jueves, 26 de enero de 2023

EL EMPALAMIENTO

El verdugo se ganaba el pan con un oficio consistente en hacer sufrir lo indecible al condenado a muerte. El empalamiento era una tortura más atroz que introducir objetos punzantes en la cabeza, cortar labios, narices y orejas; arrancar ojos con ganchos al rojo vivo, estrangular, quemar en hogueras, amputar miembros, mutilar órganos sexuales, desollar la piel o hacer hervir en recipientes de aceite a los aliados del demonio.

El verdugo sabía que el empalamiento, método de tormento usado durante varios periodos de la historia humana, era el más temido por los condenados por actos de desacato y rebeldía. Los atormentaba el simple hecho de pensar en que se les introdujeran una gigantesca estaca en el recto.

Todo el martirio comenzaba cuando el verdugo preparaba una enorme estaca, con la punta redondeada para que la muerte del condenado no fuese rápida, sino lenta, lo más lenta que imaginarse pueda, para así provocar el mayor sufrimiento posible. La estaca debía ser lo suficientemente sólida como para clavarla en el suelo y sostener el peso del cuerpo, hasta que el condenado expirara su último hálito de vida.

El verdugo sabía también que el empalamiento era el método favorito de tortura del príncipe de Valaquia, Vlad III Tepes –nacido en Sighișoara y considerado héroe nacional de Rumanía–, quien, en la segunda mitad del siglo XV y durante su reinado, mandó empalar a centenares de enemigos en un día. Las víctimas fueron tantas que, en las afueras de su castillo, se formó una suerte de bosque de empalados. Alcanzó fama mundial al ser la fuente histórica del personaje literario Vampiro conde Drácula, creado por el escritor irlandés Bram Stoker a finales del siglo XIX.

Una vez preparada la estaca, se tendía al condenado en el suelo, boca abajo y desnudo, se le ataban las manos a la espalda y se le abría las piernas de modo que estuviesen bien separadas. El verdugo untaba con sebo la abertura del recto, lo mismo que la punta redondeada de la estaca, con el fin de facilitar la penetración en las carnes del condenado. Después se le ataban los tobillos con resistentes cuerdas de las que tiraban sus ayudantes, al mismo tiempo que el verdugo sujetaba la estaca con ambas manos, ajuntándola en las entrepiernas e introduciéndola unos 50 ó 60 centímetros.

Cuando la estaca estaba insertada en el recto, el condenado era izado para que se hundiera gradualmente en el palo clavado en la tierra y enderezado en posición vertical. Como el infortunado no tenía de dónde agarrarse ni dónde apoyarse, se deslizaba a través de la estaca, hasta que, por fin, expuesto por 24 ó 48 horas, quedaba ensartado como presa en el asador.

El verdugo lo vigilaba hasta que la punta redondeada de la estaca reaparecía por el hombro, el pecho o la boca. Sólo entonces creía haber cumplido con el trabajo que le daba de comer; lo peor era que el verdugo parecía gozar con su oficio, mientras miraba al condenado contrayéndose y retorciéndose como rana atravesada en la estaca. Estaba acostumbrado a que el empalamiento fuese una muerte entre atroces dolores y poquito a poco, que para él era la mejor recompensa del bestial trabajo que ejercía en honor a su oficio de verdugo.

Esta forma de tortura, inspiró otros métodos que los inquisidores, durante el oscurantismo de la Edad Media, aplicaron contra quienes se oponían a los preceptos de la Iglesia, sin considerar que los seres humanos tenían todo el derecho a opinar y oponerse a las aberraciones que la Santa Inquisición imponía con la Biblia en la mano.

La garrucha, el potro, la pera, la sierra, la cuna de Judas y la doncella de hierro, fueron algunos de los nombres de los métodos de tortura que representaron a uno de los periodos más sombríos en la historia de la humanidad y uno de los peores atropellos contra la dignidad humana, una crueldad que la Iglesia usó como arma para corregir la conducta rebelde de quienes osaban criticar el carácter ostentoso de la jerarquía eclesiástica y contradecían las enseñanzas de las Sagradas Escrituras. 

Ahora que el tiempo ha transcurrido y ahora que los Derechos Humanos se han establecido en todos los países del mundo, sólo nos queda reprochar los métodos de tortura que se aplicaron contra los ciudadanos que, acusados de sostener pactos con el demonio, fueron víctimas de la Santa Inquisición, que no toleraba a los hombres y mujeres que contravenían los preceptos concebidos por los padres de la Iglesia.

El empalamiento fue uno de los tantos métodos de tortura que los poderes de dominación aplicaron sin compasión, para acallar y someter a las voces discordantes en una sociedad donde se imponía la ley del más fuerte, la ley de quienes creían tener la razón, aunque su verdad no era la única ni la más absoluta.

En América Latina, algunos de los conquistadores españoles empalaban a los aborígenes que les ofrecían resistencia. El cerro El Empalao, ubicado al este de la ciudad de Cagua, estado Aragua en Venezuela, tomó su nombre porque en su punta el encomendero Garci González de Silva se dedicó a empalar a los indios Meregotos que se resistieron a sus intentos de esclavizarlos. La cruel práctica de empalar consistía en atravesar longitudinalmente a una persona con una estaca previamente clavada en el suelo con la punta hacia arriba, como se hace con un animal ensartado para asarlo.

El empalamiento no fue un método de tortura que usaron los sicarios de los gobiernos dictatoriales de la tristemente famosa Operación Cóndor, pero sí un método que inspiró otras formas de atormentar a los prisioneros políticos, con la finalidad de abolir sus ideales de izquierda y quebrantarlos en su lucha por conquistar las libertades democráticas y la justicia social.

Esperemos que estos crueles métodos de tortura no vuelvan a repetirse en la historia contemporánea, que, por fortuna, tiene normas y leyes que protegen la libertad de opinión y expresión, como uno de los principales derechos de todos y cada uno de los ciudadanos que viven en un Estado de Derecho, donde se respetan las libertades de culto y las libertades de pensamiento, sin censuras ni mordazas.  
 

miércoles, 18 de enero de 2023

CANCAÑIRI VUELVE A NOSOTROS EN CORAZÓN DE ESTAÑO

Hace un tiempo atrás, por esas raras coincidencias de la vida, tuve la oportunidad de conocer a Jorge Moya Oporto en la Feria Nacional del Libro organizada en la población minera de Llallagua, donde me dedicó su primer libro Cancañiri, una obra escrita con amor y nostalgia en torno a los campamentos mineros ubicados en las laderas del Cerro Azul, donde se encuentra una de las bocaminas emblemáticas de la minería boliviana, que a principios de la pasada centuria pertenecía a la Compañía Estañífera Llallagua, propiedad de un consorcio chileno, y posteriormente al magnate Simón I. Patiño, quien amasó una inconmensurable fortuna a cambio de la miserable vida de los trabajadores, quienes, una vez organizados en sindicatos combativos, impulsaron la nacionalización de la minas tras el triunfo de la revolución nacionalista de 1952.

Tiempo después, el profesor Jorge Moya me sorprendió con la edición de Corazón de estaño, que, a manera de continuación de su primer libro, sigue narrando la historia de los campamentos mineros de Cancañiri, como quien persiste en contar las aventuras y desventuras de una colectividad que tuve su importancia durante el auge de la industria minera dedicada a la exploración, explotación y comercialización del estaño boliviano. En este contexto, el libro Corazón de estaño aporta al rescate de la memoria colectiva y al rescate de una historia que, de otro modo, corre el riesgo de perderse bajo los mantos del olvido.

Ahora bien, sin memoria no puede haber historia; sin imaginación, la historia se convierte en un libro cerrado. Corazón de estaño, del profesor Jorge Moya Oporto, emerge de la necesidad de narrar las realidades y fantasías de su terruño natal. Sus hombres y mujeres –también sus niños– emergen de los campamentos mineros que estuvieron ubicados en los alrededores del oscuro socavón de Canacañiri y la indescriptible luz solar que ilumina las faldas de los cerros del altiplano, donde la belleza agreste e inquietante es acariciada por calurosos días en verano y por penetrantes fríos en invierno.

Las consecuencias de la relocalización

Después de la llamada relocalización, que se inició en 1986, tras el cierre de la minería nacionalizada y la Marcha por la Vida de los trabajadores de la Comibol, de cancañiri, donde había teatro-cine, escuela, pulpería, compresora, maestranza, sede del Club Miners, cancha de básquet, iglesia, botica, estación de trenes y varios campamentos mineros, no ha quedado casi nada, y lo poco que ha quedado, refugiándose entre los pliegues de los cerros escapados y el recuerdo de sus antiguos habitantes, es la desolación, el olvido y la nostalgia. Por lo tanto, desde el Decreto Supremo 21060 de 1985, el cierre de las minas y la forzosa relocalización de sus habitantes, Cancañiri se ha convertido en la región minera más pobre de la pobre capital departamental que es Potosí; una ciudad colonial que, a pesar de su pasado esplendoroso y sus ingentes riquezas naturales, está considerada como una de las más pobres de un país enclaustrado que, a su vez, es una de las más pobres del continente americano.


Sin embargo, a pesar de los pesares, algunos mineros permanecieron allí, sin saber dónde ir ni qué dar de comer a sus hijos, hasta que se reorganizaron en cooperativas para seguir explotando, por cuenta propia y sin seguridad industrial, como en la época de la colonia, las pocas vetas que quedaron en las oquedades de las galerías, donde el Tío de la mina, única deidad telúrica de la mitología minera y la cosmovisión andina, es el único que sobrevive gracias a las ch’allas y los k’arakus, la coca, los cigarrillos y el alcohol, que los mineros le ofrendan cada vez que le piden permiso para horadar las rocas en busca del preciado metal del diablo.

La febril actividad comercial y cívica que se desarrollaban frente a la bocamina, maestranza y pulpería, en la actualidad no son más que recuerdos anclados en la memoria, así como se testimonia en Corazón de estaño, un libro en el cual se rescata la memoria colectiva de los cancañireños que todavía están en vida, con el único afán de rememorar los acontecimientos  históricos y los ajetreos de la vida cotidiana de lo que alguna vez fue Cancañiri; un importante enclave de la producción minera, un conjunto de campamentos donde vivían familias hacinadas en cuartuchos que fueron derruidos por la desidia y el tiempo, como si un implacable ventarrón hubiese arrasado con todo lo que encontró a su paso.

El autor, a través de cuatro turistas franceses interesados en conocer las tierras mineras, tiene la intención de explicar, de manera didáctica, los antecedentes y las consecuencias de la explotación mineralógica del norte de Potosí, para luego declinar hacia el llamado vehemente de los pobladores, quienes deben acudir al llamado de la conciencia para que, unidos en una sola organización social, puedan emprender nuevos proyectos con el propósito de preservar lo mucho o lo poco que queda de Cancañiri, donde hace falta el concurso de todos para evitar que desaparezca del mapa. No en vano, el mismo autor apunta en la dedicatoria del libro: Los años me permitieron volver a verte, luego de haber transcurrido casi tres décadas de ausencia, desde el día en que salí de tu regazo y… te encontré desmantelada y destruida por las inclemencias del tiempo y principalmente por la explotación desmedida del estaño, tanto así que me brotaron lágrimas de dolor, sin que ninguno de nosotros, los cancañireños, oportunamente, hayamos hecho algo por evitar ese deterioro y destrucción, como ahora, cuando solamente nos importa la circunstancia presente, sin pensar en hacer planteamientos serios o proyectos de envergadura y emprendimiento, para que en el futuro podamos decir: ¡Soy ‘llamacancheñ’ (del canchón de llamas) con mucho orgullo!

Se trata de una obra que, de manera sucinta y cronológica, aborda un abanico de temas, desde la época del incario hasta el encuentro anual de los cancañirenos, pasando por el fastuoso Carnaval de Oruro y el nacimiento de la industria minera impulsada por los tres Barones del Estaño (Patiño, Hochschild y Aramayo). Aunque el autor, consciente o inconscientemente, hace hincapié en el destino de los hijos de esta tierra minera, que todavía viven dispersos en las diferentes ciudades de un país que fue bautizado como Bolivia en honor al Libertador de cinco naciones.

El libro contempla una parte de la historia nacional, desde el primer capítulo que, a través de la curiosidad de los turistas franceses, nos introduce en los mitos de creación y las estructuras socioeconómicas de las culturas precolombinas de Bolivia, hasta el último capítulo que, a partir de una experiencia personal, nos narra los encuentros de los cancañireños, que actualmente viven en la diáspora, desperdigados a lo largo y ancho del territorio nacional, abrigando la memoria reflejada en las fotografías de antaño, en esas cartulinas con tonalidad sepia provenientes de diversos álbumes personales, incluidas al final del libro, donde se dibujan los rostros de quienes, en la centuria pasada, dieron vida al centro minero de Cancañiri.


Iniciativas personales y encuentro de cancañireños

El esfuerzo personal de Jorge Moya, por registrar y conservar la memoria histórica de un centro minero, que fue pequeño en demografía y grande en producción estañífera, es encomiable desde todo punto de vista, no solo porque se constituye en un valioso aporte para la historiografía del país, sino porque es un material de consulta para cualquier ciudadano interesado en desentrañar los recovecos de la vida social, política, cultural, deportiva y tradicional de una colectividad compuesta por personas de procedencia diversa, que se dieron cita en las laderas del cerro pedregoso y polvoriento, una vez que se abrió el socavón y la Compañía Estanífera Llallagua requirió de mano de obra barata para explotar, en tres turnos, el yacimiento de estaño, que hizo ricos a los empresarios y pobres a quienes vendieron sus pulmones a cambio de míseros salarios.

En el mes de septiembre de cada año, los cancañireños, que suelen profesar su fe hacia el Cristo de la Exaltación, se reúnen en encuentros a los que asisten para rememorar su pasado hecho de vivencias personales y anécdotas llenas de aventuras, desventuras, alegrías y tristezas, pero también con las esperanzas de que estos encuentros sean un punto de arranque para perpetuar la historia de este distrito a través, por ejemplo, de la creación de un Museo Minero. No en vano el autor, al inicio del libro, cuestiona a sus coterráneos: De pronto surge una interrogante: ¿Qué hemos hecho los cancañireños para evitar su destrucción hasta el grado en que ahora lo vemos o qué hacemos para devolverle, al menos en parte, esos sus Años Mozos? (…) Muy cierto que, los encuentros de carácter nacional de los Residentes Mineros de Cancañiri, 14 de Septiembre, La Revuelta, La Salvadora y Vizcachani, al igual que los reencuentros de cancañireños en Cancañiri, sirven para reunir a los amigos y vecinos de entonces, para evocar los recuerdos, pero… solo hasta ahí llegamos… Creo firmemente que, debemos propiciar otro tipo de encuentros, tener una instancia organizativa que nos aglutine a todos, para planificar y obrar respecto de un futuro mejor para esa tierra minera que nos vio nacer, con el propósito de no dejar que perezca para siempre (…) Las generaciones jóvenes y las que vendrán, deben conocer la realidad de esos Años Mozos de Cancañiri, para mantener viva su memoria y la de nuestros mayores, quienes dieron sus pulmones, horadando los obscuros socavones, en procura de encontrar el preciado mineral: el estaño.

Aunque las partes que corresponden a la labor estrictamente minera y las vivencias de las familias en los campamentos están puestas en boca de una mujer de avanzada edad, como es el caso de la ya difunta Doña Yolita, la heredera de la tradición oral de una cultura en proceso de extinción, no deja de ser más que una estrategia del narrador que quiere contarnos, con desgarradoras palabras y angustiosas frases, el drama de las familias mineras y la marginación social de una colectividad, donde las contradicciones socioeconómicas determinaron la escala que le correspondía a cada cual, dependiendo de las leyes impuestas por el capitalismo salvaje, que amasó fortunas a costa del sacrificio de los más pobres entre los pobres.

Este libro, desde un principio, está narrado con la pasión de quien es capaz de reconstruir el pasado con los retazos de la memoria, un recurso válido en el proceso de creación de una obra que, además de tener un trasfondo histórico, contiene datos de primera mano y un rico mosaico de hechos y personajes, que convierten el testimonio personal y colectivo en un fascinante caleidoscopio, donde los lectores podrán apreciar las acertadas pinceladas de la realidad y la ficción, que el autor explaya en los diez capítulos de este libro que, escrito con sencillez y honestidad, es ya un valioso aporte a la historiografía de un centro minero cuyo destino, desde el Decreto Supremo 21060, promulgado por el gobierno de Víctor Paz Estenssoro, perdió su gloria y esplendor, debido al cierre de las minas nacionalizadas y la relocalización de los trabajadores, quienes se vieron forzados a abandonar los campamentos en busca de nuevos horizontes de vida.