como Baldomero Lillo, cuentos rurales como Ciro Alegría, cuentos urbanos como Mario Benedetti y así, como estos ejemplos, hay un montón de cuentos como hay de todo en la viña del Señor. El saber elegirlos no es responsabilidad del escritor sino un oficio que le corresponde al lector.

Al escuchar el chorro de nombres, en mi condición de eterno aprendiz, me quedé turulato por la sabiduría del Tío, quien conocía las técnicas del arte de narrar sin haber escrito un solo cuento. Claro que tampoco tenía por qué haberlo hecho, si en sus manos tenía a un escribano como yo, encargado de transcribir los dictados de su ingenio y su corazón de diablo.

Mi curiosidad por saber más sobre el arte de escribir cuentos breves fue in crescendo, hasta que indagué el porqué de su preferencia por el cuento breve.

El Tío se arrimó en el espaldar de su trono, irguió la cabeza, cruzó los brazos y explicó:

–Porque es una creación literaria donde se ensamblan la brevedad, la precisión verbal y la originalidad, pero también la sintaxis correcta y la claridad semántica, pues no es lo mismo decir: Dos tazas de té, que dos tetazas, ni es lo mismo decir: La Virgen del Socavón, que el socavón de la virgen.

Estaba a punto de abrir la boca cuando él, sin importarle un bledo lo que quería decirle, se me adelantó con la agilidad propia de un gran conversador:

–El cuento breve es tiempo concentrado, tan concentrado que, algunas veces, puede estar compuesto sólo por un título y una frase. Ahí tenemos El dinosaurio, un cuentito corto como su autor: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí, dice Monterroso, seguro de haber cazado un animal prehistórico con siete palabras. Otro ejemplo, Antón Chéjov, acaso sin saberlo, anotó en su cuaderno de apuntes una anécdota, que bien podía haber sido un cuento condensado: Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida. Lástima que el ruso dejó esta idea entre sus apuntes como un diamante no pulido. De lo contrario, éste podía haber sido el cuento breve más perfecto sobre la vida de un millonario suicida. ¿Qué te parece, eh? ¿Qué te parece?

–¿Y qué me dices de los cuentos de largo aliento? –le pregunté sólo por llevar más agua a su molino.

El Tío se dio cuenta de mi actitud de preguntón, paseó la mirada por doquier, se alisó los bigotes con la lengua y contestó:

–Los cuentos largos son como los largometrajes, si no terminas dormido, terminas bostezando como cuando te metes en una sopa de letras. En el cuento breve, que se diferencia de la novela por su extensión, deben figurar sólo las palabras necesarias. No en vano Cortázar decía que el cuento es instantáneo como una fotografía y la novela es larga como una película.

–O sea que la clave de un cuento breve radica en sintetizar el lenguaje –dije sin estar muy seguro de lo que decía.

–Más que sintetizar –precisó el Tío–, es necesario economizar el lenguaje, evitando la inflación palabraria, como dice Eduardo Galeano, quien recorrió un largo trecho hacia el desnudamiento de la palabra. El lenguaje tiene que ser llano y sencillo, lo más sencillo y claro posibles. No hay por qué escribir una prosa florida ni abigarrada, ni usar un lenguaje rimbombante ni hacer del cuento un árbol de abundante follaje y pocos frutos. Por el contrario, se trata de hacer un striptease del lenguaje, hasta dejarlo con su pura sencillez y encanto, porque en la sencillez del lenguaje se esconde la belleza del arte literario...

–Cómo es eso de desnudar la palabra –irrumpí, sin haber comprendido el meollo del asunto.

–Fácil –dijo–. ¿Recuerdas el ejemplito sobre el letrero del pescadero?

–No –contesté, rascándome la cabeza.

–Ay, ay, ay. ¡Qué cabezota, eh! –enfatizó–. Según el ejemplo de Galeano, el pescadero rotuló sobre la entrada de su tienda: AQUÍ SE VENDE PESCADO FRESCO. Pasó un vecino y le dijo: Es obvio que es 'aquí', no hace falta escribirlo. Y borró el AQUÍ. Pasó otro vecino y le dijo: Es innecesario escribir 'se vende', ¿o acaso regala usted el pescado? Y borró el SE VENDE. Y sólo quedó PESCADO FRESCO. Sí. Y pasó otro vecino y dijo: ¿Acaso cree que alguien piensa que vende pescado podrido, que escribe 'fresco'...? Y borró FRESCO. Ya sólo figuraba PESCADO. Así es... hasta que otro vecino pasó y le dijo al pescadero: ¿Por qué escribe 'pescado'? ¿Acaso alguien dudaría de que se vende otra cosa que pescado, con el olor que sale de aquí? Así que el pescadero quitó las palabras que escribió sobre la entrada de su tienda...

El Tío parecía levitar mientras hablaba, como haciendo gala de su memoria retentiva. Hizo una breve pausa y luego continuó:

–Qué te parece la ocurrencia del pelado Galeano, ese trotamundos que, además de hacer striptease del lenguaje, logró escribir la historia de América Latina en pedacitos y con las venas abiertas.

–Muy bueno el ejemplo, muy bueno –contesté–. Pero, ¿hacía falta quitar todas las palabras del letrero?

–Está más claro que el agua. Hay cosas que no pueden ser palabreadas así nomás. Por eso Galeano, siguiendo las enseñazas del maestro Juan Carlos Onetti, se hizo consciente de que las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio.

–En eso estoy plenamente de acuerdo –le dije de golpe y porrazo–. Es como cuando se habla, si las palabras que se van a decir no son más bellas que el silencio, lo mejor es callar.

–Así es, pues –aseveró el Tío–. A veces, la única manera de decir es callando o como dice el verso de Pablo Neruda: Me gustas cuando callas porque estás como ausente...

Ahí se plantó nuestra conversa y se abrió un largo silencio.

Antes de cerrar la noche, me despedí del Tío, no sin antes agradecerle por su magistral enseñanza que, de seguir machacando mi oficio de artesano en la palabra, me ayudará a mejorar mis cuentos mal escritos, aunque sé por experiencia propia que del dicho al hecho, hay mucho trecho, tal cual reza el refrán popular.

Iba a franquear la puerta, cuando de pronto, a mis espaldas, escuché la voz del Tío:

–No dejes de escribir cuentos breves, como esos que a mí me gustan.

Me di la vuelta, le eché una veloz ojeada y pregunté:

–¿Como cuáles?

–Como los cuentos mineros donde cobro vida propia gracias a las aventuras de tu imaginación.

Me volví otra vez y salí de prisa, sin dejar más palabras que el silencio a mis espaldas.

* Tío: Dios y diablo de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinden pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

lunes, 4 de julio de 2011


MARÍA JOSEFA MUJÍA
LA PRIMERA POETA DEL ROMANTICISMO BOLIVIANO

María Josefa Mujía (Sucre, 1812-1888), conocida también como la Ciega, escribió versos de dolor y de tristeza en la intimidad de su hogar. Sus biógrafos dicen que perdió la vista de tanto llorar la muerte de su padre a los catorce años de edad. Tenía una formación autodidacta y una inclinación natural a la versificación; único medio que le permitía transmitir con energía y precisión los sentimientos que le nacían desde lo más hondo de su ser.

María Josefa Mujía, considerada la primera poeta boliviana, alimentó su intelecto y su fantasía de la mano de su hermano Agustín, quien, además de leerle las obras de los clásicos del romanticismo español y francés, le dedicó su tiempo durante veinte años, prácticamente hasta el día en que él falleció en 1854. Desde entonces, y por cerca de treinta cuatro años, la poeta chuquisaqueña llevó una vida en soledad, privada del amor fraternal y sincero que le unía a su hermano, a quien le dictaba sus versos bajo la recomendación de no revelar jamás este secreto. Sin embargo, conmovido por la temática de los poemas, Agustín faltó a la promesa y se los enseñó confidencialmente a un amigo. Ello bastó para que se divulgase la condición poética de María Josefa Mujía, ya que, poco tiempo después, su poema, La ciega, apareció publicado en el periódico Eco de la Opinión de su ciudad natal.

El poema, que se supone dictó hacia 1850 y cuando frisaba aproximadamente los treinta y ocho años de edad, retrata la particular situación existencial de la autora, con un pesimismo que estrangula el corazón y un negativismo que oscurece la razón: Todo es noche, noche oscura,/ Ya no veo la hermosura.../ Ya no es bello el firmamento;/ Ya no tienen lucimiento/ Las estrellas en el cielo,/ Todo cubre un negro velo,/ Ni el día tiene esplendor,/ No hay matices, no hay colores/ Ya no hay plantas, ya no hay flores,/ Ni el campo tiene verdor.../ Lo que en el mundo adorna y viste;/ Todo es noche, noche triste/ De confusión y pavor./ Doquier miro, doquier piso./ Nada encuentro y no diviso/ Más que lobreguez y horror.../ Y en medio de esta desdicha,/ Sólo me queda una dicha/ Y es la dicha de morir.

No cabe duda de que estos versos, cargados de la insondable melancolía de un ser sensitivo y delicado, retratan de cuerpo entero a su autora, revelándonos tanto la naturaleza de un dolor sin consuelo como la soledad de su espíritu, debido a una insuficiencia que la apartó de la vida social y la condenó a asimilar los conocimientos literarios sólo de oídos, pero que, empero, no la impidió componer poemas que despertaron el interés de varios críticos como Gabriel René Moreno y el español Marcelino Menéndez y Pelayo, los mismos que, impactados por la calidad de su poesía y su situación de invidente, le dedicaron comentarios elogiosos en la prensa nacional y extranjera.

María Josefa Mujía, en el panorama de la literatura boliviana, corresponde al periodo del romanticismo, que tuvo lugar durante el siglo XIX; una época en la cual destacaron Manuel José Cortés, Mario Ramallo, Daniel Calvo, Néstor Galindo, Adela Zamudio, Ricardo Mujía, Manuel José Tovar y Nataniel Aguirre, entre otros. Se trataba de una generación de escritores que no sólo exaltó un espíritu de individualismo y subjetivismo sentimental, sino que también se movió inspirado por las ideas libertarias y las luchas anticolonialistas gestadas por los movimientos sociales y políticos que se desarrollaban tanto en Europa como en Latinoamérica.

A María Josefa Mujía, de corazón tierno y sensitivo, le tocó vivir la época en que los escritores, oponiéndose a la ilustración, el clasicismo y la revolución industrial, criticaban a las tiranías encaramadas en el poder, mientras se identificaban con las aspiraciones libertarias y se convertían en genuinos portavoces del clamor popular. Claro está que los poetas románicos, cansados de la búsqueda de la verdad y la razón, decidieron abrazar la belleza y la verdad, pero, sobre todo, se preocuparon por darle mayor sentido a los aspectos emocionales del ser y abogaron por el retorno del hombre a la naturaleza. Algunos poetas románticos, que despreciaban abiertamente el materialismo burgués y pregonaban la sencillez, fueron arrinconados por el avance avasallador del sistema capitalista, que los condujo a acabar con su vida mediante el suicidio; una medida extrema que simbolizaba de algún modo el descontento en una época en que los valores materiales parecían sobreponer a los valores humanos.

La poeta chuquisaqueña, a diferencia de sus colegas varones que eran mitad escritores y mitad políticos, se encerró en su mundo privado y, a pesar de estar alejada de la vida pública, expresó abiertamente su admiración por los padres de la patria, quienes crearon la República por sobre los intereses del colonialismo español. Aquí es donde María Josefa Mujía cumplió con su misión social y moral; primero, porque creía que la belleza era verdad y, segundo, porque rescató los valores más nobles del ser humano. No en vano en su poema Bolívar, escrito en circunstancias hasta hoy desconocidas, le dedicó versos de simpatía y admiración al Libertador de cinco naciones americanas: Aquí reposa el ínclito guerrero:/ Bolivia triste y huérfana‚ en el mundo,/ Llora a su padre con dolor profundo,/Libertador de un hemisferio entero.../ Al resplandor de su invencible acero,/ Cayó el león de Iberia moribundo;/ Nació la libertad, árbol fecundo,/ Al eco de su voz temible y fiero.../ Honra a la historia y enaltece al hombre/ ¡Bolívar! genio de eternal memoria,/ Nombre que dice: ¡Libertad y gloria!

María Josefa Mujía experimentó también las ataduras sociales y morales de una época en que la mujer estaba condenada a vivir recluida entre las cuatro paredes del hogar, dedicada al cuidado de sus atributos femeninos y a los quehaceres domésticos, aparte de estar sometidas a los caprichos del varón, el mismo que, amparado por la cultura patriarcal y la doble moral religiosa, tomaba las decisiones sobre los aspectos concernientes a las superestructuras de la sociedad. Por entonces no era fácil ser mujer y mucho menos una mujer intelectual que, a tiempo de gozar de los mismos derechos que el hombre, influyera en el destino de la nación. Quizás por eso, y en despecho de su entorno social, decidió alejarse de los compromisos convencionales.

Lo curioso de esta romántica boliviana es su rechazo a vivir en pareja con el amor de su vida. No contrajo matrimonio ni formó familia. Su alma se cerró a uno de los sentimientos que más inspiró a los románticos de todos los tiempos; más todavía, en su poema, Al amor, calificó este sentimiento de ídolo falso que el mortal adora, sinónimo de muerte, veneno y amargura. Ella, que se ufanó de haber conservado su corazón ileso y libre del amor, afirmó en otros versos: Si mi mejilla en llanto se humedece/ Y si en el corazón hay amargor,/ Si en la angustia, la dolencia crece,/ No es del acíbar de tu copa, amor.../ ¡No te conozco, y de esto me glorío!/ Tu nombre odioso escucho con horror,/ Y al ver que causas males mil, impío,/ Te dice el labio: ¡Maldición, amor!.../ Sé que el interés te vence, abate, humilla;/ Sé que los celos te dan gran temor;/ Sé que el mortal te inclina la rodilla./ Yo te desprecio y te maldigo, amor!

Si en su famoso poema La ciega revela la sombra de su vista y su alma, en un afán de encontrar la luz y la paz sólo en los brazos de la dama sombría que es la muerte; en su poema Al amor destila la amargura, la desilusión y el sentimiento de quien se sabe encerrada en un horrible cautiverio, donde no se siente la presencia de Dios sino de la desesperanza y el dolor. Aun así, su poesía resalta la conciencia del Yo como entidad autónoma y crea un universo propio de acuerdo a las circunstancias y necesidades que rodearon su situación existencial, compuesta de escenarios lúgubres y sentimientos de honda melancolía, como quien cumple al pie de la letra las aspiraciones profundas de los poetas más románticos de su época.

sábado, 2 de julio de 2011


¿ASIMILACIÓN O INTEGRACIÓN?

Cuando llegué a Suecia, a finales de los años ‘70, había un solo idioma predominante y dos canales de televisión. Después, con la presencia cada vez mayor de inmigrantes y refugiados, se fueron multiplicando los idiomas y los canales de televisión. Este país exótico dejó de ser una nación monolítica y en su seno aprendieron a convivir culturas provenientes de allende los mares.

Los políticos conservadores de derecha, desde un principio, exigieron que los inmigrantes se asimilen a la sociedad sueca, antes de gozar de los mismos derechos que les corresponde a los ciudadanos nativos; en tanto los políticos más tolerantes pidieron que los inmigrantes se integren al nuevo país, conscientes de que la diversidad cultural es como un recipiente de ensalada en el cual se mezclan las verduras, pero sin que ninguna de ellas pierda las propiedades que la caracterizan.

La asimilación, por su propia naturaleza, tiende a despojarle al individuo de sus costumbres y tradiciones ancestrales, para luego revestirlo con una nueva identidad cultural. En cambio la integración, contemplada desde una perspectiva democrática, procura que el inmigrante pase a formar parte de la vida social, política, económica y cultural del nuevo país, donde asume todos los derechos y las obligaciones en igualdad de condiciones con los nativos.

Queda claro que nadie tiene el porqué asimilarse a una nueva sociedad a costa de perder los valores culturales de su país de origen, nadie tiene el porqué teñirse el pelo de color rubio ni usar lentes de contacto de color azul para hacerse el gringo siendo indio, como tampoco nadie tiene el porqué cambiarse el nombre para conseguir un mejor empleo ni hacerse el sueco.

Nadie tiene el porqué parecerse a mí ni yo tengo el porqué parecerme a nadie. Así como respeto la cultura del país que me acogió, exijo también que éste respete el bagaje cultural que llegó conmigo, porque mi cultura forma parte de mi identidad personal, de mi pasado, presente y futuro, y porque no estoy dispuesto a perderla ni por todo el oro del mundo.

Con la política de integración se permite que el chileno siga comiendo empanadas con vino tinto, el argentino siga bailando tango y el boliviano siga rindiéndole culto a la Pachamama. No se trata de olvidarnos de nuestros ancestros ni del cargamento cultural que llevamos dentro, sino de estar dispuesto a integrarnos en el nuevo país que, a su vez, tiene mucho que compartir con nosotros.

Por lo demás, una sociedad multicultural nos da una mayor opción para encontrar el verdadero sentido de la solidaridad. Tenemos que ser capaces de lograr la unidad en la diversidad y de gritar a los cuatro vientos el mismo lema que Alexandre Dumas puso en boca de los tres mosqueteros: Uno para todos y todos para uno.